En Rezaiyeh, Rashid tomó uno de los Range Rover y regresó del hotel a la escuela que había sido transformada en cuartel general de los revolucionarios.
Se preguntó si el ayudante del líder habría llamado a Teherán. La noche anterior, Coburn no había conseguido la comunicación; ¿tendrían los dirigentes de la revolución el mismo problema? Rashid consideró que probablemente sería así. Bien, y si el individuo no conseguía hablar con Teherán, ¿qué se le ocurriría hacer? Sólo tenía dos opciones: retener a los norteamericanos, o dejarlos ir sin más. La segunda opción le debía de parecer una estupidez, y probablemente no querría que Rashid se llevara la impresión de que en la ciudad reinaba la desorganización. Rashid decidió actuar como si asumiera que la llamada se había producido, y que se habían llevado a cabo todas las comprobaciones.
Entró en el patio de la escuela. Allí estaba el ayudante, apoyado contra un Mercedes. Rashid empezó a hablar con él sobre el problema de llevar a seis mil extranjeros a la ciudad, camino de la frontera. ¿Cuánta gente podía ser alojada durante una noche en Rezaiyeh? ¿Qué instalaciones había allí y en la frontera de Sero para realizar los trámites burocráticos? Hizo especial énfasis en que el ayatollah Jomeini había dado órdenes de que los norteamericanos fueran bien tratados a su salida de Irán, pues el nuevo gobierno no quería disputas con el estadounidense. Continuó con el tema de la documentación; quizá el comité de Rezaiyeh debiera expedir pases para los extranjeros, autorizándolos a cruzar la frontera por Sero. Él, Rashid, desde luego necesitaría uno de tales salvoconductos hoy, para hacer cruzar a los seis norteamericanos. Sugirió que el ayudante del líder lo acompañara a la escuela a extender un pase de aquéllos.
El ayudante accedió.
Se encaminaron a la biblioteca. Rashid encontró pluma y papel y se los tendió al ayudante.
—¿Qué podríamos poner? —dijo Rashid—. Probablemente, algo así: «La persona portadora de esta carta puede acompañar a seis norteamericanos a cruzar la frontera por Sero». No, pongamos Bargazán o Sero, por si este paso estuviera cerrado.
El ayudante escribió al dictado.
—Quizá podríamos decir… Humm: «Se espera de todos los guardianes de la revolución que presten la máxima colaboración y asistencia, que reconozcan al portador de la presente y, si es necesario, le proporcionen escolta».
El ayudante continuó escribiendo. Después firmó con su nombre. Rashid le dijo:
—Quizá deberíamos poner «Alto Mando del Comité para la Revolución Islámica».
El ayudante asintió. Rashid contempló el documento. Parecía un tanto inadecuado, improvisado. Necesitaba algo más que le diera aspecto oficial. Encontró un sello de goma y una almohadilla de tinta y lo estampó en la carta. Después leyó lo que ponía en el sello: «Biblioteca de la Escuela de Religión, Rezaiyeh. Fundada en 1344».
Rashid se guardó el documento en el bolsillo.
—Probablemente deberíamos imprimir seis mil documentos de éstos, para que sólo haya que firmarlos —dijo.
El ayudante asintió.
—Seguiremos hablando sobre los preparativos mañana —prosiguió Rashid—. Ahora, me gustaría ir a Sero para discutir los posibles problemas con los aduaneros de allí.
—Muy bien.
Rashid se alejó.
No había nada imposible.
Volvió al Range Rover. Era una buena idea ir a la frontera, pensó. Así vería qué problemas podían presentarse, antes de hacer el trayecto con los norteamericanos.
A las afueras de Rezaiyeh había una barricada guardada por adolescentes armados de fusiles. No le pusieron ningún obstáculo a Rashid, pero éste se preguntó cómo reaccionarían ante seis norteamericanos; los muchachos, se notaba, estaban ansiosos por utilizar sus armas.
Desde allí en adelante la ruta estaba despejada. Era un camino polvoriento, pero bastante liso, y avanzó a buena velocidad. Recogió a un hombre que hacía autoestop y le preguntó cómo podría pasarse la frontera a caballo. No habría problemas, le contestó el hombre. Podía hacerse y, casualmente, su hermano tenía caballos…
Rashid hizo el trayecto de setenta kilómetros en poco más de una hora. Se detuvo con su Range Rover junto al puesto fronterizo. Los guardias se mostraron suspicaces. Les mostró el salvoconducto del ayudante del líder. Los guardianes llamaron a Rezaiyeh y, según dijeron, hablaron con el ayudante, quien respondió por Rashid.
Éste echó una mirada hacia el territorio turco. Era una vista muy agradable. Habían pasado grandes angustias para llegar hasta allí. Para Paul y Bill, significaba la libertad, el hogar y la familia; para los demás hombres de la EDS sería el fin de una pesadilla. Para Rashid, representaba algo más: Estados Unidos.
Comprendía la psicología de los ejecutivos de la EDS. Tenían un pronunciado sentido del deber. Si uno los ayudaba, a ellos les gustaba mostrar su agradecimiento, para mantener la relación equilibrada. Sabía que con sólo pedirlo, ellos lo llevarían consigo a la tierra de sus sueños.
El puesto fronterizo estaba bajo el control del pueblecito de Sero, situado a medio kilómetro de distancia, siguiendo un sendero de montaña. Rashid decidió ir a ver al jefe del poblado para establecer una relación amistosa y allanar el camino para más adelante.
Estaba a punto de dar media vuelta cuando aparecieron dos coches en el lado turco de la frontera. Del primer vehículo salió un negro alto con una chaqueta de cuero que se acercó hasta la cadena que marcaba el principio de la tierra de nadie. A Rashid le dio un salto el corazón. ¡Conocía a aquel hombre! Empezó a mover la mano y a gritar:
—¡Ralph! ¡Ralph Boulware! ¡Eh, Ralph!