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El automóvil pasó un bache y el salto despertó a Boulware. Estaba cansado y atontado tras la breve y desasosegada cabezada. Echó una mirada por la ventana. Acababa de amanecer. Vio la orilla de un gran lago, tan enorme que no se divisaba la otra orilla.

—¿Dónde estamos? —dijo.

—Eso es el lago Van —contestó Charlie Brown, el intérprete.

Se veían casas, poblados y automóviles civiles; habían salido de la zona de montañas y volvían a estar en lo que se entendía por civilización en aquella parte del mundo. Boulware consultó el mapa y calculó que estaban a unos ciento cincuenta kilómetros de la frontera.

—¡Vaya, esto está bien! —comentó.

Vio una gasolinera. Realmente habían vuelto a la civilización.

—Vamos a poner gasolina —dijo.

Allí mismo desayunaron pan y café. El café resultó casi tan bueno como una ducha, y Boulware se sintió a punto para continuar. Se volvió hacia Charlie Brown y le dijo:

—Dígale al taxista que conduciré yo.

El taxista había venido a cincuenta o sesenta por hora, pero Boulware forzó el viejo Chevrolet hasta los cien. Parecía que tenían una posibilidad real de alcanzar la frontera a tiempo de encontrar a Simons.

Mientras rodaba por la carretera junto a la orilla del lago, Boulware oyó un estampido amortiguado, seguido de un ruido que parecía un desgarramiento; el coche empezó a bambolearse y a saltar, y se oyó el chirrido del metal contra la piedra. Había estallado un neumático.

Frenó a fondo, mientras soltaba una maldición.

Bajaron todos y observaron la rueda. Boulware, el anciano taxista, Charlie Brown y el gordo Ilsmán. El neumático estaba hecho trizas, la rueda deformada, y ya habían usado la rueda de repuesto durante la noche, después del último pinchazo.

Boulware echó una mirada más detenida. Las tuercas de la rueda estaban rotas; aunque consiguieran otra rueda nueva, no conseguirían quitar la estropeada.

Boulware echó una mirada alrededor. Sobre una colina se veía una casa.

—Vamos allí —dijo—. Quizá podamos llamar por teléfono.

Charlie Brown hizo un gesto de negativa con la cabeza.

—No hay teléfonos por aquí.

Boulware no estaba dispuesto a rendirse después de todo lo que había soportado; estaba ya demasiado cerca.

—Muy bien —le dijo a Charlie—. Detenga un coche, regrese a la última ciudad que hayamos pasado, y busque otro taxi.

Charlie se puso a andar. Pasaron dos coches sin detenerse, y finalmente subió a un camión. El vehículo llevaba heno y un grupo de niños en la parte de atrás. Charlie saltó a la caja y el camión avanzó hasta perderse de vista.

Boulware, Ilsmán y el taxista se quedaron contemplando el lago y comiendo naranjas.

Una hora después, una pequeña furgoneta europea se acercó por la carretera a toda velocidad y frenó ante ellos con un chirrido. Charlie saltó de ella.

Boulware le dio al taxista de Adana quinientos dólares, subió al nuevo taxi con Ilsmán y Charlie y se alejaron en la furgoneta, dejando el Chevrolet junto al lago, con el aspecto de una ballena varada.

El nuevo conductor corría como el viento y, a mediodía, estaban ya en Van, en la orilla este del lago. Van era una ciudad pequeña, con edificios de ladrillo en el centro y cabañas de adobe en los alrededores. Ilsmán dio al conductor la dirección de la casa de un primo del señor Fish.

Pagaron al taxista y entraron. Ilsmán entabló una discusión con el primo del señor Fish. Boulware se sentó en el salón, escuchando atentamente aunque no comprendía nada, e impaciente por seguir adelante. Una hora después, le dijo a Charlie:

—Escucha, cojamos otro taxi y basta. No necesitamos al primo para nada.

—Entre este punto y la frontera hay una zona muy mala —replicó Charlie—. Nosotros somos forasteros y necesitamos protección.

Boulware se obligó a tener paciencia.

Por fin, Ilsmán estrechó la mano al primo del señor Fish y Charlie anunció:

—Sus hijos nos llevarán a la frontera.

Había dos hijos y dos coches.

Se internaron en las montañas. Boulware no vio ningún rastro de los peligrosos bandidos contra los que necesitaba tanta protección. Sólo aparecieron ante él campos cubiertos de nieve, cabras escuálidas y algunos míseros pastores en sus casuchas más míseras aún.

La policía los detuvo en el poblado de Yuksekova, a pocos kilómetros de la frontera, y los condujo a la pequeña comisaría recién encalada de la población. Ilsmán mostró sus credenciales y pronto los dejaron otra vez. Boulware quedó impresionado; quizá Ilsmán fuera realmente un equivalente turco a los agentes de la CIA.

Alcanzaron la frontera a las cuatro de la tarde del jueves, después de veinticuatro horas seguidas en la carretera.

La caseta de la aduana estaba en un rincón perdido. El puesto de guardia consistía en dos edificios de madera. También había una estafeta de correos. Boulware se preguntó quién diablos la utilizaría. Los camioneros, quizá. A doscientos metros, en el lado iraní, había un grupo mayor de edificios.

No había rastro del grupo de Simons.

Boulware se sintió irritado. Había hecho lo imposible por llegar más o menos a tiempo: ¿Dónde diablos estaba Simons?

De uno de los edificios salió un guarda que se les aproximó diciendo:

—¿Buscan ustedes a los norteamericanos?

Boulware se sorprendió. Se suponía que todo aquel asunto era secreto. Parecía que las medidas de seguridad se habían quedado en nada.

—Sí —contestó—, estoy buscando a los americanos.

—Hay una llamada para usted.

Boulware se sorprendió aún más. La sincronización era fenomenal.

—No bromee —murmuró. ¿Quién diablos podía saber que estaba allí?

Siguió al aduanero hasta la choza y asió el teléfono.

—¿Sí?

—Aquí el consulado norteamericano —contestó una voz—. ¿Puede decirme su nombre?

—Humm… ¿De qué se trata? —replicó Boulware con cautela.

—Escuche, ¿quiere limitarse a decirme, por favor, qué está haciendo ahí?

—No sé quién es usted, y no voy a decirle qué estoy haciendo —contestó Boulware.

—Muy bien, yo sé quién es usted y qué hace ahí. Si tiene algún problema, llámeme. ¿Tiene bolígrafo?

Boulware apuntó el número, dio las gracias y colgó perplejo. Hacía una hora, ni él mismo sabía que iba a estar allí, así que, pensó, ¿quién podía saberlo? Y menos que nadie el consulado norteamericano. Pensó de nuevo en Ilsman. Quizá Ilsmán estaba en contacto con sus jefes, con la MIT turca, quienes estaban en contacto con la CIA, que a su vez lo estaba con el consulado. Ilsmán pudo haberle dicho a alguien que hiciera una llamada desde Van, o incluso desde la comisaría de Yuksekova.

Se preguntó si era bueno o malo que el consulado supiera lo que estaba sucediendo. Recordó la «ayuda» que les había prestado a Paul y Bill la Embajada de Teherán; con amigos como aquéllos en el Departamento de Estado, uno no necesitaba enemigos.

Empujó el consulado al fondo de su mente. El principal problema ahora era averiguar dónde estaba el grupo de Simons.

Volvió a salir y echó un vistazo a la tierra de nadie. Decidió pasar a pie y hablar con los iraníes. Llamó a Ilsman y a Charlie Brown para que lo acompañaran.

Al aproximarse al lado iraní, vio que los guardias de fronteras no llevaban uniforme. Presumiblemente, eran revolucionarios que habían tomado el mando a la caída del anterior gobierno. Le dijo a Charlie:

—Pregúnteles si han oído algo de unos norteamericanos que se aproximan en dos jeeps.

No hubo necesidad de que Charlie tradujera la contestación; los iraníes negaron vigorosamente con la cabeza.

Un habitante de la zona que merodeaba por allí, con su turbante hecho harapos y un fusil viejo, se les acercó desde el lado iraní. Hubo un intercambio de frases entre él y Charlie, y éste dijo a continuación:

—Este hombre dice que sabe dónde están los extranjeros y que lo llevará allí si le paga.

Boulware intentó saber cuánto pedía, pero Ilsmán no quiso que aceptara la oferta a ningún precio. Ilsmán habló imperiosamente con Charlie y éste tradujo:

—Usted lleva una chaqueta de piel, guantes también de piel y un buen reloj en la muñeca.

Boulware, a quien le encantaban los relojes, llevaba uno que le había regalado Mary cuando se casaron.

—¿Y qué?

—Con esas ropas, piensan que es usted de la SAVAK, y por aquí la gente odia a la SAVAK.

—Me cambiaré de ropa. Tengo otro abrigo en el coche.

—No —contestó Charlie—. A ver si lo comprende, lo que quieren es que pase usted allá para saltarle la tapa de los sesos.

—Entiendo —musitó Boulware.

Regresaron al lado turco. En vista de que había una estafeta de correos tan estratégicamente cerca, decidió hacer una llamada a Estambul para poner al corriente a Ross Perot del desarrollo de los acontecimientos. Entró en la oficina. Tuvo que firmar. El encargado le dijo que tardaría un poco en comunicarle.

Boulware volvió a salir. Los aduaneros turcos se estaban poniendo nerviosos, le dijo Charlie. Algunos de los iraníes habían avanzado siguiendo sus pasos, y a los guardas no les gustaba tener gente remoloneando por la tierra de nadie; era una falta de disciplina.

Pensó que allí no estaba haciendo nada, y dijo:

—¿Cree usted que los aduaneros nos avisarían cuando el grupo pase la frontera, si nosotros regresamos a Yuksekova?

Charlie se lo preguntó y los turcos accedieron. En el pueblo había un hotel, y llamarían allí.

Boulware, Ilsmán, Charlie y los dos hijos del primo del señor Fish se metieron en el coche y regresaron a Yuksekova.

Una vez allí, se instalaron en el peor hotel del mundo entero. El suelo estaba sucio. El baño era un agujero en el suelo debajo de las escaleras. Todas las camas estaban en una sola habitación. Charlie Brown pidió algo de comer, y se lo trajeron envuelto en papel de periódico.

Boulware no estaba seguro de haber tomado la mejor decisión al dejar el puesto fronterizo. Podían torcerse tantas cosas; incluso los aduaneros podían no llamar, aunque lo habían prometido. Decidió aceptar el ofrecimiento de ayuda del consulado y pedirles que le consiguieran permiso para quedarse junto al puesto fronterizo. Llamó al número que le había dado la voz, desde el único teléfono del hotel, un aparato viejo de manivela. Consiguió línea, pero la comunicación era infame, y ambas partes tenían problemas para hacerse entender. Al fin, el hombre del otro lado de la línea dijo algo así como que volvería a llamar, y colgó.

Boulware se quedó junto a la chimenea, impaciente. Al cabo de un rato ya no resistió más y decidió volver a la frontera sin permiso.

De camino, tuvieron un pinchazo.

Se quedaron todos en la carretera mientras los dos hermanos cambiaban la rueda. Ilsmán parecía nervioso. Charlie le explicó la causa a Boulware:

—Dice que este lugar es muy peligroso, que la gente de por aquí son todos bandidos y asesinos.

Boulware mostró su escepticismo. Ilsmán había accedido a hacer todo aquello por la pequeña suma de ocho mil dólares, y Boulware empezaba a sospechar que el individuo se disponía a elevar aquel precio.

—Pregúntele cuánta gente ha sido asesinada en esta ruta durante el mes pasado —le dijo Boulware a Charlie.

Observó el rostro de Ilsmán mientras éste contestaba. Charlie hizo la traducción:

—Treinta y nueve.

Ilsmán parecía hablar en serio.

Boulware pensó: «Mierda, ese tipo está diciendo la maldita verdad». Miró alrededor. Montañas, nieve…

Le dio un escalofrío.