DOCE

1

—¡Despierta, Coburn! ¡Arriba, vámonos!

La voz grave de Simons penetró en el profundo sueño de Coburn y éste abrió los ojos preguntándose dónde estaba.

—En el palacio del Sha, en Mahabad.

—¡Oh, mierda!

Se levantó.

Simons les estaba dando prisa para que se prepararan para salir, pero no había ningún rastro de los kurdos; aparentemente, todos dormían todavía. Los norteamericanos hicieron mucho ruido y, al fin, los guardianes asomaron la cabeza por la puerta de la suite real.

Simons habló con Rashid:

—Dígales que tenemos que irnos, que tenemos prisa, que nuestros amigos nos esperan en la frontera.

Rashid habló con los kurdos y luego dijo:

—Tenemos que esperar.

—¿A qué?

A Simons no le gustaba aquello.

—Quieren ducharse todos.

—No veo qué urgencia tienen —comentó Keane Taylor—. La mayoría no se han dado una ducha desde hace un año o dos, así que podrían esperar un día más.

Simons contuvo su impaciencia durante media hora, y luego dijo a Rashid que les recordara de nuevo a los kurdos que el grupo llevaba prisa.

—Tenemos que ver el cuarto de baño del Sha —dijo Rashid.

—Maldita sea, ya lo hemos visto —contestó Simons—. ¿A qué viene tanto retraso?

Todo el mundo entró en la suite real y, obedientemente, hicieron grandes exclamaciones ante el vergonzoso lujo de aquel palacio sin utilizar; sin embargo, ni así se movieron los guardianes.

Coburn se preguntó qué debía de sucederles. ¿Habrían cambiado de idea respecto a escoltarlos hasta la siguiente ciudad? ¿Habría hecho Bolourian averiguaciones acerca de la EDS durante la noche? Simons no iba a resistir allí mucho más tiempo…

Por fin, apareció el joven intérprete y resultó que los guardianes estaban esperándolo. Los planes no habían cambiado. Un grupo de kurdos acompañaría a los norteamericanos durante la siguiente etapa del viaje.

—Tenemos unos amigos en Rezaiyeh —le dijo Simons al intérprete—. Nos gustaría que nos llevaran a su casa, en lugar de ir a ver al jefe de la ciudad.

—No es conveniente —contestó el joven—. Al norte de aquí la lucha es dura. La ciudad de Tabriz todavía está en manos de los partidarios del Sha. Tengo que entregarlos a gente que pueda protegerlos.

—De acuerdo, pero ¿podemos irnos ya?

—Desde luego.

Partieron. Bajaron hasta la ciudad y pararon a instancias del joven frente a una casa. El joven entró. Todos aguardaron. Alguien compró pan y un queso cremoso para desayunar. Coburn bajó del coche y se acercó al de Simons.

—¿Qué sucede ahora?

—Esta es la casa del mullah —explicó Rashid—. Está escribiendo una carta al mullah de Rezaiyeh presentándonos.

Transcurrió casi una hora antes de que el intérprete apareciera con la carta prometida.

A continuación, fueron hasta la comisaría, donde vieron el que iba a ser su coche de escolta: una gran ambulancia blanca con una luz roja intermitente en el techo, los cristales de las ventanillas rotos y una especie de identificación garabateada en parsí con un rotulador rojo, que presumiblemente rezaba «Comité Revolucionario de Mahabad», o algo parecido. Estaba llena de kurdos armados hasta los dientes. Demasiado para pasar inadvertidos durante el viaje.

Por fin alcanzaron la carretera. La ambulancia abría la marcha.

Simons temía lo que estuviera tramando Dadgar. Evidentemente, en Mahabad no habían sido alertados de buscar a Paul y Bill, pero Rezaiyeh era una ciudad mucho mayor. Simons desconocía si la autoridad de Dadgar se extendía también al campo iraní. Lo único que sabía era que hasta entonces Dadgar había sorprendido a todos por su dedicación y su capacidad para sobrevivir a todos los cambios de Gobierno. Simons deseaba que el grupo no tuviera que ser presentado a las autoridades de Rezaiyeh.

—Tenemos buenos amigos en Rezaiyeh —le repitió al joven intérprete—. Si pudieran llevarnos a su casa, estaríamos perfectamente a salvo allí.

—No, no —contestó el iraní—. Si no obedeciera las órdenes y les pasa algo, me costaría caro.

Simons no insistió más. Evidentemente eran a la vez invitados y prisioneros de los kurdos. En Mahabad la revolución se caracterizaba por la disciplina comunista mucho más que por la anarquía islámica, y el único modo de librarse de la escolta sería por métodos violentos. Y Simons no estaba dispuesto a iniciar una pelea.

Nada más salir de la ciudad, la ambulancia se detuvo al borde del camino, junto a un pequeño café.

—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Simons.

—Para desayunar —contestó el intérprete.

—No necesitamos desayunar —rugió Simons, en tono imperioso.

—Pero…

—¡No necesitamos desayunar!

El intérprete se encogió de hombros y gritó algo a los kurdos que empezaban a descender de la ambulancia. Los hombres volvieron a subir y el convoy prosiguió la marcha.

Llegaron a las afueras de Rezaiyeh a última hora de la mañana. El camino estaba cerrado por la inevitable barricada. Ésta era importante, construida al estilo militar con coches aparcados, sacos terreros y alambre de espino. El convoy redujo la marcha y un vigilante armado les hizo señas con la mano de que salieran de la carretera y se detuvieran junto a una gasolinera que había sido transformada en puesto de mando.

La ambulancia no frenó a tiempo y fue a enredarse entre el alambre de espino.

Los dos Range Rover frenaron disciplinadamente.

La ambulancia fue rodeada de inmediato por guardianes y se inició una discusión. Rashid y el intérprete acudieron a participar en ella. Los revolucionarios de Rezaiyeh no dieron por sentado automáticamente que los revolucionarios de Mahabad estuviesen de su lado. Los hombres de Rezaiyeh eran acerbaijaníes, no kurdos, y la discusión se desarrolló en turco, además de en parsí.

Se les ordenó a los kurdos que dejaran allí sus armas, al parecer, y ellos se negaron airadamente. El intérprete exhibía la nota del mullah de Mahabad. Nadie hacía mucho caso de Rashid, que de repente se había convertido en un intruso. Al fin, el intérprete y Rashid regresaron a los coches.

—Vamos a llevarlos a un hotel —dijo el intérprete—, y luego iré yo a ver al mullah. La ambulancia estaba totalmente enredada en el alambre de espino y tuvo que ser extraída de él antes de reanudar la marcha. Varios vigilantes de la barricada los escoltaron a la ciudad.

Era una población grande para lo habitual en las zonas rurales de Irán. Tenía muchos edificios de piedra y cemento y algunas calles pavimentadas. El convoy se detuvo en una calle importante. Se oía un griterío distante. Rashid y el intérprete entraron en un edificio, presumiblemente un hotel, y los demás aguardaron.

Coburn se sentía optimista. No suele llevarse a los presos a un hotel antes de fusilarlos. Era simplemente una incongruencia administrativa. El griterío se hizo mayor y por un extremo de la calle apareció una muchedumbre.

En el coche de atrás, Coburn dijo:

—¿Qué diablos es eso?

Los kurdos saltaron de la ambulancia y rodearon los dos Range Rover, formando un escudo frente al primero de los vehículos. Uno de los hombres señaló la portezuela de Coburn e hizo un gesto como si diera vuelta a una llave.

—Cerrad las puertas —advirtió Coburn a los demás.

La muchedumbre se acercó más. Era una especie de desfile callejero, adivinó Coburn. Al frente de la procesión había varios oficiales del ejército con uniformes hechos harapos. Uno de ellos lloraba.

—¿Sabéis qué me parece? —dijo Coburn—. Que el ejército se ha rendido y ahora pasean a los oficiales por la calle mayor.

La vengativa multitud pasó junto a los vehículos dando empujones a los guardianes kurdos y mirando por las ventanillas con ademanes hostiles. Los kurdos permanecieron firmes en sus posiciones e intentaron apartar a la gente de los vehículos.

—Esto se está poniendo feo —murmuró Gayden.

Coburn mantuvo la atención en el coche de delante, preguntándose qué haría Simons. Vio el cañón de un fusil apuntando a la ventanilla del lado del conductor.

—Paul, no mires ahora, pero tienes a alguien apuntándote a la cabeza.

—¡Jesús…!

Coburn se imaginaba lo que sucedería a continuación: la muchedumbre empezaría a dar bandazos a los coches, luego los volcarían…

Y entonces, de repente, todo pasó. Los militares derrotados constituían la atracción principal y la gente siguió tras ellos. Coburn se tranquilizó mientras Paul decía:

—Por un momento, pensé…

Rashid y el intérprete salieron del hotel. Rashid habló con Coburn:

—No quieren saber nada de tener a un grupo de norteamericanos en el hotel. No quieren correr riesgos.

Coburn comprendió por aquella frase que los ánimos estaban tan caldeados en la ciudad que la multitud era capaz de incendiar el hotel por haber admitido a unos extranjeros.

—Tendremos que ir al cuartel general revolucionario —concluyó Rashid.

Reemprendieron la marcha. En las calles había una actividad enfebrecida; largas filas de camiones de todos los tamaños y formas estaban siendo cargados de suministros, presumiblemente para los revolucionarios que todavía luchaban en Tabriz. El convoy se detuvo ante lo que parecía una escuela. Frente al patio de ésta había una multitud enorme y ruidosa, al parecer esperando para entrar. Tras varias discusiones, los kurdos convencieron a la guardia de la puerta para que dejara entrar la ambulancia y los dos Range Rover. La gente reaccionó airadamente al ver entrar a los extranjeros. Coburn soltó un suspiro de alivio cuando la verja volvió a cerrarse tras ellos.

Bajaron de los coches. El patio estaba lleno de automóviles tiroteados. Un mullah estaba puesto en pie sobre un montón de cajas de fusiles celebrando una ruidosa y apasionada ceremonia con una multitud de hombres. Rashid explicó la situación:

—Está tomándoles el juramento a las tropas de refresco que se dirigen a Tabriz a luchar por la revolución.

Los kurdos llevaron a los norteamericanos hacia el edificio de la escuela, situado a un lado del patio. Un hombre bajó los peldaños de la escalera principal y empezó a gritarles furiosamente, señalando con el dedo a los kurdos.

—No pueden entrar armados en el edificio —tradujo Rashid.

Coburn apreció que los kurdos se estaban poniendo nerviosos. Para su sorpresa, se encontraban en territorio hostil. Presentaron la carta del mullah de Mahabad y hubo nuevas discusiones. Al fin, Rashid dijo a los norteamericanos:

—Aguarden todos aquí. Voy adentro a hablar con el líder del comité revolucionario.

Subió las escaleras y desapareció. Paul y Gayden encendieron un cigarrillo. Paul se sentía asustado y abatido. Tenía la impresión de que aquella gente llamaría a Teherán y descubrirían su identidad. Ser enviado otra vez a la cárcel era ahora la menor de sus preocupaciones. Se volvió a Gayden y le dijo:

—De verdad que aprecio mucho lo que habéis hecho por mí, pero creo que ha sido en vano; qué lástima.

Coburn estaba más preocupado por la multitud del otro lado de la verja. Dentro al menos había alguien que intentaba mantener el orden. Allí fuera había una manada de lobos. ¿Qué sucedería si convencían a algún centinela estúpido de que abriera la puerta? Aquello sería un linchamiento. En Teherán, un tipo iraní que había hecho algo que irritó a la muchedumbre, fue literalmente descuartizado por la gente, que se había vuelto loca de histeria.

Los guardianes movieron sus armas indicando que los norteamericanos debían quedarse en un rincón del patio, contra un muro. Todos obedecieron, sintiéndose desamparados. Coburn observó el muro. Tenía agujeros de bala. Paul también los había visto y tenía el rostro blanco.

—Dios mío —musitó—. Me parece que éste es el fin.

Rashid se preguntó: «¿Cuál debe de ser la psicología del líder del comité revolucionario?».

Debía de tener un millón de cosas que hacer, pensó. Acababa de hacerse con el control de la ciudad y nunca había ejercido el poder. Tenía que tratar con los oficiales del ejército derrotado, tenía que cazar a los sospechosos de ser agentes de la SAVAK e interrogarles, debía hacer que la ciudad siguiera funcionando normalmente, debía tomar precauciones contra un intento contrarrevolucionario y debía enviar tropas a luchar a Tabriz.

Lo único que debía de desear, siguió cavilando Rashid, era tachar cosas de la lista.

No debía de tener tiempo ni comprensión para con los norteamericanos que huían. Si tenía que tomar alguna decisión, sencillamente los metería en la cárcel durante el tiempo preciso y se ocuparía de ellos más tarde, a su conveniencia. Por tanto, Rashid tenía que asegurarse de que no tomara ninguna decisión.

Rashid fue conducido al aula. El líder estaba sentado en el suelo. Era un hombre alto y fuerte, con la expresión de la victoria en el rostro. Sin embargo, parecía cansado, confuso e inquieto.

El hombre que escoltaba a Rashid dijo en parsí:

—Este hombre viene de Mahabad con una carta del mullah, y trae consigo a seis norteamericanos.

Rashid pensó en una película que había visto, en la que un hombre entraba en un edificio bien custodiado mostrando su carnet de conducir en lugar del pase correspondiente. Si uno tenía la suficiente confianza, podía superar la suspicacia de cualquiera.

—No —dijo pues—. Vengo del Comité Revolucionario de Teherán. Tenemos cinco o seis mil norteamericanos en Teherán y hemos decidido enviarlos a su país. El aeropuerto está cerrado, así que los traeremos por esta ruta. Evidentemente, tenemos que hacer los preparativos necesarios para manejar a esa cantidad de personas. Por eso estoy aquí. Sin embargo, tú tienes muchos problemas que afrontar… Quizá prefieras que discuta los detalles con tus subordinados.

—Sí —dijo el líder, indicándole con un gesto de mano que se marchara.

—Soy el ayudante del líder —le dijo a Rashid el hombre que lo había escoltado mientras salían del aula. Entraron en otra sala donde cinco o seis personas estaban tomando té. Rashid habló con el ayudante del líder en voz suficientemente alta para que los demás lo oyeran.

—Esos norteamericanos sólo quieren irse a casa y ver a sus familias. Nosotros nos alegramos de librarnos de ellos y queremos tratarlos bien para que no tengan nada que decir contra el nuevo régimen.

—¿Por qué llevas a esa gente contigo? —preguntó el ayudante.

—Es un viaje de prueba. Así nos hacemos una idea de los problemas que pueden surgir, ¿entiendes?

—Pero no puedes dejar que crucen la frontera.

—Claro que sí. Son buena gente que no han hecho nunca daño a nuestra patria, y tienen esposas e hijos allá; uno de ellos tiene un hijo agonizando en un hospital. Por eso, el Comité Revolucionario de Teherán me ha ordenado que los acompañe hasta la frontera…

Continuó hablando. De vez en cuando, el ayudante le interrumpía con alguna pregunta: dónde trabajaban los norteamericanos, qué llevaban consigo, cómo sabía Rashid que no eran agentes de la SAVAK en misión de espionaje para los contrarrevolucionarios de Tabriz. Para cada pregunta, Rashid tenía una respuesta, larga y enrevesada. Mientras hablara, seguiría pareciendo convincente; en cambio, si callaba, los demás podían tener tiempo de pensar posibles objeciones. Había un incesante entrar y salir de gente, y el propio ayudante salió tres o cuatro veces.

Por último, entró y dijo:

—Tengo que aclarar esto con Teherán.

A Rashid le dio un vuelco el corazón. Naturalmente, en Teherán nadie confirmaría la historia, pero tardarían una eternidad en conseguir una conferencia con la capital.

—Todo está aclarado ya en Teherán, y no hay necesidad de volver sobre el mismo asunto —dijo—, pero si insistes, me llevaré a esos norteamericanos a un hotel mientras tanto. —Y añadió—: Será mejor que envíes a varios guardianes con nosotros.

El ayudante hubiera enviado los guardianes de todos modos; pedírselo era un modo de no despertar sospechas.

—No sé —dudó el ayudante.

—Éste no es un buen lugar para tenerlos —insistió Rashid—. Podrían causar problemas, o quizá les pasara algo…

Contuvo la respiración. Allí dentro estaban atrapados. En un hotel, al menos tendrían oportunidad de salir huyendo hacia la frontera…

—Está bien —dijo el ayudante.

Rashid reprimió su satisfacción.

Paul se sintió profundamente aliviado al ver a Rashid bajar las escaleras del edificio escolar. La espera había sido larga. Nadie había llegado a apuntar las armas contra ellos, pero habían tenido que soportar muchísimas miradas de hostilidad.

—Podemos ir al hotel —dijo Rashid.

Los kurdos de Mahabad les estrecharon las manos y partieron en su ambulancia. Instantes después, los norteamericanos salieron también en los Range Rover, seguidos por cuatro o cinco guardianes armados en otro coche. Se encaminaron al hotel. Esta vez entraron todos. Hubo una pequeña discusión entre el encargado del hotel y los guardianes, pero se impusieron éstos y los americanos fueron alojados en cuatro habitaciones del tercer piso, en la parte de atrás, y recibieron instrucciones de dejar bajadas las cortinas y apartarse de las ventanas por si los francotiradores locales los tomaban por blancos.

Se reunieron todos en una habitación. Se oía un tiroteo distante. Rashid organizó un almuerzo y comió con ellos; había pollo asado, arroz, pan y coca cola. Después, volvió a la escuela.

Los guardianes entraron y salieron de la habitación, cada uno con su fusil. Coburn se fijó en uno que no parecía nada benévolo. Era joven, bajo y musculoso, con el cabello negro y ojos de serpiente. Según avanzaba la tarde, estaba cada vez más aburrido.

En un momento dado, entró en la habitación y dijo:

—Cárter no bueno.

Echó una mirada alrededor para ver si había alguna reacción.

—La CIA no buena —continuó—. América no buena.

—Nadie contestó y el tipo salió.

—Ese chico es un problema —dijo Simons con voz tranquila—. Que nadie trague el anzuelo.

El guardián lo intentó de nuevo poco después.

—Yo soy muy fuerte —afirmó—. Lucho. Soy campeón de lucha. Estuve en Rusia.

Nadie dijo nada.

El muchacho se sentó y empezó a jugar con el fusil, como si no supiera cargarlo. Llamó a Coburn.

—¿Conoces fusiles?

Coburn negó con la cabeza.

El guardián miró a los demás.

—¿Conocen fusiles?

El arma era un M1, un fusil con el que todos estaban familiarizados, pero nadie dijo nada.

—¿Hacer negocio? —insistió el individuo—. ¿Cambiar fusil por mochila?

—No tenemos mochila y no queremos fusiles —replicó Coburn.

El guardián no insistió y salió de nuevo al pasillo.

—¿Dónde diablos estará Rashid? —masculló Simons.