Coburn estaba tenso y observaba a Simons.
Estaban todos sentados en círculo sobre la alfombra persa, aguardando al «juez». Simons le había dicho a Coburn, antes de salir de Teherán: «Tú obsérvame bien».
Hasta el momento, Simons había estado pasivo, soportando los golpes, dejando que Rashid hablara por todos y permitiendo la detención del grupo. Sin embargo, tenía que llegar el momento en que cambiara de táctica. Si decidía iniciar una pelea, se lo haría saber a Coburn una fracción de segundo antes de que sucediera.
Llegó el juez.
Tenía unos cincuenta años, llevaba una chaqueta azul oscuro con un suéter color canela debajo y una camisa abierta. Tenía el aire de un profesional, médico o abogado. Llevaba un revólver del «45» al cinto.
Rashid lo reconoció. Su nombre era Habib Bolourian, y era un significado comunista.
Bolourian tomó asiento en el espacio que Simons había previsto para él. Dijo algo en parsí y el joven del traje, que adoptó ahora el papel de intérprete, les pidió los pasaportes.
«Ya está —pensó Coburn—. Aquí es donde empiezan los problemas. Ahora comprobará el pasaporte de Bill y se dará cuenta de que pertenece a otra persona».
Los pasaportes fueron amontonados en la alfombra delante de Bolourian. Éste revisó el primero. El intérprete empezó a anotar detalles. Hubo cierta confusión con los nombres y los apellidos; los iraníes solían intercambiarlos. Por alguna razón Rashid le iba pasando los pasaportes a Bolourian y Gayden, inclinado hacia adelante, señalaba cosas aquí y allá. Coburn apreció que entre los dos estaban aumentando todavía más la confusión. Rashid le había entregado a Bolourian el mismo pasaporte más de una vez y Gayden, al inclinarse sobre los documentos para señalar distintos detalles, estaba tapando parcialmente las fotografías. Coburn admiró su dominio de los nervios. Al final, les fueron devueltos los pasaportes y a Coburn le pareció ver que el de Bill ni siquiera había sido abierto.
Bolourian empezó a interrogar a Rashid en parsí. Rashid parecía estar ofreciéndole la coartada oficial de que eran hombres de negocios que intentaban regresar a sus hogares, adornada con algunos detalles de parientes que les aguardaban al borde de la muerte, allá en Estados Unidos.
En un momento dado, el intérprete dijo en inglés:
—¿Podrían decirnos exactamente qué están haciendo aquí?
—Bien, verá… —dijo Rashid.
Al instante, un hombre armado, situado detrás de él, montó el arma y le colocó el cañón en la nuca. Rashid se calló al momento. Era evidente que el intérprete quería saber qué tenían que decir los norteamericanos, ver si su relato coincidía con el de Rashid; la acción del guardián era un brutal recordatorio de que estaban en poder de unos revolucionarios violentos.
Gayden, como responsable máximo de la EDS entre los presentes, se encargó de contestar al intérprete.
—Todos nosotros trabajamos en una empresa de procesamiento de datos llamada PARS Data Systems, o PDS —dijo—. De hecho, la PDS era la empresa iraní que habían fundado conjuntamente la EDS y Abolfath Mahvi. Gayden no hizo mención a la EDS porque, como había señalado Simons antes de salir de Teherán, Dadgar debía de haber extendido una orden de arresto general contra cualquier persona relacionada con la EDS. Teníamos un contrato con el banco Omran —prosiguió Gayden, diciendo siempre la verdad, pero no toda, ni mucho menos—. No nos pagaban, la gente lanzaba piedras contra nuestras ventanas, nos estábamos quedando sin dinero, añorábamos a nuestras familias y sólo queríamos volver a casa. El aeropuerto estaba cerrado y decidimos salir en coche.
—Eso es cierto —comentó el intérprete—. Lo mismo me sucedió a mí. Quería volar a Europa, pero el aeropuerto estaba cerrado.
Quizá tuvieran ahí un aliado, pensó Coburn.
Bolourian hizo una pregunta, y el intérprete se encargó de traducirla:
—¿Tenían algún contrato con ISIRAN?
Coburn se quedó asombrado. Para haber pasado veinticinco años en la cárcel, Bolourian estaba admirablemente bien informado. ISIRAN (Information Systems, Irán) era una empresa de procesamiento de datos que durante cierto tiempo había sido propiedad de Abolfath Mahvi y que posteriormente había pasado a manos del gobierno. Corrían extendidos rumores de que la empresa estaba muy ligada a la policía secreta, la SAVAK. Peor aún, la EDS había tenido, efectivamente, un contrato con ISIRAN; las dos empresas habían creado, en sociedad, un sistema de control de documentos para la Marina iraní en 1977.
—No tenemos absolutamente nada que ver con ISIRAN —mintió Gayden.
—¿Puede presentar alguna prueba de que trabajan donde dicen?
Aquello era un problema. Antes de partir de Teherán habían destruido todos los documentos relacionados con la EDS, siguiendo instrucciones de Simons. Ahora todos se rebuscaron los bolsillos para ver si llevaban algo que se les hubiese olvidado.
Keane Taylor encontró su cartilla de asistencia sanitaria, que llevaba impreso en la parte baja el nombre de Electronic Data Systems Corp. Se la entregó al intérprete diciendo:
—La Electronic Data Systems es la empresa madre de la PDS.
Bolourian se levantó y abandonó la sala.
El intérprete, los kurdos armados y los hombres de la EDS aguardaron en silencio. Coburn se preguntó qué iba a suceder ahora.
¿Cabía la posibilidad de que Bolourian supiera que la EDS había tenido en el pasado relaciones comerciales con ISIRAN? Si era así, ¿llegaría a la conclusión de que la EDS estaba relacionada con la SAVAK? Y en tal caso, ¿se creería la historia de que eran hombres de negocios absolutamente normales, que intentaban regresar a su país?
Frente a Coburn, al otro lado del círculo, Bill se sentía extrañamente en paz. Había llegado al punto máximo de temor durante el interrogatorio, y ahora era simplemente incapaz de seguir preocupándose. Lo habían hecho lo mejor que habían sabido hasta entonces, pensaba, y si ahora los colocaban contra un muro y los fusilaban, daba lo mismo.
Bolourian regresó con un rifle en las manos.
Coburn miró a Simons; los ojos de éste estaban clavados en el arma. Era una vieja carabina M1 que parecía sacada de la Segunda Guerra Mundial.
No podía dispararles a todos con aquello, pensó Coburn.
Bolourian le tendió el arma al intérprete y dijo algo en parsí.
Coburn tensó los músculos, presto a saltar. Iba a armarse un buen cisco si abrían fuego dentro de la sala…
El intérprete asió el arma y dijo:
—Y ahora, serán ustedes nuestros invitados, y tomaremos el té.
Bolourian escribió algo en una hoja de papel y se la entregó al intérprete. Coburn comprendió que Bolourian simplemente le había entregado el arma al otro hombre, y le había extendido un permiso para portarla.
—¡Cristo, pensaba que iba a disparar contra nosotros…! —murmuró.
El rostro de Simons seguía inexpresivo.
Sirvieron el té.
Fuera ya era de noche. Rashid preguntó si había algún lugar donde los norteamericanos pudieran pasar la noche.
—Serán nuestros invitados —dijo el intérprete—. Yo personalmente me ocuparé de ustedes.
¿Y necesitaba un arma para eso?, pensó Coburn. El intérprete prosiguió:
—Mañana por la mañana, nuestro mullah escribirá una nota al mullah de Rezaiyeh, para que les facilite vía libre.
—¿Qué opina de esto? —murmuró Coburn a Simons—. ¿Debemos pasar la noche aquí, o seguimos adelante?
—No creo que tengamos elección —contestó Simons—. Al llamarnos «invitados» sólo estaba siendo educado.
Bebieron el té y el intérprete dijo:
—Ahora iremos a cenar.
Se levantaron y se pusieron los zapatos. Al salir hacia los coches, Coburn advirtió que Gayden cojeaba.
—¿Qué te sucede en los pies? —le dijo.
—Habla más bajo —susurró Gayden—. Llevo todo el dinero metido en las puntas de los zapatos y los pies me están matando.
Coburn se rió.
Subieron a los coches y los pusieron en marcha, custodiados todavía por los guardianes kurdos y el intérprete. Gayden se quitó los zapatos sin que lo vieran y puso bien el dinero otra vez. Se detuvieron junto a una gasolinera. Gayden murmuró:
—Si no pensaran soltarnos, no nos traerían a que llenáramos los depósitos, ¿verdad?
Coburn se encogió de hombros.
Llegaron hasta el restaurante de la población. Los hombres de la EDS tomaron asiento y los guardianes lo hicieron en otras mesas, cerca de ellos, formando un círculo que los dejaba aparte del resto de comensales, vecinos de la población.
Había un televisor en marcha y se veía al ayatollah haciendo un discurso. Paul pensó: «Jesús, tenía que ser precisamente ahora, cuando más problemas teníamos, cuando este tipo tomara el poder». Después, el intérprete le contó que Jomeini advertía a todos que no se debía causar daño a los norteamericanos, sino que se les debía permitir que abandonaran el país indemnes, y Paul se tranquilizó.
Les sirvieron chella kebab, arroz con cordero. Los guardianes comieron con buen apetito, con los fusiles sobre las mesas, junto a los platos.
Keane Taylor probó un poco de cordero y dejó enseguida la cuchara en la mesa. Tenía dolor de cabeza; había compartido el volante con Rashid durante todo el día y tenía la sensación de que el sol le había dado en los ojos durante horas. También estaba preocupado, pues se le había ocurrido que Bolourian podía llamar a Teherán durante la noche para comprobar los datos referentes a la EDS. Los guardianes le incitaron por señas a que siguiera comiendo, pero Taylor se hecho hacia atrás y se contentó con una coca cola.
Coburn tampoco tenía hambre. Acababa de recordar que tenía que haber llamado a Gholam. Era muy tarde, y en Dallas debían de estar preocupadísimos. Sin embargo, ¿qué debía decirle a Gholam, que estaban bien, o que estaban en dificultades?
Hubo una pequeña discusión sobre quién debía pagar la cuenta al término de la cena. Los guardianes querían pagar, dijo Rashid. Los norteamericanos no querían ofenderlos ofreciéndose a pagar cuando se suponía que eran los invitados, pero también tenían interés en congraciarse con los iraníes. Al final, Keane Taylor se hizo cargo de la cuenta de todos.
Cuando ya salían, Coburn le dijo al intérprete:
—Me gustaría llamar a Teherán, para hacer saber a nuestros compañeros de trabajo que estamos bien.
—De acuerdo —asintió el joven.
Se acercaron a la estafeta de correos. Coburn y el intérprete entraron. Había una cola enorme de gente aguardando para utilizar las tres o cuatro cabinas. El intérprete habló con alguien del otro lado del mostrador y luego le dijo a Coburn:
—Todas las líneas con Teherán están ocupadas. Es muy difícil comunicarse.
—¿Podríamos volver más tarde?
—Desde luego.
Salieron de la ciudad. A los pocos minutos, se detuvieron ante una verja. La luz de la luna mostraba la silueta distante de lo que debía de ser una presa.
Hubo una larga espera mientras iban a buscar las llaves de la verja, y después entraron. Se encontraron en un pequeño parque que rodeaba un vistoso edificio moderno de dos plantas, hecho de granito blanco.
—Éste es uno de los palacios del Sha —explicó el intérprete—. Sólo lo utilizó una vez, cuando vino a inaugurar el pantano. Esta noche lo usaremos nosotros.
Entraron. El lugar estaba acogedoramente cálido. El intérprete dijo, en tono indignado:
—¡La calefacción ha estado funcionando tres años enteros sólo por si al Sha se le ocurría dejarse caer por aquí!
Subieron todos al segundo piso a mirar las habitaciones. Había un suntuoso aposento real con un baño enorme y lleno de lujos. Después, a lo largo del pasillo, había habitaciones más pequeñas, cada una de ellas con dos camas y baño, probablemente para la guardia personal del Sha. Debajo de cada cama había un par de zapatillas.
Los norteamericanos se alojaron en las habitaciones de la guardia y los revolucionarios kurdos se instalaron en la suite del Sha. Uno de ellos decidió tomar un baño y los americanos lo oyeron chapotear en el agua, entre gritos y carcajadas. Al cabo de un rato lo vieron aparecer. Era el más enorme y corpulento de todos y llevaba puesto uno de los lujosos albornoces del Sha. Se acercó por el corredor dando pasitos apresurados mientras sus compañeros se desternillaban de risa. El individuo se acercó hasta Gayden y le dijo en un inglés casi ininteligible:
—Auténtico caballero.
Gayden se echó a reír. Coburn se volvió a Simons:
—¿Cuál es el plan para mañana?
—Quieren escoltarnos hasta Rezaiyeh y presentarnos allí al jefe de la ciudad —contestó Simons—. Nos conviene que vengan con nosotros por si encontramos más barricadas pero, cuando lleguemos a Rezaiyeh, tenemos que lograr convencerlos de que nos lleven a casa del profesor, en lugar de ante el jefe de la ciudad.
—De acuerdo —asintió Coburn.
Rashid parecía bastante preocupado.
—Esa gente no es nada recomendable —susurró—. No merecen ninguna confianza. Tendríamos que salir de aquí.
Coburn no estaba seguro de confiar en los kurdos, pero sí tenía la completa seguridad de que si intentaban irse ahora tendrían muchos problemas.
Vio que uno de los hombres disponía de un fusil G3.
—Vaya, eso sí que es una auténtica arma —comentó. El guardián sonrió, como si le hubiera entendido—. Nunca había visto una de éstas —continuó Coburn—. ¿Cómo se carga?
—Carga… así —contestó el iraní, enseñándoselo.
Se sentaron y el individuo le enseñó bien el fusil. Hablaba el inglés lo suficiente para hacerse entender con ayuda de los gestos. Al cabo de un rato, Coburn se dio cuenta de que ahora era él quien sostenía el arma. Empezó a relajarse.
Los demás querían ducharse, pero Gayden fue el primero y utilizó toda el agua caliente. Paul tomó una ducha fría; en los últimos tiempos se había acostumbrado por completo a ellas.
Aprendieron algunas cosas más acerca de su intérprete. El joven estaba estudiando en Europa y se encontraba en su casa de vacaciones cuando la revolución estalló, lo cual le impidió regresar a las clases; ésa era la razón de que conociera el cierre del aeropuerto. A medianoche, Coburn le preguntó:
—¿Podemos volver a intentar la llamada?
—De acuerdo.
Uno de los kurdos escoltó a Coburn hasta la ciudad. Fueron a la estafeta de correos, que seguía abierta. Sin embargo, no era posible comunicarse con Teherán.
Coburn aguardó hasta las dos de la madrugada y entonces se rindió.
Cuando regresó al palacio situado junto al pantano, todo el mundo dormía a pierna suelta.
Se acostó. Por lo menos, seguían todos vivos. Podían sentirse satisfechos. Nadie sabía qué les esperaba hasta que llegaran a la frontera, pero de eso se preocuparía mañana.