En Estambul, Ross Perot tuvo la espantosa sensación de que la operación estaba escapando a su control.
Había sabido, vía Dallas, que la embajada norteamericana en Teherán había sido tomada por los revolucionarios. También sabía, porque Tom Walter había hablado un rato antes con Joe Poché, que el grupo de no sospechosos de la EDS proyectaba trasladarse al recinto de la embajada en cuanto fuera posible. Sin embargo, después del ataque a la embajada, casi todas las líneas telefónicas con Teherán habían quedado desconectadas, y la Casa Blanca monopolizaba las pocas que quedaban. Por tanto, Perot no sabía si el grupo «limpio» estaba en la embajada en el momento del ataque, ni qué clase de peligro corrían, ni siquiera si todavía se encontraba en casa de Goelz.
La pérdida del contacto telefónico significaba también que Merv Stauffer no podía llamar a Gholam para saber si el grupo de Coburn y Simons había enviado «algún mensaje para Jim Nyfeler», comunicando que estaban bien o que tenían problemas. Todo el grupo de la séptima planta de Dallas estaba afanándose en hacer uso de su influencia para conseguir una de las pocas líneas de teléfono que quedaban, y poder así hablar con Gholam. Tom Walter había acudido a la compañía telefónica y había hablado con Ray Johnson, el encargado de la cuenta de la EDS. Se trataba de una cuenta muy crecida, los ordenadores que tenía la EDS en las diferentes partes de Estados Unidos se comunicaban entre sí por medio de las líneas telefónicas, y Johnson se había mostrado amable y dispuesto a colaborar con su importante cliente. El hombre había preguntado si la llamada de la EDS a Teherán era un asunto de vida o muerte. «Puede apostar a que sí», le había contestado Tom Walter. Johnson estaba intentando conseguirles una línea. Al mismo tiempo, T. J. Márquez hablaba con dulzura y educación a una telefonista de internacional, intentando convencerla para que se saltara las normas.
Perot también había perdido el contacto con Ralph Boulware, quien, según lo previsto, debía reunirse con los fugitivos en el lado turco de la frontera. Boulware había dejado su último rastro en Adana, a unos ochocientos kilómetros de donde se suponía que debía estar. Perot pensó que Boulware se encontraría en aquel instante camino de la cita, pero no había modo de saber hasta dónde se había acercado, o si llegaría a tiempo al punto indicado.
Perot había pasado la mayor parte del día intentando conseguir una avioneta o un helicóptero con el que llegar a Irán. El Boeing 707 no servía, pues Perot necesitaba volar a baja altura para buscar los Range Rover de la «X» o de la «A» en el techo y aterrizar a continuación en algún aeródromo pequeño y fuera de uso, en una carretera o en un prado. Sin embargo, hasta entonces sus esfuerzos sólo confirmaban lo que Boulware le había comunicado al respecto a las seis de aquella madrugada: no había manera de conseguirlo.
Desesperado, Perot había llamado a un amigo suyo de la Agencia para la Prevención de las Drogas y le pidió el teléfono del encargado de la agencia en Turquía, pensando que la gente de la brigada antidroga tendría seguramente una avioneta. El tipo de la agencia de Estambul había acudido al Sheraton acompañado de otro hombre que, por lo que dedujo Perot, trabajaba en la CIA; sin embargo, si sabían dónde conseguir un aparato, no lo habían querido decir.
En Dallas, Merv Stauffer estaba llamando a toda Europa en busca de un avión adecuado que pudiera ser comprado o alquilado inmediatamente, y enviado a toda prisa a Turquía. Sin embargo, también Stauffer había fracasado en su propósito.
Aquella tarde, horas después, Perot le dijo a Pat Sculley:
—Quiero hablar con el norteamericano de mayor rango en Estambul.
Sculley salió y armó un pequeño escándalo en el consulado norteamericano; ahora, a las diez y media de la noche, un cónsul estaba sentado frente a Perot en la suite del Sheraton.
Perot se estaba sincerando con él.
—Mis hombres no son criminales de ningún tipo —decía—. Son hombres de negocios normales cuyas esposas e hijos están absolutamente desesperados por que vuelvan a sus hogares. Los iraníes los han tenido en la cárcel seis semanas sin presentar ninguna acusación y sin hallar ninguna prueba en su contra. Ahora están en libertad e intentan escapar del país. Si los capturan, ya se imagina usted las posibilidades que tienen de que se haga justicia; ninguna en absoluto. Tal como están las cosas en Irán en este momento, quizá mis hombres no consigan alcanzar la frontera. Quiero ir a recogerlos, y es aquí donde necesito su ayuda. Tengo que conseguir prestada, alquilada o comprada una avioneta. ¿Puede usted ayudarme?
—No —contestó el cónsul—. En este país es ilegal la posesión de aviones por parte de personas particulares. Y dado que va contra la ley, no hay en el país aviones ni siquiera para quienes estén dispuestos a saltársela.
—¡Pero ustedes deben de tener algún avión pequeño!
—El Departamento de Estado no tiene ninguno.
Perot se desesperó. ¿Iba a tener que sentarse y esperar, sin poder hacer nada para ayudar a los fugitivos?
—Señor Perot —dijo el cónsul—, nosotros estamos aquí para ayudar a los ciudadanos norteamericanos, y voy a intentar conseguirle ese avión. Tocaré todas las teclas que pueda, pero, en mi opinión sincera, las posibilidades de éxito me parecen nulas.
—Bien, se lo agradezco mucho.
El cónsul se levantó para salir.
—Es muy importante que mi presencia en Turquía se mantenga en secreto —le dijo Perot—. En este momento, las autoridades iraníes no tienen idea de dónde están mis hombres. Si llegaran a saber que estoy aquí, podrían imaginarse cómo pretenden escapar, lo que equivaldría a una catástrofe. Así pues, le ruego discreción.
—Le comprendo.
El cónsul salió. Pocos minutos después sonó el teléfono. Era T. J. Márquez, que llamaba desde Dallas.
—Perot, hoy estás en la primera plana del periódico.
A Perot le dio un vuelco el corazón; la historia se había hecho pública. T. J. continuó:
—El gobernador acaba de nombrarte presidente de la Comisión Antidroga.
Perot volvió a respirar.
—Márquez, me habías asustado de veras.
T. J. se echó a reír.
—No deberías tratar así a un anciano —murmuró Perot—. Me has puesto en vilo, de verdad.
—Espera un momento. Tengo a Margot en la otra línea. Sólo quiere desearte un feliz día de San Valentín.
Perot se dio cuenta de que estaban a 14 de febrero, y contestó:
—Dile que estoy absolutamente a salvo, y protegido las veinticuatro horas del día por un par de rubias.
—Un momento que se lo digo. —T. J. regresó al teléfono un minuto después riéndose—. Dice si no es curioso que necesites a dos para reemplazarla a ella sola.
Ross se rió. Se lo había buscado él mismo; debería saber que no era tan sencillo hacer chistes a costa de Margot.
—Bueno, ¿te has puesto en contacto con Teherán?
—Sí. La telefonista de internacional nos consiguió una línea, pero la desperdiciamos llamando a un número equivocado. Después, la compañía telefónica nos concedió otra y hablamos con Ghojam.
—¿Y?
—Nada. No ha tenido noticias.
La momentánea alegría de Perot se desvaneció.
—¿Qué le dijiste? —inquirió.
—Sólo le preguntamos si había habido algún mensaje, y contestó que no.
—Maldición.
Perot casi deseó que el grupo hubiera llamado para decir que estaban en dificultades, pues así habrían sabido al menos dónde se encontraban.
Se despidió de T. J. y se dispuso a acostarse. Había perdido al grupo «limpio», había perdido a Boulware, y ahora perdía también a los fugitivos. No había conseguido hacerse con un avión con el cual ir a buscar a éstos. Toda la operación era un lío… y no podía hacer absolutamente nada.
El suspense lo estaba matando. Se dio cuenta de que en toda su vida no había experimentado una tensión como aquélla. Había visto a muchos hombres desmoronarse bajo la tensión, pero nunca había podido hacerse una idea de lo que se padecía, porque jamás se había encontrado en tal estado. Normalmente, la tensión no lo alteraba; de hecho, se sentía a sus anchas cuando lo acosaba. Pero esta vez era distinto.
Rompió sus propias normas y se permitió pensar en todo lo malo que podía ocurrir. Lo que se estaba jugando era su libertad, pues si aquel rescate no salía bien, terminaría en la cárcel. Ya había reclutado un Ejército mercenario, había accedido a utilizar indebidamente una serie de pasaportes norteamericanos, había arreglado la falsificación de documentos de identidad militares norteamericanos, y había conspirado para efectuar un paso ilegal de fronteras. Esperaba que, si tenía que ir a la cárcel, fuera en Estados Unidos y no en Turquía. Y lo peor de todo sería que los turcos lo enviaran a Irán para ser juzgado allí por sus «crímenes».
Se acostó en la cama del hotel, totalmente desvelado, preocupado por el grupo «limpio», por el grupo «sucio», por Boulware y por sí mismo. No podía hacer otra cosa que resistir. En el futuro, sería más comprensivo con los hombres a los que ponía bajo tensión. Si es que había un futuro…