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El grupo «limpio» pasó el miércoles en casa de Lou Goelz, en Teherán. A primera hora de la mañana recibieron una llamada de Tom Walter desde Dallas. La comunicación era mala y la conversación confusa, pero Joe Poché consiguió decirle a Walter que él y su grupo estaban a salvo, que se trasladarían a la embajada en cuanto fuera posible, y que saldrían del país cuando la embajada hubiera terminado de organizar los vuelos de evacuación. Poché informó también de que el estado de salud de Cathy Gallagher no había mejorado y la tarde anterior la habían llevado a un hospital.

John Howell llamó a Abolhasan, quien tenía otro mensaje de Dadgar. Éste deseaba negociar una fianza menos alta. Si la EDS localizaba a Paul y Bill, debía devolverlos y pagar la fianza rebajada. Los norteamericanos debían darse cuenta de que no había ninguna posibilidad de que Paul y Bill salieran de Irán por los medios normales, y que sería muy peligroso intentarlo de cualquier otro modo.

Howell dedujo de ello que Paul y Bill no hubieran obtenido permiso para salir en los vuelos de evacuación de la embajada. Se preguntó de nuevo si el equipo «limpio» no estaría corriendo más peligro incluso que el otro. Bob Young opinaba lo mismo. Mientras discutían el asunto, oyeron disparos. Parecían venir de la zona donde estaba la embajada.

«La Voz Nacional de Irán», una emisora de radio que emitía desde Bakú, al otro lado de la frontera de la Unión Soviética, llevaba días transmitiendo boletines de «noticias» respecto a planes secretos norteamericanos para una contrarrevolución. El miércoles, la emisora anunció que los archivos de la SAVAK, la odiada policía secreta del Sha, habían sido trasladados a la embajada norteamericana. El relato era, casi con toda certeza, pura invención, pero resultaba muy fácil de creer. La CIA había creado la SAVAK, estaba en estrecho contacto con esta organización, y todo el mundo sabía que las embajadas norteamericanas, como todas las embajadas, estaban llenas de espías apenas disfrazados de agregados diplomáticos. Fuera como fuese, algunos de los revolucionarios de Teherán se habían tragado la historia y, sin consultar a ninguno de los ayudantes del ayatollah, decidieron pasar a la acción.

Durante la mañana entraron en los edificios altos que rodeaban el recinto de la embajada y tomaron posiciones con sus armas automáticas. A las diez y media abrieron fuego.

El embajador Sullivan estaba en la antesala de su despacho, hablando por teléfono desde la mesa de su secretaria. Estaba conversando con el adjunto al ministro de Asuntos Exteriores del ayatollah. El presidente Cárter había decidido reconocer al nuevo gobierno revolucionario iraní, y Sullivan estaba haciendo los arreglos necesarios para enviar una nota oficial al respecto.

Cuando colgó el aparato Sullivan se volvió y vio al agregado de prensa, Barry Rosen, con dos periodistas norteamericanos. Sullivan estaba hecho una furia, pues la Casa Blanca había dado instrucciones específicas de que la decisión de reconocer al nuevo gobierno se anunciara en Washington, y no en Teherán. Sullivan llevó a Rosen a su despachó y le echó un rapapolvo.

Rosen le explicó que los dos periodistas se encargaban de los preparativos para el traslado del cuerpo de Joe Alex Morris, corresponsal de Los Angeles Times que había muerto a tiros durante la lucha que había tenido lugar en la base de Doshen Toppeh. Sullivan, con sensación de ridículo, le dijo a Rosen que pidiera a los periodistas que no revelaran lo que habían descubierto al oír accidentalmente la conversación telefónica del embajador.

Rosen salió. Sonó el teléfono de Sullivan. Lo descolgó. Hubo un repentino y tremendo estrépito de disparos y una granizada de balas hizo añicos las ventanas del despacho.

Sullivan se tiró al suelo.

Se arrastró por la habitación hasta el despacho de al lado, donde se dio de bruces con su adjunto, Charlie Naas, quien acababa de celebrar una reunión sobre los vuelos de evacuación. Sullivan podía utilizar dos teléfonos, en caso de emergencia, para ponerse en contacto con los líderes revolucionarios. Le dijo a Naas que llamara a uno de los números, y al agregado militar que lo hiciera al otro. Tendidos aún en el suelo, los dos hombres tiraron de los teléfonos de una mesa próxima y se dispusieron a llamar.

Sullivan sacó su emisor-receptor y llamó a las unidades de la marina que se hallaban en el recinto de la embajada para que informaran de la situación.

El ataque con ametralladoras pesadas cubría con sus disparos a una escuadra de unos setenta y cinco revolucionarios que había tomado el muro delantero del recinto de la embajada y que avanzaban ahora hacia la residencia del embajador. Por fortuna, la mayor parte del personal estaba con Sullivan en la cancillería.

Sullivan ordenó a los soldados que retrocedieran, que no usaran los fusiles automáticos y que sólo dispararan las pistolas en defensa propia.

Después se arrastró fuera del despacho principal y salió al corredor.

Durante la hora siguiente, mientras los atacantes tomaban la residencia y la cafetería, Sullivan reunió a todos los civiles refugiados en la embajada y los dirigió a las instalaciones de comunicaciones, en el piso superior. Al oír a los atacantes echar abajo las puertas de acero del edificio, ordenó a los soldados que había en el interior que se unieran a los civiles en la sala de comunicaciones. Allí, les hizo amontonar las armas en un rincón, y ordenó a todos que se rindieran lo antes posible.

Al fin, el propio Sullivan entró en la sala de comunicaciones, dejando a la puerta de ésta a un agregado militar y a un intérprete.

Cuando los atacantes llegaron al segundo piso, Sullivan abrió la puerta de la sala y salió con las manos en alto.

Los demás, alrededor de un centenar de personas, lo siguieron.

Fueron conducidos a la sala de espera del despacho principal y allí los cachearon. Hubo una confusa disputa entre dos facciones de iraníes, y Sullivan advirtió que la gente del ayatollah había enviado una fuerza de rescate, presumiblemente en respuesta a las llamadas telefónicas de Charlie Naas y del agregado militar; el equipo de rescate, a lo que parecía, había llegado al segundo piso al mismo tiempo que los atacantes.

De repente, un disparo atravesó la ventana.

Todos los norteamericanos se tiraron al suelo. Uno de los iraníes pareció creer que el disparo había salido del interior de la sala y dirigió amenazadoramente su fusil AK47 a un confuso montón de prisioneros que había en el suelo; después, Barry Rosen, el agregado de prensa, gritó en parsí:

—¡Ha venido de fuera, ha venido de fuera!

En aquel instante, el embajador Sullivan se encontró tendido junto a los dos periodistas que había encontrado en su antesala.

—Espero que estén tomando buena nota de todo esto —les dijo.

Al fin, fueron llevados al jardín, donde Ibrahim Yazdi, el nuevo adjunto al primer ministro del ayatollah, se disculpó ante Sullivan por el ataque.

Yazdi le ofreció también a Sullivan una escolta personal, un grupo de estudiantes que, a partir de entonces, serían los responsables de la seguridad del embajador norteamericano. El jefe del grupo explicó a Sullivan que estaban bien calificados para custodiarlo. Lo habían estudiado a fondo y conocían su rutina cotidiana, pues hasta hacía muy poco su misión había consistido en asesinarlo.

Aquella tarde, Cathy Gallagher llamó desde el hospital. Le habían dado una medicación que resolvía el problema, al menos de momento, y quería reunirse con su esposo y los demás en casa de Lou Goelz.

Joe Poché no quería que ningún otro miembro del grupo saliera de la casa, pero tampoco deseaba que ningún iraní supiera dónde se encontraban. Así, llamó a Gholam y le pidió que fuera a buscar a Cathy al hospital y la llevara hasta la esquina de la calle, donde su marido la estaría esperando.

Cathy llegó alrededor de las siete y media de la tarde. Se encontraba mejor, pero Gholam le había explicado una historia terrible.

—Ayer dispararon contra las habitaciones del hotel —informó ella.

Gholam había pasado por el Hyatt para pagar la factura de la EDS y recoger el equipaje que habían dejado atrás los fugitivos, explicó Cathy. Las habitaciones habían sido asaltadas, había huellas de disparos por todas partes y el equipaje había sido hecho trizas.

—¿Sólo nuestras habitaciones? —preguntó Howell.

—Sí.

—¿Descubrió Gholam qué había sucedido?

Cuando Gholam fue a pagar la cuenta, el gerente del hotel le dijo: «¿Quién diablos era esa gente? ¿La CIA?».

Al parecer, el lunes por la mañana, poco después de que dejara el hotel el grupo de la EDS, los revolucionarios habían irrumpido en el Hyatt. Habían detenido a todos los norteamericanos, les habían pedido los pasaportes y les habían mostrado las fotos de dos hombres que estaban buscando. El gerente no había reconocido a los hombres de las fotografías, y los demás tampoco.

Howell se preguntó qué debía de ser lo que había enfurecido a los revolucionarios hasta el punto de llevarlos a destrozar las habitaciones. Quizá el bien provisto bar de Gayden ofendía su sensibilidad musulmana. Olvidados en la suite de Gayden habían quedado también el magnetófono utilizado para dictados, algunos micrófonos para grabar conversaciones por teléfono, y un emisor-receptor de juguete. Los revolucionarios debían de haber considerado que aquello era un equipo de espionaje de la CIA.

Durante toda la jornada, Howell y su grupo recibieron por medio del ayudante de Goelz, que estaba llamando a varios amigos suyos, información inconcreta y alarmante sobre lo que estaba sucediendo en la embajada. Sin embargo, Goelz regresó mientras los demás estaban cenando y, tras un par de copas, se sintió bastante repuesto de su experiencia. Se había pasado un buen rato tendido en un pasillo sobre su pronunciado vientre. Al día siguiente regresó a su despacho, y por la tarde llegó a casa con buenas noticias: los vuelos de evacuación empezarían el sábado, y el grupo de la EDS iría en el primero.