El grupo de fugitivos abandonó Teherán sin ningún problema.
La ciudad parecía un campo de batalla abandonado. Las estatuas habían sido derribadas, los coches quemados y los árboles talados para montar barricadas; después, las barricadas habían sido apartadas, los coches lanzados sobre las aceras, las estatuas convertidas en guijarros y los árboles quemados. Algunos de aquellos árboles habían sido regados a mano cada día durante más de cincuenta años.
Sin embargo, no había lucha. Vieron poquísima gente y escaso tráfico. Quizá la revolución había terminado. O quizá los revolucionarios estaban tomando el té.
Dejaron atrás el aeropuerto y tomaron la autopista del norte, siguiendo la ruta que habían tomado Coburn y Simons en el viaje de reconocimiento. Algunos de los planes de Simons se habían venido abajo, pero éste no. Con todo, Coburn no las tenía todas consigo. ¿Qué les esperaba? ¿Todavía habría bandas que asaltaran y saquearan pueblos y caseríos? ¿O la revolución se había impuesto ya? Quizá los campesinos habían regresado a sus arados y a sus ovejas. Pronto los dos Range Rover rodaban a más de cien por hora al pie de una cadena montañosa. A la izquierda quedaba una llanura totalmente plana; a la derecha, unas laderas verdes y empinadas terminaban en unos picos nevados que resaltaban contra un cielo azul. Coburn observó el coche que llevaba delante y vio a Taylor sacar fotografías por la ventanilla trasera con su Instamatic.
—Mira a Taylor.
—¿Qué se creerá que es esto? —contestó Gayden—. ¿Un viaje turístico?
Coburn empezó a sentirse optimista. Hasta ahora no había tenido problemas. Quizá todo el país hubiera recobrado la calma. De todos modos, ¿por qué iban a ponerles dificultades los iraníes? ¿Qué había de malo en unos extranjeros que abandonaban el país?
Paul y Bill llevaban pasaportes falsos y estaban siendo perseguidos por las autoridades; eso había de malo.
A cincuenta kilómetros de Teherán, a las afueras de la ciudad de Karaj, encontraron la primera barricada. Estaba custodiada, como era habitual, por civiles armados de fusiles automáticos y vestidos con harapos.
El primer coche se detuvo y Rashid saltó de él antes incluso de que Paul terminara de frenar el suyo, asegurándose así de que él, y no los norteamericanos, llevaría la conversación. Inmediatamente, empezó a hablar en parsí, en voz alta y con muchas gesticulaciones. Paul bajó el cristal de la ventanilla. Por lo que parecía, Rashid no estaba explicando lo que habían acordado, sino que decía algo acerca de unos periodistas.
Al cabo de un rato, Rashid les dijo que bajaran todos de los coches.
—Quieren ver si llevamos armas.
Coburn, al recordar las muchas veces que lo habían cacheado durante el viaje de reconocimiento, había escondido la pequeña navaja en el Range Rover.
Los iraníes los cachearon por encima y después revisaron someramente los coches; no encontraron la navaja de Coburn, ni tampoco el dinero. Al cabo de unos minutos, Rashid dijo:
—Podemos marcharnos.
Cien metros más allá había una gasolinera. Se detuvieron. Simons quería mantener los depósitos lo más llenos posible.
Mientras ponían gasolina en los coches, Taylor sacó una botella de coñac y todos tomaron un trago salvo Simons, que lo rechazó, y Rashid, a quien sus creencias prohibían ingerir alcohol. Simons estaba furioso con Rashid. En lugar de decir que eran un grupo de hombres de negocios que intentaban volver a su tierra, Rashid les había contado que eran periodistas que iban a cubrir la información de la lucha que tenía lugar en Tabriz.
—Cuente lo que hemos acordado, maldita sea —dijo Simons.
—Sí, señor.
Coburn pensó que Rashid seguiría contando probablemente lo primero que se le ocurriera en cada ocasión; así era como actuaba siempre.
Una pequeña multitud se reunió alrededor de la gasolinera a observar a los extranjeros. Coburn contempló a los curiosos con nerviosismo. No eran exactamente hostiles, pero había algo vagamente amenazador en su silenciosa manera de mirarlos.
Rashid compró una lata de aceite.
—¿Qué iba a hacer ahora?
Tomó la lata de gasolina en la que iba la mayor parte del dinero en bolsas de plástico bien cerradas, la sacó de la parte trasera del vehículo y vertió aceite en ella para ocultar el dinero. No era mala idea, pero podría habérselo dicho a Simons antes de ponerla en práctica, pensó Coburn.
Intentó leer las expresiones de los rostros de la multitud. ¿Eran sólo curiosos sin nada que hacer? ¿Había resentimiento? ¿Sospecha? ¿Malicia? No supo distinguirlo, pero deseó irse enseguida.
Rashid pagó y los dos coches salieron lentamente de la gasolinera.
Durante los siguientes cien kilómetros, la ruta se mantuvo despejada. La carretera, la nueva autopista estatal iraní, estaba en buenas condiciones. Discurría por un valle, junto a un tendido ferroviario de una sola vía, bajo las montañas cubiertas de nieve en las cimas. Brillaba el sol.
La segunda barricada estaba a las afueras de Qazvin.
No era oficial, pues sus guardianes no llevaban uniforme, pero era mayor y más organizada que la anterior. Había dos puntos de comprobación, uno tras otro, y una hilera de coches esperando.
Los dos Range Rover se pusieron a la cola. El coche que iba delante de ellos fue registrado metódicamente. Un guardián abrió el portamaletas y sacó lo que parecía una sábana doblada. La desenrolló y encontró un fusil. Gritó algo y ondeó el fusil al aire.
Otros guardianes se acercaron corriendo. Se formó una multitud. Empezaron a interrogar al conductor del coche. Uno de los vigilantes lo derribó de un golpe.
Rashid sacó su coche de la fila.
Coburn le dijo a Paul que lo siguiera.
—¿Qué está haciendo? —dijo Gayden.
Rashid avanzó centímetro a centímetro entre la multitud. La gente se apartaba conforme el vehículo iba empujándolos. Estaban absortos en el hombre del fusil. Paul mantuvo el segundo Range Rover pegado al de delante. Pasaron el primer control.
—¿Qué diablos está haciendo? —dijo Gayden.
—Está buscando problemas —murmuró Coburn.
Se aproximaron al segundo control. Rashid, sin detenerse, le gritó algo al guardián por la ventanilla. El vigilante contestó. Rashid aceleró. Paul lo siguió.
Coburn respiró aliviado. Así era Rashid; hacía lo más inesperado, siguiendo sus impulsos, sin analizar las consecuencias; y, por alguna razón, siempre se salía con la suya. Sólo que hacía la vida un poco tensa a quienes lo rodeaban…
Cuando se detuvieron, Rashid explicó que simplemente le había dicho al guardián que los dos Range Rover ya habían sido registrados en el otro control.
Al llegar a la siguiente barricada, Rashid persuadió a los guardianes de que escribieran una autorización de viaje en el parabrisas con un rotulador, y en los tres puntos de control siguientes los dejaron pasar sin más obstáculos.
Keane Taylor estaba al volante del primer vehículo cuando, en plena ascensión de una colina larga y sinuosa, vieron venir de frente dos pesados camiones, uno al lado del otro, ocupando todo el ancho de la ruta, que bajaban la colina a toda velocidad. Taylor viró bruscamente y frenó en el arcén entre saltos y baches, y Paul lo imitó. Los camiones pasaron, todavía uno al lado del otro, y todo el mundo comentó lo mal conductor que era Taylor.
A mediodía hicieron un alto. Aparcaron al lado de la carretera, cerca de un telesilla, y almorzaron galletas secas y magdalenas. Aunque había nieve en las laderas, brillaba el sol y no tenían frío. Taylor sacó la botella de coñac, pero se había destapado y estaba vacía. Coburn sospechó que Simons había aflojado deliberadamente el tapón. Bebieron agua.
Pasaron la pequeña y pulcra ciudad de Zanjan, donde Coburn y Simons habían estado hablando con el jefe de policía en el viaje de reconocimiento.
La autopista estatal iraní terminaba, bastante bruscamente, justo después de Zanjan. Desde el segundo coche, Coburn vio desaparecer delante de él, de repente, al Range Rover de Rashid. Paul apretó el freno y salieron a mirar.
Allí donde terminaba el asfalto, Rashid había caído por una abrupta pendiente de unos tres metros y había ido a dar con el morro en el fango. A la derecha, la ruta continuaba por un camino de montaña sin asfaltar.
Rashid puso en marcha de nuevo el coche, y colocó la tracción a las cuatro ruedas y la marcha atrás. Poco a poco, fue retrocediendo hasta salir de la pendiente y volver a la carretera.
El vehículo estaba cubierto de barro. Rashid puso en marcha los limpiaparabrisas y limpió bien el cristal. Una vez desaparecidas las manchas de barro, vieron que se había borrado también la autorización escrita con el rotulador. Rashid pudo haberla escrito otra vez, pero nadie llevaba rotulador.
Se dirigieron al oeste, en dirección al vértice meridional del lago Rezaiyeh. Los Range Rover estaban construidos para terrenos difíciles y mantuvieron una velocidad de sesenta por hora. Era una subida continua. La temperatura bajaba constantemente y el paisaje estaba cubierto de nieve, pero el camino seguía despejado. Coburn se preguntó si conseguirían alcanzar la frontera aquella noche, en lugar de al día siguiente, como estaba previsto.
Gayden, en el asiento de atrás, se inclinó hacia delante y dijo:
—Nadie va a creer que haya sido tan sencillo. Será mejor que nos pongamos de acuerdo para contar alguna batallita cuando volvamos a casa.
Lo había dicho demasiado pronto.
Empezaba a anochecer cuando alcanzaron Mahabad. Las afueras de la ciudad estaban marcadas por algunas chabolas esparcidas por el campo, hechas de madera y adobe, que bordeaban el sinuoso camino. Los dos vehículos dieron la vuelta a un recodo y se detuvieron en seco; el camino estaba bloqueado por un camión cruzado y una gran multitud aparentemente disciplinada. Los hombres lucían los tradicionales bombachos, un chaleco negro, y el turbante a cuadros rojos y blancos y la bolsa en bandolera típicos de las tribus kurdas.
Rashid saltó del coche y procedió a su habitual actuación.
Coburn estudió las armas de los vigilantes, y comprobó que tenían fusiles automáticos, tanto norteamericanos como soviéticos.
—Todos fuera de los coches —dijo Rashid.
Para entonces ya era una rutina. Fueron cacheados uno por uno. Esta vez, la búsqueda fue un poco más completa y le encontraron una pequeña navaja a Keane Taylor, pero le permitieron quedársela. No encontraron la de Coburn, ni tampoco el dinero.
Coburn esperaba que Rashid dijera otra vez «podemos marcharnos». Esta vez tardaba más de lo habitual.
Estuvo unos minutos discutiendo con los kurdos, y al fin dijo:
—Tenemos que ir a ver al jefe del pueblo.
Regresaron a los coches. Un kurdo con un fusil se subió a cada coche e indicaron con un gesto que se dirigieran al pueblecito.
Les ordenaron que se detuviesen frente a un pequeño edificio encalado. Uno de los kurdos entró, volvió a salir al cabo de un minuto, y se subió de nuevo al coche sin más explicaciones.
Volvieron a detenerse ante lo que, obviamente, era un hospital. Allí recogieron a un pasajero, un joven iraní vestido con un traje. Coburn se preguntó qué diablos estaría sucediendo.
Por último, bajaron por una callejuela y aparcaron ante un edificio con aspecto de vivienda privada.
Entraron. Rashid les dijo que se quitaran los zapatos. Gayden llevaba varios miles de dólares en billetes de cien en los suyos. Mientras se los quitaba, apretó frenéticamente el dinero hacia las puntas.
Les hicieron pasar a un gran salón sin más muebles que una hermosa alfombra persa. Simons dijo en voz baja a cada uno dónde debían sentarse. Dejando un espacio en el círculo para los iraníes, colocó a Rashid a la derecha de ese espacio. Al lado de Rashid estaba Taylor, luego Coburn y luego Simons frente al espacio vacío. A la derecha de Simons tomaron asiento Paul y Bill, ligeramente retrasados en relación al resto del círculo, donde pasarían más inadvertidos. Gayden completaba el círculo, sentado a la derecha de Bill.
Cuando Taylor se sentó, vio que tenía un gran roto en la punta del calcetín, y que un billete de cien dólares le asomaba por el agujero. Maldijo para sí y se apresuró a empujar el billete hacia el talón.
El joven del traje entró entonces. Parecía culto y hablaba bien en inglés.
—Van ustedes a conocer a un hombre que acaba de escapar de la cárcel tras permanecer en ella veinticinco años —les dijo.
Bill estuvo a punto de contestar: «Bien, ¿qué tiene eso de extraordinario?, ¡yo mismo acabo de escapar también de una!», pero se contuvo justo a tiempo.
—Serán sometidos a juicio, y este hombre será quien les juzgue —prosiguió el joven iraní.
La palabra juicio sacudió a Paul como un puñetazo y pensó: «Hemos llegado hasta aquí para nada».