ONCE

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Mientras el grupo salía en los coches del piso franco, Ralph Boulware se encontraba en el aeropuerto de Estambul, aguardando a Ross Perot.

Boulware tenía sentimientos encontrados hacia Perot. Cuando entró en la EDS era un técnico. Ahora era directivo. Tenía una buena casa en un barrio blanco de Dallas y unos ingresos que pocos negros norteamericanos podían llegar a soñar. Se lo debía todo a la EDS, y a la política de Perot de promocionar a quienes tenían buenas cualidades. Naturalmente, no regalaban todo aquello a cambio de nada; lo daban a cambio de cerebro, mucho trabajo y buen juicio en los negocios. En cambio, lo que sí daban gratis era la oportunidad de demostrar la valía.

Por otro lado, Boulware sospechaba que Perot quería poseer a sus hombres en cuerpo y alma. Tal era la razón de que los ex militares cuadraran tan bien en la EDS; estaban habituados a la disciplina y acostumbrados a trabajar las veinticuatro horas del día. Boulware temía que un día tuviera que decidir si era un hombre libre o si pertenecía a Perot.

Admiraba a Perot por acudir a Irán. Que un hombre tan rico, aposentado y protegido como aquél se metiera en la boca del lobo como lo había hecho… Se necesitaban narices. Probablemente no habría otro presidente del consejo de administración de una gran empresa norteamericana a quien pudiera ocurrírsele aquel plan de rescate, y mucho menos participar en él.

Y así, una vez más, Boulware se preguntó, como había hecho durante toda su vida, si llegaría alguna vez a confiar de verdad en un blanco.

El 707 alquilado de Perot aterrizó a las seis de la mañana. Boulware subió a bordo. Echó un vistazo a la exuberante decoración y se olvidó rápidamente de ella; tenía prisa.

Se sentó junto a Perot.

—Voy a tomar un avión a las seis y media, así que llevo prisa —dijo—. No se pueden conseguir helicópteros ni avionetas.

—¿Por qué no?

—Es ilegal. Se puede contratar un vuelo chárter, pero no le va a llevar a donde quiera. Se tiene que fletar para un viaje predeterminado.

—¿Quién lo dice?

—La ley. Además, alquilar un avión es tan poco frecuente que el gobierno lo abrumará a preguntas, y seguramente no querrá usted que suceda eso. Y ahora…

—Un momento, Ralph, no tan aprisa —replicó Perot, con una expresión en los ojos que decía: «Yo soy el jefe». ¿Qué sucede si traigo el helicóptero de otro país y entro en Turquía con él?

—Llevo aquí un mes y he estudiado todas las posibilidades a fondo. No se pueden alquilar helicópteros ni aviones, y yo tengo que irme ahora a encontrarme con Simons en la frontera.

—Muy bien —se tranquilizó Perot—. ¿Cómo va a llegar allí?

—El señor Fish ha conseguido un autobús que nos llevará a la frontera. Ya está en camino. Yo debía ir en él, pero he tenido que quedarme a recibirle a usted. Ahora voy en avión a Adana, que está a medio camino, para alcanzar al autobús allí. Tengo conmigo a Ilsmán, el tipo del servicio secreto, y a otro hombre que hace de traductor. ¿Cuándo esperan alcanzar la frontera los coches de Teherán?

—Mañana a las dos de la tarde —contestó Perot.

—Va a ir muy justo. ¡Ya nos veremos!

Boulware corrió a la terminal de pasajeros y no perdió el avión por un pelo.

Ilsmán, el gordo policía secreta, y el intérprete, de quien Boulware ignoraba el nombre y, por ello, le habían puesto Charlie Brown, estaban ya a bordo. Despegaron a las seis y media.

Primero volaron hacia el este, hasta Ankara, donde aguardaron varias horas el enlace. A mediodía llegaron a Adana, cerca de la ciudad bíblica de Tarso, en la parte meridional de Turquía central.

El autobús no estaba.

Aguardaron una hora.

Boulware dio por hecho que el autobús no iba a llegar. Se acercó al mostrador de información con Ilsmán y Charlie Brown y pidió los horarios de los vuelos de Adana a Van, una ciudad situada a unos ciento cincuenta kilómetros del punto fronterizo.

—No había vuelos a Van desde ninguna parte.

—Pregunta dónde podemos fletar un avión —le pidió Boulware a Charlie Brown.

Charlie lo hizo.

—Aquí no se pueden alquilar aviones.

—¿Podemos comprar un coche?

—Los automóviles son muy escasos en esta zona del país.

—¿No hay ningún vendedor de coches en la ciudad?

—Si los hay, no tendrán ningún coche que vender.

—¿Hay algún modo de llegar a Van desde aquí?

—No.

Era como el chiste del turista que pregunta al campesino por dónde se va a Londres, y el campesino responde: «Si yo fuera a Londres, no saldría desde aquí».

Abandonaron la terminal y se quedaron de pie junto a la polvorienta carretera. No había aceras. Aquello era realmente el fin del mundo. Boulware se sentía frustrado. Hasta entonces lo había tenido más sencillo que la mayoría de los miembros del grupo de rescate; ni siquiera había estado en Teherán. Y ahora que le tocaba conseguir algo, parecía que iba a fracasar. Y Boulware odiaba el fracaso.

Vio que se aproximaba un coche con unas seriales en turco a los lados.

—¡Eh! —dijo—. ¿Es eso un taxi?

—Sí —contestó Charlie. .

—¡Diablos, tomemos un taxi!

Charlie detuvo el vehículo y subieron a él.

—Dígale que queremos ir a Van —indicó Boulware.

Charlie tradujo la orden.

El conductor aceleró.

Unos segundos después, el conductor preguntó algo. Charlie hizo la traducción:

—¿Van? ¿Seguro?

—Sí, Van.

El conductor detuvo el coche.

—Dice si sabemos lo lejos que está de aquí. —Volvió a hablar Charlie.

Boulware no estaba muy seguro, pero sabía que tenían que cruzar media Turquía.

—Dígale que sí.

Tras otro intercambio de frases, Charlie resumió:

—No nos lleva.

—¿Sabe de alguien que esté dispuesto?

El conductor se encogió ostentosamente de hombros al contestar.

—Va a llevarnos a la parada de taxis para que preguntemos allí.

—Bien.

Entraron en la ciudad. La parada de taxis era simplemente un punto polvoriento de la calle donde había algunos coches aparcados. Ninguno de los automóviles era nuevo. Ilsmán empezó a conversar con los conductores. Boulware y Charlie encontraron una tienducha y compraron una bolsa de huevos duros.

Cuando salieron, Ilsmán había encontrado un conductor y estaba negociando el precio. El conductor señalaba orgulloso su coche. Boulware lo observó con desmayo. Era un Chevrolet con unos veinticinco años de vida, y parecía llevar todavía las llantas originales.

—Dice que necesitaremos algo de comida —tradujo Charlie.

—Tenemos unos huevos.

—Quizá necesitemos más.

Boulware regresó a la tienda y compró tres docenas de naranjas.

Subieron al Chevrolet y se encaminaron a una gasolinera. El conductor compró una lata grande de gasolina de más y la cargó en el portamaletas.

—Donde vamos, no hay gasolineras —explicó Charlie.

Boulware estaba consultando un mapa. El recorrido consistía en unos ochocientos kilómetros de terreno montañoso.

—Escuchen —les dijo a los dos turcos—. No hay ninguna posibilidad de que yendo en este coche estemos en la frontera mañana a las dos de la tarde.

—Usted no lo entiende —contestó Charlie—. Ese hombre es un conductor turco.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Boulware, hundiéndose en el asiento y cerrando los ojos.

Salieron de la ciudad y se dirigieron a las montañas de Turquía central.

El camino era de polvo y grava, con enormes baches, y en algunos puntos apenas alcanzaba a pasar el coche. Serpenteaba por las laderas de las montañas, bordeando unos barrancos que quitaban la respiración. No había barandilla de protección que pudiera salvar a un conductor incauto de saltar al precipicio. En cambio, el paisaje era espectacular, con vistas asombrosas entre valles soleados. Boulware decidió regresar allí algún día con Mary, Stacy y Kecia, y hacer de nuevo el viaje, esta vez por placer.

Se aproximaba un camión. El taxista frenó hasta detenerse. Dos hombres de uniforme saltaron del camión.

—Una patrulla del ejército —dijo Charlie Brown.

El conductor bajó el cristal de la ventanilla. Ilsmán habló con los soldados. Boulware no entendió lo que decía, pero la patrulla pareció satisfecha. El taxista prosiguió la marcha.

Aproximadamente una hora más tarde, los detuvo otra patrulla, y sucedió otra vez lo mismo.

Al anochecer, divisaron un restaurante junto a la carretera y se detuvieron. El lugar era muy primitivo y repugnantemente sucio.

—Lo único que tiene son lentejas con arroz —dijo Charlie en tono de disculpa cuando se sentaron.

Boulware sonrió.

—Llevo comiendo lentejas con arroz toda la vida —dijo.

Estudió al taxista. El hombre tenía unos sesenta años y parecía cansado.

—Creo que ahora conduciré yo un rato —comentó.

Charlie hizo la traducción y el taxista protestó con vehemencia.

—Dice que no podrá usted conducir ese coche —explicó Charlie—. Es un automóvil americano con un cambio de marchas muy especial.

—Escuche, yo soy también americano —contestó Boulware—. Dígale que hay muchos norteamericanos negros. Y también que sé conducir perfectamente un Chevrolet del sesenta y cuatro con el cambio de marchas normal, por el amor de Dios.

Los tres turcos discutieron el asunto mientras comían. Al fin, Charlie dijo:

—Le permito conducir siempre que se comprometa a pagar los daños que pueda sufrir el coche.

—Lo prometo —asintió Boulware mientras pensaba: «Vaya cosa».

Pagó la cuenta y anduvieron hasta el coche. Estaba empezando a llover.

A Boulware le resultó imposible conseguir una velocidad decente, pero el enorme vehículo era estable y su poderoso motor ascendía las pendientes sin dificultad. Fueron detenidos por tercera vez por una patrulla militar. Boulware mostró su pasaporte norteamericano y de nuevo Ilsmán satisfizo la curiosidad de los soldados. Esta vez, advirtió Boulware, los soldados no iban bien afeitados y lucían uniformes bastante desastrados.

Cuando volvieron a acelerar, Ilsmán dijo algo y Charlie lo tradujo:

—Intente no detenerse ante ninguna otra patrulla.

—¿Por qué no?

—Podrían robarnos.

«Magnífico», pensó Boulware.

Cerca de la ciudad de Maras, a unos ciento cincuenta kilómetros de Adana y a más de seiscientos de Van, la lluvia se hizo más fuerte, convirtiendo en traicionero el firme de barro y grava, y Boulware se vio obligado a reducir la velocidad aún más.

Poco después de Maras, el coche se detuvo.

Bajaron todos y levantaron el capó. Boulware no vio nada roto. El taxista dijo algo y Charlie tradujo:

—No lo entiende… Acababa de poner a punto el motor con sus propias manos.

—Quizá no lo hizo muy bien —contestó Boulware—. Vamos a mirar unas cosas.

El conductor sacó del portamaletas algunas herramientas y una linterna, y los cuatro hombres rodearon el motor bajo la lluvia, intentando descubrir la avería.

Al final, descubrieron que las bujías no estaban bien puestas. Boulware se imaginó que la lluvia, o el aire menos denso de las montañas, o ambas cosas, habían acentuado el fallo. Tardaron un rato en colocarlas correctamente, pero al final el motor volvió a funcionar. Helados, mojados y cansados, los cuatro hombres volvieron al viejo automóvil y Boulware siguió adelante.

El paisaje fue haciéndose más desolado a medida que se adentraban en el este. No había ciudades, ni casas, ni ganado, ni nada. El camino se hizo aún peor. Le recordaba a Boulware los senderos de las caravanas de las películas. Pronto la lluvia se transformó en nieve y el camino quedó helado. Boulware continuó con la vista puesta en el barranco que quedaba a un lado. Si se salía de aquella pista de patinaje, se dijo, no iba a quedar herido; iba a morir.

Cerca de Bingol, a medio camino de su destino, la ascensión de la carretera les hizo salir de la tormenta. El cielo estaba despejado y había una luna brillante, casi como la luz del día. Boulware observó las nubes de nieve y el fulgor de los relámpagos en los valles que quedaban a sus pies. La ladera de la montaña estaba blanca y helada, y el camino ya parecía una pista para carreras de trineos.

Boulware pensó: «Chico, casi seguro que vas a morir aquí arriba y nadie se va a enterar siquiera, porque nadie sabe que estás aquí».

De repente, el volante le hizo un extraño en las manos y el coche disminuyó la velocidad. Boulware tuvo un momento de pánico al pensar que perdía el control, y luego advirtió que llevaba un neumático deshinchado. Detuvo lentamente el coche.

Salieron todos y el taxista abrió el portamaletas. Sacó primero la lata extra de gasolina para llegar hasta la rueda de repuesto. Boulware tenía muchísimo frío; debían de estar bajo cero. El taxista no quiso que le ayudara nadie e insistió en cambiar la rueda él mismo. Boulware se quitó los guantes y se los ofreció al hombre. El taxista hizo un gesto de negativa con la cabeza. «Orgulloso», pensó Boulware.

Cuando terminó la operación eran ya las cuatro de la madrugada.

—Pregúntale si quiere conducir otra vez; yo estoy rendido —dijo Boulware.

El conductor asintió.

Boulware volvió al asiento de atrás. El automóvil arrancó. El norteamericano cerró los ojos e intentó no prestar atención a los baches y los saltos. Se preguntó si llegaría a tiempo a la frontera. «Mierda —pensó—, nadie podrá decir que no lo intentamos».

Unos segundos después estaba dormido.