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El martes, la embajada anunció que durante la semana siguiente se organizarían vuelos para evacuar a todos los norteamericanos residentes en Teherán.

Simons reunió a Coburn y Poché en uno de los dormitorios de la casa de Dvoranchik y cerró la puerta.

—Esto resuelve algunos de nuestros problemas —dijo—. Quiero que nos dividamos en dos grupos a estas alturas del juego. Algunos pueden tomar uno de esos vuelos de evacuación de la embajada, y así nos quedará un grupo más manejable para el viaje por tierra.

Coburn y Poché estuvieron de acuerdo.

—Evidentemente, Paul y Bill tienen que ir por carretera —dijo Simons—. Dos de nosotros tres iremos con ellos; uno para escoltarles por las montañas y el otro para cruzar la frontera legalmente y encontrarse con Boulware. Necesitaremos un conductor iraní para cada vehículo. Eso nos deja dos plazas libres. ¿Quién las ocupará? Cathy no; estará mucho mejor en el avión de la embajada.

—Rich querrá ir con ella —dijo Coburn.

—Y el condenado perro —añadió Simons.

Buffy había salvado el pellejo, pensó Coburn. Se alegró mucho.

—Están Keane Taylor, John Howell, Bob Young y Bill Gayden —dijo Simons—. Ahí está el gran problema. Dadgar puede detener a alguien en el aeropuerto y nos encontraremos como al principio, con varios miembros de la EDS en la cárcel. ¿Quién corre más peligro?

—Gayden —contestó Coburn—. Es el presidente de la EDS Mundial. Como rehén, sería mucho mejor que Paul o Bill. De hecho, cuando Dadgar detuvo a Bill Gaylord nos preguntamos si habría sido un error, y si en realidad buscaría a Bill Gayden y se confundiría por la similitud de los apellidos.

—Entonces, Gayden irá por carretera con Paul y Bill.

—John Howell ni siquiera es empleado de la EDS. Y es abogado. No creo que le pase nada.

—Howell va en avión.

—Bob Young es empleado de la EDS en Kuwait, no en Irán. Si Dadgar tiene alguna lista de nombres, Young no constará.

—Young también al avión. Taylor, al coche. Bien, uno de nosotros irá también en el vuelo de evacuación con el grupo de no sospechosos. Joe, te toca a ti. Has dado menos la cara que Jay. Él ha estado en las calles, en las reuniones y en el Hyatt; en cambio, nadie sabe que tú estás en Teherán.

—De acuerdo —dijo Poché.

—Así pues, el grupo «limpio» estará compuesto por Bob Young, John Howell y los Gallagher, encabezados por Joe. El grupo «sucio» lo formarán Jay, Keane Taylor, Bill Gayden, Paul, Bill y yo, y los dos conductores iraníes. Vamos a decírselo a los demás.

Volvieron al salón y pidieron a todo el mundo que se sentara. Cuando Simons habló, Coburn admiró su modo de anunciar la decisión, de hacer creer a todos que les estaba pidiendo su parecer, y no ordenándoles lo que debían hacer.

Hubo algunas discusiones sobre quién debía ir en cada grupo, tanto John Howell como Bob Young hubieran preferido estar en el grupo «sucio», al considerarse susceptibles de ser detenidos por Dadgar, pero al final todos llegaron a la decisión que Simons ya había tomado.

El equipo no sospechoso debía, además, trasladarse al recinto de la embajada lo antes posible, según ordenó Simons. Gayden y Joe Poché salieron a localizar a Lou Goelz, el cónsul general, para hablar con él del tema.

El grupo «sucio» saldría al día siguiente por la mañana.

Coburn tenía que ocuparse de los conductores iraníes. Tenían que haber sido Majid y su primo, el profesor, pero éste estaba en Rezaiyeh y no podía viajar a Teherán, así que Coburn tenía que buscar un sustituto.

Ya lo había decidido; sería Seyyed. Seyyed era un joven ingeniero de sistemas como Rashid y el Motorista, pero de una familia mucho más acomodada; los parientes del joven estaban metidos en alta política y tenían cargos en el ejército del Sha. Seyyed había estudiado en Inglaterra y hablaba inglés con acento británico. Sus principales virtudes, en opinión de Coburn, eran que provenía del noroeste del país, por lo que conocería el territorio, y que hablaba turco.

Coburn llamó a Seyyed y se vieron en casa del iraní. Coburn no le contó la verdad.

—Necesito reunir información sobre el estado de las carreteras entre Teherán y Quoy —dijo Coburn—. Necesito a alguien que me lleve. ¿Le importaría hacerlo?

—Por supuesto que no —contestó Seyyed.

—Venga a las once menos cuarto de esta noche a la plaza de Argentina.

Seyyed asintió.

Simons había dado instrucciones a Coburn para que actuara de aquel modo. Coburn confiaba en Seyyed, pero Simons, naturalmente, no. Así pues, Seyyed no sabría dónde estaba el grupo hasta que llegara al lugar, y no sabría nada de Paul y Bill hasta que los viera. Y a partir de ese instante, Simons no lo perdería de vista.

Cuando Coburn regresó a casa de los Dvoranchik, Gayden y Poché habían vuelto de ver a Lou Goelz. Le habían dicho a Goelz que algunos hombres de la EDS se quedarían en Teherán para cuidar de Paul y Bill, pero que los demás deseaban marcharse en el primer vuelo de evacuación, y alojarse en la Embajada hasta entonces. Goelz les había contestado que la Embajada estaba llena, pero que podían alojarse en su casa.

Todos pensaron que aquello era una gran atención por parte de Goelz. La mayoría se habían enfurecido con él en alguna ocasión durante los dos últimos meses, y le habían dejado muy claro que lo consideraban culpable, a él y a sus colegas, de la detención de Paul y Bill. Era, pues, muy generoso de su parte abrirles su casa después de todo aquello. Cuanto más se desmoronaban las cosas en Irán, menos burócrata se mostraba Goelz, y más demostraba tener el corazón en su sitio.

El grupo «limpio» y el «sucio» se estrecharon las manos y se desearon buena suerte, sin saber quién la necesitaría más; después, el primer grupo partió hacia casa de Goelz.

Ya había caído la tarde. Coburn y Keane Taylor fueron a casa de Majid a buscarle. Pasaría la noche en el piso de los Dvoranchik, igual que Seyyed. Coburn y Taylor tenían que recoger además el bidón de 250 litros de gasolina que Majid les había guardado hasta entonces.

Cuando llegaron a la casa, Majid no estaba.

Aguardaron, impacientes. Por fin llegó Majid. Les saludó, les dio la bienvenida a su hogar, pidió té; en resumen, las mil ceremonias. Al final, Coburn le dijo:

—Nos vamos mañana por la mañana. Queremos que venga con nosotros.

Majid le pidió a Coburn que lo acompañara a la habitación de al lado y, una vez solos, le dijo:

—No puedo ir con ustedes.

—¿Por qué?

—Tengo que matar a Hoveyda.

—¿Cómo? —soltó Coburn, incrédulo—. ¿A quién?

—A Amir Abbas Hoveyda, el antiguo primer ministro.

—¿Por qué tiene que matarlo?

—Es una larga historia. El Sha tenía un programa de reforma agraria, Hoveyda intentó arrebatarnos las tierras tribales de mi familia, y nos rebelamos. Hoveyda me metió en la cárcel… He aguardado todos estos años el momento de mi venganza.

—¿Y tiene que matarlo ahora mismo? —dijo Coburn, asombrado.

—Tengo las armas y la ocasión. Dentro de dos días, todo habrá cambiado.

Coburn se quedó totalmente perplejo. No supo qué más decir. Era evidente que no podría hacer cambiar de opinión a Majid.

Taylor y Coburn transportaron el bidón de gasolina a la parte de atrás del Range Rover y se marcharon. Majid les deseó suerte.

De regreso en el piso franco, Coburn empezó por intentar ponerse en contacto con el Motorista, con la esperanza de que tomara el lugar de Majid como conductor. El Motorista era tan ilocalizable como Coburn. Normalmente, sólo se le podía localizar en un número de teléfono determinado, algún tipo de cuartel general revolucionario, sospechaba Coburn, en un momento preciso del día. Ya había pasado la hora habitual de recibir las llamadas en ese lugar, pero Coburn lo intentó de todos modos. El Motorista no estaba. Intentó algunos teléfonos más sin éxito.

Por lo menos tenían a Seyyed.

A las diez y media, Coburn salió a buscar a Seyyed. Avanzó por las calles a oscuras hasta la plaza de Argentina, a un kilómetro y medio del piso franco, tomó un atajo por un solar en construcción y entró en un edificio vacío a esperar.

Las once, Seyyed no había llegado.

Simons le había dicho a Coburn que aguardara un cuarto de hora, no más; sin embargo, Coburn decidió darle a Seyyed unos minutos más.

Esperó hasta las once y media.

Seyyed no iba a venir.

Coburn se preguntó qué habría sucedido. Dadas las relaciones de la familia de Seyyed, era muy posible que hubiera sido víctima de los revolucionarios.

Para el grupo, aquello era un desastre. No contaban con ningún iraní para que los acompañara. ¿Cómo diablos iban a pasar las barricadas de las carreteras?, se preguntó Coburn. Vaya una mala suerte. El profesor no estaba, Majid no venía, el Motorista era ilocalizable y Seyyed no se presentaba. Mierda.

Dejó el edificio en construcción y se alejó. De repente, oyó un coche. Miró hacia atrás y vio un jeep lleno de revolucionarios armados dando vueltas alrededor de la plaza. Se ocultó tras un arbusto muy oportuno. Los revolucionarios desaparecieron.

Siguió adelante, apresurándose ahora y preguntándose si estaría en vigor el toque de queda aquella noche. Casi estaba en casa cuando el jeep apareció rugiendo, directo hacia él.

Pensó que lo habrían visto la última vez, y que habían regresado por él.

Estaba muy oscuro. Todavía no lo habían localizado. Se volvió y echó a correr. No había dónde esconderse en aquella calle. El ruido del jeep se hizo más alto. Al fin, Coburn vio unos arbustos y se lanzó sobre ellos. Se quedó tumbado en el suelo, escuchando el latido de su corazón, mientras el jeep se acercaba aún más. ¿Lo estarían buscando? ¿Habrían capturado a Seyyed? ¿Lo habrían torturado hasta hacerle confesar que tenía una cita con un cerdo capitalista norteamericano en la plaza de Argentina, a las once menos cuarto…?

El jeep siguió su camino sin detenerse.

Coburn se levantó del suelo.

No dejó de correr hasta llegar a casa de los Dvoranchik.

Le contó a Simons que no tenían conductores iraníes. Simons soltó una maldición.

—¿Podemos llamar a algún otro iraní?

—Sólo a uno: Rashid.

Simons no quería utilizar a Rashid porque éste había conducido el asalto a la prisión y, si alguien lo recordaba de aquel suceso y lo veía ahora al volante de un vehículo cargado de norteamericanos, podían tener problemas. Sin embargo, a Coburn no se le ocurría nadie más.

—De acuerdo —dijo Simons—. Llámalo.

Coburn marcó el número de Rashid.

¡Estaba en casa!

—Soy Coburn. Necesito su ayuda.

—Encantado.

Coburn no quiso darle la dirección del escondite por teléfono, por si la línea estaba intervenida. Recordó que Dvoranchik era ligeramente estrábico. Por ello le dijo a Rashid:

—¿Recuerda al tipo aquel del ojo raro?

—¿Del ojo raro…? ¡Ah, sí…!

—No diga el nombre. ¿Recuerda donde vivía?

—Claro…

—No lo diga. Yo estoy ahí. Necesito que venga.

—Jay, vivo a kilómetros de ahí y no sé cómo voy a cruzar la ciudad…

—Inténtelo —dijo Coburn. Sabía lo ingenioso que era Rashid. Sólo había que encomendarle una tarea, y su odio al fracaso le haría cumplirla—. Estoy seguro de que llegará.

—De acuerdo.

—Gracias.

Coburn colgó. Era medianoche.

Paul y Bill habían elegido cada uno un pasaporte de los que había traído Gayden de Estados Unidos, y Simons les había hecho aprenderse los nombres, fechas de nacimiento, detalles personales y todos los visados y sellos de países. La fotografía del pasaporte de Paul se parecía más o menos a él, pero el de Bill era un problema. Ninguno de los pasaportes falsos iba bien, y terminaron por escoger el de Larry Humphreys, un tipo rubio, bastante nórdico que realmente no se parecía en nada a Bill.

La tensión aumentó mientras los seis hombres discutían los detalles del viaje que iniciarían al cabo de unas horas. Había enfrentamientos en Tabriz, según los contactos militares de Rich Gallagher; así pues, mantuvieron la decisión de tomar la ruta del sur, por debajo del lago Rezaiyeh y cruzando Mahabad. La historia que contarían, en caso de que les preguntaran, sería la más próxima posible a la verdad, como siempre hacía Simons cuando tenía que mentir. Dirían que eran hombres de negocios que querían regresar a casa con sus familias, que el aeropuerto estaba cerrado y que iban en coche hacia Turquía.

Para apoyar la historia, no llevarían armas. Era una decisión difícil, pues sabían que quizá se arrepintieran de quedar desarmados y desamparados en medio de una revolución, pero Simons y Coburn sabían, por el viaje de reconocimiento, que los revolucionarios que custodiaban las barricadas buscaban siempre armas de cualquier tipo. El instinto de Coburn le decía que conseguiría más con palabras que intentando abrirse paso a tiros.

También decidieron dejar atrás los bidones de gasolina por cuanto les hacían parecer demasiado profesionales, demasiado organizados para ser simples hombres de negocios que regresan tranquilamente a sus hogares.

En cambio, se llevarían una buena cantidad de dinero. Joe Poché y el grupo «limpio» se habían llevado cincuenta mil dólares, pero el grupo de Simons todavía tenía casi un cuarto de millón de dólares, una parte de ellos en riales iraníes, marcos alemanes, libras esterlinas y oro. Colocaron cincuenta mil dólares en bolsas de plástico, las rellenaron de perdigones y las metieron dentro de una lata de gasolina. Ocultaron otra parte de los billetes en una caja de Kleenex y otra más en el hueco de las pilas de una linterna. El resto se lo repartieron entre ellos para ocultarlo en sus personas.

A la una, Rashid todavía no había llegado. Simons envió a Coburn junto a la verja de entrada a esperarlo.

Coburn se quedó en la oscuridad, tiritando, con la esperanza de que Rashid apareciera pronto. Al día siguiente partirían con o sin él, pero en este último caso no llegarían muy lejos. Los habitantes de los pueblos detendrían probablemente a los norteamericanos aunque sólo fuera por principio. Rashid podía ser el guía ideal, pese a las preocupaciones de Simons; aquel muchacho tenía un pico de oro.

Los pensamientos de Coburn volaron a su hogar. Liz estaba furiosa con él. Había estado importunando a Merv Stauffer con llamadas diarias y preguntas sobre dónde estaba su marido y qué estaba haciendo y cuándo regresaría.

Coburn se daba cuenta de que tendría que tomar algunas decisiones cuando regresara a casa. No estaba seguro de que fuera a pasar el resto de su vida con Liz y, después de aquel episodio, también ella empezara quizá a sentir lo mismo. Coburn pensó que, seguramente, en algún momento habían estado enamorados. ¿Adónde había ido a parar todo aquello?

Oyó pasos. Una silueta baja, de cabello encrespado, caminaba por la acera en dirección a él, con los hombros encogidos por el frío.

—¡Rashid! —susurró Coburn.

¿Jay?

—Muchacho, me alegro de verlo —dijo Coburn asiendo a Rashid del brazo—. Vamos adentro.

Entraron en el salón. Rashid saludó a los presentes, sonriendo y parpadeando; parpadeaba mucho, sobre todo en momentos de nerviosismo, y tenía una tosecilla nerviosa. Simons le hizo sentarse y le explicó el plan. Rashid parpadeó aún más deprisa.

Cuando comprendió lo que se le pedía, se hizo un poco el importante.

—Les ayudaré con una condición —dijo, y emitió una tosecilla—. Conozco este país y conozco su cultura. Ustedes son personas importantes en la EDS, pero esto no es la EDS. Si los llevo a la frontera, tienen que acceder a hacer lo que les diga en todo momento, sin preguntas.

Coburn contuvo la respiración. Nadie le hablaba así a Simons. Sin embargo, éste sonrió:

—Lo que usted diga, Rashid.

Unos minutos después Coburn llevó aparte a Simons y le dijo en voz baja:

—Coronel, ¿de verdad accede usted a que Rashid tome el mando?

—Naturalmente —contestó Simons—. Estará al mando mientras haga lo que yo quiero.

Coburn sabía mejor que Simons lo difícil que resultaba controlar a Rashid, incluso cuando éste estaba presuntamente obedeciendo órdenes. Por otro lado, Simons parecía el líder de grupos pequeños más experimentado que Coburn había conocido. Con todo, estaban en el país de Rashid y Simons no hablaba parsí… Lo que menos necesitaban en aquel viaje era una lucha de poder entre Simons y Rashid.

Coburn telefoneó a Dallas y habló con Merv Stauffer. Paul había transcrito a código una descripción de la ruta prevista por el grupo «sucio» hasta la frontera, y Coburn le pasó a Stauffer el mensaje en clave.

Discutieron cómo se comunicarían en ruta. Probablemente resultaría imposible hablar con Dallas desde las cabinas telefónicas instaladas fuera de la ciudad, así que decidieron que pasarían los mensajes a través de un empleado de la EDS en Teherán, Gholam. Éste no se enteraría de que estaba siendo utilizado como puente. Coburn llamaría a Gholam una vez al día. Si todo iba bien, le diría: «Tengo un mensaje para Jim Nyfeler. Estamos bien». Una vez alcanzaran Rezaiyeh, añadiría al mensaje: «Estamos en la zona indicada». Stauffer, a su vez, se limitaría a llamar a Gholam y a preguntarle si había recibido algún mensaje. Mientras todo fuera bien, Gholam seguiría en la ignorancia. Si las cosas se torcían, se abandonarían los disimulos, Coburn se confiaría a Gholam, le contaría cuál era el problema, y le pediría que llamara a Dallas.

Stauffer y Coburn estaban ya tan familiarizados con el código que hasta podían mantener una conversación, utilizando sobre todo palabras normales en inglés, mezcladas con algunos grupos de letras y palabras en clave, y tener la seguridad de que nadie que estuviera escuchando sería capaz de descifrar lo que decían.

Merv le explicó que Perot tenía un plan alternativo. Si era necesario, podía volar desde Turquía al noroeste de Irán para recoger al grupo. Perot quería que los Range Rover fueran claramente identificables desde el aire y proponía que cada vehículo llevara una gran «X» en el techo, bien pintada o bien a base de cinta aislante negra. Si había que abandonar un vehículo, por avería, falta de gasolina o cualquier otra razón, la «X» debía ser transformada en una «A».

Tenía otro mensaje de Perot. Había hablado con el almirante Moorer, quien le había dicho que las cosas iban a empeorar más aún, y que el grupo debía salir lo antes posible. Coburn le explicó esto a Simons. El coronel respondió:

—Dígale a ese almirante que la única agua que hay aquí es la del fregadero de la cocina. Si miro por la ventana no veo ningún barco.

Coburn se echó a reír y le contestó a Stauffer:

—Mensaje recibido.

Eran casi las cinco de la madrugada. No había tiempo para más charla.

—Ten cuidado, Jay —dijo Stauffer. Parecía algo emocionado—. Mantén baja la cabeza, ¿me oyes?

—Puedes estar seguro.

—Buena suerte.

—Adiós, Merv.

Coburn colgó.

Al romper el alba, Rashid salió en uno de los coches a reconocer la calle. Tenía que encontrar una ruta para salir de la ciudad evitando las calles bloqueadas. Si la lucha era encarnizada, el grupo discutiría si posponía la partida otras veinticuatro horas.

Al mismo tiempo que Rashid hacía el reconocimiento, Coburn salía en el segundo coche para reunirse con Gholam. Le entregó a éste dinero para cubrir el siguiente día de paga en el «Bucarest» y no le dijo nada de utilizarle para pasar mensajes a Dallas. El objeto del encuentro era dar una apariencia de normalidad, para que transcurrieran algunos días antes de que los demás empleados iraníes empezaran a sospechar que sus jefes norteamericanos habían abandonado la ciudad.

Cuando regresó a casa de los Dvoranchik, el grupo decidió quién iría en cada coche. Rashid conduciría el coche de delante, evidentemente. Tendría como pasajeros a Simons, Bill y Keane Taylor. En el segundo coche irían Coburn, Paul y Gayden.

—Coburn, no pierdas de vista a Paul hasta que lleguemos a Dallas —dijo Simons—. Taylor, lo mismo digo de ti y Bill.

Rashid regresó y dijo que las calles estaban notablemente tranquilas.

—Muy bien —dijo Simons—. Que empiece el espectáculo.

Keane Taylor y Bill llenaron los depósitos de gasolina de los Range Rover con el bidón grande. Hubo que aspirar el combustible para traspasarlo a los depósitos, y el único modo de hacerlo fue utilizando la boca. Taylor tragó tanta gasolina al intentarlo que tuvo que entrar en la casa a vomitar, y por una vez nadie se rió de él.

Coburn tenía unas pastillas estimulantes que había comprado en una tienda de Teherán siguiendo instrucciones de Simons. Ambos hombres llevaban veinticuatro horas seguidas sin dormir, y tomaron una cada uno para mantenerse despiertos.

Paul dejó la cocina vacía de todos los alimentos no perecederos: galletas, magdalenas, pasteles envasados y queso. No les nutrirían demasiado, pero les llenarían el estómago.

Coburn le susurró a Paul:

—Asegúrate de que las cassettes las llevamos nosotros. Así tendremos un poco de música en el coche.

Bill cargó los vehículos de mantas, linternas y abrelatas.

Estaban preparados.

Empezaron a salir.

Mientras se metían en los coches, Rashid dijo:

—Paul, conduzca usted el segundo coche, por favor. Es lo bastante moreno para pasar por iraní si no abre la boca.

Paul miró a Simons. Éste hizo una ligera seña de asentimiento. Paul se puso al volante.

Dejaron atrás el jardín y salieron a la calle.