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El equipo negociador (Keane Taylor, Bill Gayden, John Howell, Bob Young y Rich Gallagher, a los que se sumaban ahora Rashid, Cathy Gallagher y el perro Buffy) pasaron la noche del domingo 11 de febrero en el hotel Hyatt. Durmieron poco. Muy cerca, las turbas asaltaban una armería. Parecía que parte del ejército se había adherido a la revolución, pues en el ataque se utilizaron tanques. De madrugada, abrieron un boquete en la pared de un cañonazo y entraron. A partir del amanecer, un río de taxis anaranjados transportó las armas desde la armería hacia el centro de la ciudad, donde la lucha todavía era feroz.

El grupo mantuvo abierta la línea con Dallas toda la noche; John Howell durmió en el sofá del salón de la suite de Gayden, con el teléfono pegado al oído.

A la mañana siguiente, Rashid se fue temprano. No le habían comunicado adonde iban los demás, pues ningún iraní debía saber dónde estaba el escondite.

Los demás hicieron las maletas y las dejaron en sus habitaciones respectivas, por si tenían la posibilidad de recogerlas más tarde. Aquello no entraba en las instrucciones de Simons, y éste lo hubiese desaprobado con toda certeza, pues las maletas preparadas demostraban que los empleados de la EDS ya no vivían allí, pero todos consideraron que Simons se estaba excediendo en sus medidas precautorias. Se reunieron en el salón de la suite de Gayden pocos minutos después de las siete, hora en que se levantaba el toque de queda. Los Gallagher llevaban varios bolsos, y desde luego no tenían aspecto de que fueran a la oficina.

En el vestíbulo, se cruzaron con el gerente del hotel.

—¿Adónde van? —les preguntó el hombre, incrédulo.

—A la oficina —le contestó Gayden.

—¿No saben que está en plena actividad una guerra civil en las calles? Hemos estado dando de comer a los revolucionarios en nuestras cocinas toda la noche. Nos han preguntado si había norteamericanos aquí, y yo les he dicho que no había nadie. Deberían volver arriba y permanecer fuera de la vista.

—La vida debe seguir —sentenció Gayden, y todos salieron al exterior.

Joe Poché los aguardaba en un Range Rover, maldiciendo en silencio porque llevaban quince minutos de retraso y tenía instrucciones de Simons de regresar a las siete cuarenta y cinco, con o sin los demás.

Mientras se dirigían a sus coches, Keane Taylor vio a un empleado del hotel que entraba con su coche y aparcaba. Se acercó a hablar con él.

—¿Cómo están las calles?

—Hay barricadas por todas partes —dijo el empleado—. Hay una ahí mismo, al final de la calzada del hotel. No deberían salir.

—Gracias —contestó Taylor.

Subieron todos a los coches y siguieron al Range Rover de Poché. Los vigilantes de la verja estaban ocupados intentando colocar un cargador de balas en una pistola automática que no admitía aquel tipo de munición, y no prestaron atención a los tres coches que salían.

La escena que vieron fuera era espeluznante. Muchas de las armas de la tienda asaltada la noche anterior habían ido a parar a manos de adolescentes que probablemente nunca habían disparado un arma, y los muchachos corrían por las laderas de las colinas, gritando y exhibiendo el armamento, y saltando a los coches para alejarse a toda velocidad por la avenida, disparando al aire.

Poché se dirigió al norte por Shahanshahi, dando un rodeo para evitar las calles bloqueadas. En el cruce con Pahlevi había restos de una barricada (coches quemados y troncos de árboles cruzados en la calzada) pero la gente que defendía aquella posición estaba de fiesta, entre cánticos y tiros al aire; los tres coches pasaron sin parar y sin ningún problema.

Al aproximarse al escondite, entraron en una zona relativamente tranquila. Enfilaron una calleja estrecha y, a media manzana de distancia, cruzaron la verja de una casa y entraron en un jardín rodeado de vallas con una piscina vacía. El piso de los Dvoranchik era la mitad inferior de un edificio de dos viviendas, y la casera vivía arriba. Entraron todos.

Durante el lunes, Dadgar continuó la búsqueda de Paul y Bill. Bill Gayden llamó al «Bucarest», donde un remanente de iraníes leales seguía contestando los teléfonos. Gayden supo que los hombres de Dadgar habían llamado dos veces y que habían hablado con dos secretarias distintas para preguntar dónde podían encontrar al señor Chiapparone y al señor Gaylord. La primera secretaria les había dicho que no conocía los nombres de ninguno de los norteamericanos de la empresa, lo cual era una osada mentira, pues la muchacha llevaba cuatro años en la EDS y conocía a todo el mundo. La segunda secretaria había respondido que tendrían que hablar con Lloyd Briggs, responsable de la oficina. —¿Dónde está? —habían preguntado los hombres.

—Fuera del país.

—Bien, ¿quién está a cargo de la oficina en su ausencia?

—El señor Keane Taylor.

—Páseme con él.

—No está en este momento.

Las chicas, benditas fueran, habían dado esquinazo a los hombres de Dadgar.

Rich Gallagher seguía en contacto con sus amigos del ejército (Cathy había sido secretaria de un coronel). Hizo una llamada al hotel Evin, donde estaba la mayoría de ellos, y supo que los «revolucionarios» habían estado en el Evin y en el Hyatt y habían mostrado fotos de los dos norteamericanos que andaban buscando.

La tenacidad de Dadgar era casi increíble.

Simons decidió que no podían quedarse en casa de los Dvoranchik más de cuarenta y ocho horas.

El plan de huida había sido pensado para cinco hombres. Ahora eran diez hombres, una mujer y un perro.

Sólo tenían dos Range Rover. Un coche normal no hubiera soportado aquellas carreteras de montaña, sobre todo con nieve. Necesitaban otro Range Rover. Coburn llamó a Majid y le pidió que intentara conseguir uno.

El perro preocupaba a Simons. Rich Gallagher pensaba llevar a Buffy en una mochila. Si tenían que caminar o ir a caballo por las montañas para cruzar la frontera, un solo gañido podía hacer que los mataran a todos, y Buffy le ladraba a cualquier cosa. Simons les dijo a Coburn y Taylor:

—Quiero que «pierdan» ese condenado perro.

—Muy bien —dijo Coburn—. Quizá me ofrezca a llevarlo de paseo y simplemente lo deje ir.

—No —contestó Simons—. Cuando digo perderlo, quiero decir permanentemente.

Cathy era el problema más importante. Aquella tarde se encontraba mal. «Cosas de mujeres», dijo Rich. Esperaba que un día en la cama la hiciera sentirse mejor, pero Simons no era tan optimista. Murmuró insultos contra la embajada.

—El Departamento de Estado tiene muchos modos de poder sacar a alguien del país y darle protección —gruñía—. Ponerlos en una valija, embarcarlos como carga… Si quisieran, podría hacerse en un abrir y cerrar de ojos.

Bill empezó a considerarse la causa de todos los males.

—Creo que es una locura que nueve personas arriesguen sus vidas por salvar a dos. Si Paul y yo no estuviéramos aquí, no correría peligro ninguno de vosotros. Podrías simplemente aguardar a que se reanudaran los vuelos. Quizá Paul y yo deberíamos abandonarnos a la merced de la embajada.

—¿Y si vosotros escaparais y Dadgar decidiera tomar otros rehenes? —replicó Simons.

Fuera como fuese, pensó Coburn, Simons ya no volvería a perder de vista a la pareja hasta que estuvieran de nuevo en Estados Unidos.

Sonó el timbre de la calle, y todo el mundo se quedó helado.

—A los dormitorios, pero en silencio —dijo Simons.

Coburn se acercó a la ventana. La casera todavía pensaba que en la casa había dos personas, Coburn y Poché —no había visto a Simons en ningún momento—, y ni ella ni nadie debía saber que en la casa eran ahora once.

Mientras Coburn observaba, la mujer cruzó el jardín y abrió la verja. Se quedó allí unos minutos, hablando con alguien que Coburn no alcanzó a ver, volvió a cerrar la verja y regresó sola.

Al oír cerrarse la puerta del piso de arriba, Coburn les dijo a todos:

—Falsa alarma.

Se prepararon para el viaje mediante el saqueo de todas las prendas de abrigo que encontraron en casa de los Dvoranchik. Paul pensó que Toni Dvoranchik se moriría de vergüenza si supiera que todos aquellos hombres habían estado revolviendo sus armarios. Al final, reunieron un variado surtido de sombreros, abrigos y suéteres que no eran precisamente de sus tallas.

A continuación no les quedaba ya nada por hacer, salvo esperar. Esperar a que Majid encontrara otro Range Rover, esperar a que Cathy se recuperara, y esperar a que Perot terminara de organizar el grupo turco de rescate.

Contemplaron algunos partidos viejos de fútbol americano en un vídeo. Paul jugó al gin con Gayden. El perro puso nervioso a todo el mundo, pero Coburn decidió no rebanarle el cuello hasta el último minuto, por si había algún cambio en los planes y podía ser salvado. John Howell leyó un libro de Peter Benchley, Abismo; había visto parte de la película del mismo título en el viaje de venida a Irán y se había perdido el final porque el avión tomó tierra antes de que terminara, sin llegar a saber quiénes eran los buenos y quiénes los malos.

—Quienes quieran beber pueden hacerlo —dijo Simons—, pero si hemos de movernos deprisa estaremos mucho más preparados sin nada de alcohol en el cuerpo.

Sin embargo, pese a la advertencia, Gayden y Gallagher echaron a escondidas un chorro de Drambuie en sus cafés. El timbre volvió a sonar y todos repitieron la operación anterior, pero nuevamente era para la casera.

Todos conservaban un notable buen humor, teniendo en cuenta el número de personas que estaban apretujados en el salón y los tres dormitorios de la casa. El único que se mostró irritable fue, como era de esperar, Keane Taylor. Él y Paul prepararon una gran cena para todos, dejando casi vacío el frigorífico. Sin embargo, cuando Taylor salió de la cocina los demás ya se lo habían comido todo y no le habían guardado nada. Él les maldijo llamándolos piara de cerdos glotones, y todos se echaron a reír como hacían siempre cuando Taylor se enfurecía.

Durante la noche volvió a enfurecerse. Estaba durmiendo en el suelo junto a Coburn, y éste empezó a roncar. Hacía un ruido tan terrible que Taylor no podía conciliar el sueño. Ni siquiera consiguió despertar a Coburn para decirle que dejara de roncar, lo cual lo puso todavía más furioso.

Esa noche nevaba en Washington. Ross Perot estaba tenso y fatigado.

Había pasado la mayor parte del día con Mitch Hart, en un esfuerzo de último momento para convencer al Gobierno de que sacara a su gente de Teherán por avión. Habían ido a ver al subsecretario David Newson al Departamento de Estado, a Thomas V. Beard a la Casa Blanca, y a Mark Ginsberg, un joven ayudante de Cárter cuyo trabajo consistía en Coordinar la Casa Blanca con el Departamento de Estado. Estaban haciendo todo lo posible para sacar de Teherán por avión a los más de mil norteamericanos que aún estaban en la ciudad, y no iban a hacer nada especial por Ross Perot.

Resignado a tener que ir a Turquía, Perot acudió a una tienda de deportes y se compró ropa de invierno contra el frío. El 707 alquilado llegó de Dallas y Pat Sculley llamó desde el aeropuerto Dulles para decir que durante el vuelo habían surgido algunos problemas mecánicos: el radiofaro de respuesta y el sistema de navegación por inercia no funcionaban adecuadamente, el motor número uno consumía el doble de aceite de lo normal, no había oxígeno suficiente a bordo para utilizarlo en cabina, no había neumáticos de repuesto y las válvulas del tanque de agua estaban completamente heladas.

Mientras los mecánicos se afanaban en el aparato, Perot se reunió en el hotel Madison con Mort Meyerson, uno de los vicepresidentes de la EDS.

En la EDS había un grupo especial de allegados de Perot, hombres como T. J. Márquez y Merv Stauffer, a quienes acudía en demanda de ayuda en aquellos asuntos que no formaban parte del negocio cotidiano del software de los ordenadores. Asuntos como la campaña de los prisioneros de guerra, la guerra de Texas contra las drogas y el rescate de Paul y Bill. Aunque Meyerson no participaba de los proyectos especiales de Perot, estaba plenamente al corriente del plan de rescate y le había dado sus bendiciones. Conocía bien a Paul y Bill por haber trabajado con ellos en años anteriores como ingeniero de sistemas. Sin embargo, por asuntos de negocios, él era el hombre número uno de Perot y pronto se convertiría en el presidente de la EDS (donde Perot seguiría como presidente del Consejo de Administración).

Perot y Meyerson charlaron de negocios, dando un repaso a todos los proyectos en marcha de la EDS y a su problemática. Ambos sabían, aunque nadie lo decía, que la razón de la conferencia era que Perot quizá no regresara nunca de Turquía.

En ciertos aspectos, los dos hombres eran distintos como la noche del día. El abuelo de Meyerson fue un judío ruso que se pasó dos años ahorrando para comprar el billete de tren de Nueva York a Texas. Los temas que interesaban a Meyerson iban del atletismo a las bellas artes; jugaba a balonmano, estaba metido en la Dallas Symphony Orchestra y era un aceptable pianista. Parodiando a las «águilas», de Perot, Meyerson llamaba a sus colaboradores más íntimos «sus sapos». Sin embargo, en muchas cosas era idéntico a Perot. Era un hombre de negocios creativo y osado cuyas ideas heterodoxas solían atemorizar a otros ejecutivos de la EDS más convencionales. Perot había dado instrucciones de que, si algo le sucedía durante el rescate, los votos de su paquete de acciones fueran utilizados por Meyerson. La EDS seguiría siendo dirigida por un líder, no por un burócrata.

Mientras Perot trataba de negocios, se preocupaba por el avión y maldecía al Departamento de Estado, su principal preocupación era su madre. Lulú May Perot estaba apagándose rápidamente, y Perot quería estar con ella. Si la mujer moría mientras él estaba en Turquía, no volvería a verla más, y aquello le destrozaría el corazón.

Meyerson sabía qué le rondaba la cabeza. Interrumpió los comentarios de negocios para decirle:

—Ross, ¿por qué no voy yo?

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué no voy yo a Turquía en tu lugar? Tú ya has cumplido tu parte con el viaje a Irán. Nada de cuanto puedas hacer en Turquía me resultaría imposible a mí, y tú preferirías quedarte con tu madre.

Perot se sintió conmovido. Mort no tenía necesidad de ofrecerse, pensó.

—Si quieres… —Se sentía tentado a aceptar—. Tendría que pensarlo. Sí, déjame pensarlo.

No estaba seguro de tener derecho a dejar que Meyerson tomara su lugar.

—Veamos qué piensan los demás.

Descolgó el teléfono, llamó a Dallas y habló con T. J. Márquez.

—Mort se ha ofrecido a ir a Turquía en mi lugar. ¿Cuál es tu opinión al respecto?

—Es la peor idea del mundo —contestó T. J.—. Tú has seguido de cerca el plan desde el primer momento, y probablemente no puedas contarle a Mort en unas pocas horas todo lo que necesita saber del asunto. Tú conoces a Simons y sabes cómo funciona su cerebro; en cambio, Mort no. Además, Simons no conoce a Mort, y ya sabes lo que opina sobre confiar en desconocidos. Simplemente no confía en nadie que no conozca a fondo, y siempre es así.

—Tienes razón —asintió Perot—. Queda descartada la idea.

Colgó.

—Mort, no sabes cuánto aprecio tu ofrecimiento, pero seré yo quien vaya a Turquía.

—Lo que tú digas.

Pocos minutos después, Meyerson se despedía y regresaba a Dallas en el aparato Lear que habían fletado. Perot volvió a llamar a la EDS y habló con Merv Stauffer.

—Ahora quiero que trabajéis por turnos y durmáis un poco —le dijo—. No quisiera tener que hablar con un puñado de individuos medio atontados.

—Sí, señor.

Perot siguió sus propios consejos y se acostó un rato. El teléfono lo despertó a las dos de la madrugada. Era Pat Sculley, que llamaba desde el aeropuerto; los problemas mecánicos del aparato estaban resueltos.

Perot tomó un taxi hasta el aeropuerto Dulles. Fue una espeluznante carrera de cincuenta kilómetros por carreteras heladas:

El equipo turco de rescate estaba ya al completo: Perot; Pat Sculley y Jim Schwebach, el dúo de la muerte; el joven Ron Davis; la tripulación del 707 y los dos pilotos extra, Dick Douglas y Julián Scratch Kanauch. Sin embargo, el avión no estaba a punto. Necesitaba una pieza de repuesto que no podía conseguirse en Washington. Gary Fernandes, el gerente de la EDS que había trabajado en el contrato de alquiler del aparato, tenía un amigo encargado del mantenimiento en tierra de unas líneas aéreas en el aeropuerto neoyorquino de La Guardia. Llamó a su amigo y éste se levantó de la cama, encontró la pieza y la puso en un avión que iba para Washington. Mientras, Perot se acostó en uno de los bancos de la terminal y durmió un par de horas más.

Subieron a bordo a las seis de la mañana. Perot contempló el interior del avión sorprendidísimo. Había un dormitorio con una cama enorme, tres bares, un sofisticado sistema de alta fidelidad, un televisor y un despacho con teléfono. También había felpudos y alfombras, tapicerías de cuero y paredes forradas de terciopelo.

—Parece un burdel persa —comentó Perot, aunque nunca había visto tal cosa.

El aparato despegó. Dick Douglas y Scratch Kanauch se enroscaron inmediatamente y se durmieron. Perot intentó seguir su ejemplo; tenía por delante dieciséis horas sin nada que hacer. Mientras el avión se dirigía hacia el océano Atlántico, se volvió a preguntar si estaría haciendo lo correcto.

Después de todo, bien podía haber dejado a Paul y Bill abandonados a su suerte en Teherán. Nadie se lo hubiera podido echar en cara pues era tarea del gobierno el rescatarlos. De hecho, la embajada debería haber podido, incluso en aquellas circunstancias, sacarlos del país sin más problemas.

Por otra parte, Dadgar podía detenerlos y encerrarlos en la cárcel veinte años, y la embajada, según se había demostrado, no les ofrecería protección. Y, ¿qué harían los revolucionarios si eran ellos los que capturaban a Paul y Bill? ¿Lincharlos?

No, Perot no podía abandonar a sus hombres a su suerte. No era su manera de ser. Paul y Bill eran responsabilidad de él, no necesitaba que se lo recordara su madre. El problema era que ahora estaba poniendo en peligro a más hombres. En lugar de tener a dos personas escondidas en Teherán, ahora tendría a once empleados huyendo por territorios casi deshabitados del noroeste de Irán, y a otros cuatro hombres, más dos pilotos extra, dedicados a buscar a los primeros. Si las cosas no salían bien, si alguien resultaba muerto, el mundo consideraría todo el asunto como la alocada aventura de un hombre que todavía se creía en plena conquista del Salvaje Oeste. Se imaginaba los titulares de los periódicos: «Intento de rescate en Irán por parte de millonario tejano termina con muertos…».

«Supongamos que perdemos a Coburn —pensó—. ¿Qué podría decirle a su viuda? A Liz le costaría entender por qué arriesgué diecisiete vidas por conseguir la libertad de dos».

Nunca en su vida había quebrantado la ley, y ahora estaba metido en tantas y tan graves actividades ilegales que no podía ni contarlas.

Borró todo aquello de la cabeza. La decisión estaba tomada. Si uno fuera por la vida pensando en todas las desgracias que le podían suceder, pronto se convencería de que lo mejor era no hacer nada en absoluto. Tenía que concentrarse en los problemas que podían resolverse. Las fichas estaban en la mesa y la ruleta ya estaba girando. La última partida había empezado.