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Ruthie Chiapparone estaba acostada, pero despierta cuando sonó el teléfono en casa de los Nyfelers, en Dallas.

Oyó los pasos en el salón. El timbre enmudeció y la voz de Jim Nyfelers dijo:

—¿Diga…? Bueno, está durmiendo.

—Estoy despierta —gritó Ruthie. Se levantó de la cama, se puso una bata y salió al salón.

—Es Jean, la mujer de Tom Walter —dijo Tim, tendiéndole el teléfono. Ruth se puso:

—Hola, Jean.

—Ruth, tengo buenas noticias para ti. Están libres. Han salido de la cárcel.

—¡Oh, gracias a Dios! —musitó Ruthie.

Todavía no había empezado a preguntarse cómo saldría Paul de Irán.

Cuando Emily Gaylord regresó de la iglesia, su madre le dijo:

—Ha llamado Tom Walter desde Dallas. Le he dicho que lo llamarías.

Emily descolgó el teléfono, marcó el número de la EDS y preguntó por Walter.

—Hola, Emily —le saludó Walter con su lento deje de Alabama—. Paul y Bill han salido de la cárcel.

—Tom, ¡es maravilloso!

—Hubo un asalto a la cárcel. Están a salvo, y en buenas manos.

—¿Cuándo regresan a casa?

—Todavía no estamos seguros, pero te tendremos informada.

—Gracias, Tom —dijo Emily—. Gracias.

Ross Perot estaba en la cama, con Margot. El teléfono los despertó a ambos. Perot alzó el auricular.

—¿Sí?

—Ross, aquí Tom Walter. Paul y Bill han salido de la cárcel.

De repente, Perot se despertó por completo. Se sentó en la cama.

—¡Magnífico!

—¿Han salido? —dijo Margot, medio en sueños.

—Sí.

—¡Qué bien! —sonrió ella. Tom Walter prosiguió:

—La cárcel fue asaltada por los revolucionarios, y Paul y Bill lograron escapar.

La cabeza de Perot comenzaba a funcionar.

—¿Dónde están ahora?

—En el hotel.

—Es muy peligroso, Tom. ¿Está Simons ahí?

—Hum, cuando hablé con ellos no estaba.

—Diles que lo llamen. Taylor conoce el número. ¡Y que los saquen del hotel!

—Sí, señor.

—Convoca a todo el mundo a la oficina, ahora mismo. Yo estaré ahí en unos minutos.

—Sí, señor.

Perot colgó. Se levantó de la cama, se puso algo de ropa, besó a Margot y bajó corriendo las escaleras. Atravesó la cocina y salió por la puerta de atrás. Uno de los guardias de seguridad, sorprendido de verle tan temprano, le saludó:

—Buenos días, señor Perot.

—Buenos días.

Perot decidió llevar el Jaguar de Margot. Saltó al interior y aceleró por la calzada hasta la verja.

Durante seis semanas se había sentido como si viviera en el interior de un aparato de hacer palomitas de maíz. Lo había probado todo, y nada había dado resultado; las malas noticias le habían asaltado por todas partes, y no había conseguido ningún progreso. Ahora, al fin, había empezado la acción.

Tomó por Forest Lane, saltándose semáforos en rojo y límites de velocidad. Pensó que salir de la cárcel era la parte más sencilla; ahora tenían que sacarlos de Irán. Lo más difícil todavía no había empezado.

Durante los minutos siguientes, todo el equipo fue llegando a la oficina central de la EDS, en Forest Lane: Tom Walter, T. J. Márquez, Merv Stauffer, la secretaria de Perot, Sally Walther, el abogado Tom Luce, y Mitch Hart, quien, pese a no trabajar ya en la EDS, había estado intentando utilizar a sus conocidos en el Partido Demócrata para ayudar a Paul y a Bill.

Hasta ahora, la comunicación con el equipo negociador de Teherán había sido organizada desde el despacho de Bill Gayden en la quinta planta, mientras que en la séptima planta Merv Stauffer llevaba en secreto el apoyo y las comunicaciones con el grupo de rescate ilegal, con el que hablaba por teléfono en clave. Ahora todos se daban cuenta de que Simons era la figura clave en Teherán, y que todo lo que sucediese en adelante sería probablemente ilegal. Así pues, se trasladaron todos al despacho de Merv, que estaba también algo más aislado.

—Me voy a Washington inmediatamente —les dijo Perot—. Nuestra mejor esperanza sigue siendo un reactor de las fuerzas aéreas que los saque de Teherán.

—No sé si hay vuelos a Washington desde Dallas los domingos… —dijo Stauffer.

—Alquilaré un avión —respondió Perot.

Stauffer descolgó el teléfono.

—Vamos a necesitar aquí varias secretarias las veinticuatro horas del día durante las próximas jornadas —prosiguió Perot.

—Me ocuparé de eso —intervino T. J.

—Bien, los militares nos han prometido su ayuda, pero no podemos fiarnos; pueden tener algún pez más grande que freír. La alternativa más viable es que el grupo salga por carretera vía Turquía. En tal caso, nuestro plan consiste en recogerlos en la frontera o, si es necesario, volar hasta el noroeste de Irán para rescatarlos. Necesitamos reunir al grupo de rescate turco. Boulware ya está en Estambul. Schwebach, Sculley y Davis están en Estados Unidos. Que alguien los llame y les ordene encontrarse conmigo en Washington. También necesitaremos un piloto de helicóptero y otro piloto más para un avión pequeño de ala fija, por si necesitamos colarnos en Irán. Sally, llame a Margot y dígale que me prepare una maleta. Necesitaré ropa de deporte, una linterna, botas para todo tipo de tiempo, ropa interior de invierno, un saco de dormir y una tienda.

—Sí, señor —dijo Sally antes de salir.

—Ross, no creo que sea una buena idea —intervino T. J.—. Margot quizá se alarme.

Perot contuvo un suspiro. Era muy propio de T. J. ponerse a discutir. Sin embargo, tenía razón.

—Muy bien, iré a casa y lo haré yo mismo. Vente conmigo y así hablaremos mientras hago la maleta.

—Bueno.

Stauffer colgó el teléfono y dijo:

—Hay un reactor Lear esperándote en Love Field.

—Bien.

Perot y T. J. bajaron a la planta baja y se metieron en sus respectivos coches. Dejaron la EDS y giraron a la derecha por Forest Lane. Unos segundos después, T. J. observó el tablero y vio que marcaba ciento treinta por hora. Perot, en el Jaguar de Margot, se le estaba escapando.

En la terminal Page de Washington, Perot se encontró con dos viejos amigos: Bill Clements, gobernador de Texas y ex adjunto al secretario de Defensa, y la esposa de Bill, Rita.

—Hola, Ross —le saludó Clements—. ¿Qué diablos haces en Washington un domingo por la tarde?

—Asuntos de negocios —contestó Perot.

—No, hombre. ¿Qué estás haciendo aquí de verdad? —insistió Clements con una sonrisa.

—¿Tienes un minuto?

Clements lo tenía. Tomaron asiento los tres y Perot les explicó las peripecias de Paul y Bill.

Cuando hubo terminado, Clements dijo:

—Hay un tipo con quien te convendría hablar. Voy a escribirte su nombre.

—¿Cómo voy a encontrarlo un domingo por la tarde?

—Ya lo haré yo.

Los dos hombres se dirigieron a una cabina. Clements introdujo una moneda, llamó a la centralita del Pentágono y se identificó. Pidió que le pusieran con el domicilio privado de uno de los principales jefes militares del país. Entonces dijo:

—Tengo aquí a Ross Perot, de Texas. Es amigo mío y de los militares, y quiero que le ayudes.

Después, le pasó el teléfono a Perot y se alejó.

Media hora después, Perot se encontraba en la sala de operaciones del sótano del Pentágono, rodeado de terminales informáticas, charlando con seis generales.

Nunca había visto a ninguno de ellos hasta entonces, pero se sentía entre amigos; todos conocían su campaña en favor de los prisioneros de guerra norteamericanos en Vietnam del Norte.

—Quiero sacar a dos hombres de Teherán —les dijo—. ¿Pueden ponerlos en un avión y traerlos?

—No —contestó uno de los generales—. No tenemos aviones en Teherán. La base aérea, Doshen Toppeh, está en manos de los revolucionarios. El general Gast está en un bunker debajo del cuartel general del MAAS, rodeado por una multitud. Y no nos podemos comunicar porque las líneas telefónicas están cortadas.

—Bien —dijo Perot. Casi se esperaba aquella respuesta—. Voy a tenerlo que hacer yo solo.

—Está en el otro extremo del mundo y hay una revolución en marcha —comentó un general—. No resultará fácil.

—Tengo allí a Bull Simons —contestó Perot con una sonrisa.

Todos se unieron a su sonrisa.

—¡Maldita sea, Perot —dijo uno de ellos—, no les deja a esos iraníes ni una sola posibilidad!

—Exacto —rió abiertamente Perot—. Quizá tenga que ir allí yo mismo. Y ahora, ¿pueden ustedes facilitarme una lista de todos los aeródromos que hay entre Teherán y la frontera turca?

—Desde luego.

—¿Pueden averiguar si alguno de ellos es inutilizable?

—Podemos mirar las fotografías del satélite.

—¿Y los radares? ¿Dónde están? ¿Hay algún modo de entrar en el espacio aéreo iraní sin aparecer en sus pantallas?

—Desde luego. Le daremos un mapa de radares a quinientos pies.

—¡Magnífico!

—¿Algo más?

Diablos, pensó Perot. ¡Aquello era como ir a un MacDonald’s!

—Por ahora nada más.

Los generales empezaron a pulsar botones.

T. J. Márquez descolgó el teléfono. Era Perot.

—Tengo los pilotos —le dijo a Ross—. Llamé a Larry Joseph, el que estaba al mando de los Continental Air Services en Vientiane, Laos. Ahora está en Washington. Él me buscó a los tipos: Dick Douglas y Julián Kanauch. Mañana estarán en Washington.

—Magnífico —contestó Perot—. Bueno, yo he estado en el Pentágono y no les he podido sacar un vuelo. Todos los aparatos están retenidos en Teherán. En cambio, tengo todo tipo de mapas y material para poder volar a Irán. Esto es lo que necesitamos: un reactor capaz de cruzar el Atlántico con una tripulación completa y equipado con una radio de las que usábamos en Laos, para poder hacer llamadas telefónicas desde el avión.

—Me pondré a ello enseguida —dijo T. J.

—Estoy en el hotel Madison.

—Lo apunto.

T. J. empezó a hacer llamadas. Se puso en contacto con dos compañías chárter tejanas. Ninguna de las dos tenía un reactor trasatlántico. La segunda, Jet Fleet, le dio el nombre de Executive Aircraft, cerca de Columbus, Ohio. Allí no podían ayudarle, ni sabían de nadie.

T. J. Márquez pensó en Europa. Llamó a Cari Nilsson, un directivo de la EDS que había estado trabajando en un proyecto para la Martinair. Nilsson le llamó al cabo de un rato y le comunicó que la Martinair no volaba a Irán, pero que le había dado la dirección de una compañía suiza que sí hacía la ruta. T. J. llamó a Suiza; la compañía había dejado de volar a Irán aquel mismo día.

T. J. marcó el número de McKillop, vicepresidente de la Braniff, que vivía en París. McKillop no estaba.

Márquez llamó a Perot y le confesó su fracaso. Perot tuvo una idea. Le pareció recordar que Sol Rogers, el presidente de la Texas State Óptical Company de Beaumont, tenía un BAC 111 o un Boeing 727, no estaba seguro de cuál. Tampoco tenía el número de teléfono.

T. J. llamó a información. El número no estaba en la guía. Llamó a Margot. Ella tenía el número. Llamó a Rogers. Se había vendido el avión. Rogers conocía una empresa llamada «Omni International», de Washington, que alquilaba aviones. Le dio a T. J. los números privados del presidente y vicepresidente de la sociedad.

T. J. llamó al presidente. Estaba ausente.

Llamó al vicepresidente. Estaba presente.

—¿Tienen ustedes reactores trasatlánticos? —le preguntó T. J.

—Desde luego. Tenemos dos.

T. J. exhaló un suspiro de alivio.

—Tenemos un 707 y un 727 —prosiguió el hombre.

—¿Dónde?

—El 707 está en Meachem Field, en Fort Worth…

—¡Vaya, si es aquí mismo! —le interrumpió T. J.—. Ahora, dígame, ¿tiene radio conectable al teléfono?

—Desde luego.

A T. J. casi le parecía mentira la suerte que había tenido.

—El avión está decorado con bastante lujo —dijo el vicepresidente—. Fue hecho para un príncipe kuwaití que luego se echó atrás.

T. J. no estaba interesado en la decoración. Preguntó el precio. El vicepresidente dijo que la decisión final correspondía al presidente. Había salido aquella tarde, pero T. J. podía llamarlo a primera hora de la mañana.

Márquez hizo comprobar el aparato por Jeff Hel1er, un vicepresidente de la EDS y antiguo piloto en Vietnam, y por dos amigos de Heller, uno de ellos piloto de la American Airlines, y el otro ingeniero de vuelo. Heller informó que el aparato parecía estar en buenas condiciones, por lo que podía verse sin haber volado en él. La decoración era un tanto recargada, dijo con una sonrisa.

A las siete y media de la mañana siguiente, T. J. llamó al presidente de Omni y lo sacó de la ducha. El presidente había hablado con el vicepresidente y estaba seguro de que podían llegar a un acuerdo.

—Bien —dijo T. J.—. Hablemos ahora de la tripulación, el aparcamiento en tierra, los seguros…

—Oiga, nosotros no hacemos vuelos chárter —protestó el presidente—. Nosotros alquilamos aviones.

—¿Cuál es la diferencia?

—Es la misma que existe entre tomar un taxi y alquilar un coche. Nosotros alquilamos aviones.

—Escuche, nosotros somos una empresa de ordenadores y no sabemos nada de líneas aéreas —dijo T. J.—. Aunque habitualmente no se ocupan de eso, ¿sería tan amable de llegar con nosotros a un trato por el que nos proporcionara todos los extras, tripulación y demás? Nosotros le pagaremos.

—Será complicado. El seguro sólo…

—¿Pero lo hará?

—Sí, lo haré.

Realmente era complicado, como advirtió T. J. a lo largo de la jornada. La naturaleza inusual del trato no atraía a las compañías de seguros, a quienes molestaba también trabajar con prisas. Era difícil determinar a qué normativa debía acogerse la EDS, pues no se trataba de una compañía de aviación. La Omni exigió un depósito de sesenta mil dólares en una sucursal extranjera de un banco norteamericano. Los problemas fueron resueltos por el ejecutivo de la EDS Gary Fernandes en Washington y por el abogado de la empresa Claude Chappelear en Dallas; el contrato, que fue firmado a última hora del día, se concertaba como demostración previa a la venta. Omni encontró una tripulación en California y la envió a Dallas para recoger el avión y llevarlo a Washington.

El lunes a medianoche el avión, la tripulación, los pilotos suplentes y el resto del grupo de rescate estaban ya en Washington con Ross Perot.

T. J. había obrado un milagro.

Por eso había tardado tanto.