DIEZ

1

Fue un momento inolvidable.

Todo el mundo gritaba, nadie atendía, y el grupo entero quería abrazar a Paul y Bill a un tiempo. Gayden vociferaba al teléfono:

—¡Están aquí! ¡Están aquí! ¡Fantástico! ¡Acaban de llegar! ¡Fantástico!

Alguien gritó:

—¡Les hemos ganado! ¡Les hemos ganado a esos hijos de puta!

—Sí, señor.

—¡A joderse, Dadgar!

Paul miró a sus amigos y se dio cuenta de que todos ellos se habían quedado en medio de una revolución para ayudarle, y le resultó difícil hablar.

Gayden dejó el teléfono y se acercó a darles un apretón de manos. Paul, con lágrimas en los ojos, le dijo:

—Gayden, acabo de ahorrarte doce millones y medio de dólares, así que me debes una copa.

Gayden le sirvió un whisky solo.

Paul probó su primera bebida alcohólica en seis semanas. Gayden volvió al teléfono:

—Tengo a alguien a quien le gustará hablar contigo —y le tendió el aparato a Paul.

—Hola —dijo.

Oyó la voz de Tom Walter.

—¡Eh! ¿Cómo estamos, colega?

—Dios todopoderoso —soltó Paul, de puro agotamiento y alivio.

—¡Nos estábamos preguntando dónde os habíais metido! —dijo Walter.

—Y nosotros también, estas últimas tres horas.

—¿Cómo habéis llegado al hotel, Paul?

Paul no tenía fuerzas para contarle a Walter toda la historia.

—Por suerte Keane nos dejó un buen montón de dinero un día.

—Fantástico. Perfecto, Paul. ¿Está bien Bill?

—Sí; un poco emocionado, pero bien.

—Todos estamos un poco emocionados. Muchacho, muchacho, ¡qué alegría oírte!

Apareció otra voz en la línea.

—¿Paul? Aquí Mitch. —Mitch Hart era ex presidente de la EDS—. Siempre pensé que ese italiano luchador saldría del lío.

—¿Cómo está Ruthie? —preguntó Paul.

Tom Walter le contestó: «Deben de estar utilizando el circuito de comunicación múltiple», pensó Paul.

—Paul, está muy bien. Acabo de hablar con ella hace un momento. Jean está llamando aquí ahora mismo. Está en el otro teléfono.

—¿Los niños están bien?

—Sí, muy bien. Muchacho, se alegrará de escucharte.

—De acuerdo. Te paso con mi otra mitad.

Mientras hablaban, había llegado Gholam, un empleado iraní. Se había enterado del asalto a la cárcel y había ido a buscar a Paul y Bill por las calles cercanas a la prisión.

A Jay Coburn le preocupó la aparición de Gholam. Durante unos minutos, Coburn había estado demasiado lleno de llorosa alegría para pensar en otra cosa, pero ahora había recuperado su papel de lugarteniente de Simons. Discretamente, salió de la suite, encontró otra puerta abierta, entró en la habitación y llamó a casa de Dvoranchik.

Simons contestó al teléfono.

—Soy Jay. Están aquí.

—Bien.

—Las normas de seguridad han desaparecido. Se utilizan los nombres reales por teléfono, todo el mundo entra y sale, hay empleados iraníes husmeando…

—Busca un par de habitaciones alejadas de las demás. Vamos para allá.

—Muy bien.

Coburn colgó. Bajó a recepción y pidió una suite de dos dormitorios en el piso doce. No hubo problemas; el hotel tenía cientos de habitaciones vacías. Dio un nombre falso. No le pidieron el pasaporte.

Regresó a la suite de Gayden.

Unos minutos después, Simons entró y dijo:

—¡Cuelguen ese maldito teléfono!

Bob Young, que mantenía abierta la línea con Dallas, le obedeció.

Joe Poché apareció detrás de Simons y empezó a correr las cortinas.

Era increíble. De repente, Simons estaba al mando. Gayden, el presidente de la EDS Mundial, era el de mayor rango de cuantos estaban allí. Y apenas una hora antes, le había dicho a Tom Walter que los «Sunshine Boys» (Simons, Coburn y Poché) parecían inútiles e ineficaces. Ahora, en cambio, cedía la iniciativa a Simons sin pensárselo siquiera.

—Echa un vistazo por ahí, Joe —le dijo Simons a Poché.

Coburn sabía qué significaba aquello. El grupo había rastreado el hotel y sus alrededores durante las semanas de espera, y Poché iba a comprobar ahora si había habido cambios.

Sonó el teléfono. John Howell contestó.

—Es Abolhasan —dijo a los demás. Escuchó durante un par de minutos y luego dijo—: Un momento.

Tapó el micrófono con la mano y se dirigió a Simons.

—Es el empleado iraní que hace de traductor en las reuniones con Dadgar. Su padre es amigo de Dadgar. Abolhasan está en casa de sus padres, y acaban de recibir una llamada de Dadgar.

La sala quedó en silencio.

Dadgar había preguntado si sabían que los norteamericanos habían escapado de la cárcel, y Abolhasan le había respondido que era la primera noticia. Dadgar dijo entonces: «Ponte en contacto con la EDS y diles que si encuentran a Chiapparone y a Gaylord deben entregármelos, que deseo renegociar la fianza y que esta vez seré mucho más razonable».

—¡A la mierda! —dijo Gayden.

—Muy bien —intervino Simons—. Dile a Abolhasan que le dé un mensaje a Dadgar. Mándale decir que estamos buscando a Paul y Bill, pero que mientras tanto hacemos a Dadgar personalmente responsable de su seguridad.

Howell sonrió y asintió; empezó a hablar con Abolhasan. Simons se volvió hacia Gayden:

—Llame a la embajada. Gríteles un poco. Por su culpa metieron a Paul y Bill en la cárcel, y ahora la cárcel ha sido asaltada y no sabes dónde están, pero hacemos responsable a la embajada de su seguridad. Hágalo sonar convincente. Debe de haber espías iraníes en la embajada, y puede apostar lo que quiera a que Dadgar tiene el texto del mensaje en cuestión de minutos.

Gayden fue a buscar un teléfono. Simons, Coburn y Poché, junto con Paul y Bill, pasaron a la nueva suite que Coburn había tomado en la planta superior.

Coburn pidió dos cenas a base de filetes para Paul y Bill. Advirtió al servicio de habitaciones que llevaran las cenas a la suite de Gayden. No había ninguna necesidad de que empezara a entrar y salir gente de las nuevas habitaciones.

Paul tomó un baño caliente. Hacía tiempo que soñaba con ello. No había tomado un baño desde hacía seis semanas. Se recreó en el cuarto de baño blanco y limpio, el agua casi ardiendo, la pastilla de jabón sin estrenar… Nunca volvería a olvidar la importancia de aquellas cosas. Se lavó del cabello los últimos restos de la prisión de Gasr. Había ropas limpias aguardándole; alguien había recogido su maleta del Hilton, donde estaba alojado cuando lo detuvieron.

Bill se duchó. Su euforia había desaparecido. Al entrar en la suite de Gayden pensó que la pesadilla había terminado, pero gradualmente se fue dando cuenta de que todavía estaba en peligro, de que no había ningún reactor de la fuerza aérea norteamericana aguardándole para llevarlo a casa a dos veces la velocidad del sonido. El mensaje de Dadgar vía Abolhasan, la aparición de Simons, y las nuevas medidas de precaución (aquella suite, Poché corriendo las cortinas, la manera de hacer llegar la cena) le hacían darse cuenta de que la huida apenas acababa de empezar.

Pese a todo, disfrutó su cena de filetes.

Simons seguía intranquilo. El Hyatt estaba próximo al hotel Evin, donde se alojaban los militares norteamericanos, la prisión de Evin y una armería; los tres eran objetivos naturales para los revolucionarios. La llamada telefónica de Dadgar también era preocupante. Muchos iraníes sabían que los empleados de la EDS residían en el Hyatt. Dadgar podía enterarse con facilidad y enviar hombres a buscar a Paul y Bill.

Mientras Simons, Coburn y Bill estaban discutiendo el tema en el salón de la suite, sonó el teléfono.

Simons se quedó mirándolo.

Volvió a sonar.

—¿Quién demonios sabe que estamos aquí? —dijo Simons.

Coburn se encogió de hombros.

Simons alzó el auricular y dijo:

¿Diga?

Hubo un silencio.

¿Diga?

Colgó.

—No contestan.

En aquel momento, Paul entró en el salón, ya en pijama.

—Cámbiese de ropa. Nos vamos —dijo Simons.

—¿Por qué? —protestó Paul.

—Cámbiese de ropa, nos vamos —repitió Simons.

Paul se encogió de hombros y regresó al dormitorio.

A Bill le resultó difícil de creer. ¡A escapar otra vez! Por alguna razón, Dadgar mantenía su autoridad en medio de toda la violencia y el caos de la revolución. Sin embargo, ¿quién trabajaba para él? Los guardianes habían huido de las cárceles, las comisarías estaban incendiadas, el Ejército se había rendido… ¿Quién quedaba que pudiera hacer cumplir las órdenes de Dadgar?

«El diablo y todas sus hordas», pensó Bill.

Simons bajó a la suite de Gayden mientras Paul acababa de vestirse. Llevó a un lado a Gayden y Taylor.

—Saquen de aquí a toda esta gente —les dijo en un susurro—. Diremos que Paul y Bill se han acostado ya. Vengan todos al piso franco mañana por la mañana. Salgan a las siete, como si fueran a la oficina. No hagan las maletas ni pidan la cuenta. Joe Poché les aguardará fuera y ya habrá pensado una ruta segura hasta la casa. Yo me llevo a Paul y Bill ahora, pero no se lo digan a los demás hasta mañana por la mañana.

—Muy bien —asintió Gayden.

Simons volvió arriba. Paul y Bill ya estaban preparados. Coburn y Poché los aguardaban. Los cinco se dirigieron al ascensor. Mientras bajaban, Simons dijo:

—Ahora, salgamos de aquí como si fuera lo más normal del mundo.

Llegaron a la planta baja. Cruzaron el enorme vestíbulo y salieron al exterior. Allí estaban aparcados los dos Range Rover.

Mientras cruzaban el jardín del hotel, apareció un gran coche oscuro del que saltaron cuatro o cinco hombres desharrapados armados de fusiles.

—¡Oh, mierda! —murmuró Coburn.

Los cinco norteamericanos siguieron caminando.

Los revolucionarios llegaron hasta el conserje.

Poché abrió las puertas del primer Range Rover. Paul y Bill saltaron al interior. Poché puso en marcha el motor y arrancó rápidamente. Simons y Coburn se metieron en el segundo coche y los siguieron.

Los revolucionarios entraron en el hotel.

Poché tomó por la avenida Vanak, que pasaba ante el Hyatt y también el Hilton. Se oía un tableteo constante de disparos por encima del ruido de los coches. Al cabo de algo más de un kilómetro, en el cruce con la avenida Pahlevi y muy cerca del Hilton, se toparon con una barricada.

Poché frenó. Bill miró alrededor. Paul y él habían pasado por aquella intersección horas antes con la pareja iraní que los había llevado al Hyatt; sin embargo, entonces no encontraron barricadas, sino sólo un coche incendiado. Ahora había varios, una barricada y una multitud de revolucionarios armados con un variado surtido de armas militares.

Uno de ellos se acercó al Range Rover y Joe Poché bajó la ventanilla.

—¿Adónde se dirigen? —dijo el revolucionario en un inglés perfecto.

—Voy a casa de mi suegra, en Abbas Abad —contestó Poché.

Bill pensó: «Dios mío, qué cuento más malo».

Paul miraba hacia otro lado, escondiendo la cara.

Otro revolucionario se les acercó y habló en parsí. El primero dijo entonces:

—¿Tienen cigarrillos?

—No, no fumo —respondió Poché.

—Bien, adelante.

Poché siguió adelante por la avenida Shahanshahi.

Coburn detuvo el segundo coche ante la posición que ocupaban los revolucionarios.

—¿Van con los otros? —le preguntaron.

—Sí.

—¿Tiene cigarrillos?

—Sí. —Coburn sacó un paquete del bolsillo e intentó extraer uno. Las manos le temblaban y no podía sacarlos de uno en uno.

—Jay —le dijo Simons.

—Sí.

—Dale todo el maldito paquete…

Coburn le dio al revolucionario el paquete entero, y él les indicó que siguieran.