Domingo, 2 de enero de 1944.

Querida Kitty:

Esta mañana, como no tenía nada que hacer, me puse a hojear en mi diario y me topé varias veces con cartas que tratan el tema de la madre con tanta vehemencia, que me asusté y me pregunté: «Ana, ¿eres tú la que hablabas de odio? Oh, Ana, ¿cómo has podido escribir una cosa así?».

Me quedé con el diario abierto en la mano, y me puse a pensar en cómo había podido ser que estuviera tan furiosa y tan verdaderamente llena de odio, que tenía que confiártelo todo. He intentado comprender a la Ana de hace un año y de perdonarla, porque no tendré la conciencia tranquila mientras deje que sigas cargando con estas acusaciones, y sin que te haya explicado cómo fue que me puse así. He padecido y padezco estados de ánimo que me mantenían con la cabeza bajo el agua —en sentido figurado, se entiende— y que solo me dejaban ver las cosas de manera subjetiva, sin que intentara detenerme a analizar tranquilamente las palabras de los demás, para luego poder actuar conforme al espíritu de aquellas personas a las que, por mi temperamento efervescente, haya podido ofender o causado algún dolor.

Me he recluido en mí misma, me he mirado solo a mí misma, y he escrito en mi diario de modo imperturbable todas mis alegrías, mofas y llantos. Para mí este diario tiene valor, ya que a menudo se ha convertido en el libro de mis memorias, pero en muchas páginas ahora podría poner: «Pertenece al ayer».

Estaba furiosa con mamá, y a menudo lo sigo estando. Ella no me comprendía, es cierto, pero yo tampoco la comprendía a ella. Como me quería, era cariñosa conmigo, pero como también se vio envuelta en muchas situaciones desagradables por mi culpa, y a raíz de ello y de muchas otras circunstancias tristes estaba nerviosa o irascible, es de entender que me tratara como me trató.

Yo me lo tomaba demasiado en serio, me ofendía, me insolentaba y la trataba mal, lo que a su vez la hacía sufrir. Era entonces, en realidad, un ir y venir de cosas desagradables y tristes. De ningún modo fue placentero, para ninguna de las dos, pero todo pasa. El que yo no quisiera verlo y me tuviera mucha compasión, también es comprensible. Las frases tan violentas solo son manifestaciones de enfado, que en la vida normal hubiera podido ventilar dando cuatro patadas en el suelo, encerrada en una habitación o maldiciendo a mamá a sus espaldas.

El período en que condeno a mamá bañada en lágrimas ha quedado atrás; ahora soy más sensata, y los nervios de mamá se han calmado. Por lo general me callo la boca cuando algo me irrita, y ella hace lo mismo, por lo que todo parece marchar mejor. Pero sentir un verdadero amor filial por mamá, es algo que no me sale.

Tranquilizo mi conciencia pensando en que los insultos más vale confiárselos al papel, y no que mamá tenga que llevarlos consigo en el corazón.

Tu Ana.

Jueves, 6 de enero de 1944.

Querida Kitty:

Hoy tengo que confesarte dos cosas que llevarán mucho tiempo, pero que debo contarle a alguien, y entonces lo mejor será que te lo cuente a ti, porque sé a ciencia cierta que callarás siempre y bajo cualquier concepto.

Lo primero tiene que ver con mamá. Bien sabes que muchas veces me he quejado de ella, pero que luego siempre me he esforzado por ser amable con ella. De golpe me he dado cuenta por fin de cuál es el defecto que tiene. Ella misma nos ha contado que nos ve más como amigas que como hijas. Eso es muy bonito, naturalmente, pero sin embargo una amiga no puede ocupar el lugar de una madre. Siento la necesidad de tomar a mi madre como ejemplo, y de respetarla; es cierto que en la mayoría de los casos mi madre es un ejemplo para mí, pero más bien un ejemplo a no seguir. Me da la impresión de que Margot piensa muy distinto a mí en todas estas cosas, y que nunca entendería esto que te acabo de escribir. Y papá evita toda conversación que pueda tratar sobre mamá. A una madre me la imagino como una mujer que en primer lugar posee mucho tacto, sobre todo con hijos de nuestra edad, y no como Mansa, que cuando lloro —no a causa de algún dolor, sino por otras cosas— se burla de mí.

Hay una cosa que podrá parecerte insignificante, pero que nunca le he perdonado. Fue un día en que tenía que ir al dentista. Mamá y Margot me iban a acompañar y les pareció bien que llevara la bicicleta. Cuando habíamos acabado en el dentista y salimos a la calle, Margot y mamá me dijeron sin más ni más que se iban de tiendas a mirar o a comprar algo, ya no recuerdo exactamente qué. Yo, naturalmente, quería ir con ellas, pero no me dejaron porque llevaba conmigo la bicicleta. Me dio tanta rabia, que los ojos se me llenaron de lágrimas, y Margot y mamá se echaron a reír. Me enfurecí, y en plena calle les saqué la lengua. Una viejecita que pasaba casualmente nos miró asustada. Me monté en la bicicleta y me fui a casa, donde estuve llorando un rato largo. Es curioso que de mis innumerables heridas, justo esta vuelva a enardecerme cuando pienso en lo enfadada que estaba en ese momento.

Lo segundo es algo que me cuesta muchísimo contártelo, porque se trata de mí misma. No soy pudorosa, Kitty, pero cuando aquí en casa a menudo se ponen a hablar con todo detalle sobre lo que hacen en el retrete, siento una especie de repulsión en todo mi cuerpo.

Resulta que ayer leí un artículo de Sis Heyster sobre por qué nos sonrojamos. En ese artículo habla como si se estuviera dirigiendo solo a mí. Aunque yo no me sonrojo tan fácilmente, las otras cosas que menciona sí son aplicables a mí. Escribe más o menos que una chica, cuando entra en la pubertad, se vuelve muy callada y empieza a reflexionar acerca de las cosas milagrosas que se producen en su cuerpo. También a mí me está ocurriendo eso, y por eso últimamente me da la impresión de que siento vergüenza frente a Margot, mamá y papá. Sin embargo Margot, que es mucho más tímida que yo, no siente ninguna vergüenza.

Me parece muy milagroso lo que me está pasando, y no solo lo que se puede ver del lado exterior de mi cuerpo, sino también lo que se desarrolla en su interior. Justamente al no tener a nadie con quien hablar de mí misma y sobre todas estas cosas, las converso conmigo misma. Cada vez que me viene la regla —lo que hasta ahora solo ha ocurrido tres veces— me da la sensación de que, a pesar de todo el dolor, el malestar y la suciedad, guardo un dulce secreto y por eso, aunque solo me trae molestias y fastidio, en cierto modo me alegro cada vez que llega el momento en que vuelvo a sentir en mí ese secreto. Otra cosa que escribe Sis Heyster es que a esa edad las adolescentes son muy inseguras y empiezan a descubrir que son personas con ideas, pensamientos y costumbres propias. Como yo vine aquí cuando acababa de cumplir los trece años, empecé a reflexionar sobre mí misma y a descubrir que era una «persona por mí misma» mucho antes. A veces, por las noches, siento una terrible necesidad de palparme los pechos y de oír el latido tranquilo y seguro de mi corazón.

Inconscientemente, antes de venir aquí ya había tenido sensaciones similares, porque recuerdo una vez en que me quedé a dormir en casa de Jacque y que no podía contener la curiosidad de conocer su cuerpo, que siempre me había ocultado, y que nunca había llegado a ver. Le pedí que, en señal de nuestra amistad, nos tocáramos mutuamente los pechos. Jacque se negó. También ocurrió que sentí una terrible necesidad de besarla, y lo hice. Cada vez que veo una figura de una mujer desnuda, como, por ejemplo, la Venus en el manual de historia de arte de Springer, me quedo extasiada contemplándola. A veces me parece de una belleza tan maravillosa, que tengo que contenerme para que no se me salten las lágrimas. ¡Ojalá tuviera una amiga!

Jueves, 6 de enero de 1944.

Querida Kitty:

Mis deseos de hablar con alguien se han vuelto tan grandes que de alguna manera muy extraña se me ha ocurrido escoger a Peter para ello. Antes, cuando de tanto en tanto entraba de día en la pequeña habitación de Peter, me parecía siempre un sitio muy acogedor, pero como Peter es tan modesto y nunca echaría a una persona que se pusiera latosa de su habitación, nunca me atreví a quedarme mucho tiempo, temiendo que mi visita le resultara aburrida. Buscaba la ocasión de quedarme en su habitación sin que se diera cuenta, charlando, y esa ocasión se presentó ayer. Y es que a Peter le ha entrado de repente la manía de resolver crucigramas, y ya no hace otra cosa. Me puse a ayudarle, y al poco tiempo estábamos sentados uno a cada lado de su escritorio, uno frente al otro, él en la silla y yo en el diván.

Me dio una sensación muy extraña mirarlo a los ojos, de color azul oscuro, y ver lo cohibido que estaba por la inusual visita. Todo me transmitía su mundo interior; en su rostro vi aún ese desamparo y esa actitud de inseguridad, y al mismo tiempo un asomo de conciencia de su masculinidad. Al ver esa actitud tan tímida, sentí que me derretía por dentro. Hubiera querido pedirle que me contara algo sobre sí mismo; que viera más allá de ese eterno afán mío de charlar. Sin embargo, me di cuenta de que ese tipo de peticiones son más fáciles de pensar que de llevar a la práctica.

El tiempo transcurría y no pasaba nada, salvo que le conté aquello de que se ruborizaba. Por supuesto que no le dije lo mismo que he escrito aquí, pero sí que con los años ganaría más seguridad.

Por la noche, en la cama, lloré. Lloré, y sin embargo nadie debía oírme. La idea de que debía suplicar los favores de Peter me repelía. Una hace cualquier cosa para satisfacer sus deseos, como podrás apreciar, porque me propuse ir a sentarme más a menudo con él para hacer que, de una u otra manera, se decidiera a hablar.

No vayas a creer que estoy enamorada de Peter, ¡nada de eso! Si los Van Daan hubieran tenido una niña en vez de un hijo varón, también habría intentado trabar amistad con ella. Esta mañana me desperté a eso de las siete menos cinco y enseguida recordé con gran seguridad lo que había soñado. Estaba sentada en una silla, y frente a mí estaba sentado Peter… Schiff. Estábamos hojeando un libro ilustrado por Mary Bos. Mi sueño era tan nítido que aún recuerdo en parte las ilustraciones. Pero aquello no era todo, el sueño seguía. De repente, los ojos de Peter se cruzaron con los míos, y durante algún tiempo me detuve a mirar esos hermosos ojos de color pardo aterciopelado. Entonces, Peter me dijo susurrando:

—De haberlo sabido, habría ido a tu encuentro mucho antes.

Me volví bruscamente, porque sentía una emoción demasiado grande. Después sentí una mejilla suave y deliciosa rozando la mía, y todo estuvo tan bien, tan bien… En ese momento me desperté, mientras seguía sintiendo su mejilla contra la mía y sus ojos mirándome en lo más profundo de mi corazón, tan profundamente que él había podido leer allí dentro cuánto lo había amado y cuánto seguía amándolo. Los ojos se me volvieron a llenar de lágrimas, y me sentí muy triste por haberlo perdido, pero al mismo tiempo también contenta, porque sabía con seguridad que Peter seguía siendo mi elegido. Es curioso que a veces tenga estos sueños tan nítidos. La primera vez fue cuando, una noche, vi a mi abuela Omi[22] de forma tan clara, que pude distinguir perfectamente su piel gruesa y suave, como de terciopelo. Luego se me apareció Oma como si fuera mi ángel de la guarda, y luego Hanneli, que me sigue pareciendo el símbolo de la miseria que pasan todos mis amigos y todos los judíos; cuando rezo por ella, rezo por todos los judíos y por toda esa pobre gente.

Y ahora Peter, mi querido Peter, que nunca antes se me ha aparecido tan claramente; no necesito una foto suya: así lo veo bien, muy bien.

Tu Ana.

Viernes, 7 de enero de 1944.

Querida Kitty:

¡Idiota de mí, que no me di cuenta en absoluto de que nunca te había contado la historia de mi gran amor!

Cuando era aún muy pequeña, pero ya iba al jardín de infancia, mi simpatía recayó en Sally Kimmel. Su padre había muerto y vivía con su madre en casa de una tía. Un primo de Sally, Appy, era un chico guapo, esbelto y moreno que más tarde tuvo todo el aspecto de un perfecto actor de cine y que cada vez despertaba más admiración que el gracioso, bajito y rechoncho de Sally. Durante algún tiempo anduvimos mucho juntos, aunque mi amor nunca fue correspondido, hasta que se cruzó Peter en mi camino y me entró un amor infantil el triple de fuerte. Yo también le gustaba, y durante todo un verano fuimos inseparables. En mis pensamientos aún nos veo cogidos de la mano, caminando por la Zuider Amstellaan, él con su traje de algodón blanco y yo con un vestido corto de verano. Cuando acabaron las vacaciones de verano, él pasó a primero de la secundaria y yo a sexto de primaria. Me pasaba a recoger al colegio o yo a él. Peter era un muchacho hermoso, alto, guapo, esbelto, de aspecto serio, sereno e inteligente. Tenía el pelo oscuro y hermosos ojos castaños, mejillas marrón-rojizas y la nariz respingona. Me encantaba sobre todo su sonrisa, que le daba un aire pícaro y travieso.

En las vacaciones me fui afuera y al volver no encontré a Peter en su antigua dirección; se había mudado de casa y vivía con un muchacho mucho mayor que él. Este le hizo ver seguramente que yo no era más que una chiquilla tonta, y Peter me dejó. Yo lo amaba tanto que no quería ver la realidad y me seguía aferrando a él, hasta que llegó el día en que me di cuenta de que si seguía detrás de él, me tratarían de «perseguidora de chicos». Pasaron los años. Peter salía con chicas de su edad y ya ni me saludaba. Empecé a ir al liceo judío, muchos chicos de mi curso se enamoraron de mí, a mí eso me gustó, me sentí honrada, pero por lo demás no me hizo nada. Más adelante, Helio estuvo loco por mí, pero como ya te he dicho, nunca más me enamoré.

Hay un refrán que dice: «El tiempo lo cura todo». Así también me pasó a mí. Me imaginaba que había olvidado a Peter y que ya no me gustaba nada. Pero su recuerdo seguía tan latente en mí, que a veces me confesaba a mí misma que estaba celosa de las otras chicas, y que por eso él ya no me gustaba. Esta mañana comprendí que nada en mí ha cambiado; al contrario, mientras iba creciendo y madurando, también mi amor crecía en mí. Ahora puedo entender muy bien que yo le pareciera a Peter una chiquilla, pero de cualquier manera siempre me hirió el que se olvidara de mí de ese modo. Su rostro se me aparece de manera tan nítida, que ahora sé que nunca llevaré grabada en mi mente la imagen de otro chico como la de él.

Por eso, hoy estoy totalmente confusa. Esta mañana, cuando papá me besó, casi exclamé: «¡Ojalá fueras Peter!». Todo me recuerda a él, y todo el día no hago más que repetir la frase: «¡Oh, Petel[23], mi querido Petel!».

No hay nada que pueda ayudarme. Tengo que seguir viviendo y pedirle a Dios que si llego a salir de aquí, ponga a Peter en mi camino y que, mirándome a los ojos y leyendo mis sentimientos, me diga: «¡Ana, de haberlo sabido, me habría ido a tu lado hace tiempo!».

Una vez, cuando hablábamos de la sexualidad, papá me dijo que en ese momento yo no podía entender lo que era el deseo, pero yo siempre supe que lo entendía, y ahora lo entiendo del todo. ¡Nada me es tan querido como él, mi Petel!

He visto mi cara en el espejo, y ha cambiado tanto… Tengo una mirada bien despierta y profunda; mis mejillas están teñidas de color de rosa, algo que hacía semanas que no sucedía; tengo la boca mucho menos tirante, tengo aspecto de ser feliz, y sin embargo tengo una expresión triste, y la sonrisa se me desliza de los labios. No soy feliz, porque aun sabiendo que no estoy en los pensamientos de Petel, siento una y otra vez sus hermosos ojos clavados en mí, y su mejilla suave y fresca contra la mía. ¡Oh, Petel, Petel! ¿Cómo haré para desprenderme de tu imagen? A tu lado, ¿no son todos los demás un mísero sucedáneo? Te amo, te quiero con un amor tan grande, que era ya imposible que siguiera creciendo en mi corazón, y en cambio debía saltar a la superficie y revelarse repentinamente en toda su magnitud.

Hace una semana, hace un día, si me hubieras preguntado a cuál de mis amigos elegiría para casarme, te habría contestado que a Sally, porque a su lado todo es paz, seguridad y armonía. Pero ahora te diría que a Petel, porque a él lo amo con toda mi alma y a él me entrego con todo mi corazón. Pero solo hay una cosa: no quiero que me toque más que la cara.

Esta mañana, en mis pensamientos estaba sentada con Petel en el desván de delante, encima de unos maderos frente a la ventana, y después de conversar un rato, los dos nos echamos a llorar. Y luego sentí su boca y su deliciosa mejilla. ¡Oh, Petel, ven conmigo, piensa en mí, mi propio y querido Petel!

Miércoles, 12 de enero de 1944.

Querida Kitty:

Bep ya ha vuelto a la oficina hace quince días, aunque a su hermana no la dejan ir al colegio hasta dentro de una semana. Ahora Bep ha estado dos días en cama con un fuerte catarro. Tampoco Miep y Jan han podido acudir a sus puestos de trabajo; los dos tenían el estómago mal.

De momento me ha dado por el baile y la danza y todas las noches practico pasos de baile con mucho empeño. Con una enagua de color violeta claro de Mansa me he fabricado un traje de baile supermoderno. Arriba tiene un lazo que cierra a la altura del pecho. Una cinta rosa ondulada completa el conjunto. En vano he intentado transformar mis zapatos de deporte en verdaderas zapatillas de baile. Mis endurecidos miembros van camino de recuperar su antigua flexibilidad. Un ejercicio que me encanta hacer es sentarme en el suelo y levantar las piernas en el aire cogiéndolas con las manos por los talones. Solo que debo usar un cojín para sentarme encima, para no maltratar demasiado la rabadilla. En casa están leyendo un libro titulado Madrugada sin nubes. A mamá le pareció un libro estupendo porque describe muchos problemas de los jóvenes. Con cierta ironía pensé que sería bueno que primero se ocupara de sus propias jóvenes…

Creo que mamá piensa que la relación que tenemos Margot y yo con nuestros padres es de lo mejor, y que nadie se ocupa más de la vida de sus hijos que ellos. Con seguridad entonces que solo se fija en Margot, porque creo que ella nunca tiene los mismos problemas o pensamientos que yo. De ningún modo quiero que mamá piense que para uno de sus retoños las cosas son totalmente distintas de lo que ella se imagina, porque se quedaría estupefacta y de todas formas no sabría de qué otra manera encarar el asunto; quisiera evitarle el dolor que ello le supondría, sobre todo porque sé que para mí nada cambiaría. Mamá se da perfecta cuenta de que Margot la quiere mucho más que yo, pero cree que son rachas.

Margot se ha vuelto más buena; me parece muy distinta a como era antes. Ya no es tan arisca y se está convirtiendo en una verdadera amiga. Ya no me considera para nada una pequeñaja a la que no es necesario tener en cuenta.

Es muy raro eso de que a veces yo misma me vea como a través de los ojos de otra persona. Observo lo que le pasa a una tal Ana Frank con toda parsimonia y me pongo a hojear en el libro de mi vida como si fuera ajeno.

Antes, en mi casa, cuando aún no pensaba tanto, de vez en cuando me daba la sensación de no pertenecer a la misma familia que Mansa, Pim y Margot, y que siempre sería una extraña. Entonces, a veces me hacía la huérfana como medio año, hasta que me castigaba a mí misma, reprochándome que solo era culpa mía el que me hiciera la víctima, pese a encontrarme tan bien en realidad. A eso seguía un período en el que me obligaba a ser amable.

Todas las mañanas, cuando oía pasos en la escalera, esperaba que fuera mamá que venía a darme los buenos días, y yo la saludaba con buenas maneras, ya que de verdad me alegraba de que me mirara con buenos ojos. Después, a raíz de algún comentario, me soltaba un bufido y yo me iba al colegio con los ánimos por el suelo. En el camino de vuelta a casa la perdonaba, pensaba que tal vez tuviera problemas, llegaba a casa alegre, hablando hasta por los codos, hasta que se repetía lo ocurrido por la mañana y yo salía de casa con la cartera del colegio, apesadumbrada. A veces me proponía seguir enfadada, pero al volver del colegio tenía tantas cosas que contar, que se me olvidaba lo que me había propuesto y mamá no tenía más remedio que prestar atención a los relatos de mis andanzas. Hasta que volvían los tiempos en que por la mañana no me ponía a escuchar los pasos en la escalera, me sentía sola y por las noches bañaba de lágrimas la almohada. Aquí las cosas son aún peores; en fin, ya lo sabes. Pero ahora Dios me ha enviado una ayuda para soportarlas: Peter. Cojo mi colgante, lo palpo, le estampo un beso y pienso en que nada han de importarme las cosas, porque Petel está conmigo y solo yo lo sé. Así podré hacer frente a cualquier bufido. ¿Sabrá alguien en esta casa todo lo que le puede pasar por la mente a una adolescente?

Sábado, 15 de enero de 1944.

Mi querida Kitty:

No tiene sentido que te describa una y otra vez con todo detalle nuestras peleas y disputas. Me parece suficiente contarte que hay muchas cosas que ya no compartimos, como la manteca y la carne, y que comemos nuestras propias patatas fritas. Hace algún tiempo que comemos un poco de pan de centeno extra, porque a eso de las cuatro ya estábamos todos esperando ansiosamente que llegara la hora de la comida y casi no podíamos controlar nuestros estómagos.

El cumpleaños de mamá se acerca a pasos agigantados. Kugler le ha regalado algo de azúcar adicional, lo que ha suscitado la envidia de los Van Daan, ya que para el cumpleaños de la señora nos hemos saltado los regalos. Pero de qué serviría realmente aburrirte con palabras duras, llantos y conversaciones acres; basta con que sepas que a nosotros nos aburren aún más.

Mamá ha manifestado el deseo, por ahora irrealizable, de no tener que verle la cara a Van Daan durante quince días. Me pregunto si uno siempre acaba reñido con toda la gente con la que convive durante tanto tiempo. ¿O es que hemos tenido mala suerte? Cuando Dussel, mientras estamos a la mesa, se sirve la cuarta parte de la salsa que hay en la salsera, dejándonos a todos los demás sin salsa, así como así, a mí se me quita el apetito, y me levantaría de la mesa para abalanzarme sobre él y echarlo de la habitación a empujones.

¿Acaso el género humano es tan tremendamente egoísta y avaro en su mayoría? Me parece muy bien haber adquirido aquí algo de mundología, pero me parece que ya basta. Peter dice lo mismo.

Sea como sea, a la guerra no le importan nuestras rencillas o nuestros deseos de aire y libertad, y por lo tanto tenemos que tratar de que nuestra estancia aquí sea lo más placentera posible.

Estoy sermoneando, pero es que creo que si sigo mucho más tiempo aquí encerrada, me convertiré en una vieja avinagrada. ¡Cuánto me gustaría poder seguir comportándome como una chica de mi edad!

Tu Ana.

Noche del miércoles, 19 de enero de 1944.

Querida Kitty:

No sé de qué se trata, pero cada vez que me despierto después de haber soñado, me doy cuenta de que estoy cambiada. Entre paréntesis, anoche soñé nuevamente con Peter y volví a ver su mirada penetrante clavada en la mía, pero este sueño no era tan hermoso ni tan claro como los anteriores.

Tú sabes que yo siempre le he tenido envidia a Margot en lo que respecta a papá. Pues bien, de eso ya no queda ni rastro. Eso sí, me sigue doliendo cuando papá, cuando se pone nervioso, me trata mal y de manera poco razonable, pero igualmente pienso que no les puedo tomar nada a mal. Hablan mucho de lo que piensan los niños y los jóvenes, pero no entienden un rábano del asunto.

Mis deseos van más allá de los besos de papá o de sus caricias. ¡Qué terrible soy, siempre ocupándome de mí misma! Yo, que aspiro a ser buena y bondadosa, ¿no debería perdonarlos en primer lugar? Pero si es que a mamá la perdono… Solo que casi no puedo contenerme cuando se pone tan sarcástica y se ríe de mí una y otra vez.

Ya lo sé, aún me falta mucho para ser como debería ser. ¿Acaso llegaré a serlo?

Ana Frank.

P. D. Papá preguntó si te había contado lo de la tarta. Es que los de la oficina le han regalado a mamá para su cumpleaños una verdadera tarta como las de antes de la guerra, de moka. Era realmente deliciosa. Pero de momento tengo tan poco sitio en la mente para este tipo de cosas…

Sábado, 22 de enero de 1944.

Querida Kitty:

¿Serías capaz de decirme por qué todo el mundo esconde con tanto recelo lo que tiene dentro? ¿Por qué será que cuando estoy en compañía me comporto de manera tan distinta de como debería hacerlo? ¿Por qué las personas se tienen tan poca confianza? Sí, ya sé, algún motivo habrá, pero a veces me parece muy feo que en ninguna parte, aun entre los seres más queridos, una encuentre tan poca confianza.

Es como si desde aquella noche del sueño me sintiera mayor, como si fuera mucho más una persona por mí misma. Te sorprenderá mucho que te diga que hasta los Van Daan han pasado a ocupar un lugar distinto para mí. De repente, todas esas discusiones, disputas y demás, ya no las miro con la misma predisposición que antes. ¿Por qué será que estoy tan cambiada? Verás, de repente pensé que si mamá fuera distinta, una verdadera madre, nuestra relación también habría sido muy, pero muy distinta. Naturalmente, es cierto que la señora Van Daan no es una mujer demasiado agradable, pero sin embargo pienso que si mamá no fuera una persona tan difícil de tratar cada vez que sale algún tema espinoso, la mitad de las peleas podrían haberse evitado. Y es que la señora Van Daan tiene un lado bueno: con ella siempre se puede hablar. Pese a todo su egoísmo, su avaricia y su hipocresía, es fácil convencerla de que ceda, siempre que no se la irrite ni se le lleve la contraria. Esto no dura hasta la siguiente vez, pero si se es paciente, se puede volver a intentar y ver hasta dónde se llega.

Todo lo relacionado con nuestra educación, con los mimos que recibimos de nuestros padres, con la comida: todo, absolutamente todo habría tomado otro cauce si se hubieran encarado las cosas de manera abierta y amistosa, en vez de ver siempre solo el lado malo de las cosas.

Sé perfectamente lo que dirás, Kitty: «Pero Ana, ¿son estas palabras realmente tuyas? ¡Tú, que has tenido que tragarte tantos reproches provenientes del piso de arriba, y que has sido testigo de tantas injusticias!».

En efecto, son palabras mías. Quiero volver a examinarlo todo a fondo, sin dejarme guiar por lo que opinen mis padres. Quiero analizar a los Van Daan por mí misma y ver qué hay de cierto y qué de exagerado. Si yo también acabo decepcionada, podré seguirles los pasos a papá y mamá; de lo contrario, tendré que tratar de quitarles de la cabeza en primer lugar la idea equivocada que tienen, y si no resulta, mantendré de todos modos mi propia opinión y mi propio parecer. Aprovecharé cualquier ocasión para hablar abiertamente con la señora sobre muchos puntos controvertidos, y a pesar de mi fama de sabionda, no tendré miedo de decir mi opinión neutral. Tendré que callarme lo que vaya en contra de los míos, pero a partir de ahora, el cotilleo por mi parte pertenece al pasado, aunque eso no significa que en algún momento dejaré de defenderlos contra quien sea. Hasta ahora estaba plenamente convencida de que toda la culpa de las peleas la tenían ellos, pero es cierto que gran parte de la culpa también la teníamos nosotros. Nosotros teníamos razón en lo que respecta a los temas, pero de las personas razonables (¡y creemos que lo somos!), se podía esperar un mejor criterio en cuanto a cómo tratar a los demás.

Espero haber adquirido una pizca de ese criterio y encontrar la oportunidad de ponerlo en práctica.

Tu Ana.

Lunes, 24 de enero de 1944.

Querida Kitty:

Me ha ocurrido una cosa —aunque en realidad no debería hablar de «ocurrir»— que me parece muy curiosa.

Antes, en el colegio y en casa, se hablaba de los asuntos sexuales de manera misteriosa o repulsiva. Las palabras que hacían referencia al sexo se decían en voz baja, y si alguien no estaba enterado de algún asunto, a menudo se reían de él. Esto siempre me ha parecido extraño, y muchas veces me he preguntado por qué estas cosas se comentan susurrando o de modo desagradable. Pero como de todas formas no se podía cambiar nada, yo trataba de hablar lo menos posible al respecto o le pedía información a mis amigas.

Cuando ya estaba enterada de bastantes cosas, mamá una vez me dijo:

—Ana, te voy a dar un consejo. Nunca hables del tema con los chicos y no contestes cuando ellos te hablen de él.

Recuerdo perfectamente cuál fue mi respuesta:

—¡No, claro que no, faltaba más!

Y ahí quedó todo.

Al principio de nuestra estancia en el escondite, papá a menudo me contaba cosas que hubiera preferido oír de boca de mamá, y el resto lo supe por los libros o por las conversaciones que oía.

Peter van Daan nunca fue tan fastidioso en cuanto a estos asuntos como mis compañeros de colegio; al principio quizás alguna vez, pero nunca para hacerme hablar. La señora nos contó una vez que ella nunca había hablado con Peter sobre esas cosas, y según sabía, su marido tampoco. Al parecer no sabía de qué manera se había informado Peter, ni sobre qué.

Ayer, cuando Margot, Peter y yo estábamos pelando patatas, la conversación derivó sola hacia Moffie.

—Seguimos sin saber de qué sexo es Moffie, ¿no? —pregunté.

—Sí que lo sabemos —contestó Peter—. Es macho.

Me eché a reír.

—Si va a tener cría, ¿cómo puede ser macho?

Peter y Margot también se rieron. Hacía unos dos meses que Peter había comprobado que Moffie no tardaría en tener cría, porque se le estaba hinchando notablemente la panza. Pero la hinchazón resultó ser fruto del gran número de huesecillos que robaba, y las crías no siguieron creciendo, y nacer, menos todavía. Peter se vio obligado a defenderse de mis acusaciones:

—Tú misma podrás verlo si vienes conmigo. Una vez, cuando estaba jugando con él, vi muy bien que era macho.

No pude contener mi curiosidad y fui con él al almacén. Pero no era la hora de recibir visitas de Moffie, y no se le veía por ninguna parte. Esperamos un rato, nos entró frío y volvimos a subir todas las escaleras.

Un poco más avanzada la tarde, oí que Peter bajaba por segunda vez las escaleras. Me envalentoné para recorrer sola el silencioso edificio y fui a parar al almacén. En la mesa de embalaje estaba Moffie jugando con Peter, que justo lo estaba poniendo en la balanza para controlar su peso.

—¡Hola! ¿Quieres verlo?

Sin mayores preparativos, levantó con destreza al animal, cogiéndolo por las patas y por la cabeza, y manteniéndolo boca arriba comenzó la lección:

—Este es el genital masculino, estos son unos pelitos sueltos y ese es el culito.

El gato volvió a darse la vuelta y se quedó apoyado en sus cuatro patas blancas.

A cualquier otro chico que me hubiera indicado el «genital masculino» no le habría vuelto a dirigir la palabra. Pero Peter siguió hablando como si nada sobre este tema siempre tan delicado, sin ninguna mala intención, y al final me tranquilizó, en el sentido de que a mí también me terminó pareciendo un tema normal. Jugamos con Moffie, nos divertimos, charlamos y finalmente nos encaminamos hacia la puerta del amplio almacén.

—¿Tú viste cómo castraron a Mouschi?

—Sí. Fue muy rápido. Claro que primero lo anestesiaron.

—¿Le quitaron algo?

—No, el veterinario solo corta el conducto deferente. Por fuera no se ve nada.

Me armé de valor, porque finalmente la conversación no me resultaba tan «normal».

—Peter, lo que llamamos «genitales», también tiene un nombre más específico para el macho y para la hembra.

—Sí, ya lo sé.

—El de las hembras se llama vagina, según tengo entendido, y el de los machos ya no me acuerdo.

—Sí.

—En fin —añadí—. Cómo puede uno saber todos estos nombres. Por lo general uno los descubre por casualidad.

—No hace falta. Se lo preguntaré a mis padres. Ellos saben más que yo y tienen más experiencia.

Ya habíamos llegado a la escalera y me callé.

Te aseguro que con una chica jamás hubiera hablado del tema de un modo tan normal.

Estoy segura de que mamá nunca se refería a esto cuando me prevenía de los chicos.

Pese a todo, anduve todo el día un tanto desorientada; cada vez que recordaba nuestra conversación, me parecía algo curiosa. Pero hay un aspecto en el que al menos he aprendido algo: también hay jóvenes, y nada menos que del otro sexo, que son capaces de conversar de forma natural y sin hacer bromas pesadas respecto al tema.

¿Les preguntará Peter realmente muchas cosas a sus padres? ¿Será en verdad tal como se mostró ayer?

En fin, ¡yo qué sé!

Tu Ana.

Viernes, 28 de enero de 1944.

Querida Kitty:

Últimamente he desarrollado una fuerte afición por los árboles genealógicos y las genealogías de las casas reales y he llegado a la conclusión de que, una vez comenzada la investigación, hay que hurgar cada vez más en el pasado y así descubrir las cosas más interesantes. Aunque pongo muchísimo esmero en el estudio de mis asignaturas del colegio y ya puedo seguir bastante bien las audiciones de la radio inglesa, todavía me paso muchos domingos seleccionando y ordenando mi gran colección de estrellas de cine, que ya está adquiriendo proporciones más que respetables. El señor Kugler me da una gran alegría todos los lunes, cuando me trae la revista Cinema & Theater. Aunque los menos mundanos de entre mis convecinos opinan que estos obsequios son un despilfarro y que con ellos se me malcría, se quedan cada vez más sorprendidos por la exactitud con que, después de un año, recuerdo todos y cada uno de los nombres de las figuras que actúan en una determinada película. Los sábados, Bep, que a menudo pasa sus días libres en el cine en compañía de su novio, me dice el título de la película que piensa ir a ver, y yo le nombro de un tirón tanto la lista completa de los actores principales, como las críticas publicadas. No hace mucho, mamá dijo que más tarde no necesitaré ir al cine, ya que ya me sé de memoria los argumentos, los actores y las críticas.

Cuando un día aparezco con un nuevo peinado, todos me miran con cara de desaprobación, y puedo estar segura de que alguien me preguntará qué estrella de cine se luce con semejante coiffure. Si contesto que se trata de una creación personal, solo me creen a medias. En cuanto al peinado, solo se mantiene durante media hora, porque después me canso tanto de oír los juicios de rechazo, que corro al cuarto de baño a restaurar mi peinado de rizos habitual.

Tu Ana.

Viernes, 28 de enero de 1944.

Querida Kitty:

Esta mañana me preguntaba si no te sientes como una vaca que tiene que estar rumiando cada vez las mismas viejas noticias y que, harta de tan poca variedad de alimento, al final se pone a bostezar y desea en silencio que Ana le presente algo nuevo. Sé lo aburrida que debes estar de mis repeticiones, pero imagínate lo harta que estoy yo de tantas viejas historias que vuelven una y otra vez. Si el tema de conversación durante la comida no llega a ser la política o algún delicioso banquete, mamá o la señora no tardan en sacar a relucir sus eternas historias de cuando eran jóvenes, o Dussel se pone a disertar sobre el amplio vestuario de su mujer, o sobre hermosos caballos de carrera, botes de remo que hacen agua, niños que saben nadar a los cuatro años, dolores musculares o pacientes miedicas. Cuando alguno de los ocho abre la boca para contar algo, los otros siete ya saben cómo seguir contando la historia. Sabemos cómo terminan todos los chistes, y el único que se ríe de ellos es quien los cuenta. Los comentarios de las antiguas amas de casa sobre los distintos lecheros, tenderos y carniceros ya nos parecen del año de la pera; en la mesa han sido alabados o criticados millones de veces. Es imposible que una cosa conserve su frescura o lozanía cuando se convierte en tema de conversación de la Casa de atrás.

Todo esto sería soportable, de no ser que los adultos tienen la manía de repetir diez veces las historias contadas por Kleiman, Jan y Miep, adornándolas cada vez con sus propias fantasías, de modo que a menudo debo darme un pellizco a mí misma bajo la mesa, para reprimirme y no indicarle al entusiasmado narrador el buen camino. Los niños pequeños, como por ejemplo Ana, bajo ningún concepto están autorizados a corregir a los mayores, sin importar las meteduras de pata o la medida en que estén faltando a la verdad o añadiendo cosas inventadas por ellos mismos.

Un tema al que a menudo hacen honor Kleiman y Jan es el de la clandestinidad. Saben muy bien que todo lo relativo a otra gente escondida o refugiada nos interesa sobremanera, y que nos solidarizamos sinceramente con los escondidos cuando son encontrados y deportados por los alemanes, de la misma manera que celebramos la liberación de los que han estado detenidos.

Hablar de ocultos y escondidos se ha convertido en algo tan común como lo era antes poner las zapatillas de papá delante de la estufa. En Holanda hay muchas organizaciones clandestinas, tales como «Holanda libre», que falsifican documentos de identidad, dan dinero a personas escondidas, preparan lugares para usar como escondite o dan trabajo a los jóvenes cristianos, y es admirable la labor noble y abnegada que realizan estas personas que, a riesgo de sus propias vidas, ayudan y salvan a otros. El mejor ejemplo de ello creo que son nuestros propios protectores, que nos han ayudado hasta ahora a sobrellevar nuestra situación y, según espero, nos conducirán a buen puerto; de lo contrario, correrán la misma suerte que todos los perseguidos. Jamás les hemos oído hacer alusión a la molestia que seguramente les ocasionamos. Ninguno de ellos se ha quejado jamás de la carga que representamos. Todos suben diariamente a visitarnos y hablan de negocios y política con los hombres, de comida y de los pesares de la guerra con las mujeres, y de libros y periódicos con los niños. En lo posible ponen buena cara, nos traen flores y regalos en los días de fiesta o cuando celebramos algún cumpleaños, y están siempre a nuestra disposición. Esto es algo que nunca debemos olvidar: mientras otros muestran su heroísmo en la guerra o frente a los alemanes, nuestros protectores lo hacen con su buen ánimo y el cariño que nos demuestran.

Circulan los rumores más disparatados, y sin embargo se refieren a hechos reales. Así, por ejemplo, el otro día Kleiman nos informó que en la provincia de Güeldres se ha jugado un partido de fútbol entre un equipo formado exclusivamente por escondidos y otro por once policías nacionales. El ayuntamiento de Hilversum va a entregar a la población nuevas tarjetas de identificación para el racionamiento de alimentos. Para que al gran número de escondidos también les toque su parte (las cartillas con los cupones solo podrán adquirirse mostrando la tarjeta de identificación o al precio de 60 florines cada una), las autoridades han citado a la misma hora a todos los escondidos de los alrededores, para que puedan retirar sus tarjetas en una mesa aparte. Hay que andarse con muchísimo cuidado para que los alemanes no se enteren de semejantes osadías.

Tu Ana.

Domingo, 30 de enero de 1944.

Mi querida Kit:

Otra vez estamos en domingo. Reconozco que ya no me parece un día tan horrible como antes, pero me sigue pareciendo bastante aburrido.

Todavía no he ido al almacén; quizá aún pueda ir más tarde. Anoche bajé yo sola en plena oscuridad después de haber estado allí con papá hace algunas noches. Estaba en el umbral de la escalera, con un montón de aviones alemanes sobrevolando la casa; sabía que era una persona por mí misma, y que no debía contar con la ayuda de los demás. Mi miedo desapareció, levanté la vista al cielo y confié en Dios.

Tengo una terrible necesidad de estar sola. Papá se da cuenta de que no soy la de siempre, pero no puedo contarle nada. «¡Dejadme tranquila, dejadme sola!»: eso es lo que quisiera gritar todo el tiempo.

Quién sabe si algún día no me dejarán más sola de lo que yo quiero…

Tu Ana.

Jueves, 3 de febrero de 1944.

Querida Kitty:

En todo el país aumenta día a día el clima de invasión, y si estuvieras aquí, seguro que por un lado te impresionarían los preparativos igual que a mí, pero por el otro te reirías de nosotros por hacer tanto aspaviento, quién sabe si para nada.

Los diarios no hacen más que escribir sobre la invasión y vuelven loca a la gente, publicando: «Si los ingleses llegan a desembarcar en Holanda, las autoridades alemanas deberán hacer todo lo posible para defender el país, llegando al extremo de inundarlo si fuera necesario». Junto a esta noticia aparecen mapas en los que vienen indicadas las zonas inundables de Holanda. Como entre ellas figura gran parte de Ámsterdam, lo primero que nos preguntamos fue qué hacer si las calles de la ciudad se llenan con un metro de agua. Las respuestas a esta difícil pregunta fueron de lo más variadas:

—Como será imposible ir andando o montar en bicicleta, tendremos que ir vadeando por el agua estancada.

—Que no, que hay que tratar de nadar. Nos ponemos todos un gorro de baño y un bañador, y nadamos en lo posible bajo el agua, para que nadie se dé cuenta de que somos judíos.

—¡Pamplinas! Ya quisiera yo ver nadando a las mujeres, con las ratas mordiéndoles los pies. (Esto, naturalmente, lo dijo un hombre. ¡Ya veremos quién grita más cuando lo muerdan!).

—Ya no podremos abandonar la casa. El almacén se tambalea tanto que con una inundación así, sin duda se desplomará.

—Bueno, bueno, basta ya de bromas. Tendremos que hacernos con un barquito.

—¿Para qué? Tengo una idea mucho mejor. Cada uno coge del desván de delante una caja de las de lactosa y un cucharón para remar.

—Pues yo iré en zancos. En mis años mozos era un campeón.

—A Jan Gies no le hacen falta. Se sube a su mujer al hombro, y así Miep tendrá zancos propios.

Supongo que te habrás hecho una idea, ¿verdad, Kit? Toda esta conversación es muy divertida, pero la realidad será muy distinta. Y no podía faltar la segunda pregunta con respecto a la invasión: ¿Qué hacer si los alemanes deciden evacuar Ámsterdam?

—Irnos con ellos, disfrazándonos lo mejor que podamos.

—¡De ninguna manera podremos salir a la calle! Lo único que nos queda es quedarnos aquí. Los alemanes son capaces de llevarse a toda la población a Alemania, y una vez allí, dejar que se mueran.

—Claro, por supuesto, nos quedaremos aquí. Esto es lo más seguro. Trataremos de convencer a Kleiman para que se instale aquí con su familia. Conseguiremos una bolsa de virutas de madera y así podremos dormir en el suelo. Que Miep y Kleiman vayan trayendo mantas. Encargaremos más cereal, aparte de los treinta kilos que tenemos. Que Jan trate de conseguir más legumbres; nos quedan unos treinta kilos de judías y cinco kilos de guisantes. Sin contar las cincuenta latas de verdura.

—Mamá, ¿podrías contar los demás alimentos que aún nos quedan?

—Diez latas de pescado, cuarenta de leche, diez kilos de leche en polvo, tres botellas de aceite, cuatro tarros (de los de conserva) con mantequilla, cuatro tarros de carne, dos damajuanas de fresas, dos de frambuesas y grosellas, veinte de tomates, cinco kilos de avena en copos y cuatro kilos de arroz. Eso es todo.

Las existencias parecen suficientes, pero si tienes en cuenta que con ellas también tenemos que alimentar a las visitas y que cada semana consumimos parte de ellas, no son tan enormes como parecen. Carbón y leña quedan bastante, y velas también.

—Cosámonos todos unos bolsillos en la ropa, para que podamos llevarnos el dinero en caso de necesidad.

—Haremos listas de lo que haya que llevar primero si debemos huir, y por lo pronto… ¡a llenar las mochilas!

—Cuando llegue el momento pondremos dos vigías para que hagan guardia, uno en la buhardilla de delante y otro en la de atrás.

—¿Y qué hacemos con tantos alimentos, si luego no nos dan agua, gas ni electricidad?

—En ese caso tendremos que usar la estufa para guisar. Habrá que filtrar y hervir el agua. Limpiaremos unas damajuanas grandes para conservar agua en ellas. Además, nos quedan tres peroles para hacer conservas y una pileta para usar como depósito de agua.

—También tenemos unas diez arrobas de patatas de invierno en el cuarto de las especias.

Estos son los comentarios que oigo todos los días, que si habrá invasión, que si no habrá invasión. Discusiones sobre pasar hambre, morir, bombas, mangueras de incendio, sacos de dormir, carnets de judíos, gases tóxicos, etcétera, etcétera. Nada de esto resulta demasiado alentador.

Un buen ejemplo de las claras advertencias de los señores de la casa es la siguiente conversación con Jan:

Casa de atrás: Tenemos miedo de que los alemanes, cuando emprendan la retirada, se lleven consigo a toda la población.

Jan: Imposible. No tienen suficientes trenes a su disposición.

Casa de atrás: ¿Trenes? ¿Se piensa usted que van a meter a los civiles en un coche? ¡De ninguna manera! El coche de San Fernando es lo único que les quedará. (El pedes apostolorum, como suele decir Dussel).

Jan: Yo no me creo nada de eso. Lo ve usted todo demasiado negro. ¿Qué interés podrían tener los alemanes en llevarse a todos los civiles?

Casa de atrás: ¿Acaso no sabe lo que ha dicho Goebbels? «Si tenemos que dimitir, a nuestras espaldas cerraremos las puertas de todos los territorios ocupados».

Jan: Se han dicho tantas cosas…

Casa de atrás: ¿Se piensa usted que los alemanes son demasiado nobles o humanitarios como para hacer una cosa así? Lo que piensan los alemanes es: «Si hemos de sucumbir, sucumbirán todos los que estén al alcance de nuestro poder». Jan: Usted dirá lo que quiera, yo eso no me lo creo.

Casa de atrás: Siempre la misma historia. Nadie quiere ver el peligro hasta que no lo siente en su propio pellejo.

Jan: No sabe usted nada a ciencia cierta. Todo son meras suposiciones.

Casa de atrás: Pero si ya lo hemos vivido todo en nuestra propia carne, primero en Alemania y ahora aquí. ¿Y entonces en Rusia qué está pasando?

Jan: Si dejamos fuera de consideración a los judíos, no creo que nadie sepa lo que está pasando en Rusia. Al igual que los alemanes, tanto los ingleses como los rusos exagerarán por hacer pura propaganda.

Casa de atrás: Nada de eso. La radio inglesa siempre ha dicho la verdad. Y suponiendo que las noticias sean exageradas en un diez por ciento, los hechos siguen siendo horribles, porque no me va usted a negar que es un hecho que en Polonia y en Rusia están asesinando a millones de personas pacíficas o enviándolas a la cámara de gas, sin más ni más.

El resto de nuestras conversaciones me las reservaré. Me mantengo serena y no hago caso de estas cuestiones. He llegado al punto en que ya me da lo mismo morir que seguir viviendo. La Tierra seguirá dando vueltas aunque yo no esté, y de cualquier forma no puedo oponer ninguna resistencia a los acontecimientos. Que sea lo que haya de ser, y por lo demás seguiré estudiando y esperando que todo acabe bien.

Tu Ana.

Martes, 8 de febrero de 1944.

Querida Kitty:

No sabría decirte cómo me siento. Hay momentos en que anhelo la tranquilidad y otros en que quisiera algo de alegría. Nos hemos desacostumbrado a reírnos, quiero decir a reírnos de verdad. Lo que sí me dio esta mañana fue la risa tonta, ya sabes, como la que a veces te da en el colegio. Margot y yo nos estuvimos riendo como dos verdaderas bobas. Anoche nos volvió a pasar algo con mamá. Margot se había enrollado en su manta de lana, y de repente se levantó de la cama de un salto y se puso a mirar la manta minuciosamente; ¡en la manta había un alfiler! La había remendado mamá. Papá meneó la cabeza de manera elocuente y dijo algo sobre lo descuidada que era. Al poco tiempo volvió mamá del cuarto de baño y yo le dije medio en broma:

—¡Mira que eres una madre desnaturalizada!

Naturalmente, me preguntó por qué y le contamos lo del alfiler. Puso una cara de lo más altiva y me dijo:

—¡Mira quién habla de descuidada! ¡Cuando coses tú, dejas en el suelo un reguero de alfileres! ¡O dejas el estuche de la manicura tirado por ahí, como ahora!

Le dije que yo no había usado el estuche de la manicura, y entonces intervino Margot, que era la culpable.

Mamá siguió hablándome de descuidos y desórdenes, hasta que me harté y le dije, de manera bastante brusca:

—¡Si ni siquiera he sido yo la que ha dicho que eras descuidada! ¡Siempre me echáis la culpa a mí de lo que hacen los demás!

Mamá no dijo nada, y menos de un minuto después me vi obligada a darle el beso de las buenas noches. El hecho quizá no tenga importancia, pero a mí todo me irrita.

Como por lo visto atravieso en este momento un período de reflexión y dejo vagar mi mente por esto y aquello, mis pensamientos se han dirigido naturalmente hacia el matrimonio de mi padre y mi madre. Me lo han presentado siempre como un matrimonio ideal. Sin una sola pelea, sin malas caras, total armonía, etcétera, etcétera.

Sé unas cuantas cosas sobre el pasado de mi padre, y lo que no sé lo he imaginado; tengo la impresión de que mi padre se casó con mi madre porque la consideraba apropiada como esposa. Debo admitir que admiro a mi madre por la manera en que asumió el papel de esposa suya, y nunca, que yo sepa, se ha quejado ni demostrado celos. No puede ser fácil para una esposa afectuosa saber que nunca será la primera en el corazón de su marido, y mi madre lo sabía. Sin duda mi padre admiraba la actitud de mi madre y pensaba que tenía un carácter excelente. ¿Por qué casarse con otra? Mi padre ya había dejado atrás su juventud, y sus ideales estaban rotos. ¿En qué clase de matrimonio se ha convertido? No hay peleas ni discrepancias, pero no es precisamente un matrimonio ideal. Mi padre respeta y quiere a mi madre, pero no con la clase de amor que yo concibo para un matrimonio. Mi padre acepta a mi madre tal como es, se enfada a menudo pero dice lo menos posible, porque es consciente del sacrificio que ha tenido que hacer mi madre.

Mi padre no siempre le pide su opinión sobre el negocio, sobre otros asuntos, sobre la gente, sobre cualquier cosa. No le cuenta nada, porque sabe que ella es demasiado emotiva, demasiado crítica, y a menudo demasiado parcial. Mi padre no está enamorado. La besa como nos besa a nosotras. Nunca la pone como ejemplo, porque no puede. La mira en broma, o con expresión burlona, pero nunca con cariño. Es posible que el gran sacrificio que mi madre ha hecho la haya convertido en una persona adusta y desagradable hacia quienes la rodean, pero eso con toda seguridad la apartará aún más del camino del amor, hará que despierte menos admiración, y un día mi padre, por fuerza, se dará cuenta de que si bien ella, en apariencia, nunca le ha exigido un amor total, en su interior ha estado desmoronándose lenta pero irremediablemente. Mi madre lo quiere más que a nadie, y es duro ver que esa clase de amor no es correspondido.

Así pues, ¿debería compadecer más a mi madre? ¿Debería ayudarla? ¿Y a mi padre?… No puedo, siempre estoy imaginando a otra madre. Sencillamente no puedo. ¿Cómo voy a poder? Mi madre nunca me ha contado nada de sí misma, ni yo le he preguntado. ¿Qué sabemos ella y yo de nuestros respectivos pensamientos? No puedo hablar con ella; no puedo mirar afectuosamente a esos fríos ojos suyos, no puedo. ¡Nunca! Si tuviera tan solo una de las cualidades que se supone que debe tener una madre comprensiva —ternura o simpatía o paciencia o algo—, seguiría intentando aproximarme a ella. Pero en cuanto a querer a esta persona insensible, este ser burlón… cada día me resulta más y más imposible.

Ana Mary Frank[24].

Sábado, 12 de febrero de 1944.

Querida Kitty:

Hace sol, el cielo está de un azul profundo, hace una brisa hermosa y yo tengo unos enormes deseos de… ¡de todo! Deseos de hablar, de ser libre, de ver a mis amigos, de estar sola. Tengo tantos deseos de… ¡de llorar! Siento en mí una sensación como si fuera a estallar, y sé que llorar me aliviaría. Pero no puedo. Estoy intranquila, voy de una habitación a la otra, respiro por la rendija de una ventana cerrada, siento que mi corazón palpita como si me dijera: «¡Cuándo cumplirás mis deseos!».

Creo que siento en mí la primavera, siento el despertar de la primavera, lo siento en el cuerpo y en el alma. Tengo que contenerme para comportarme de manera normal, estoy totalmente confusa, no sé qué leer, qué escribir, qué hacer, solo sé que ardo en deseos…

Tu Ana.

Lunes, 14 de febrero de 1944.

Querida Kitty:

Mucho ha cambiado para mí desde el sábado. Lo que pasa es que sentía en mí un gran deseo (y lo sigo sintiendo), pero… en parte, en una pequeñísima parte, he encontrado un remedio.

El domingo por la mañana me di cuenta (y confieso que para mi gran alegría) de que Peter me miraba de una manera un tanto peculiar, muy distinta de la habitual, no sé, no puedo explicártelo, pero de repente me dio la sensación de que no estaba tan enamorado de Margot como yo pensaba. Durante todo el día me esforcé en no mirarlo mucho, porque si lo hacía él también me miraba siempre, y entonces… bueno, entonces eso me producía una sensación muy agradable dentro de mí, que era preferible no sentir demasiado a menudo.

Por la noche estaban todos sentados alrededor de la radio, menos Pim y yo, escuchando «Música inmortal de compositores alemanes». Dussel no dejaba de tocar los botones del aparato, lo que exasperaba a Peter y también a los demás. Después de media hora de nervios contenidos, Peter, un tanto irritado, le rogó a Dussel que dejara en paz los botones. Dussel le contestó de lo más airado:

—Yo hago lo que me place.

Peter se enfadó, se insolentó, el señor Van Daan le dio la razón y Dussel tuvo que ceder. Eso fue todo.

El asunto en sí no tuvo demasiada trascendencia, pero parece que Peter se lo tomó muy a pecho; lo cierto es que esta mañana, cuando estaba yo en el desván, buscando algo en el baúl de los libros, se me acercó y me empezó a contar toda la historia. Yo no sabía nada; Peter se dio cuenta de que había encontrado a una interlocutora interesada y atenta, y pareció animarse.

—Bueno, ya sabes —me dijo—, yo nunca digo gran cosa, porque sé de antemano que se me va a trabar la lengua. Tartamudeo, me pongo colorado y lo que quiero decir me sale al revés, hasta que en un momento dado tengo que callarme porque ya no encuentro las palabras. Ayer me pasó igual; quería decir algo completamente distinto, pero cuando me puse a hablar, me hice un lío y la verdad es que es algo horrible. Antes tenía una mala costumbre, que aun ahora me gustaría seguir poniendo en práctica: cuando me enfadaba con alguien, prefería darle unos buenos tortazos antes que ponerme a discutir con él. Ya sé que este método no lleva a ninguna parte, y por eso te admiro. Tú al menos no te lías al hablar, le dices a la gente lo que le tienes que decir y no eres nada tímida.

—Te equivocas de medio a medio —le contesté—. En la mayoría de los casos digo las cosas de un modo muy distinto del que me había propuesto, y entonces digo demasiadas cosas y hablo demasiado tiempo, y eso es un mal no menos terrible.

—Es posible, pero sin embargo tienes la gran ventaja de que a ti nunca se te nota que eres tímida. No cambias de color ni te inmutas.

Esta última frase me hizo reír para mis adentros, pero quería que siguiera hablando sobre sí mismo con tranquilidad; no hice notar la gracia que me causaba, me senté en el suelo sobre un cojín, abrazando mis rodillas levantadas, y miré a Peter con atención. Estoy muy contenta de que en casa todavía haya alguien al que le den los mismos ataques de furia que a mí. Se notaba que a Peter le hacía bien poder criticar a Dussel duramente, sin temor a que me chivara. Y a mí también me hacía sentirme muy bien, porque notaba una fuerte sensación de solidaridad, algo que antes solo había tenido con mis amigas.

Tu Ana.

Martes, 15 de febrero de 1944.

El nimio asunto con Dussel trajo cola, y todo por culpa suya. El lunes por la mañana, Dussel se acercó a mamá con aire triunfal y le contó que, esa misma mañana, Peter le había preguntado si había dormido bien esa noche, y había agregado que lamentaba lo ocurrido el domingo por la noche y que lo del exabrupto no había ido tan en serio. Entonces Dussel había tranquilizado a Peter, asegurándole que él tampoco se lo había tomado tan a mal. Todo parecía acabar ahí. Mamá me vino a mí con el cuento y yo, en secreto, me quedé muy sorprendida de que Peter, que estaba tan enfadado con Dussel, se hubiera rebajado de esa manera a pesar de todas sus afirmaciones.

No pude dejar de tantear a Peter al respecto, y por él me enteré enseguida de que Dussel había mentido. ¡Tendrías que haber visto la cara de Peter, era digna de fotografiar! En su cara se alternaban claramente la indignación por la mentira, la rabia, las veces que me había consultado sobre lo que debía hacer, la intranquilidad y muchas cosas más. Por la noche, el señor Van Daan y Peter echaron una reprimenda a Dussel, pero no debe haber sido tan terrible, porque hoy Peter se sometió a tratamiento «dentístico». En realidad, hubieran preferido no dirigirse la palabra.

Tu Ana.

Miércoles, 16 de febrero de 1944.

Peter y yo no nos hablamos en todo el día, salvo algunas palabras sin importancia. Hacía demasiado frío para subir al desván, y además era el cumpleaños de Margot. A las doce y media bajó a mirar los regalos y se quedó charlando mucho más tiempo de lo estrictamente necesario, lo que en otras circunstancias nunca hubiera hecho. Pero por la tarde llegó la oportunidad. Como yo quería agasajarla, aunque solo fuera una vez al año, fui a buscar el café y luego las patatas. Tuve que entrar en la habitación de Peter, él enseguida quitó sus papeles de la escalera y yo le pregunté si debía cerrar la trampilla.

—Sí, ciérrala —me dijo—. Cuando vuelvas, da unos golpecitos para que te abra.

Le di las gracias, subí al desván y estuve como diez minutos escogiendo las patatas más pequeñas del tonel. Entonces me empezó a doler la espalda y me entró frío. Por supuesto que no llamé, sino que abrí yo misma la trampilla, pero Peter se acercó muy servicial, me tendió la mano y me cogió la olla.

—He buscado un buen rato, pero no las he encontrado más pequeñas que estas.

—¿Has mirado en el tonel?

—Sí, lo he revuelto todo de arriba abajo.

Entretanto, yo ya había llegado al pie de la escalera y él estaba examinando detenidamente el contenido de la olla que aún tenía en sus manos.

—¡Pero si están muy bien! —dijo.

Y cuando cogí nuevamente la olla, añadió:

—¡Enhorabuena!

Al decirlo, me miró de una manera tan cálida y tierna, que también a mí me dio una sensación muy cálida y tierna por dentro. Se notaba que me quería hacer un cumplido, y como no era capaz de hacer grandes alabanzas, lo hizo con la mirada. Lo entendí muy bien y le estuve muy agradecida. ¡Aún ahora me pongo contenta cuando me acuerdo de esas palabras y de esa mirada!

Cuando llegué abajo, mamá dijo que había que subir a buscar más patatas, esta vez para la cena. Me ofrecí gustosamente a subir otra vez al desván. Cuando entré en la habitación de Peter, le pedí disculpas por tener que volver a molestarle. Se levantó, se puso entre la escalera y la pared, me cogió del brazo cuando yo ya estaba subiendo la escalera, e insistió en que no siguiera.

—Iré yo, tengo que subir de todos modos —dijo.

Pero le respondí que de veras no hacía falta y que esta vez no tenía que buscar patatas pequeñas. Se convenció y me soltó el brazo. En el camino de regreso, me abrió la trampilla y me volvió a coger la olla. Junto a la puerta le pregunté:

—¿Qué estás haciendo?

—Estudiando francés —fue su respuesta.

Le pregunté si podía echar un vistazo a lo que estaba estudiando, me lavé las manos y me senté frente a él en el diván.

Después de explicarle una cosa de francés, pronto nos pusimos a charlar. Me contó que más adelante le gustaría irse a las Indias neerlandesas a vivir en las plantaciones. Me habló de su vida en casa de sus padres, del mercado negro y de que se sentía un inútil. Le dije que me parecía que tenía un complejo de inferioridad bastante grande. Me habló de la guerra, de que los ingleses y los rusos seguro que volverían a entrar en guerra, y me habló de los judíos. Dijo que todo le habría resultado mucho más fácil de haber sido cristiano, y de poder serlo una vez terminada la guerra. Le pregunté si quería que lo bautizaran, pero tampoco ese era el caso. De todos modos, no podía sentir como un cristiano, dijo, pero después de la guerra nadie sabría si él era cristiano o judío. Sentí como si me clavaran un puñal en el corazón. Lamento tanto que conserve dentro de sí un resto de insinceridad… Otra cosa que dijo:

—Los judíos siempre han sido el pueblo elegido y nunca dejarán de serlo.

Le respondí:

—¡Espero que alguna vez lo sean para bien!

Pero por lo demás estuvimos conversando muy amenamente sobre papá y sobre tener mundología y sobre un montón de cosas, ya no recuerdo bien cuáles. No me fui hasta las cinco y cuarto, cuando llegó Bep.

Por la noche todavía me dijo una cosa que me gustó. Estábamos comentando algo sobre una estrella de cine que yo le había regalado y que lleva como año y medio colgada en su habitación. Dijo que le gustaba mucho, y le ofrecí darle otras estrellas.

—No —me contestó—. Prefiero dejarlo así. Estas que tengo aquí, las miro todos los días y nos hemos hecho amigos.

Ahora también entiendo mucho mejor por qué Peter siempre abraza tan fuerte a Mouschi. Es que también él tiene necesidad de cariño y de ternura. Hay otra cosa que mencionó y que he olvidado contarte. Dijo que no sabía lo que era el miedo, pero que sí le tenía miedo a sus propios defectos, aunque ya lo estaba superando.

Ese sentimiento de inferioridad que tiene Peter es una cosa terrible. Así, por ejemplo, siempre se cree que él no sabe nada y que nosotras somos las más listas. Cuando le ayudo en francés, me da las gracias mil veces. Algún día tendré que decirle que se deje de tonterías, que él sabe mucho más inglés y geografía, por ejemplo.

Ana Frank.

Jueves, 17 de febrero de 1944.

Querida Kitty:

Esta mañana fui arriba. Le había prometido a la señora pasar a leerle algunos de mis cuentos. Empecé por «El sueño de Eva», que le gustó mucho, y después les leí algunas cosas del diario, que les hizo partirse de risa. Peter también escuchó una parte —me refiero a que solo escuchó lo último— y me preguntó si no me podía pasar otra vez por su habitación a leerle otro poco. Pensé que podría aprovechar esta oportunidad, fui a buscar mis apuntes y le dejé leer la parte en la que Cady y Hans hablan de Dios. No sabría decirte qué impresión le causó; dijo algo que ya no recuerdo, no si estaba bien o no, sino algo sobre la idea en sí misma. Le dije que solamente quería demostrarle que no solo escribía cosas divertidas. Asintió con la cabeza y salí de la habitación. ¡Veremos si me hace algún otro comentario!

Tu Ana Frank.

Viernes, 18 de febrero de 1944.

Mi querida Kitty:

En cualquier momento en que subo arriba, es siempre con intención de verlo a «él». Mi vida aquí realmente ha mejorado mucho, porque ha vuelto a tener sentido y tengo algo de qué alegrarme.

El objeto de mi amistad al menos está siempre en casa y, salvo Margot, no hay rivales que temer. No te creas que estoy enamorada, nada de eso, pero todo el tiempo tengo la sensación de que entre Peter y yo algún día nacerá algo hermoso, algo llamado amistad y que dé confianza. Todas las veces que puedo, paso por su habitación y ya no es como antes, que él no sabía muy bien qué hacer conmigo. Al contrario, sigue hablándome cuando ya estoy saliendo. Mamá no ve con buenos ojos que suba a ver a Peter. Siempre me dice que lo molesto y que tengo que dejarlo tranquilo. ¿Acaso se cree que no tengo intuición? Siempre que entro en la pequeña habitación de Peter, mamá me mira con cara rara. Cuando bajo del piso de arriba, me pregunta dónde he estado. ¡No me gusta nada decirlo, pero poco a poco estoy empezando a odiarla!

Tu Ana M. Frank.

Sábado, 19 de febrero de 1944.

Querida Kitty:

Estamos otra vez en sábado y eso en sí mismo ya dice bastante. La mañana fue tranquila. Estuve casi una hora arriba, pero a «él» no le hablé más que de pasada. A las dos y media, cuando estaban todos arriba, bien para leer, bien para dormir, cogí una manta y bajé a instalarme frente al escritorio para leer o escribir un rato. Al poco tiempo no pude más: dejé caer la cabeza sobre un brazo y me puse a sollozar como una loca. Me corrían las lágrimas y me sentí profundamente desdichada. ¡Ay, si solo hubiera venido a consolarme «él»!

Ya eran las cuatro cuando volví arriba. A las cinco fui a buscar patatas, con nuevas esperanzas de encontrarme con él, pero cuando todavía estaba en el cuarto de baño arreglándome el pelo, oí que bajaba a ver a Moffie.

Quise ir a ayudar a la señora y me instalé arriba con libro y todo, pero de repente sentí que me venían las lágrimas y corrí abajo al retrete, cogiendo al pasar el espejo de mano. Ahí estaba yo sentada en el retrete, toda vestida, cuando ya había terminado hacía rato, profundamente apenada y con mis lagrimones haciéndome manchas oscuras en el rojo del delantal.

Lo que pensé fue más o menos que así nunca llegaría al corazón de Peter. Que quizá yo no le gustaba para nada y que quizás él lo que menos estaba necesitando era confianza. Quizá nunca piense en mí más que de manera superficial. Tendré que seguir adelante sola, sin Peter y sin su confianza. Y quién sabe, dentro de poco también sin fe, sin consuelo y sin esperanzas. ¡Ojalá pudiera apoyar mi cabeza en su hombro y no sentirme tan desesperadamente sola y abandonada! Quién sabe si no le importo en lo más mínimo, y si mira a todos con la misma mirada tierna. Quizá sea pura imaginación mía pensar que esa mirada va dirigida solo a mí.

¡Ay, Peter, ojalá pudieras verme u oírme! Aunque yo tampoco podría oír la quizá tan desconsoladora verdad.

Más tarde volví a confiar y me sentí otra vez más esperanzada, aunque las lágrimas seguían fluyendo dentro de mí.

Tu Ana M. Frank.

Domingo, 20 de febrero de 1944.

Querida Kitty:

Lo que otra gente hace durante la semana, en la Casa de atrás se hace los domingos. Cuando los demás se ponen sus mejores ropas y salen a pasear al sol, nosotros estamos aquí fregando, barriendo y haciendo la colada.

Las ocho de la mañana: Sin importarle los que aún quieren dormir, Dussel se levanta. Va al cuarto de baño, luego baja un piso, vuelve a subir y a ello sigue un encierro en el cuarto de baño para una sesión de aseo personal de una hora de duración. Las nueve y media: Se encienden las estufas, se quitan los paneles de oscurecimiento y Van Daan va al cuarto de baño. Uno de los suplicios de los domingos por la mañana es que desde la cama justo me toca mirarle la espalda a Dussel mientras reza. A todos les asombrará que diga que Dussel rezando es un espectáculo horrible. No es que se ponga a llorar o a hacerse el sentimental, nada de eso, pero tiene la costumbre de balancearse sobre los talones y las puntas de los pies durante nada menos que un cuarto de hora. De los talones a las puntas y de las puntas a los talones, sin parar, y si no cierro los ojos, por poco me entra mareo.

Las diez y cuarto: Se oye silbar a Van Daan: el cuarto de baño está libre. En nuestra familia, las primeras caras somnolientas se yerguen de las almohadas. Luego todo adquiere un ritmo acelerado. Margot y yo nos turnamos para ayudar abajo en la colada. Como allí hace bastante frío, no vienen nada mal los pantalones largos y un pañuelo para la cabeza. Entretanto, papá usa el cuarto de baño. A las once va Margot (o yo), y después está todo el mundo limpito.

Las once y media: Desayuno. Mejor no extenderme sobre el particular, porque la comida ya es tema de conversación continua, sin necesidad de que ponga yo mi granito de arena. Las doce y cuarto: Todo el mundo se dispersa. Papá, con su mono puesto, se hinca de rodillas en el suelo y se pone a cepillar la alfombra con tanta fuerza que la habitación se transforma en una gran nube de polvo. El señor Dussel hace las camas (mal, por supuesto), silbando siempre el mismo concierto para violín de Beethoven. En el desván se oyen los pasos de mamá, que cuelga la ropa. El señor Van Daan se pone el sombrero y desaparece hacia las regiones inferiores, por lo general seguido por Peter y Mouschi; la señora se pone un largo delantal, una chaqueta negra de punto y unos chanclos, se ata una gruesa bufanda de lana roja a la cabeza, coge un fardo de ropa sucia bajo el brazo y, tras hacer una inclinación muy estudiada de lavandera con la cabeza, se va a hacer la colada. Margot y yo fregamos los platos y ordenamos un poco la habitación.

Miércoles, 23 de febrero de 1944.

Mi querida Kitty:

Desde ayer hace un tiempo maravilloso fuera y me siento como nueva. Mis escritos, que son lo más preciado que poseo, van viento en popa. Casi todas las mañanas subo al desván para purificar el aire viciado de la habitación que llevo en los pulmones. Cuando subí al desván esta mañana, estaba Peter allí, ordenando cosas. Acabó rápido y vino a donde yo estaba, sentada en el suelo, en mi rincón favorito. Los dos miramos el cielo azul, el castaño sin hojas con sus ramas llenas de gotitas resplandecientes, las gaviotas y demás pájaros que al volar por encima de nuestras cabezas parecían de plata, y todo esto nos conmovió y nos sobrecogió tanto que no podíamos hablar. Peter estaba de pie, con la cabeza apoyada contra un grueso travesaño, y yo seguía sentada. Respiramos el aire, miramos hacia fuera y sentimos que era algo que no había que interrumpir con palabras. Nos quedamos mirando hacia fuera un buen rato, y cuando se puso a cortar leña, tuve la certeza de que era un buen tipo. Subió la escalera de la buhardilla, yo lo seguí, y durante el cuarto de hora que estuvo cortando leña no dijimos palabra. Desde el lugar donde me había instalado me puse a observarlo, viendo cómo se esmeraba visiblemente para cortar bien la leña y mostrarme su fuerza. Pero también me asomé a la ventana abierta, y pude ver gran parte de Ámsterdam, y por encima de los tejados hasta el horizonte, que era de un color celeste tan claro que no se distinguía bien su línea.

—Mientras exista este sol y este cielo tan despejado, y pueda yo verlo —pensé—, no podré estar triste.

Para todo el que tiene miedo, está solo o se siente desdichado, el mejor remedio es salir al aire libre, a algún sitio en donde poder estar totalmente solo, solo con el cielo, con la naturaleza y con Dios. Porque solo entonces, solo así se siente que todo es como debe ser y que Dios quiere que los hombres sean felices en la humilde pero hermosa naturaleza. Mientras todo esto exista, y creo que existirá siempre, sé que toda pena tiene consuelo, en cualquier circunstancia que sea. Y estoy convencida de que la naturaleza es capaz de paliar muchas cosas terribles, pese a todo el horror.

¡Ay!, quizá ya no falte tanto para poder compartir este sentimiento de felicidad avasallante con alguien que se tome las cosas de la misma manera que yo.

Tu Ana.

P. D. Pensamientos: A Peter.

Echamos de menos muchas, muchísimas cosas aquí, desde hace mucho tiempo, y yo las echo de menos igual que tú. No pienses que estoy hablando de cosas exteriores, porque en ese sentido aquí realmente no nos falta nada. No, me refiero a las cosas interiores. Yo, como tú, ansío tener un poco de aire y de libertad, pero creo que nos han dado compensación de sobra por estas carencias. Quiero decir, compensación por dentro. Esta mañana, cuando estaba asomada a la ventana mirando hacia afuera, mirando en realidad fija y profundamente a Dios y a la naturaleza, me sentí dichosa, únicamente dichosa. Y, Peter, mientras uno siga teniendo esa dicha interior, esa dicha por la naturaleza, por la salud y por tantas otras cosas; mientras uno lleve eso dentro, siempre volverá a ser feliz. La riqueza, la fama, todo se puede perder, pero la dicha en el corazón a lo sumo puede velarse, y siempre, mientras vivas, volverá a hacerte feliz.

Inténtalo tú también, alguna vez que te sientas solo y desdichado o triste y estés en la buhardilla cuando haga un tiempo tan hermoso. No mires las casas y los tejados, sino al cielo. Mientras puedas mirar al cielo sin temor, sabrás que eres puro por dentro y que, pase lo que pase, volverás a ser feliz.

Domingo, 27 de febrero de 1944.

Mi querida Kitty:

Desde la primera hora de la mañana hasta la última hora de la noche no hago más que pensar en Peter. Me duermo viendo su imagen, sueño con él y me despierto con su cara aún mirándome.

Se me hace que Peter y yo en realidad no somos tan distintos como parece por fuera, y te explicaré por qué: a los dos nos hace falta una madre. La suya es demasiado superficial, le gusta coquetear y no se interesa mucho por los pensamientos de Peter. La mía sí se ocupa mucho de mí, pero no tiene tacto, ni sensibilidad, ni comprensión de madre. Peter y yo luchamos ambos con nuestro interior, los dos aún somos algo inseguros, y en realidad demasiado tiernos y frágiles por dentro como para que nos traten con mano tan dura. Por eso a veces quisiera escaparme, o esconder lo que llevo dentro. Me pongo a hacer ruido, con las cacerolas y con el agua por ejemplo, para que todos me quieran perder de vista. Peter, sin embargo, se encierra en su habitación y casi no habla, no hace nada de ruido y se pone a soñar, ocultándose en su timidez. Pero ¿cómo y cuándo llegaremos a encontrarnos? No sé hasta cuándo mi mente podrá controlar este deseo.

Tu Ana M. Frank.

Lunes, 28 de febrero de 1944.

Mi querida Kitty:

Esto se está convirtiendo en una pesadilla, tanto de noche como de día. Le veo casi a todas horas y no puedo acercarme a él, tengo que disimular mis sentimientos y mostrarme alegre, mientras que dentro de mí todo es desesperación.

Peter Schiff y Peter van Daan se han fundido en un único Peter, que es bueno y bondadoso y a quien quiero con toda mi alma. Mamá está imposible conmigo; papá me trata bien, lo que resulta difícil, y Margot resulta aún más difícil, ya que pretende que ponga cara de agrado mientras que lo que yo quiero es que me dejen en paz.

Peter no subió a estar conmigo en el desván; se fue directamente a la buhardilla y se puso a martillear. Cada golpe que pegaba hacía que mis ánimos se desmoronaran poco a poco, y me sentí aún más triste. Y a lo lejos se oía un carillón que tocaba «¡Arriba corazones!».

Soy una sentimental, ya lo sé. Soy una desesperanzada y una insensata, también lo sé.

¡Ay de mí!

Tu Ana M. Frank.