Cuando Spurgeon Robinson había pasado treinta y seis horas en ambulancias y otras treinta y seis descansando, sin parar, durante tres semanas, el conductor, Meyerson, ya le había puesto nervioso desde hacía tiempo y se sentía como aturdido por tanta sangre y desconcertado por los traumas. Su trabajo no le gustaba en absoluto. Encontraba que a veces conseguía escapar a la realidad con ayuda de la imaginación, y esta vez ya había conseguido convencerse a sí mismo de que no estaba en una ambulancia, sino nada menos que en una nave espacial. Tampoco él era interno de hospital sino el primer negro en órbita. El quejido de la sirena era la estela del cohete, convertida en sonido.
Pero Maish Meyerson, el muy patán, rehusaba cooperar haciendo de piloto.
—Wehr fahrbrent —gruñó al conductor de un terco Chrysler descapotable haciendo a la ambulancia dar una vuelta en torno a él.
En una ciudad como Nueva York podrían perderse buscando el edificio en construcción a donde habían sido llamados, pero en Boston no había todavía muchos edificios realmente altos. A causa de la pintura roja que cubría el desnudo acero, la estructura esquelética apuñalaba el cielo gris como un dedo ensangrentado.
Parecía llamarles a la escena misma del accidente. Spurgeon cerró de golpe la portezuela en el momento en que cesó el quejido de la sirena. Mientras, un grupo de hombres rodeaba a la figura yaciente.
Se agachó. La mitad intacta de la cabeza le dijo que el paciente era un hombre joven. Tenía los ojos cerrados. Un levísimo goteo le caía del carnoso lóbulo de una oreja.
—A alguien se le cayó una tuerca desde el tercer piso —dijo un sujeto tripudo, el capataz, en respuesta a una pregunta no hecha.
Spurgeon separó con los dedos el pelo apelmazado y bajo la carne lacerada se movió un fragmento de hueso, suelto y cortante como una cáscara de huevo rota. Era probablemente fluido cerebroespinal lo que goteaba de la oreja, pensó. Era inútil hacer nada allí, con el pobre hombre tendido en el suelo, por lo que se limitó a coger un trozo de gasa esterilizada y aplicarlo sobre la herida, donde en seguida se enrojeció.
La bragueta del caído estaba abierta, con el pene al descubierto. El capataz tripudo se dio cuenta de la mirada de Spurgeon.
—Estaba orinando —dijo.
Spurgeon se imaginó la escena. El trabajador aliviando apremiantemente su vejiga y sintiéndose más y más satisfecho al bautizar el edificio mismo que estaba ayudando a levantar; la tuerca, entretanto, cayendo, cayendo, con certera puntería, como si Dios estuviera irritado por aquellos pequeños y sucios actos humanos.
El capataz mordisqueó su puro sin encender y miró al herido.
—Se llama Paul Connors. No hago más que decirles a estos imbéciles que se pongan el casco metálico. ¿Cree usted que morirá?
—Aún no se puede decir —respondió Spurgeon.
Abrió un párpado cerrado y vio que la pupila estaba dilatada. El pulso era muy irregular.
El gordo capataz le miró con recelo.
—¿Es usted médico, negro?
—Sí.
—¿Va a darle algo para aliviarle el dolor?
—No siente dolor.
Ayudó a Maish a sacar la camilla y en ella depositaron a Paul Connors, metiéndolo luego en la ambulancia.
—¡Eh! —Gritó el capataz, mientras Spurgeon cerraba la portezuela—. ¡Voy con ustedes!
—Es antirreglamentario —mintió Spurgeon.
—Lo he hecho en otras ocasiones —dijo el otro, indeciso—. ¿De qué hospital son ustedes?
—Del Hospital General del condado.
Tiró de la portezuela, que se cerró de golpe. En el asiento delantero, Meyerson puso el motor en marcha. La ambulancia se estremeció y arrancó. El paciente jadeaba de manera anhelante y suave, y Spurgeon le puso en la boca el tubo de aire otofaríngeo de goma negra de modo que la lengua no se lo obstruyese, y conectó acto seguido el respirador. Puso la máscara en el rostro del paciente y la presión positiva de oxígeno comenzó a penetrar a golpes rápidos y breves, haciendo un ruido como el de un niño pequeño que eructa. La sirena emitió un leve quejido y de nuevo estalló la gruesa y espesa cinta de sonido electrónico. Los neumáticos de la ambulancia raspaban sonoramente el pavimento. Spurgeon se puso a pensar en cómo se podría orquestar musicalmente el incidente. Tambores, cuernos, flautas. Se podrían usar todos los instrumentos.
Casi todos, pensó ajustando el fluir del oxígeno.
Sólo que sin violines.
Dormitando, con la cabeza sepultada entre los brazos, Adam Silverstone estaba apoyado contra la dura superficie del escritorio de la oficina del residente principal soñaba que era la cama de hojas secas y crujientemente curvas, resultado de largas acumulaciones otoñales pasadas en que había yacido en otros tiempos, de muchacho, con la mirada fija en un tranquilo estanque, en pleno bosque.
Aquello había sido a finales de la primavera del año en que cumplió los catorce, mal año para él, porque su padre había cogido por entonces la costumbre de responder a las indignadas maldiciones italianas de su abuela con beodos insultos en yiddish de invención propia. Para huir de Myron Silberstein tanto como de la vieja vecchia había salido un buen día a la carretera y andado durante tres horas sin destino, parando coches con la mano, alejándose del humo y el polvo de Pittsburgh y de todo cuanto representaba, hasta que un motorista le dejó junto a la carretera, en un trecho flanqueada a ambos lados por un bosque. Más tarde, había tratado media docena de veces de encontrar de nuevo aquel lugar, pero jamás consiguió recordar el sitio exacto, o quizá fuese que cuando volvió, el bosque había sido ya violado por un bulldozer y engendrado casas.
No es que el sitio tuviera nada de particular; el bosque era ralo y con muchos claros, lleno de árboles caídos, el insignificante arroyo nunca había visto una trucha, y el estanque no pasaba de ser un charco hondo y límpido. Pero el agua estaba fresca y relucía al sol. Adam se había echado al borde mismo, sobre las hojas, husmeando los olores del frío moho del bosque y comenzando a sentir hambre consciente de que pronto tendría que volver por donde había venido, parando coches, pero indiferente a todo, echado y mirando los pequeños insectos que proliferaban sobre el agua. ¿Qué había experimentado en esa media hora hasta que la insistente humedad primaveral le llegó a través de las hojas secas obligándole a abandonar aquel sitio, temblando, para pasarse el resto de su vida soñando con él?
Era la paz, había pensado.
La paz, turbada ahora por el teléfono, que él, aun adormilado, se llevó al oído.
—¿Adam? Soy Spurgeon.
—Ya —respondió, bostezando.
—Es posible que tengamos un donador de riñones, amigo.
Estaba empezando a despertarse.
—¿Sí?
—Acabo de traer a un paciente. Fractura grave, en el cráneo, con grave lesión cerebral. En este momento, Meomartino está ayudando a Harold Poole en la neurocirugía. Me dijo que te llamara para decirte que el ECG no acusaba actividad eléctrica en absoluto.
Ya estaba totalmente despierto.
—¿Qué tipo de sangre tiene el paciente? —preguntó.
—AB.
—La de Susan Garland también es AB. O sea, que sus riñones se los lleva Susan Garland.
—Ah, Meomartino dice que te diga que la madre del paciente está en la sala de espera. Se apellida Connors.
—¡Al diablo!
La tarea de conseguir permiso legal para trasplantes le correspondía al residente principal y al encargado del servicio quirúrgico. Adam había notado que Meomartino, el encargado, tenía cosas urgentes que hacer siempre que había que lidiar con parientes de moribundos.
—Ya voy —dijo.
La señora Connors estaba esperando con el cura de la parroquia, apenas preocupada por el hecho de que su hijo hubiese recibido la extremaunción. Era una mujer agotada por la vida, cargada de escepticismo.
—No me diga esas cosas —dijo, con los ojos muy abiertos y una trémula sonrisa, como si pudiese convencerle a él de que estaba en un error—. No puede ser —insistió—, no puede estar muriéndose mi Paulie.
Técnicamente tenía razón —pensó Adam— porque para entonces, a efectos prácticos, su hijo estaba ya muerto. La «Compañía Edison», de Boston, le ayudaba a seguir respirando. En cuanto le desconectaran el respirador eléctrico tardaría veinte minutos en morirse definitivamente.
Nunca se las arreglaba para decirles que lo sentía, le parecía inadecuado.
La mujer comenzó a llorar desconsoladamente.
Adam esperó el largo intervalo que transcurrió hasta que hubo recobrado cierto control sobre sí misma, y luego, con la mayor suavidad posible, le expuso el caso de Susan Garland.
—¿Comprende lo que le digo de la muchachita? También ella morirá si no le damos el riñón de otra persona.
—¡Pobre! —exclamó ella.
No quedaba claro si se refería a su hijo o a la chica.
—¿Entonces nos firma el permiso?
—Ya está bastante destrozado el pobre, pero si así se salva el hijo de otra madre…
—Eso esperamos —dijo Adam.
Conseguido el permiso, le dio las gracias y se fue corriendo.
—Nuestro Señor dio todo su cuerpo por usted y por mí —oyó decir al cura mientras se alejaba—, y también por Paul, desde luego.
—Yo nunca dije que fuera la Virgen María, padre —dijo la mujer.
Deprimido, sentía que le reanimaría algo ver el reverso de la medalla.
En la habitación 308, Bonita Garland, la madre de Susan, estaba sentada en una silla haciendo calceta. Como de costumbre, cuando la muchacha acostada le vio acercarse se arropó hasta el cuello, tapándose los pechos, pequeños y cubiertos ya por el camisón, con un ademán que él deliberadamente fingió no notar. La muchacha estaba reclinada sobre dos almohadas, leyendo Mad[1], lo que en cierto modo le alivió. Semanas antes, durante una larga noche insomne, cuando Susan estaba uncida a la ruidosa máquina dialítica que periódicamente liberaba su sangre de los venenos que se le acumulaban a causa de su riñón enfermo, Adam la había visto hojear Seventeen[2] y le había tomado el pelo por leer tal revista cuando apenas había cumplido los catorce años.
—Quería cerciorarme de que llegaré a cumplirlos —dijo ella volviendo una página.
Ahora, portador de buenas noticias, Adam se detuvo a los pies de la cama.
—Hola, chata —dijo.
La muchacha estaba ahora muy interesada en conjuntos musicales ingleses, afición en la que Adam se prostituía a sí mismo sin el menor escrúpulo.
—Conozco a una chica —prosiguió— que dice que me parezco a un sujeto que siempre aparece fotografiado en la portada de esa revista. ¿Cómo se llama?
—Alfred E. Neumann, ¿no?
—Sí, eso.
—Pero tú eres mucho más guapo.
Ladeó la cabeza para mirarle, y él vio que tenía círculos oscuros que daban más profundidad a sus ojos y que su rostro estaba más delgado, con surcos de dolor en torno a la nariz. La primera vez que había visto aquel rostro estaba vibrante y pícaro. Pero ahora, aunque las pecas contrastaban fuertemente con la piel amarillenta, aquel rostro prometía gran belleza adulta.
—Gracias —dijo—, es mejor que tengas cuidado y no me piropees. A lo mejor viene Howard y me pega.
Howard era su novio. Los padres de ambos les tenían prohibido formalizar el noviazgo, le había dicho ella a Adam una noche, en confianza, pero ellos lo habían formalizado por sí y ante sí. A veces, Susan le leía fragmentos de las cartas de Howard.
Adam se daba cuenta de que estaba tratando de darle celos con Howard, y esto le conmovía y le halagaba.
—Viene a verme este fin de semana.
—¿Por qué no le dices que venga el fin de semana siguiente?
La muchacha le miró, alerta, con el recelo instintivo e invisible del enfermo crónico.
—¿Por qué?
—Pues porque podrás darle buenas noticias. Te hemos encontrado riñón.
—¡Dios mío!
Los ojos de Bonita Garland exultaban. Dejó la labor y se puso a mirar a su hija.
—No lo quiero —dijo Susan.
Sus dedos finos doblaron las cubiertas de la revista.
—¿Por qué no? —preguntó Adam.
—No sabes lo que estás diciendo, Susan —dijo su madre—, con la de tiempo que llevamos esperando esto.
—Me he acostumbrado a las cosas como son ahora. Sé lo que puedo esperar.
—No, no lo sabes —dijo Adam con suavidad. Apartó las manos de la muchacha de la revista y las cogió entre las suyas—. Si no te operamos, empeorarás. Empeorarás mucho. Después de que estés operada las cosas irán mucho mejor. Ya no tendrás dolores de cabeza. No tendrás que pasar las noches enganchada a esa condenada máquina. Después de algún tiempo podrás volver al colegio. Podrás ir a los bailes con Howard.
Ella cerró los ojos.
—¿Me prometes que no me pasará nada?
¡Santo Dios! Adam vio a su madre sonreír con dolorida comprensión, hacerle un ademán.
—Naturalmente —dijo él.
Bonita Garland se acercó a su hija y la cogió en brazos.
—Queridita, todo irá a las mil maravillas. Ya verás.
—Mamá…
Bonita apretó la cabeza de su hija contra su pecho y se puso a acunarla.
—Susan, guapina —dijo—, Dios mío, y ¡qué suerte tenemos!
—Mamá estoy asustada.
—No seas tonta. Ya has oído que el doctor Silverstone te ha dado su palabra.
Adam salió de la estancia y fue escaleras abajo. Ninguna de las dos había preguntado de quién era el riñón. Se dijo que la próxima vez que las viera estarían avergonzadas de esto.
Fuera, en la calle, aún había tráfico, pero menos. El aire soplaba del mar y se cernía sobre la zona más sucia de la ciudad, llevando consigo una rica mezcla de olores, en su mayor parte desagradables. Adam sentía ganas de nadar o de hacer el amor prolongadamente, de dedicarse a alguna actividad física que requiriera gran energía, algo que aliviara el peso que le impulsaba hacia el asfalto. Si no fuera porque era hijo de un borracho se habría metido en algún bar, pero lo que hizo fue cruzar la calle y entrar en Maxie’s, donde se tomó un sancocho de almejas en lata y dos tazas de café. Nada hubiera podido dar sabor al sancocho, y el café sabía a primer beso de chica fea, nada del otro jueves, pero confortante.
El jefe del servicio de cirugía, Meomartino, había establecido las líneas de comunicación entre la sala de operaciones y el pariente más cercano del donante. Realmente había que reconocer que el sistema funcionaba bien, se dijo Adam Silverstone a desgana, al tiempo que se limpiaba las uñas.
El cirujano Robinson estaba apostado a la puerta de la sala de operaciones número tres.
Arriba, en el despacho quirúrgico del primer piso, otro interno llamado Jack Moylan esperaba con Mrs. Connors. En el bolsillo de Moylan había un papel que daba permiso para la autopsia. Él se sentó con el auricular del teléfono pegado a la oreja, escuchando a ver si llegaba algún ruido por la línea silenciosa. Al otro extremo del hilo un residente de primer curso llamado Mike Schneider estaba sentado ante una mesa, en el pasillo, junto a la entrada de la sala de operaciones.
A tres metros de distancia de donde Spurgeon estaba vigilando y esperando, Paul Connors yacía sobre una mesa. Hacía más de veinticuatro horas que había ingresado en el hospital, pero el respirador todavía respiraba por él. Meomartino ya le había preparado, colocándole una hoja de plástico esterilizado sobre la zona abdominal.
Junto a él, el doctor Kender, segundo jefe de Cirugía, hablaba en voz baja con el doctor Arthur Williamson, del Departamento de Medicina.
Al mismo tiempo, en la sala de operaciones contigua, la número cuatro, Adam Silverstone, ya reluciente de limpio y envuelto en un batín blanco, se dirigía hacia la mesa de operaciones en que yacía Susan Garland. La muchacha, tranquilizada con calmantes, le miraba adormilada, incapaz de reconocer su rostro, cubierto con la máscara quirúrgica.
—Hola, chata —dijo él.
—Ah, eres tú.
—¿Cómo te encuentras?
—Todo el mundo envuelto en sábanas. Qué raro parece.
La muchacha sonrió y cerró los ojos.
A las siete cincuenta y cinco, en la sala de operaciones número tres, el doctor Kender y el doctor Williamson pusieron los electrodos de un electroencefalógrafo en el cráneo de Paul Connors.
Como la noche anterior, la aguja del ECG trazó una línea recta sobre el papel, confirmando que la mente de Connors ya no estaba viva. Dos veces en veinticuatro horas había registrado ausencia de actividad eléctrica en el cerebro del paciente. Sus pupilas estaban muy dilatadas y tampoco se encontraron reflejos periféricos.
A las siete cincuenta y nueve, el doctor Kender desconectó el respirador. Casi inmediatamente Paul Connors dejó de respirar.
A las ocho dieciséis, el doctor Williamson comprobó el pulso del paciente y, al no percibirlo, le declaró muerto.
Inmediatamente el cirujano Spurgeon Robinson abrió la puerta que daba al pasillo.
—En este mismo momento —dijo a Mike Schneider.
—Muerto —dijo Schneider al teléfono.
Aguardaron en silencio. Schneider escuchó atentamente un momento y luego se apartó del teléfono.
—Lo firmó —dijo.
Spurgeon volvió a la sala de operaciones número tres e hizo a Meomartino un ademán de asentimiento. Mientras el doctor Kender observaba el encargado del servicio quirúrgico cogió un escalpelo e hizo la incisión transversal que le iba a permitir extraer el riñón al cadáver.
Meomartino trabajaba con gran esmero. Se dio cuenta de que su nefrectomía era limpia y certera porque el doctor Kender le sonreía en aprobador silencio. Estaba acostumbrado a operar observado por los ojos expertos de los veteranos, los cuales nunca le ponían nervioso.
A pesar de todo su aplomo, vaciló un instante al levantar la vista y ver al doctor Longwood sentado en la galería.
¿Era la sombra? ¿O sería que, viéndole observarle, le pareció descubrir bajo los ojos del viejo los indicios oscuros y fofos del envenenamiento urémico?
El doctor Kender carraspeó y Meomartino volvió a inclinarse sobre el cadáver.
Tardó dieciséis minutos en extraer el riñón, que le pareció en buen estado, con una sola arteria bien definida. Mientras buscaba en el abdomen con los dedos enguantados para cerciorarse de que no había ningún tumor oculto, el equipo de comunicaciones, cuyos miembros estaban ahora bien lavados y dispuestos a empezar el trabajo, se hizo cargo del riñón liberado y lo uncieron a un sistema de perfusión que inyectó en el órgano fluidos fríos como el hielo.
Ante sus ojos, la gran alubia roja de carne se blanqueó al quedarse sin sangre, y el frío la encogió.
En una bandeja, llevaron el riñón a la sala de operaciones número cuatro. Adam Silverstone hizo de ayudante del doctor Kender, que lo trasplanto al cuerpo de la muchacha y extrajo luego los dos riñones destrozados y arrugados, que llevaban mucho tiempo sin funcionar. Al soltar uno de ellos de los fórceps, dejándolo caer en la toalla, Adam se dio cuenta de nuevo de que ahora la única esperanza de vida de Susan Garland era la arteria que encauzaba su flujo sanguíneo al riñón de Paul Connors. El órgano trasplantado estaba ya sonrosándose saludablemente, reanimado por el flujo de la sangre joven.
Menos de media hora después de comenzar la operación de trasplante Adam cerró la incisión abdominal. Ayudó al asistente a transportar a Susan Garland a la estancia esterilizada donde se restablecería, y, por lo tanto, fue él el último que entró en el cuarto de los cirujanos bisoños. Robinson y Schneider ya se habían quitado la ropa verde de la sala de operaciones y, nuevamente de blanco, habían vuelto a las salas del hospital. Meomartino estaba en ropa interior.
—Parece que salió bien —dijo Meomartino.
Adam cruzó los dedos en ademán de esperanza.
—¿Viste a Longwood?
—No. ¿Estaba allí el viejo?
Meomartino asintió.
Adam abrió el armario metálico que contenía su ropa blanca y comenzó a quitarse las botas negras antiestáticas de la sala de operaciones.
—No sé, la verdad, por qué querría verlo —dijo Meomartino al cabo de un momento.
—Uno de estos días tendremos que darle también a él un riñón. Si tenemos la suerte de encontrar un donante con sangre B negativa.
—Pues no va a ser fácil. Los B negativos son raros.
Adam se encogió de hombros.
—Yo diría que el próximo trasplante se hará a Mrs. Bergstrom —comentó.
—No estés tan seguro.
Una de las cosas más irritantes de la amistad que unía al residente principal y al encargado era que cuando uno de ambos recibía información que aún no había llegado a oídos del otro, el afortunado encontraba difícil resistir a la tentación de dar la impresión de que Dios mismo le contaba todos los secretos. Adam arrolló las prendas verdes y las tiró al cesto de la ropa sucia, que estaba, lleno, en un rincón.
—¿Y qué demonios quieres decir con eso? Mrs. Bergstrom recibirá el riñón de su hermana gemela, ¿no es eso?
—Es que su hermana no está muy segura de que sea su deber dárselo.
—¡Vaya por Dios!
Sacó las prendas blancas del armario y se puso los pantalones, que le parecieron sucios. Se dijo que al día siguiente tendría que conseguir otros nuevos.
Cuando salió Meomartino, Adam estaba ya atándose los cordones de los zapatos. Le apetecía un cigarrillo, pero el pequeño monstruo electrónico que tenía en el bolsillo de la solapa resonó con un suave gruñido, y cuando telefoneó a ver qué pasaba se enteró de que el padre de Susan le estaba esperando, de modo que fue inmediatamente a verle.
Arthur Garland estaba entrando en los cuarenta, pero ya se le notaba gordo, con ojos azules inseguros y el pelo, ralo, de un castaño rojizo. Era distribuidor de artículos de cuero, le pareció recordar a Adam.
—No quería irme sin hablar con usted.
—Yo soy aquí uno de tantos. Sería mejor que hablase con el doctor Kender.
—Acabo de hablar con el doctor Kender. Me dijo que todo ha ido lo bien que cabía esperar.
Adam asintió.
—Bonnie, mi mujer, insistió en que le viera a usted. Me dijo que ha sido usted muy comprensivo. Quería darle las gracias.
—No es necesario. ¿Cómo está su esposa?
—La mandé a casa. Esto ha sido muy duro para ella, y el doctor Kender dice que no podría ver a Susan hasta dentro de un par de días.
—Cuanto menos contacto tenga ahora con la gente, incluso con la gente querida, tanto menos probable es que coja alguna infección. Los medicamentos que estamos usando para impedir que su cuerpo rechace el riñón nuevo debilitan también su resistencia física.
—Comprendo —dijo Garland—. Dígame, doctor Silverstone, ¿le parece a usted que todo va bien?
Adam estaba seguro de que Garland ya había hecho la misma pregunta al doctor Kender. Frente a un hombre que lo que necesitaba era un signo cabalístico garantizador de que todo iba a las mil maravillas, Adam se dio claramente cuenta de su propia impotencia.
—La operación quirúrgica fue bien —dijo—. El riñón era bueno y esto nos da una gran ventaja.
—¿Y qué hay que hacer ahora?
—Vigilarla.
Garland asintió.
—Un pequeño obsequio como muestra de gratitud —sacó una cartera del bolsillo—. Es de piel de caimán, un artículo de mi empresa.
Adam se sintió confuso.
—Di otro también al doctor Kender. No tenga la osadía de darme a mí las gracias. Ustedes me están devolviendo a mi hija.
Los ojos azules, acosados, se volvieron relucientes, crecieron, se desbordaron. Avergonzado, Adam apartó la vista, fijándola en la pared.
—Mr. Garland, está usted muy cansado. Si me lo permite, le recetar, un calmante y se va usted a casa.
—Sí, por favor —dijo el hombre, sonándose las narices—. ¿Tiene usted hijos?
Adam movió negativamente la cabeza.
—Es una experiencia que no debiera usted perderse. ¿Sabía que a Susan la adoptamos?
—Sí.
—A Bonnie le costó mucho convencerme. Cinco años. Estaba avergonzado. Pero finalmente la acogimos. Tenía seis semanas…
Garland cogió su receta, comenzó a decir algo más, pero movió la cabeza y se fue.
El trasplante se había efectuado un viernes. El miércoles siguiente, Adam se decía que la cosa iba ya por buen camino.
La tensión de Susan Garland era todavía alta, pero el riñón le funcionaba como si se lo hubieran diseñado a la medida.
—Nunca pensé que el corazón se me iba a parar sólo porque alguien pide un orinal —le dijo Bonita Garland.
Aún pasaría algún tiempo para que su hija se sintiese perfectamente. La incisión la molestaba, y los medicamentos que habían impedido a su sistema rechazar el riñón la habían debilitado. Se sentía deprimida. Respondía con irritación a preguntas llenas de buena voluntad, y de noche lloraba. El jueves recibió la visita de Howard y se reanimó; resultó ser un muchachito delgado y sumamente tímido.
Lo que dio a Adam la idea fue el efecto que había producido en ella la visita de Howard.
—¿Cuál es su locutor de radio favorito?
—Me parece que J. J. Johnson —respondió su madre.
—¿Y por qué no le telefonea y le pide que dedique a Susan algunos números en su programa del sábado por la noche? Podíamos invitar a Howard a visitarla. No podrá bailar con él ni bajarse de la cama, pero en estas circunstancias el chico podría resultar un buen sustitutivo.
—Debiera ser usted psiquiatra —dijo Mrs. Garland.
—¿Una fiesta para mí sola? —Dijo Susan cuando le contaron la idea—. Tengo que lavarme el pelo; está muy sucio.
Su estado de ánimo cambió tan radicalmente que comenzó a entusiasmarse. Silverstone encargó por teléfono un ramillete de flores y se gastó en rosas un dinero que tenía apartado para otras cosas. Luego puso en una tarjeta:
«Que te diviertas, chata».
El viernes, su moral era alta, pero iba bajando a medida que se acercaba la tarde. Cuando Adam llegó para la visita supo que se había quejado a la enfermera de varias cosas.
—¿Qué te pasa, guapa?
—Me duele.
—¿Qué?
—Todo. El estómago.
—Era de esperar. Después de todo, has sufrido una operación muy seria.
Sabía que era fácil caer en la trampa del mimo excesivo. Examinó la herida quirúrgica, que no tenía nada de particular. Su pulso era un poco más rápido, pero cuando le tomó la tensión sonrió satisfecho.
—Normal. Por primera vez. ¿Te gustaron las manzanas?
—Mucho —sonrió ella.
—Ahora duérmete un poco, para que mañana por la noche lo pases bien en tu fiesta particular.
Ella asintió y Adam se marchó a toda prisa.
Seis horas más tarde, la enfermera del piso, al entrar en el cuarto de Susan con medicinas, comprobó que la muchacha había muerto, víctima de una hemorragia interna, durante la noche, mientras dormía.
—El doctor Longwood quiere que se discuta el caso Garland en la próxima reunión del Comité de la Muerte —dijo.
—No me parece justo —comentó Adam.
Estaban sentados, con Spurgeon Robinson, en una mesa junto a la pared. Adam trataba de comer el terrible cocido que servía el hospital todos los sábados. Spurgeon comía el suyo con apatía, mientras Meomartino lo consumía vorazmente. ¿Quién habrá inventado eso de que los ricos tienen el estómago delicado?, se preguntaba Adam.
—¿Y por qué?
—Pues porque los trasplantes de riñón están empezando ahora y son experimentales. ¿Cómo vamos a echar la culpa a nadie de una muerte así, en un tipo de operaciones sobre el que aún tenemos tan poco control?
—Estas operaciones ya no son experimentales —dijo Meomartino, tranquilo secándose la boca—. Están siendo realizadas en hospitales en el país entero, y con éxito. Si nos empeñamos en hacer una operación clínicamente no tenemos más remedio que asumir la responsabilidad.
A él le era fácil hablar así, se dijo Adam; el único papel de Meomartino en este caso había consistido en extraer el riñón al cadáver.
—¿Tenía buen aspecto cuando la viste anoche? —preguntó Spurgeon Robinson.
Adam asintió y miró hoscamente al interno. Luego se obligó a sí mismo a calmarse. Spurgeon, al contrario que Meomartino no tenía complejos que lidiar.
—No creo que el doctor Longwood debiera presidir esta vez —dijo Robinson—; no está bien de salud y preside las Reuniones de Mortalidad como si fueran la inquisición, y él Torquemada.
Meomartino sonrió.
—Su salud no tiene absolutamente nada que ver con esto. El viejo siempre ha dirigido las reuniones de la misma manera.
En ellas era fácil acabar para siempre con las esperanzas profesionales de cualquiera, pensó Adam. Dejó el tenedor y echó hacia atrás la silla.
—Dime una cosa —dijo a Meomartino, sintiéndose con ganas de pelea—: Tú eres el único de este servicio que cuando hablas del doctor Longwood le llamas el viejo. ¿No te parece poco respetuoso?
Meomartino sonrió.
—Al contrario; lo que pasa, sencillamente, es que me parece una expresión de afecto —respondió sin alzar la voz.
Y siguió comiendo con el mismo entusiasmo de antes.
Más allá de la plataforma de carga y descarga del almacén contiguo, un vagabundo - entrevisto oscuramente como mera forma, bulto, fantasma, su padre- apuraba las últimas gotas de una botella y luego la tiraba al vacío, contra él, que corría, agitando ahora los brazos, perseguido por un dolor de espaldas y el sonido cortante del cristal roto. Dio la vuelta a la esquina. Hacia la parte más oscura, la cara oculta de la Luna. Más allá de las casas negras del suburbio vacío del otro lado de la calle misericordiosamente dormido.
Más allá del coche aparcado, donde las formas entrelazadas no interrumpieron su ritmo, aunque la chica miró, a través del cristal, por encima del hombro de su amante, a la forma espectral que corría calle adelante. Más allá de la calleja, el ruido de sus pies asustó a algo que estaba vivo y era pequeño, garras que rasgaron la tierra apisonada al pasar él corriendo hacia el túnel. Dio la vuelta a la esquina. De nuevo las farolas. Los pulmones le quemaban, incapaces de respirar, la cabeza echada hacia atrás, el dolor cortante del pecho, esforzándose por romper la cinta aunque nadie gritaba a su lado… Llegó Maxie’s, se detuvo y vaciló.
Santo Dios.
Apuró aire, tragó aire, sabía que iba a encontrarse mal, eructó sonoramente y luego se dijo que no.
Se sentía húmedo en los sobacos y entre las piernas. Su rostro estaba húmedo. Idiota. Jadeando, se apoyó contra la ventana de Maxie’s, que crujió peligrosamente; y se inclinó sobre ella hasta que las nalgas se apoyaron sobre el alfeizar de madera pintada de rojo en que descansaba el cristal.
El alfeizar le escocía. Al diablo todo, la ropa blanca estaba ya sucia.
Echó hacia atrás la cabeza y miró al cielo sin estrellas.
No tenían derecho a rezarme a mí, se dijo. ¿Por qué no te piden promesas a ti?
Dejó caer unos pocos grados la trayectoria de sus ojos y sintió la presencia del edificio, sólo un poco más bajo que el cielo; vio el viejo ladrillo rojo oscurecido por la suciedad y el humo de la ciudad de que vivía rodeado, y percibió la estúpida paciencia de la fachada llena de cicatrices.
Recordó la primera vez que había visto el hospital, apenas hacía unos meses, y, sin embargo, eran ya miles de años.
Aquella noche, antes de salir del hospital, Adam se acordó del ramillete de rosas.
—¿Flores? Sí, llegaron, doctor Silverstone —dijo la enfermera—. Las mandé llevar a casa de los Garland. Es lo que solemos hacer.
«Que te diviertas, chata».
Por lo menos podríamos haberles evitado eso, pensó.
—¿Hicimos bien, doctor?
—Sí, sí.
Subió al cuartito del sexto piso y se sentó a fumar cuatro cigarrillos, seguidos sin el menor entusiasmo. Se puso a morderse las uñas lo que le sorprendió cuando se dio cuenta de lo que hacía, porque era una costumbre que él creía haber abandonado hacía tiempo.
Pensó en su padre, de quien no sabía nada desde hacía algún tiempo. Iba ya a telefonearle a Pittsburgh, pero decidió, con alivio, dejarle en paz.
Al cabo de largo rato salió del cuarto y bajó las escaleras. Al salir a la calle, vio que Maxie’s estaba cerrado y a oscuras. Las farolas, como balas luminosas, abrían un camino de luz por entre la oscuridad, interrumpido algo más allá, donde los niños habrían roto a pedradas la bombilla.
Se puso a andar.
Luego comenzó a correr.
Al llegar a la esquina, sintió que la acera de cemento le raspaba los pies. Dio la vuelta a la esquina.
En la avenida, empezó a correr más de prisa.
Un coche pasó ruidosamente junto a él; chilló el claxon, y una mujer gritó algo y rió. Adam sintió en el pecho una leve sensación y corrió más y más, a pesar del dolor que notaba en el costado derecho.
Dio la vuelta a la esquina.
Pasó por el patio de las ambulancias. Vacío. La verdosa sombra metálica de la gran luz que iluminaba la entrada vacilaba a la brisa nocturna, telegrafiando sombras móviles a todo lo largo del patio.
Más allá de la plataforma de carga y descarga del almacén contiguo, un vagabundo - entrevisto oscuramente como mera forma, bulto, fantasma, su padre- apuraba las últimas gotas de una botella y luego la tiraba al vacío, contra él, que corría, agitando ahora los brazos, perseguido por un dolor de espaldas y el sonido cortante del cristal roto.
Dio la vuelta a la esquina.
Hacia la parte más oscura, la cara oculta de la Luna. Más allá de las casas negras del suburbio vacío del otro lado de la calle misericordiosamente dormido.
Más allá del coche aparcado, donde las formas entrelazadas no interrumpieron su ritmo, aunque la chica miró, a través del cristal, por encima del hombro de su amante, a la forma espectral que corría calle adelante.
Más allá de la calleja, el ruido de sus pies asustó a algo que estaba vivo y era pequeño, garras que rasgaron la tierra apisonada al pasar él corriendo hacia el túnel.
Dio la vuelta a la esquina.
De nuevo las farolas. Los pulmones le quemaban, incapaces de respirar, la cabeza echada hacia atrás, el dolor cortante del pecho, esforzándose por romper la cinta aunque nadie gritaba a su lado… Llegó Maxie’s, se detuvo y vaciló.
«Santo Dios».
Apuró aire, tragó aire, sabía que iba a encontrarse mal, eructó sonoramente y luego se dijo que no.
Se sentía húmedo en los sobacos y entre las piernas. Su rostro estaba húmedo. Idiota. Jadeando, se apoyó contra la ventana de Maxie’s, que crujió peligrosamente; y se inclinó sobre ella hasta que las nalgas se apoyaron sobre el alfeizar de madera pintada de rojo en que descansaba el cristal.
El alfeizar le escocía. Al diablo todo, la ropa blanca estaba ya sucia.
Echó hacia atrás la cabeza y miró al cielo sin estrellas.
«No tenían derecho a rezarme a mí —se dijo—. ¿Por qué no te piden promesas a ti?»
Dejó caer unos pocos grados la trayectoria de sus ojos y sintió la presencia del edificio, sólo un poco más bajo que el cielo; vio el viejo ladrillo rojo oscurecido por la suciedad y el humo de la ciudad de que vivía rodeado, y percibió la estúpida paciencia de la fachada llena de cicatrices.
Recordó la primera vez que había visto el hospital, apenas hacía unos meses, y, sin embargo, eran ya miles de años.