9

HARLAND LONGWOOD

A medida que su enfermedad seguía su curso, Harland Longwood iba acostumbrándose a ella, como se acostumbra uno a una prenda de ropa fea y odiada que no es posible desechar por razones de economía. Se notaba cada vez menos capaz de dormir por la noche, desgracia a medias, ya que ello le permitía escribir mejor que a otras horas, cuando la casa donde tenía su apartamento se envolvía en terciopelo negro, amortiguador de ruidos, y el mundo entraba por sus ventanas cerradas como un intruso silencioso.

Escribía rápidamente, usando el material acumulado con minuciosa lentitud a lo largo de muchos años y terminando el segundo borrador de cada capítulo antes de pasar al siguiente. Cuando hubo ultimado tres capítulos, se dijo que había llegado el momento de poner a prueba su obra; después de muchas deliberaciones consigo mismo escogió a tres eminentes cirujanos que vivían bastante lejos de Boston, y, por tanto, no había llegado aún a ellos noticia de la enfermedad de Longwood. El capítulo sobre cirugía torácica fue enviado a un profesor de McGill, el capítulo sobre la hernia a un cirujano del hospital de Loma Linda, en Los Ángeles, y el capítulo sobre técnica quirúrgica a un hombre de la clínica Mayo, en el Estado de Minnesota.

Cuando recibió sus criticas, se dijo que, después de todo, no estaba satisfaciendo un mero sueño superficial y vanidoso.

El profesor de McGill se extendió cálidamente sobre la sección dedicada al tórax y pidió permiso para publicarla en una revista que él dirigía. El profesor de la Clínica Mayo alabó mucho su capítulo, aunque indicó una nueva zona de valioso examen, lo que supuso para Longwood tres semanas más de trabajo. El californiano, un pedante envidioso, con quien había estado en polémica durante años, reconoció muy a desgana el valor del material, añadiendo tres correcciones insignificantes, con las que Longwood no estaba de acuerdo y de las que hizo caso omiso.

Escribía a pluma, llenando el papel pautado con letra muy apretada y como de pata de ave. De vez en cuando sentía necesidad de descabezar un sueño, al amanecer, después de una larga sesión de trabajo, y por primera vez en su vida comenzó a quedarse en casa en lugar de ir al hospital, agradeciendo la facilidad con que Bester Kender le sustituía.

Ahora comenzaba a sentirse lo bastante seguro de sí mismo para hablar de su libro con Elizabeth un día que comieron juntos, y ella se ofreció a pasar a máquina el manuscrito, convencida de que su tío necesitaba sus cuidados. Durante dos días jugó con la máquina de escribir como un niño con un juguete nuevo, y luego, la tercera mañana, después de sólo veinte minutos de trabajo, se levantó y pasó largo tiempo ante el espejo, poniéndose el sombrero.

—Prometí a Edna Brewster que iría de compras con ella, tío Harland —dijo y él asintió y le dio un beso en la mejilla.

Unos días después, fue Bernice Lovett, que estaba enferma y tenía que ir a verla.

Dos mañanas más tarde, le dijo que Helen Parkinson había insistido en que la ayudase a preparar el nuevo programa del «Vincent Club».

Después resultó que Susan Silberger, Ruth Moore y Nancy Roberts necesitaban su presencia, y, entretanto, el montón de hojas escritas a mano seguía creciendo junto a la máquina de escribir.

Longwood se preguntaba quién sería esta vez el culpable.

«El iberoamericano no era lo bastante fuerte para tenerla sujeta», pensó, y éste fue el toque final que justificó su desaprobación de Meomartino.

Elizabeth solía quedarse un rato en el apartamento y luego se iba, después de haber puesto buen cuidado en decir con claridad el nombre de la mujer con quien iba a pasar el día. Longwood no cayó en la cuenta hasta la mañana en que le dijo que tenía ir a ver a Helen Parkinson.

—Por si llama tu marido, claro —comentó, al decir ella el nombre.

Liz le miró y luego sonrió.

—Anda, tío Harland, no seas tonto ni digas cosas que luego ni tú ni yo querríamos haber oído.

—Elizabeth, vienes aquí a ayudarme. ¿Quieres hablar conmigo… de alguna cosa? ¿Puedo serte útil en algo?

—No —respondió ella.

En vez de seguir pensando en el asunto, lo que hizo fue telefonear a una agencia de mecanógrafas y contratar los servicios de una varias horas al día.

Lo peor era las noches que pasaba uncido a la máquina de diálisis, sujeto a ella por agujas punzantes, mientras los tubos se volvían de un rojo brillante a fuerza de sorberle la sangre, como un vampiro, y él tenía que seguir allí echado, sin poder bajarse de la cama durante largas horas, prisionero de la misma cosa que le daba vida.

No era ruidoso, sino más bien como un salpicar suave. Él sabía que se trataba de un producto inanimado de la habilidad mecánica del hombre, pero, a pesar de todo, el salpicar continuo le parecía a veces como una ligera risa burlona.

Cuando le desuncían, corría, lleno de alivio, huyendo de allí, y aquel mismo día, más tarde, salió a la ciudad, como un marino de permiso, a tomar una copa en el «Ritz-Carlton», y luego a cenar a «Locke-Ober», donde con frecuencia transgredía las reglas de su régimen, sintiendo que la restricción salina le quitaba, literalmente, un poco de sal de la vida. Después de cenar solía beber mucho coñac. Nunca había sido tacaño, pero ahora asombraba a Louie, el camarero, que llevaba treinta años sirviéndole, con sus generosas propinas.

Obsesionado por la idea de terminar el libro, trabajaba todas las noches; escribía todo lo rápidamente que le era posible, observándose a sí mismo con el desapasionamiento del extraño que observa una carrera hípica, y preguntándose con irónico regocijo quién sería el ganador.

Una o dos veces Elizabeth dejó a Miguel en el apartamento de su tío; Longwood jugaba en el suelo con su sobrino-nieto mientras el sol entraba a raudales por las ventanas, y, a pesar de su debilidad, se sentía de la misma edad que el niño, contento de jugar con los coches de juguete que éste había traído consigo: el azul, empujado por la manita rechoncha, y el rojo, por los dedos largos y huesudos que hasta poco antes habían empuñado instrumentos quirúrgicos, discurrían en torno a la alfombra y bajo las sillas y también bajo la mesa del comedor. A veces, por la tarde, le llevaba en coche por la ciudad, por lo general trayectos cortos, pero una tarde se encontró, casi sin darse cuenta, en la carretera 128, con el acelerador a fondo y la aguja del velocímetro alta, por lo que el coche marchaba como un rayo por la carretera recta como una cinta.

—Vas demasiado de prisa, querido —dijo Frances, con suavidad.

—Ya lo sé —respondió, sonriendo.

De pronto oyó algo que parecía ruido de ambulancia, y cuando se dio cuenta de su error ya el motociclista había frenado a su lado, parándole y desviando el coche hacia un lado de la carretera.

El policía miró su cabello gris y su matricula de médico.

—¿Es un caso urgente, doctor?

—Sí.

—¿Quiere que le acompañe?

—No, gracias —respondió él.

El policía asintió, saludó y se fue.

Cuando se volvió a mirar, Frances no estaba ya junto a él; se había ido sin darle tiempo a preguntarle lo que convenía hacer con Elizabeth. El niño estaba dormido en el asiento delantero, hecho un ovillo, igual que un gato. Comenzó a temblar, pero se obligó a sí mismo a seguir conduciendo. Volvió a Cambridge a treinta y cinco kilómetros por hora, por el lado derecho de la carretera.

Desde aquel día no volvió a llevar al niño a dar paseos en coche.

Las cánulas supuraban en torno a sus puntos de aplicación. Movieron varias veces el desviador hasta que su pierna se vio decorada con pequeñas cicatrices de las incisiones. Las toxinas habían ido acumulándosele en el sistema y, una tarde, todo el cuerpo comenzó a picarle. Se rascó hasta sangrar y luego se echó en la cama, retorciéndose y con los ojos arrasados en lágrimas.

Aquella noche fue al hospital a uncirse a la máquina. Cuando le vieron las marcas de tanto rascarse le recetaron benadril y estelacina, y el doctor Kender le dijo que tendría que someterse a la máquina de diálisis tres veces a la semana, en vez de dos. Le asignaron los lunes miércoles y viernes a las nueve de la mañana, en lugar de los martes y los jueves por la noche. Esto significaba que, aun cuando se encontrase bien, aquellos días no podría ir al hospital a trabajar. Siguió telefoneando todas las noches a Silverstone o a Meomartino para que le informaran de cómo iba el servicio, pero renunció a intentar siquiera hacer visitas.

De vez en cuando, estando solo, lloraba. Una vez, levantó los ojos y vio a Frances junto a su cama.

—¿No puedes ayudarme? —le preguntó.

Ella le sonrió.

—Tienes que ayudarte tú a ti mismo, Harland —le repuso.

—¿Qué harían ustedes por este hombre, señores? —preguntó al Comité de la Muerte.

Pero no le respondió ninguna voz.

No intentó volver a la capilla de Appleton ni a ninguna otra iglesia, pero una noche, sentado y escribiendo su libro sintió una súbita y nueva certidumbre de que lo terminaría. Esta certidumbre era muy fuerte. No la sentía como una explosión de luces de colores o de música en crescendo, como suelen expresarse siempre esas sensaciones en las malas películas de la televisión. Era más bien una promesa firme y suave.

—Gracias, Señor —dijo.

La mañana siguiente, antes de ir a la máquina, pasó por la alcoba de Mrs. Bergstrom y estuvo un rato junto a la cama. Parecía dormida, pero a los pocos momentos abrió los ojos.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó.

Ella sonrió.

—No demasiado bien. ¿Y usted?

—¿Sabe lo que me pasa? —preguntó él, con interés.

Ella asintió.

—Estamos en el mismo brete. Usted es el médico enfermo, ¿no?

De modo que hasta los pacientes estaban enterados. Era el tipo de noticia que circulaba en seguida por todo el hospital.

—¿Puedo hacer algo por usted? —le preguntó Longwood.

Ella se pasó la lengua por los labios.

—El doctor Kender y su gente cuidan de todo. No tiene por qué preocuparse. También cuidarán de usted.

—Sin duda.

—Son magníficos. Es un alivio saber que hay alguien en quien puede confiar una.

—Desde luego —convino él.

Entró Kender y le dijo que estaban preparándole su sitio en la máquina. Salieron juntos del cuarto y en el pasillo Longwood se volvió hacia su colega, más joven que él.

—Tiene fe en ti. Te cree infalible.

—Eso ocurre a veces. No es mala cosa. Nos ayuda —dijo Kender.

—Es una lástima, claro está, que yo me dé cuenta de vuestras limitaciones.

—Desde luego, doctor —dijo.

Longwood se echó y la enfermera le conectó a la máquina. Un momento después comenzaba a salpicar, burlona. Longwood se acomodó y cerró los ojos. Rascándose suavemente el picor, comenzó por el principio y se lo contó todo a Dios.