8

SPURGEON ROBINSON

Spurgeon Robinson pasaba buena parte de su tiempo preocupándose.

«Si uno de los casos de uno tiene que ser sometido a examen de la Conferencia de Mortalidad —se decía—, debiera ser cuando las cosas van bien. En un momento como éste, con un trasplante de riñón que muestra signos crecientes de rechazo, y con el viejo que parece que se le llevan los diablos, es seguro que habrá colegas dispuestos a comerse vivo a quien se les ponga primero a tiro».

Comenzó a preguntarse lo que haría si el resultado le fuese adverso.

Cuando tendría que estar durmiendo, se ponía a pensar en los acertijos de Mrs. Donnelly. Una noche soñó que el incidente de la clínica de urgencia volvía a ocurrir, sólo que esta vez en lugar de dar de alta a la mujer para que se fuera a morirse a su casa, su gran pericia médica le permitía darse cuenta instantáneamente de que se había producido una fractura en el proceodontoideo. Aquella mañana se despertó sintiéndose feliz de pies a cabeza, y durante un rato siguió echado y preguntándose a qué se debía, y luego recordó que era porque había salvado la vida a Mrs. Donnelly. Finalmente, como es lógico, llegó a la conclusión de que todo aquello no pasaba de ser un sueño y nada podía cambiar la realidad de las cosas: que era él quien la había matado. Siguió echado, pero deprimido e incapaz de bajar de la cama.

Era doctor en Medicina. Eso nadie se lo podía quitar.

Si le suspendían como interno, lo único que le quedaba era buscarse un empleo con sueldo fijo en algún sitio. El tío Calvin estaba deseoso de nombrarle médico de la «American Eagle», con el ascenso garantizado. Y algunas grandes empresas norteamericanas contrataban a médicos negros. Pero Spurgeon sabía que si le echaban del hospital y no podía ejercer la Medicina como a él le gustaba, lo que haría es volver a ser el mismo de unos pocos años antes y dedicarse a practicar la música a su manera.

Comenzó a buscar razones para ir al cuarto de Peggy Weld y entablar con la cantante conversaciones sobre música.

Al principio, era evidente que ella le consideraba uno de tantos jóvenes que tocan un poco y se creen ya músicos hechos y derechos, pero de pronto descubrió un nombre que conocían los dos.

—¿Dices que tocabas en «Dino’s», en la Calle 52, en Manhattan?

THE ACE HIGH. Cabaret resultaba demasiado elegante como calificativo de aquel tugurio; era un bar barato para negros, pero en el rincón tenían un piano.

Pidió un whisky que no le apetecía y se lo llevó al piano. Era un «Baldwin» viejo y desafinado, pero cuando se puso a tocarlo la música salía que daba gloria. Dejó de pensar en lo que diría el tío Calvin cuando su muchacho volviera a casa a decirle que no quería seguir entre blancos. Se olvidó incluso de la muerta dama irlandesa y sus acertijos.

Al cabo de un rato se le acercó el barman.

—¿Puedo servirle algo más, amigo? —preguntó, mirando la copa que había sobre el piano y que Spurgeon ni siquiera había tocado.

—Bueno, póngame otro.

—Toca usted bien de verdad, pero ya tenemos pianista, un sujeto llamado Speed Nightingale.

—No busco trabajo.

Le trajo la segunda copa y Spur pagó un dólar y ochenta centavos. Después, el barman le dejó tranquilo. Al final de la tarde, se levantó, fue a sentarse en uno de los taburetes del bar y pidió otra copa.

El barman miró los dos vasos, aún sobre el piano, sólo uno de ellos vacío.

—No tiene que pedir nada si lo que quiere es hablar conmigo. ¿Tiene algo que decirme?

—Soy médico del hospital del condado y no puedo tener piano en mi cuarto. Me gustaría venir aquí a tocar un par de tardes a la semana, como hoy.

El barman se encogió de hombros.

—Para mi esta bien. ¿Con quien va a tocar?

—Mi pequeño conjunto. Otros tres, yo al piano.

—¿Quién es el gerente? —preguntó ella, para cerciorarse.

—Vin Scarlotti.

—Pues claro que lo es. Yo misma he cantado allí un par de veces. Tienes que ser bueno, porque a Vin no es fácil contentarle.

Pero acabaron agotándosele las razones para hablar de música con ella; además, estaba preocupada por su hermana de modo que dejó de molestarla.

Cuando salió de permiso, después de treinta y seis horas de trabajo constante, muriéndose por dormir, se sentó en la cama y se puso a tocar la guitarra, obligándose a practicar música, cosa que llevaba años sin hacer.

Necesitaba un piano.

Pero luego resultó que no le tenía sin cuidado ni mucho menos. Le gustaba sobre todo Debussy, y mostraba su agrado con whiskies en vez de aplausos. Al principio, Spurgeon trató de pagar las copas, pero acabó por renunciar a ello; el buen profesional no insulta nunca al amante de la buena música.

Aquella tarde, después de echar la siesta, cogió el «elevado» hasta Roxbury y bajó en la estación de la calle de Dudley donde solía apearse mucha gente de color; fue por la calle de Washington, hasta que encontró el sitio que buscaba, un bar de mala muerte, ghetto de negros, con las ventanas pintadas de rojo y negro, el letrero luminoso de neón muerto mostrando una mano de póquer, y el nombre del club en blanco:

Unos pocos días después, Spurgeon volvió al club y vio allí a un hombre oscuro, con el pelo como un zulú y un fino bigote, en pie ante la barra, hablando con el barman. Spurgeon saludó y fue directamente al piano. Se había pasado el día oyendo música mentalmente y ahora se sentó a tocarla. Bach. El clave bien temperado, y luego cosas sueltas de Suites francesas y Fantasía cromática y fuga.

Al poco rato, el hombre oscuro se le acercó con dos whiskies.

—Toca bien la música seria.

Le tendió un vaso.

Spurgeon lo tomó y sonrió.

—Gracias.

—¿Sabe tocar algo más sencillo?

Spurgeon sorbió un trago, dejó el vaso y tocó algo de George Shearing.

El otro trajo una silla y se sentó al piano, haciéndose cargo del teclado inferior. Con la mano izquierda se puso a tocar las notas graves y con la derecha el fraseo, por lo que Spur tuvo entonces que limitarse a las notas agudas. Las improvisaciones fueron haciéndose más y más rápidas y las notas graves daban la pauta, acelerando el ritmo. El barman dejó de limpiar vasos y se puso a escuchar. Primero uno de los dos llevaba la voz cantante, luego el otro. Forcejearon así hasta que tuvieron el rostro cubierto de sudor, y cuando pararon, por acuerdo mutuo, Spur se sentía como si hubiera estado corriendo por entre una tormenta desatada.

Alargó la mano y el otro se la asió.

—Spurgeon Robinson.

—Speed Nightingale.

—Ah, el piano es tuyo.

—Al diablo. Es del bar. Yo soy un pagado. Gracias por afinarlo, amigo, no he tocado así de bien desde hace mucho tiempo.

Se sentaron a una mesa y Spurgeon invitó a una ronda.

—Mira, somos un grupo, nos conchabamos y nos pasamos el día tocando, ya desde por la mañana. Es un sitio en la avenida de Colón, junto a los pisos nuevos, apartamento 4-D edificio 11. Música de la buena. Anímate.

—De acuerdo —Spurgeon apuntó la dirección en su cuaderno de notas—. Encantado.

—Sí, tocamos un poco, chupamos un poco, lo pasamos en grande. Si quieres animarte siempre hay alguien que trae buenas cosas.

—No las tomo.

—¿Lo que se dice nada?

Él movió negativamente la cabeza.

Nightingale se encogió de hombros.

—Bueno, ven de todos modos. Somos democráticos.

—De acuerdo.

—Desde hace algún tiempo las cosas buenas son más difíciles de conseguir en esta ciudad de lo que te imaginas.

—¿Sí?

—Sí, tengo entendido que eres médico.

—¿Quién te lo dijo?

Al otro lado del bar el amante de la música lavaba vasos con gran aplicación. Spur esperó. Y llegó a los pocos segundos, como él lo había esperado.

—Trae algo de lo bueno a una de nuestras reuniones; te aseguro que te lo agradeceríamos.

—¿Y de dónde lo voy a sacar, Speed?

—Anda, hombre, todo el mundo sabe las cosas que hay en los hospitales. Nadie lo va a echar de menos si traes un poquitín. ¿Eh, doctor?

Spurgeon se levantó y dejó un billete sobre la mesa.

—Otra cosa —dijo Nightingale—, no traigas nada; dame unas cuantas recetas en blanco y te aseguro que nos forramos.

—Adiós, Speed —dijo Spurgeon.

—Nos forraremos de verdad.

Al pasar junto al barman para salir del tugurio vio que el amante de la música ni siquiera levantaba la vista, tan aplicado estaba lavando vasos.

En la música encontraba una catarsis que le daba más pericia en la sala de operaciones, capacitándole para una actividad quirúrgica más aguda e intensa. Si bien, comparándose con otros, había llegado a la conclusión de que él no era malo. Aquel viernes le habían designado, con el doctor Parkhurst y Stanley Potter, a la sala de operaciones. Era inevitable que él y el residente trabajasen juntos, pero era una experiencia desagradable, sin distracciones y llena de monotonía.

Aquella mañana practicaron el injerto a Joseph Grigio, el de las quemaduras, trasplantándole al pecho piel de los muslos. Luego tuvieron una apendicetomía con un paciente muy obeso llamado Macmillan, sargento del departamento de Policía del distrito metropolitano. La gordura de aquel hombre les obligó a seccionar una capa interminable de grasa, y luego el doctor Parkhurst cortó por fin el apéndice y les dijo que ataran el muñón y lo cerraran.

Spurgeon cortaba, mientras Potter sujetaba y ataba. Le parecía que el residente estaba tirando del catgut con demasiada fuerza en torno al muñón del apéndice. Se sintió completamente seguro de ello al ver que la sutura comenzaba a hundirse en el tejido.

—Lo tienes demasiado apretado.

Potter le miró fríamente.

—Así es como lo he hecho siempre y siempre me ha salido bien.

—Parece como si la sutura fuera a cortar la serosa…

—Así va bien.

—Pero…

Potter tenía cogida la sutura, mirándole sardónicamente y esperando a que cortase.

Spurgeon se encogió de hombros y movió la cabeza. «Este sujeto es residente y yo interno», pensó. De modo que fue y cortó, como buen colegial.

No volvió al tugurio. Aquel domingo, lo que hizo fue preguntar a Mrs. Williams si de vez en cuando podría practicar un poco en su piano. Era un mal instrumento, y tener que ir hasta Natick no resultaba tan cómodo como coger el «Metro» hasta la calle de Washington, pero la música le gustaba a Mrs. Williams y de paso le daba la oportunidad de verse con Dorothy.

El martes por la noche, mientras, fuera, caían las primeras nieves, se sentaron los dos, hablándose en voz baja, en el cuarto de estar. Los padres de ella y la niña dormían en otras partes de la casa y las puertas estaban entornadas. Ella le dijo que sabía que algo le tenía preocupado.

Spurgeon, sin querer, se puso a hablarle en roncos susurros sobre la vieja que había muerto por culpa suya y acerca del Comité de la Muerte y sobre que siempre les quedaba el recurso de vivir de su música como Rajás.

—¡Spurgeon!

Dorothy echó hacia atrás la cabeza y permaneció así un momento, descansando suavemente como él había visto a Roe-Ellen siendo niño. Ella se inclinó para besarle los ojos cerrados, y Spurgeon sintió que, teniéndola así, en sus brazos, emanaba de ella compasión, deseo, voluntad de ayudarle a que las cosas le salieran a su manera.

Pero cuando, partiendo de esta deducción, reaccionó lógicamente, lo único que recibió fue un mordisco en el labio al tiempo que sus uñas se le hundían en la espalda, como recordándole que seguía apegada a uno de los principios básicos de los musulmanes.

No acababa de creerlo. En los vecindarios, tanto blancos como negros, en que él se había movido, había pocas vírgenes de veinticuatro años. Le tenía aterrado la idea, pero sonrió a pesar del labio mordido, que le dolía.

—Un pedazo de carne. Fino, con frecuencia muy frágil. No tiene nada que ver con el sexo. ¿Qué importa? Tú y yo ya nos conocemos bien.

—Mira esta casa, este jardín. ¿Qué es, sino madera, cristal, unos pocos árboles, media docena de arbustos? Pero ¿sabes tú lo que todo ello significa para mi padre?

—¿Respetabilidad burguesa?

—Justo.

Él rió.

—¡Dios, qué comparación! Tanto queréis coincidir que acabáis siendo disidentes. No hay en toda la calle una casa tan bien conservada como la de tu padre. Y te aseguro que un detenido examen pélvico no descubriría tampoco en ella un ejército de vírgenes de veinticuatro años. Pensáis que tenéis que comportaros mejor que todos esos blancos cuando conseguís por fin penetrar en su mundo, ¿no es eso?

—No estamos tratando de coincidir con nadie. Pensamos que muchos blancos están perdiendo mucho que antes tenían y que era muy valioso. Lo que nosotros queremos es adquirirlo —dijo ella, cogiéndole un cigarrillo del bolsillo.

Spurgeon encendió una cerilla. A la luz de la tenue llamita, el rostro africano de ella le hizo temblar la mano y la cerilla se apagó, pero la punta del cigarrillo relucía ya al darle ella una chupada.

—Escucha —dijo—, pensaste que la niña era hija mía, ¿no es cierto? Bueno, pues no ibas muy descaminado: es de mi hermana, de mi hermana soltera Janet.

—Ya me lo dijo tu madre, pero no me dijo que no tenía marido.

—No tiene marido. ¿Te acuerdas de cómo era Lena Horne de joven? Pues añádele una especie de… felicidad salvaje y así es mi hermana menor.

—¿Y por qué no me la habéis presentado?

—Viene a casa de vez en cuando. Entonces juega con la niña, como si también ella fuera niña todavía, pero no como una madre. Dice que no se siente madre. Vive en Boston con una pandilla de hippies blancos.

—Lo siento.

Ella se encogió de hombros.

—Janet dice que con ellos el color es lo de menos. Parece que no va a aprender nunca. El padre era un jugador de béisbol, allá, en Minneapolis, que vino a pasar aquí unas semanas con el equipo. Jugaba de defensa, y también con mi hermana.

—No es la primera chica que comete un desliz —dijo él, en voz baja.

—Pues debiera haber sabido que, para salvaguardar la democracia norteamericana, los jugadores de béisbol no salen con chicas negras. Cuando el otro volvió a sus partidos de Minneapolis, ella ya había dejado de tener la regla —apagó el cigarrillo, aplastando la punta—; Janet hubiera mandado a la niña a cualquier parte, pero mi padre es un tipo la mar de raro. Se hizo cargo de Hormiguita, rehusó poner pleito al jugador de béisbol y le dio a la niña su apellido. Miró a la cara a todos sus vecinos blancos y les desafió a que le dijeran que su familia era precisamente lo que él había estado trabajando toda su vida por quitarse de encima. Que yo sepa, nadie le ha dicho una palabra. Pero mi padre, toda una parte de él…

Spurgeon la cogió en sus brazos.

—Siempre ha sido su preferida —le dijo, contra su hombro—; él no lo confiesa, pero es así.

—Hija, tampoco tú puedes tratar de convencer a tu padre viviendo como una monja —dijo él.

—Spur, esto que te voy a decir te va a echar de aquí a escape, seguro, pero te lo voy a decir de todas formas. Mi padre se pasa el día conteniendo el aliento sólo de pensar que lo nuestro puede ser serio, que puedes pedirme que me case contigo. Un yerno negro que es médico, ¡santo Dios!

Él le acarició la espalda con la palma de la mano.

—No creo que esto me eche de aquí.

Esta vez, al besarla, ella le devolvió el beso.

—Pues quizá debiera —dijo, sin aliento, Dorothy—. Quiero que me prometas una cosa.

—¿Qué?

—Que si alguna vez… pierdo el control de mí misma… quiero que me jures…

Sólo se sintió exasperado un momento, y luego tuvo que contenerse para no echarse a reír.

—Cuando te cases, tu marido te recibirá entera, con sello y todo —le dijo, con seriedad.

Luego echó hacia atrás la cabeza, riendo como un loco poniendo a Dorothy enfadadísima y despertando a sus padres. Mr. Williams se presentó en batín y zapatillas, y Spurgeon vio que dormía con ropa interior larga. Su madre apareció pestañeando y murmurando y sin la dentadura postiza. «Mrs. Williams estaba empezando a aceptarle como uno más de la familia», pensó Spurgeon. Le hizo chocolate caliente antes de volverse a la cama, pero su risa había despertado también a Hormiguita, y cuando la niña comenzó a llorar la vieja le riñó por meter demasiado ruido y ser tan poco considerado.

Cuando volvió al hospital ya eran más de las dos de la madrugada. Mientras se encaminaba hacia su cuarto, comprobó el estado de algunos pacientes, entre ellos Macmillan. Encontró al gordo policía gimiendo y febril. Su temperatura era de 39 grados y el pulso había llegado a cien.

—¿Vio a este paciente el doctor Potter esta noche? —preguntó a la enfermera.

—Sí. Se ha estado quejando de molestias. El doctor Potter dijo que es demasiado sensible al dolor. Encargó cien miligramos de demerol —añadió, apuntándolo en el diagrama.

«Otra preocupación más», se dijo, mientras esperaba el ascensor.

Cuando llegó se echó y miró a la oscuridad, como examinando los diversos cauces por donde podía transcurrir su vida.

Si le expulsaban, quizás alguno de sus antiguos profesores le ayudase a entrar en uno de los hospitales de Nueva York.

Pero tendría que dejar a Dorothy. No podía casarse todavía con ella, no tenía dinero suficiente y no quería que el tío Calvin mantuviese a su mujer.

La Conferencia de Mortalidad en que se iba a examinar el caso Donnelly tendría lugar dentro de una semana…

Este pensamiento le obsesionó hasta que despertó, a la media luz del alba, con las sábanas húmedas de sudor, a pesar de que en el cuarto hacia frío.

Se acordaba de haber soñado con la chica, y al mismo tiempo con el Comité de la Muerte.

Cuando, el sábado, entró en la sala, vio que Macmillan estaba mucho peor. Tenía el rostro enrojecido y los labios secos y agrietados, y gemía por un dolor que, decía él, sentía muy adentro, dentro del abdomen rígido. Tenía 120 pulsaciones por minuto y su temperatura era de 39,2 grados.

Potter había ido a unas vacaciones neoyorquinas de gran juerga y que habían sido muy comentadas. «Miserable, ojalá lo pases bien —pensó Spurgeon—, ojalá lo cojas todo». Fue al teléfono y llamó al doctor Chin, el cirujano externo que estaba de servicio.

—Tenemos aquí a un paciente que está pasando por una fase séptica clásica —dijo—. Estoy prácticamente seguro de que es peritonitis.

—Llame a la sala de operaciones y prográmelo inmediatamente —dijo el doctor Chin.

Cuando le llevaron abajo y le abrieron encontraron que el muñón apendicular se había roto. Hinchado y edematoso, el tejido se había abierto paso a la fuerza contra el anillo prieto de catgut, como queso contra un cuchillo cortante, y con idénticos resultados.

—¿Quién ligó esto?

—El doctor Potter —respondió Spurgeon.

—El de siempre —el cirujano externo movió la cabeza—. Este tejido está empapado, es demasiado frágil para tocarlo así como así. Vamos a tener que tirar del ciego hasta la pared abdominal y practicar una cecostomía.

Bajo la dirección paciente del veterano cirujano, Spurgeon remedió los errores de Potter.

El lunes por la mañana hubo una serie de cambios en los servicios, y Spurgeon se vio ante la perspectiva de pasar cinco semanas en la clínica de urgencia; esto le tenía asustado, porque en ella ya le habían ido mal las cosas una vez; era, además, un lugar donde todo ocurría con mucha rapidez y donde había que tomar decisiones con suma urgencia. «Un nuevo incidente como el de Donnelly —se dijo— y…».

Trató de no pensar en ello.

Fue en la ambulancia con Maish Meyerson: un curso intensivo de debates, una introducción al Resumen de las noticias del mundo, una cátedra de Filosofía, un cuaderno de notas oral. Las opiniones del conductor de ambulancias eran siempre muy claras, y con frecuencia irritantes; al mediodía, Spurgeon estaba ya harto de él.

—Por ejemplo, la cuestión racial —dijo Meyerson.

—De acuerdo, veamos.

Maish le miró, receloso.

—Si, si, ríete, dos ejércitos, uno blanco, el otro negro; el país se convertirá en una hoguera.

—¿Y por qué?

—¿O es que tú te crees que todos los blancos son liberales?

—No.

—Pues por eso. Para muchos de nosotros el negro es una amenaza.

—¿Soy yo una amenaza para ti?

—¿Tú? —Dijo Meyerson, con desdén—. No, tú eres un tío culto, un médico, que se dice pronto. Un negro blanco, vamos. Yo soy más negro que tú, soy un blanco negro. Son los negros negros los que me amenazan, y hay muchos de estos negros negros, pero que muchos.

Y yo pienso servirme el primero, te lo aseguro, por eso de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo.

Spurgeon no dijo nada. Meyerson le miró de soslayo.

—Esto me pone en la categoría de los malos, ¿no?

—Así es.

—¿Serás tú mejor?

—Sí —respondió Spurgeon, pero con menos seguridad.

—Eso será lo que tase un sastre. ¿O es que no te das cuenta de cómo hablas tú mismo a tus pacientes de color? Escuchándote, se diría que al pobre desgraciado le estás haciendo un favor tremendo por lo bueno que te hizo Dios.

—Hazme el favor de cerrar el pico —dijo Spurgeon, con irritación.

Triunfante, Meyerson se deslizó en torno a un coche descapotable conducido por una mujer, situándose detrás e impulsándolo con rápidos e impacientes gruñidos de la sirena de su ambulancia, aun cuando iba vacía y de regreso al hospital.

Spurgeon pasó las horas como pudo.

Por la noche sintió que Stanley Potter le daba mucha pena.

—¿Estás seguro? —preguntó a Adam.

—Yo mismo lo vi —respondió Adam—. Estaba en el cuarto de los cirujanos bisoños leyendo el periódico y tomándose una taza de café cuando le llamaron al despacho del viejo. Cuando volvía, pocos minutos después, parecía que le hubieran pisoteado. Se puso a vaciar su cajón y a poner las cosas en un bolso de papel. Adiós, muy buenas, doctor Stanley Potter.

—Amén, pero yo seré el siguiente.

No se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que vio la mirada de Adam.

—No seas idiota —le dijo Adam, cortante.

—Dos días más, amigo mío, y el Comité de la Muerte me va a hacer picadillo.

—Sin duda. Pero si te fueran a echar de aquí, amiguito, no esperarían al Comité. No perdieron el tiempo con Potter, ya viste. Porque era un estorbo. Tú eres un interno que ha cometido una equivocación. Murió una mujer, y eso es una verdadera lástima, pero si echan a todos los médicos que se han equivocado no quedaría nadie en el hospital.

Spurgeon no contestó. «Bueno, que no me hagan residente —se dijo en silencio—, que me obliguen a seguir siendo interno».

Tenía que seguir ejerciendo la Medicina.

Necesitaba su música porque, gracias a ella, escapaba hacia la belleza desde la fealdad de las enfermedades que veía por doquier en el hospital. Pero, con el mundo yéndose al garete de cuarenta maneras distintas, no podía fingir, ni siquiera cuando hablaba consigo mismo, que lo que él realmente quería era pasarse la vida tocando el piano.

El miércoles por la mañana se sintió menos seguro. El día comenzó mal. Adam Silverstone estaba acostado con temperatura alta, la víctima más reciente del virus que estaba convirtiendo en pacientes a los médicos del hospital. Spurgeon no se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que necesitaba el apoyo silencioso de Adam.

—¿Puedo serte útil en algo? —preguntó, deprimido.

Adam le miró y gimió.

—Nada, hombre, nada, baja y acaba de una vez.

No desayunó. Fuera, nevaba copiosamente. Algunos de los médicos externos habían telefoneado para decir que no podrían asistir a la Conferencia, lo que le pareció buena noticia hasta que se anunció que la reunión del Comité de la Muerte tendría lugar en la biblioteca, donde la cercanía lo haría más penoso, en lugar de en el anfiteatro.

A las nueve y cincuenta minutos, cuando le llamaron por el altavoz para que fuera al despacho del doctor Kender, respondió como atontado, seguro de que iban a anunciarle el despido antes incluso de la Conferencia de Mortalidad; no cabía duda de que esta semana estaban purgando el hospital.

Cuando llegó vio que había otras dos personas, y Kender se los presentó: teniente James Hartigan, del Departamento de Narcóticos, y Marshall Colfax, farmacéutico de Dorchester.

Spurgeon tomó las recetas y las hojeó. Todas y cada una de ellas habían sido extendidas por veinticuatro tabletas de sulfato de morfina a nombre de gente que él no conocía: George Moseby, Samuel Parkes, Richard Meadows.

—¿Extendió usted estas recetas, doctor Robinson? —preguntó Kender sin alzar la voz.

—No, señor.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó el teniente.

—En primer lugar, porque hasta que no termine el internado sólo tengo licencia parcial para el ejercicio de la Medicina, lo que quiere decir que hago por escrito encargos que son cumplimentados en la farmacia del hospital, pero no puedo extender recetas para fuera. Y en segundo lugar, porque éste es mi nombre, pero no mi firma. Además, todos los médicos tienen un número en el registro federal de narcóticos, y el que consta aquí no es el mío.

—No tiene por qué preocuparse, doctor Robinson —le dijo Kender al instante—; no es usted el único médico cuyo nombre ha sido utilizado para estas cosas. Tan sólo el más reciente. Por supuesto, le ruego que no hable de esto con nadie.

Spurgeon asintió.

—¿Qué es lo que le hizo sospechar que estas recetas no eran válidas? —preguntó Kender a Mr. Colfax.

El farmacéutico sonrió.

—Comenzó a extrañarme lo bien hechas que estaban, y lo completas que eran. Por ejemplo, abreviaturas. Casi todos los médicos que conozco escriben «prn», no pro re nata.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Hartigan.

—Es latín. Quiere decir «según requieran las circunstancias» —dijo Spurgeon.

—Sí. Y mire esta letra —dijo Colfax—; está escrita con cuidado. Cuando miré las anteriores, comprobé que todas ellas eran exactamente iguales, como si el que las extendió las hubiese ido copiando una de otra de una sola vez.

—Pero cometió un error —dijo Hartigan—. Cuando Mr. Colfax me leyó la receta por teléfono me di cuenta en seguida de que era falsa. Tenía un número federal de seis cifras. No tenemos tantos médicos en Massachusetts.

—¿Cogieron a la persona que presentó éstas? —preguntó Kender.

Hartigan movió negativamente la cabeza.

—Le hice algunas preguntas la última vez que vino, justo antes de llamar a la Policía —respondió Colfax—. Seguro que eso le asustó —sonrió—. Soy muy mal detective.

—Por el contrario —dijo Hartigan—, muy pocos farmacéuticos hubieran tenido la vista de descubrir un fraude de este tipo. ¿Puede describir a aquel hombre al doctor Robinson?

Colfax vaciló.

—Era negro…

Míranos a la cara, le dijo Spurgeon, sin hablar.

—Usaba bigote. Me temo que no recuerdo mucho más.

¿Speed Nightingale?

Hartigan sonrió.

—Ya veo que no tenemos muchas pistas, doctor Robinson.

«Sería injusto nombrar a Nightingale», se dijo Spurgeon; había muchos negros con bigote sueltos por ahí, y bastantes de ellos serían aficionados a las drogas.

—Podría ser cualquiera.

Hartigan asintió.

—Mucha gente puede hacerse con hojas de recetas médicas. Por ejemplo, los obreros de la imprenta, gente del Hospital, los pacientes y sus familiares en cuanto ustedes vuelven la espalda.

Exhaló un suspiro.

El doctor Kender miró el reloj de pulsera y echó hacia atrás la silla en que estaba sentado a su mesa de trabajo.

—¿Alguna otra cosa, señores?

Los dos hombres sonrieron y se levantaron a su vez.

—Pues entonces me temo que el doctor Robinson y yo tenemos una conferencia a que asistir —dijo el doctor Kender.

A las diez y media, Spurgeon se sentó en una de las sillas laterales, ante la larga y pulida mesa, mordisqueando galletas y tomando sorbitos de «Coca-Cola», mirando a la pared que tenía enfrente, decorada con un cartel de anuncio de medicinas en el que se veía a Marcello Malpighi, descubridor de la circulación capilar, algo parecido al doctor Sack, sólo que con barba y envuelto en una manta de viaje.

Fueron entrando uno a uno; finalmente, Spurgeon se levantó con los demás al entrar el doctor Longwood.

Meomartino expuso un caso que era bastante largo.

Meomartino expuso otro condenado caso. Pero no su caso. «Quizá —se dijo, esperanzadamente—, me excluyan a mí. A lo mejor no queda tiempo». Pero cuando levantó la vista y miró al reloj vio que iba a haber tiempo de sobra, y el estómago le dio un vuelco sólo de pensar que fuera a ser él el primer interno en la historia del hospital que cayese enfermo sobre la reluciente mesa, entre las botellas de «Coca-Cola» y las pastas, ante los ojos del jefe de Cirugía.

Ahora, Meomartino estaba hablando de nuevo, y Spurgeon oyó todos los detalles que tan bien conocía. Oyó el nombre y la edad de la muerta, los detalles del accidente de automóvil, la fecha en que él la había examinado en la clínica de urgencia, su historial médico anterior, las radiografías que le habían mandado hacer y, ¡santo Cielo!, las que no le había hecho, y cómo la había dado de alta por sí y ante sí, y cómo ella había cogido el portante y se había ido a casa…

«Un momento —pensó, con súbita urgencia—. ¿Qué es lo que pasa aquí?».

—¡So tramposo!

«¿Y qué dice usted de la llamada telefónica que hice al encargado de los servicios de cirugía, la llamada que le hice a usted, amigo?», pensó, como atontado.

Pero Meomartino estaba ya terminando, contando cómo la dama de los acertijos había vuelto por última vez al hospital, muerta cuando llegó.

El doctor Sack describió lo que había observado en la autopsia, presentando sus datos, con rapidez y eficacia, en unos pocos minutos.

El doctor Longwood se retrepó en la silla.

—Éste es el peor tipo de muerte —dijo—, pero, claro está, es inevitable perder pacientes como éste. ¿Qué piensa usted que pasó, doctor Robinson?

—No lo sé, doctor.

Los ojos huecos le tenían inmovilizado. Vio, con una terrible fascinación, que un leve temblor había comenzado a agitar la cabeza del doctor Longwood de manera casi imperceptible.

—Lo que ocurre es que este tipo de caso exige localizar un tipo de lesión que no se da todos los días. Una lesión que es curable, pero que, si no se cura, puede ocasionar la muerte.

—Sí, doctor —dijo Spurgeon.

—Nadie tiene que recordarme la clase de presiones y el exceso de trabajo a que están ustedes sometidos. Hace bastantes años también yo fui interno y residente aquí, y luego cirujano residente, antes de llegar a un puesto más fijo y permanente en el hospital. Sé perfectamente que a veces recibimos pacientes que han sido desatendidos, sufrido complicaciones y enviados como de desecho, de manera que hay instituciones privadas que no creerían los milagros que aquí hacemos.

»Pero precisamente es el mal estado en que se hallan muchos de nuestros pacientes y lo escasos de tiempo que andamos lo que exige que nos mantengamos más alerta aún, lo que exige que todos y cada uno de los internos se pregunten a sí mismos si han agotado todos los procedimientos diagnósticos, si han tomado todas las radiografías posibles.

—¿Se hizo usted a sí mismo esas preguntas, doctor Robinson?

El temblor se había acentuado.

—Sí, doctor Longwood, me las hice.

—Entonces, ¿por qué murió esa mujer?

—Supongo que porque mis conocimientos no fueron suficientes para salvarla.

El doctor Longwood asintió.

—Le faltó experiencia. Precisamente por ese motivo un interno no debe nunca dar de alta a un paciente de este hospital por mucho que el paciente se queje de que le hacemos esperar hasta que un doctor experimentado encuentre tiempo para darle de alta con conocimiento de causa. Ningún paciente se murió jamás de quejarse. Nuestra responsabilidad es defenderle contra sí mismo. ¿Sabe usted lo que habría ocurrido si no la llega a dar de alta?

Spurgeon buscó con la mirada, pero el encargado del servicio quirúrgico estaba absorbido en el caso.

—Que estaría viva —dijo.

Hubo un silencio y Spurgeon miró de nuevo al doctor Longwood. Los cavernosos ojos azules que le habían tenido inquieto durante toda la reunión seguían fijos en él, pero ya no relucían como antes y parecían buscar otros objetivos, más allá de él.

—¿Doctor Longwood? —Preguntó el doctor Kender—. ¿Lo sometemos a votación?

—Sí —respondió.

—Evitable —dijo el doctor Kender.

El doctor Longwood se pasó la lengua por los labios secos y miró al doctor Sack.

—Evitable.

Al doctor Parkhurst.

—Evitable.

—Evitable.

—Evitable.

—Evitable.

Spurgeon volvió a tratar de llamar la atención con los ojos a Meomartino, pero no pudo. «Tiene que haber sido una omisión inintencionada», se dijo, sentándose y poniéndose a mirar el retrato de Marcello Malpighi.

Cuando llegó al cuarto de Silverstone en el sexto piso creyó que Adam iba a subirse por las paredes de la rabia que le entró.

Y la rabia era contra Spurgeon, como el pobre descubrió con asombro.

—Pero ¿cómo dejaste que Meomartino se te escabullera de esta manera?

—No me dijo que diera de alta a la vieja. Es cierto que le llamé por teléfono, pero no me dijo nada concreto. Se limitó a preguntar si realmente me hacía falta, y yo fui y le contesté que no, que podía arreglármelas solo.

—Pero le llamaste —dijo Adam—. Era responsabilidad suya decirte que guardaras al paciente hasta que él pudiera bajar a verle. El Comité debiera haber sabido esto.

Spurgeon se encogió de hombros.

—Voy a ir a ver al viejo.

—Preferiría que lo dejases. Parece tan mal, que no sé si estaría a la altura de una situación como ésta.

—Pues entonces a Kender.

Spurgeon movió la cabeza.

—¿Por qué no?

—Pues porque hay una instrucción que dice que los internos no deben dar de alta a los pacientes, y yo la contravine. Porque Meomartino no me dijo que la mandase a su casa. Porque si tengo que quejarme, es en la conferencia donde debiera haberlo hecho.

—Robinson, eres la persona más estúpida que he conocido en mi vida —oyó decir a Adam, al irse del cuarto.

«Después de todo, Meomartino había resultado no ser muy hombre», se dijo, al entrar, deprimido en el ascensor.

Pero durante el tortuoso viaje desde el sexto piso hasta el sótano, dominado por un viejo y enfermizo temor, se obligó a sí mismo a admitir el motivo de que no hubiera mencionado al Comité la llamada telefónica.

Se había sentido aterrado por todos aquellos rostros blancos, blancos.

El día continuó como había comenzado.

Desastrosamente.

—Tengo hambre. Voy a esa tienda a buscar un bocadillo y algo de beber, y mientras yo como tú conduces. ¿Okay?

—Pues date prisa.

¿Quiere que te traiga algo? ¿Un bocadillo de cecina?

—No, gracias.

—¿Pastrami? Preparan la carne al vapor.

—Maish, no quiero perder el tiempo.

—Pero tenemos que comer.

Spurgeon se rindió. Le tendió un dólar que sacó de la cartera.

—Queso suizo con pan blanco. Café, como siempre.

Se sentó en la delantera de la ambulancia y se puso a mirar los títulos de los libros que había en el escaparate de la librería, mientras los segundos se volvían minutos y Maish seguía sin aparecer. Al cabo de un rato bajó de la ambulancia y dio la vuelta a la esquina, para mirar por el cristal de la tienda. Enmarcado por un gigantesco anillo de salami que había en el escaparate, el torso tapado por una pirámide de knockwurst, Meyerson estaba en la cola, conversando animadamente con dos taxistas.

Spurgeon golpeó la ventana con los nudillos, sin hacer caso de los ciento veinte y pico de ojos que se volvieron para mirarle, y señaló el reloj.

Maish se encogió de hombros e indicó al mostrador.

Santo Cielo, aún no le habían servido.

Volvió por donde había venido, pasando junto a la librería, hasta el final de la casa de pisos; más allá estaba la «ciudad china», como una selva de neón de palmeras y dragones.

Volvió otra vez a la ambulancia y estuvo un rato apoyado contra ella.

Finalmente no pudo aguantar más. Fue a la charcutería y entró.

—Tome un ticket —le dijo el que estaba a la puerta.

—No voy a quedarme.

Maish estaba sentado a una mesa en un rincón, con los taxistas, y en el plato que tenía delante ya no había más que migas de pan. El botellón contenía aún un poco de cerveza.

—Venga, vamos a la ambulancia.

Maish miró a los taxistas y levantó los ojos.

—Me siento otro —dijo.

En la ambulancia, tendió a Spurgeon un bolso de papel marrón y veinte centavos de vuelta.

Entre las tres y media y las ocho y media se hicieron cargo de seis pacientes, cuatro de ellos después de largos y difíciles trayectos. Luego a las ocho y treinta y cinco, les llamaron para que recogieran a Mrs. Thomas Catlett, un caso de parto inminente en el número 31 del callejón de Simmons, en Charleston. Pero Meyerson se salió de la calle central y fue por otras secundarias que no habían sido ensanchadas desde que fueron declaradas holgadas para el paso de caballos. Luego se metió en una zona donde estaba prohibido aparcar, enfrente de la Librería Shapiro, en la calle de Essex.

—¿A dónde vas? —le preguntó Spurgeon, receloso.

—Me dije que sería mejor comer ahí mismo —dijo—; así puedo conducir yo. Conozco Charleston, mientras que contigo a lo mejor nos perdíamos.

—Yo lo que digo es que vayamos rápidamente a recoger ese caso de parto.

—Y cuando la llevemos al hospital tardará día y medio en dar a luz. Y, si no, al tiempo.

Fueron por la «ciudad china» y volvieron a coger la calle central.

—Come —ordenó Maish, la madre judía del cuerpo de ambulancias.

El bocadillo sabía a cartón piedra en la lengua nerviosa de Spurgeon, y el café, nauseabundamente frío, le entró de un trago mientras pasaba por el puente conmemorativo de Tobin.

—¿Tienes veinticinco centavos?

Era el conductor quien tenía que pagar el portazgo, pero Spurgeon se los dio, tomando nota mental de que tenía que cobrárselos luego.

Todas las calles parecían iguales. Todas las casas parecían iguales. Maish tardó diez minutos en confesar que no encontraba el callejón de Simmons.

Después de largas discusiones con dos policías y una patrulla de la Navy lo encontraron. Era un callejón sin salida, al final de una calle particular cubierta de nieve. Los Catlett vivían en el tercer piso como era de temer. El apartamento era oscuro y estaba sucio, y olía a auxilio social. Había varios niños, despertados y asustados por los visitantes, y un hombre silencioso y hosco. La mujer estaba fofa a fuerza de féculas disgustos y demasiados partos. La pusieron en una camilla y la levantaron, gruñendo los dos al unísono. La hija mayor dejó un bolso de papel oscuro en la camilla, junto a su madre.

—Mi camisón y cosas de ésas —dijo la mujer a Spurgeon, con orgullo.

La llevaron a la puerta, donde Spurgeon se paró. La camilla le hacía daño en la parte posterior de las rodillas.

—¿No quiere despedirse de ella? —le dijo al hombre.

—Adiós.

—Adiós —dijo la mujer.

Pesaba mucho. La llevaron como pudieron escaleras abajo. Los escalones crujían y la entrada olía mal.

—Cuidado con el hielo —ordenó Maish.

Sus brazos y piernas estaban tensos y temblorosos cuando, por fin, la instalaron en la ambulancia.

La mujer chilló.

—¿Qué pasa? —preguntó Spurgeon.

Tardó casi un minuto en poder contestar. Spurgeon, asustado, no pensó siquiera en mirar el reloj.

—Siento dolor.

—¿Qué clase de dolor?

—Ya se lo puede imaginar.

—¿Es el primero?

—No, he tenido muchos otros.

—Meyerson, ya puedes salir zumbando —dijo Spurgeon—. Dale al silbato.

Maish hizo accionar la sirena inmediatamente, por lucirse, el muy cretino, y fueron por el callejón desierto, y luego por la calle desierta, mientras se encendían luces en todos los apartamentos y una serie de rostros oscuros o negros se asomaban a las ventanas.

Spurgeon se sentó junto a la mujer y puso los pies contra la pared opuesta, para afianzar las rodillas y poder usarlas a manera de mesa de escribir.

—PODRÍAMOS YA EMPEZAR A HACER SU HISTORIAL —rugió contra el ulular de la sirena—. ¿CÓMO SE LLAMA USTED, MAMÁ?

—¿CÓMO DICE?

—¡Su NOMBRE!

—MARTHA HENDRICKS CATLETT. ¡HENDRICKS ES MI APELLIDO DE SOLTERA! —gritó ella, con voz ronca.

Spurgeon asintió.

—¿Y DÓNDE NACIÓ?

—¡EN ROCHESTER!

—¿NUEVA YORK?

La mujer asintió.

—THOMAS ES EL NOMBRE DE SU MARIDO, ¿no? ¿Y EL NOMBRE MEDIO?

—¡C DE CARLOS!

El rostro de la mujer se contrajo; chilló, rodando sobre la camilla.

Esta vez Spurgeon miró la hora. Eran las nueve y cuarenta y dos minutos. La contracción duró casi un minuto.

—¿DÓNDE NACIÓ SU MARIDO?

—¡EN CHOCTAW, ESTADO DE ALABAMA! ¡CONDENADO MENTIROSO!

—¿POR QUÉ?

—¡DICE A LOS NIÑOS QUE ES MEDIO PIEL ROJA!

Spurgeon asintió, sonriendo. Estaba empezando a caerle simpática.

—¿DÓNDE TRABAJA?

—¡ESTÁ PARADO!

El grito se convirtió en un chillido de angustia. Spurgeon volvió a mirar al reloj. Las nueve y cuarenta y cuatro minutos. Dos minutos de duración.

¿Dos minutos?

«Yo no entiendo de partos», pensó, aturdido.

Su experiencia en este terreno se limitaba a cinco días de prácticas obstétricas, en el tercer curso de la carrera, dos años antes.

¿Se había fijado en todo?

—¿TIENE UNA SILLETA, DOCTOR?

—¿NO PUEDE ESPERAR?

—¡ME PARECE QUE NO!

Estaba claro que el niño iba a nacer de un momento a otro. Se inclinó como pudo hacia delante y tocó a Meyerson en el hombro.

—¡PARA INMEDIATAMENTE Y PONTE A UN LADO DE LA CALLE!

—¿POR QUÉ?

—¡PORQUE QUIERO COMPRARTE OTRO BOCADILLO DE CECINA, DIABLOS!

La ambulancia aminoró la marcha, paró; la sirena fue bajando de volumen, produciendo un ruido final como un hipo. Todo quedó de pronto muy silencioso, excepto el zumbido de los coches que pasaban velozmente y muy cerca.

Spurgeon miró hacia fuera y se sintió mal. Estaban en el puente.

—¿Tienes señales de humo? ¿Luces de tráfico?

Maish asintió.

—Pues úsalas, no sea que nos maten.

—¿Qué otra cosa quieres que haga?

—Frota dos palillos y enciende una hoguera. Pon mucha agua a hervir. Reza. Apártate de mí todo lo que puedas.

—¡Aaaaay! —gritó la mujer.

Había un pequeño depósito de óxido nitroso bajo la plataforma de la camilla, y una máscara. Y una caja obstétrica. Lo sacó todo. Comenzó a pensar con rapidez. Evidentemente no se trataba de su primer parto, no era primípara. Pero ¿era haber tenido ya cinco hijos lo que la hacía multípara?

—¿Cuántos hijos tiene señora?

—Ocho —contestó ella quejándose.

—¿Cuántos son varones? —preguntó, aunque la verdad era que eso le tenía sin cuidado.

Era extra multípara, lo que quería decir que probablemente el niño nacería sin la menor dificultad.

—Los dos primeros; luego, todas niñas —respondió, mientras él le quitaba los zapatos.

Naturalmente no había allí estribos quirúrgicos. Lo que hizo entonces fue levantarle los pies y apoyarlos contra las banquetas, a ambos lados de la camilla, de modo que la sangre cayese directamente, en lugar de por las piernas abajo.

Meyerson abrió la puerta, dejando entrar los ruidos del tráfico.

—Doctor, ¿tienes cambio? Quiero llamar al hospital desde la primera cabina que encuentre.

Le entregó una moneda.

—Tengo que hacer otras llamadas.

Le dio un puñado de monedas, echándole de la ambulancia y cerrando la puerta por dentro. La mujer se quejó.

—Señora, voy a darle algo para calmar el dolor.

—¿Dormirme?

—No, sólo emborracharla.

Ella asintió, y Spurgeon le dio un vaho de óxido nitroso. Calculó la dosis a bulto, quedándose corto por si acaso. Surtió efecto inmediatamente.

—Me alegro —murmuró ella.

—¿De qué?

—De tener un médico de color. Nunca tuve hasta ahora un médico de color.

«Santo Dios, pobre mujer», pensó Spurgeon. Con mucho gusto le endilgaría este parto a George Wallace o a Louise Day Hicks[25] si el uno fuera obstétrico y la otra comadrona, y si estuvieran aquí ahora.

Abrió la caja obstétrica, que no contenía gran cosa: una ampolla para succionar, un par de hemostatos, tijeras y fórceps. Levantándole el vestido hasta el pecho puso al descubierto unos muslos como robles y unas bragas oscuras, que procedió a cortar.

Ella rompió a llorar.

—Son regalo de mi hija mayor.

—Yo le compraré otras nuevas.

Desnuda, el estómago era tremendo, una extensión de carne oscura, fofa, con manchas de parturienta, sobre el que el marido había yacido, forcejeado, el único placer que podía permitirse un pobre negro, el único goce que no cuesta dinero, más barato que el cine, más barato que el alcohol, depositar un poco de semen que había crecido hasta ser aquella cosa grande y prieta, como una sandía contra la piel.

Qué indigno, qué indigno…

«Una pregunta, doctor Robinson. ¿Cómo voy a arreglármelas para sacar una cosa tan grande como va a ser sin duda el hijo gordo de esta mujer gorda por una abertura que, aunque las he visto más reducidas, es relativamente pequeña?». Pequeñísima.

«Era una oportunidad que se presentaba —pensó, sobriamente humorístico— de perder dos pacientes, de matar dos pájaros de un tiro, por así decirlo».

Había una botella de zefirán. La destapó y vertió generosamente el contenido sobre la vulva y el perineo, luego se echó un poco en las manos y las agitó hasta secárselas. No era el mejor sistema, pero no había otro.

La mujer jadeaba, forcejeaba, trataba de deshacerse de una carga.

—¿Qué tal, señora?

—¡Por favor, Dios mío!

Había mucha agua, que empapaba sus pantalones blancos. Las cataratas del Niágara, pero de color de paja. Los ojos de la mujer estaban cerrados, y los grandes músculos de las piernas, tensos. Apareció una cabecita calva en la apertura con un poco del interior de su madre a modo de tonsura.

Dos contracciones más y la vía estaba libre. Spurgeon usó la ampolla para succionar líquido de la diminuta boca y luego se dio cuenta de que iba a tener dificultades con los hombros. Practicó una pequeña episiotomía, que sangró muy poco. La vez siguiente que se contrajo la ayudó con las manos, y el niño entero salió al frío mundo. Puso dos pinzas en el cordón umbilical y cortó entre ambas, y luego cuidó bien de mirar el reloj; era importante, por razones legales, fijar con exactitud la hora del nacimiento.

Con una de las manos sostenía el cuello y la cabecita, y con la otra el pequeño trasero, terciopelo cálido, suave como… trasero de niño. Músico, compositor, prueba a poner esto en solfa, se dijo, y sabía perfectamente que hubiera sido imposible. El recién nacido abrió la boca e hizo una mueca, dando un pequeño grito, al tiempo que su diminuto pene lanzaba un torrente de orina. El niño empezaba bien.

—Tiene un hermoso hijo —le dijo a la mujer—. ¿Qué nombre le va a poner?

—¿Cómo se llama usted, doctor?

—Spurgeon Robinson. ¿Le va a poner mi nombre?

—No, le pondremos el de su padre. Sólo quería saber cómo se llamaba usted.

Spurgeon estaba aún riendo cuando, un momento después, llegó Meyerson, acompañado de un policía, y los dos llamaron a la puerta de la ambulancia.

—¿Necesita algo, doctor? —preguntó el policía.

—Todo va bien. Gracias.

Detrás de ellos el tráfico estaba paralizado hasta casi un kilómetro. El sonido de los cláxones era ensordecedor; sólo entonces se dio cuenta de ello.

—Un momento. ¿Quiere hacerme el favor de subir y coger a Thomas Catlett un instante?

Por lo que se refería a las posibilidades de un shock, el parto era una operación como cualquier otra. Le fue administrando, por vía intravenosa, gotas de dextrosa y agua.

La cubrió con la manta, diciéndose que esperaría a disponer de más medios para extraer la placenta. Luego cogió al niño de brazos del policía.

—Mr. Meyerson —dijo, con gran dignidad—, ¿quiere hacernos el favor de sacarnos de este dichoso puente?

Cuando llegaron al patio del hospital, los primeros fogonazos le cegaron al abrir la puerta de la ambulancia.

—Levante bien al niño, doctor. Póngase junto a la madre.

Había dos fotógrafos y tres reporteros. Dos equipos de televisión.

«¿Qué es esto?», se dijo, y luego recordó el cambio que le había pedido Meyerson para llamadas telefónicas. Miró a su alrededor, furioso.

Maish estaba desapareciendo por la entrada de las ambulancias. Como una hoja impelida por el viento, no, como un fugitivo de la justicia, Meyerson se había esfumado.

Mucho más tarde se vio de nuevo en su cuarto. Se quitó la ropa blanca, que apestaba a sangre y líquido amniótico. La ducha que había al extremo del pasillo le apetecía, pero durante un buen rato no hizo más que seguir echado, en paños menores, pensando muy poco, pero sintiéndose muy bien.

«Champaña», se dijo finalmente. Se ducharía, se pondría ropa de calle y compraría dos botellas del mejor champaña. Una la bebería con Adam Silverstone; la otra, con Dorothy.

Dorothy.

Salió y echó dos monedas en el teléfono y marcó el número de Dorothy.

Respondió Mrs. Williams.

—¿Te has dado cuenta de la hora que es? —le dijo, con aspereza, cuando él preguntó si estaba Dorothy.

—Por supuesto que sí. Ésa es una de las cosas que tiene la vida de los médicos, y será mejor que te vayas acostumbrando, mamá.

—Spurgeon —dijo la voz de Dorothy un momento después—. ¿Qué tal te fue en la conferencia?

—Pues que sigo de interno.

—¿Te trataron mal?

—Me dieron en la nariz como a un perrito se le da en el morro.

—¿Te encuentras bien?

—Yo sí. Soy la máxima autoridad mundial sobre el proceso odontoideo.

De pronto, enronqueciéndosele la voz, se puso a hablar a Dorothy de la mujer gorda y negra, y del niño tan lindo que había llegado al mundo gracias a él, porque el doctor Robinson era un médico audaz de primera línea de fuego.

—Te quiero, Spurgeon —dijo ella, en voz baja, pero muy claramente.

Spurgeon se la imaginaba allí en la cocina, en pie, en camisón, con la bella mano cubriendo el auricular y su madre revoloteando en torno a ella como una gran mariposa negra.

—Escucha —dijo Spurgeon; hablaba en voz alta, y le daba igual que le oyera Adam Silverstone, o quienquiera que fuese, en el universo entero—, también yo te quiero a ti, te quiero a ti más de lo que quiero a tu núbil cuerpo nubio, lo cual, te aseguro, es mucho decir.

—Estás loco —dijo ella, empleando su voz de maestra de escuela puritana.

—De acuerdo, pero te voy a decir una cosa, y es que cuando te perforen el billete de entrada en la gran clase media blanca, seré yo la perforadora.

Le pareció que reía, pero no estaba seguro del todo, porque le había colgado. Dio un beso sonoro y húmedo al auricular y colgó también.