7

ADAM SILVERSTON

En el mundo interior de Adam Silverstone los patólogos merecían gran respeto, pero muy poca envidia. Él había hecho con bastante frecuencia el mismo y vital trabajo y se daba cuenta de que requería conocimientos de hombre de ciencia y pericia de detective, pero emocionalmente nunca había comprendido que haya gente cuyo ideal es pasarse la vida dedicado a practicar con gente viva la patología, en lugar de la medicina, pura y simple.

Después de tanto tiempo seguían sin gustarle las autopsias.

El cirujano acaba considerando al cuerpo humano como una maravillosa máquina de carne, envuelta en un notable envase epidérmico. La máquina, además, contenía múltiples procesos y funciones. Sus jugos y fibras, las increíbles complejidades de su maravillosa sustancia, hervían de vida constante y constante cambio; las enzimas reaccionan químicamente, las células se sustituyen unas a otras, a veces criminalmente; los músculos ponían en juego palancas, y los miembros se movían sobre rodamientos a bolas; bombas, válvulas, filtros, cámaras de combustión, redes nerviosas más complejas que los circuitos electrónicos de una computadora gigantesca, todo funcionaba, mientras el médico trataba de anticiparse a las necesidades del conjunto orgánico integrado.

Por el contrario, el patólogo trabajaba con objetos putrescentes, en los que no funcionaba ya nada.

Entró el doctor Sack, ansioso de tomar su café matinal.

—¿Qué es lo que le trae por aquí? —saludó Adam—. ¿Sed de ciencia?

—Era su paciente, ¿no?

Se preparó un café en una enorme taza verde agrietada en la que se leía la palabra MADRE.

—No, pero fue tratada en mi servicio.

El doctor Sack gruñó.

Cuando hubo apurado el café le acompañaron a la sala de autopsias, cubierta de azulejos blancos. El cuerpo de Mrs. Donnelly estaba sobre la mesa. Los instrumentos estaban listos.

Adam miró la sala, aprobadoramente.

—Debe de contar con un buen asistente —dijo.

—Así es —dijo el doctor Sack—. Lleva once años conmigo. ¿Qué sabe usted de asistentes?

—Lo fui yo, de estudiante. Con el examinador médico de Pittsburgh.

—¿Jerry Lobsenz? Dios le tenga en su gloria. Fue buen amigo mío.

—También mío —dijo Silverstone.

El doctor Sack no parecía tener prisa por empezar. Se sentó en la única silla que había en la sala y pasó revista cuidadosamente al historial clínico de la difunta, mientras los otros esperaban.

Finalmente, se levantó y se dirigió hacia el cadáver. Cogiendo la cabeza con ambas manos, la movió de un lado para otro.

—Doctor Robinson —dijo al cabo de un momento—, ¿quiere hacer el favor de venir?

Spurgeon se acercó y Silverstone fue detrás de él. El doctor Sack volvió a mover la cabeza. Muerta, la vieja parecía estar negando algo tercamente.

—¿Oye?

—Si —repuso Spurgeon.

Junto a él, Adam oyó también un leve ruido, como de raspar.

—¿Qué es?

—Pronto lo sabremos con seguridad —respondió al doctor—. Ayúdenme a darle la vuelta. Creo que vamos a encontrar una fractura del proceso odontoideo —dijo a Spurgeon—. En resumen, que la pobre se rompió el cuello cuando se golpeó la cabeza en el accidente de automóvil.

—Pero cuando yo la vi no sentía ningún dolor —dijo Spurgeon.

El doctor Sack se encogió de hombros.

—No tiene necesariamente que haber sentido dolor. Sus huesos eran viejos y frágiles y podían romperse fácilmente. El proceso odontoideo es pequeño, una prominencia ósea de la segunda vértebra cervical. Su hijo dice que anoche se encontraba muy bien, comió con buen apetito, en fin, una hora antes de la muerte. La metieron en la cama, con tres almohadas para que descansase bien. Se deslizó hacia abajo y volvió a enderezarse contra las almohadas. Me imagino que la incomodidad, más el esfuerzo de volver la cabeza sobre los huesos del cuello, empujó al fragmento suelto contra la médula espinal, causándole la muerte casi instantáneamente.

Realizó la laminectomía, cortando la parte trasera del cuello para poner al descubierto los nudillos de la espina cervical y seccionando certeramente el músculo rojo y los ligamentos blancos.

—¿Nota la duramadre espinal, doctor Robinson?

Spurgeon asintió.

—Igual que la membrana que envuelve el cerebro.

Con la punta enguantada del dedo y el bisturí ensanchó la incisión para que pudieran ver la zona de la hemorragia, y la médula espinal, aplastada por el fragmento de hueso, el asesino.

—Ahí está —dijo, contento—. ¿No mandó hacer radiografía del cuello, doctor Robinson?

—No.

El doctor Sack apretó los labios y sonrió.

—Pues profetizo que la próxima vez si que lo hará.

—Si, doctor —dijo Spurgeon.

—Denle la vuelta otra vez —dijo el doctor Sack. Miró a Silverstone—. Veamos qué tal le enseñó a usted el viejo. Jerry —añadió—. Acábela por mí.

Sin vacilar, Adam cogió el bisturí que el otro le tendía e hizo la ancha, honda incisión en «Y» sobre el esternón. Cuando, unos momentos después, levantó la vista vio que los ojos del doctor Sack relucían de satisfacción, pero miró a Spurgeon y su sensación placentera desapareció. Los ojos del interno estaban fijos en el bisturí de Adam, pero sus facciones estaban tensas y llenas de depresión.

Lo cierto es que, fueran sus pensamientos los que fuesen, en aquel momento Spurgeon se hallaba muy lejos del pequeño grupo que se había congregado en torno a la mesa.

A Adam, Spurgeon le era simpático, pero la certidumbre desconcertante de ser el único responsable de una muerte era como una Gorgona que tarde o temprano se presentaba ante los ojos de todos los médicos, y él sabía instintivamente que lo mejor era dejar que el interno se defendiera él solo a su manera.

También Adam tenía sus problemas en el laboratorio de experimentación de animales.

El perro pastor alemán llamado Wilhelm, el primer perro al que había dado una fuerte dosis de Imurán, reaccionó clínicamente casi igual que Susan Garland. A los tres días Wilhelm había muerto, víctima de una infección.

La perra llamada Harriet, a la que había administrado una dosis mínima del fármaco inmunosupresor, rechazó el riñón trasplantado el mismo día en que murió Wilhelm.

Adam había operado a gran número de perros, algunos de ellos viejos y feos, otros aún cachorros y tan bonitos que tenía que hacer un gran esfuerzo para no recordar con emoción los anuncios de periódicos, realmente absurdos, de los grupos antiviviseccionistas, cuyos miembros preferirían sacrificar a niños con tal de salvar vidas animales. Gracias a estas operaciones, Adam iba comprobando las dosis exactas y eficaces, reduciendo las cantidades máximas y aumentando las mínimas y tomando cuidadosas notas en el cuaderno manchado de café del doctor Kender.

Tres de los perros que habían recibido grandes cantidades del medicamento cogieron infecciones y murieron.

Cuando hubo reducido el número de posibilidades, resultó evidente que la gama de dosis eficaces, pero no peligrosas, era limitadísima, con el rechazo del riñón trasplantado, por una parte, y una invitación cordial a la infección, por otra.

Siguió experimentando con otros fármacos y había completado ya sus estudios de los animales con nueve de los agentes cuando el doctor Kender recibió a Peggy Weld en el hospital para un examen físico preliminar a la operación.

Kender estudió cuidadosamente el cuaderno de notas del laboratorio. Juntos, tradujeron los pesos animales a términos de peso humano y calcularon dosis equivalentes de medicamentos.

—¿Qué inmunosupresor piensa darle a Mrs. Bergstrom? —preguntó Adam.

Kender, sin contestar, hizo crujir los nudillos; luego, se tiró de la oreja.

—¿Cuál usaría usted?

Adam se encogió de hombros.

—Por lo que se refiere a los agentes que he usado hasta ahora no parece haber ninguna panacea. Yo diría que cuatro o cinco no son satisfactorios. Un par, creo, son tan eficaces como el Imurán.

—¿Pero no mejores?

—Yo diría que no.

—Estoy de acuerdo. El suyo es el vigésimo estudio que hemos hecho aquí. Yo mismo he hecho diez o doce. Por lo menos uno de nuestros equipos de trasplantes conocen el medicamento. Seguiremos con el Imurán.

Adam asintió.

Programaron la operación de trasplante para el jueves por la mañana. Mrs. Bergstrom iría a la sala de operaciones número 3, y Miss Weld a la número 4.

Miriam Parkhurst y Lewis Chin, los dos cirujanos externos, habían practicado una operación de urgencia en la sala de operaciones número 3 durante las primeras horas de la madrugada del jueves; un caso bastante sucio, o sea, que toda la sala tenía que ser bien lavada antes de llevar a él a Mrs. Bergstrom. Adam esperó en el pasillo, fuera de la sala de operaciones, en compañía de Meomartino, junto a las literas con ruedas en que yacían las gemelas, conscientes, aunque les habían administrado calmantes.

—Peg —dijo Melanie Bergstrom, adormilada.

Peggy Weld se incorporó sobre un codo y miró a su hermana.

—Ojalá nos hubieran dejado ensayar esto.

—No, esta vez hay que improvisar.

—Peg.

—¿Qué?

—Se me había olvidado darte las gracias.

—No empieces ahora, no podría aguantarlo —dijo Peggy Weld, con sequedad. Sonrió—. ¿Te acuerdas de cómo solía yo llevarte al retrete de señoras cuando éramos pequeñas? Pues todavía te estoy llevando al retrete de señoras.

Medio embriagadas de pentotal, las dos rompieron a reír, hasta que gradualmente volvieron a guardar silencio.

—Si me pasa algo, cuida de Ted y de las niñas —dijo Melanie Bergstrom.

La otra no contestó.

—¿Me lo prometes, Peg? —dijo Melanie.

—Cállate, tonta.

Las puertas de la sala de operaciones número 3 se abrieron de par en par y salieron dos asistentes, sacando dos cubos de basura con ruedas, que empujaban con los pies.

—Para usted para siempre, doctor —dijo uno de ellos.

Adam asintió y los dos llevaron a Mrs. Bergstrom a la sala.

—Peg.

—Te quiero, Mellie —dijo Peggy Weld.

Estaba llorando mientras Adam empujaba la litera hacia la sala de operaciones número 4. Sin necesidad de que se lo dijera nadie, el gordo le administró otra inyección en el brazo antes de extenderla sobre la mesa.

Adam se fue a lavarse. Cuando volvió, el anestesista ya estaba sentado en su taburete, cerca de la cabeza de ella, manipulando los mandos. Rafe Meomartino, que trabajaba en la otra sala de operaciones, estaba inclinado sobre Peggy Weld, secándole suavemente la humedad del rostro con un pedazo de gasa esterilizada.

Todo fue a pedir de boca. Peggy Weld tenía los riñones en perfecto estado, y Adam ayudó mientras Lew Chin le extraía uno y luego lo bañaba; después, fue a la otra sala de operaciones a ver a Meomartino ayudar a Kender en el trasplante.

El resto del día fue aburrido y transcurrió lentamente. Por eso se sintió muy contento cuando, por la tarde, Gaby llegó en coche al hospital a buscarle.

Por el camino se hablaron muy poco. El paisaje era bonito de una manera otoñal y desnuda, pero no tardó en ponerse gris, hasta el punto de que ya no se veía nada por la ventanilla, excepto sombras móviles. Dentro, a la tenue luz de los mandos, Gaby no era más que una silueta, bella y cambiante en algún detalle de vez en cuando, como cuando sorteaba coches conducidos con más sentido común que el suyo, o frenaba para evitar un choque con un camión. Iba demasiado de prisa; corrían como si les persiguiera el diablo, o el mismísimo Lyndon Johnson.

Vio que Adam estaba mirándola y sonrió.

—Fíjate en la carretera —dijo él.

Al adentrarse por las laderas de las colinas la temperatura comenzó a bajar. Adam bajó el cristal de la ventanilla y olió en el aire el mordisco del otoño, que llegaba a ellos de las colinas color ciruela, hasta que Gaby le dijo que cerrara, porque tenía miedo de resfriarse.

El lugar de veraneo de su padre se llamaba Pender’s North Wind. Era una finca rural grande y extensa, que en pasados tiempos había sido escenario de mayores esplendores. Gaby sacó el coche de la calzada principal, entre dos gárgolas de piedra, y siguieron por una larga avenida cubierta de guijo crujiente, hasta llegar a una mansión victoriana que se levantaba increíblemente ante ellos, y en la que sólo la parte central del entresuelo estaba iluminada.

Al bajar del coche, algo que había cerca, animal o pájaro, emitió un chillido triste y agudo, que se repitió una y otra vez como una deprimente letanía.

—Dios —dijo él—, ¿qué es eso?

Su padre salió a recibirles, mientras Adam sacaba del coche las maletas. Era un hombre alto, delgado y de buen aspecto, con pantalones de faena y camisa azul. Tenía el pelo gris, pero ondulado y tupido. Su expresión era limpia y agradable, y en su juventud tuvo que haber sido impresionante, porque aún podía calificársele de guapo.

Pero Adam notó que tenía miedo de besar a su hija.

—Bien —dijo—, por fin llegaste y con un amigo. Me alegro de que esta vez hayas traído a alguien.

Ella les presentó y se estrecharon la mano. Los ojos de Mr. Pender eran vivos y duros.

—Me llamo Bruce. Tuteémonos —ordenó—. Deja las maletas, yo me encargaré de que os las suban —se hizo a un lado para dejarles pasar, junto a un campo verde de jugar al golf, donde la última polilla revoloteaba aún en torno a la luz, y se detuvieron ante una silenciosa y reluciente extensión de agua—. ¿Nunca visteis una cosa así?

—No —dijo ella.

—Tamaño natural. Aquí podría bañarse un ejército entero. Celebramos carreras de natación. No sabéis lo que es esto en el verano, los fines de semana de mucho calor se llena literalmente de carne humana. Me costó lo suyo, pero vale la pena.

—Está muy bien —dijo ella, con voz curiosamente protocolaria.

Les llevó a una puerta lateral y bajaron por unas escaleras; luego fueron por un túnel, hasta que se vieron en un bar, en el sótano, donde cabrían unas doscientas personas. Frente a la gran chimenea, donde las llamas saltaban y chisporroteaban sobre los cadáveres de tres leños, una mujer y dos niñas pequeñas estaban sentadas, esperando. Sus pies descalzos, idénticamente delgados, estaban extendidos hacia el fuego, que se reflejaba en treinta uñas pulidas, dándoles el aspecto de pequeñas conchas de color rojo sangre.

—Ha traído a un amigo —dijo el padre.

Pauline, la madrastra de Gaby, era una pelirroja muy atildada, cuyo generoso cuerpo era aún joven, pero no tanto como proclamaba su cabellera. Las chicas, Susan y Buntie, eran hijas suyas de un matrimonio anterior. Tenían once y nueve años respectivamente. Su cauta madre hablaba poco, pero cuando lo hacía cada una de sus palabras parecía pensada de antemano.

Bruce Pender echó otro leño al fuego, demasiado vivo para el gusto de Adam.

—¿Comisteis?

Habían comido, pero hacia ya tanto tiempo que Adam volvía a tener hambre; así y todo los dos contestaron que sí. Mr. Pender sirvió las copas abundantemente.

—¿Qué sabes de tu madre? —preguntó a Gaby.

—Está muy bien.

—¿Sigue casada?

—Sí, que yo sepa.

—Vaya, me alegro. Buena persona.

—Yo creo que es hora de que os acostéis —dijo Pauline.

Las chicas protestaron, pero acabaron obedeciendo; se pusieron los zapatos y dieron las buenas noches medio adormiladas. Adam notó que Gaby las besaba con una simpatía que parecía incapaz de mostrar a su madrastra o a su padre.

—Pauline vuelve ahora mismo —dijo Bruce cuando estuvieron solos—. La casa está aquí cerca.

—Ah. ¿No vivís en el hotel?

Pender sonrió y movió la cabeza.

—Todo el verano, lo que se dice todo y todos los fines de semana durante la temporada de esquí, esto parece una casa de locos. Las camas chirrían que es un primor. Más de mil huéspedes, la mayoría gente soltera que viene aquí a armar jaleo y tener orgasmos.

—Ya notarás que mi padre es delicadísimo en el hablar.

Pender se encogió de hombros.

—A las cosas hay que llamarlas por su nombre. Gano dinero con un burdel legal. Todas las ventajas económicas y ninguno de los riesgos legales. Son neoyorquinos, pero gastan grandes cantidades de dinero.

Se produjo un silencio.

—Silverstone —dijo, mirando a Adam entornando un ojo—, ¿eres judío?

—Mi padre lo es. Mi madre era italiana.

—Ah.

Sirvió otra ronda de copas para los tres y también para la ausente Pauline. Adam tapó su vaso con la mano.

—El verano pasado, una madrugada, hacia las dos —dijo Pender—, casi se ahogó alguien en la fuente del prado. No en la piscina, en la fuente. Hace falta ingeniarse. Dos, universitarios, bebidos como cubas.

Gaby no dijo nada y bebió un sorbo.

—Algunas de las chicas están pero que muy bien. Pauline me tiene muy vigilado —prosiguió, bebiendo pensativamente—. Este sitio es de ella, claro. Quiero decir que lo he puesto a su nombre. La madre de Gaby me dejó lo que se dice limpio. Me hizo pagar hasta el último centavo.

—Razones tenía papá.

—Razones, al diablo.

—Todavía recuerdo escenas de mi niñez, papá. ¿Tratáis tú y mi querida Pauline a Suzy y a Buntie de la misma manera que me tratabais a mí?

Pender miró a su hija de modo inexpresivo.

—Pensé que con un invitado serías más razonable —dijo.

Fuera, volvió a oírse el triste chillido.

—¿Qué es eso? —preguntó Adam.

Pender parecía querer cambiar de tema.

—Ven, te lo voy a enseñar.

Por el camino encendió una luz exterior que iluminaba una parte del prado en la parte trasera de la piscina. En una jaula de alambre para pollos, un gran mapache hembra se paseaba como un león; sus ojos rojos relucían fieramente detrás de la máscara negra de su rostro.

—¿Dónde la cazaste? —preguntó Adam.

—Uno de los universitarios la tiró de un árbol con una pértiga y la cubrió con una caja.

—¿Y la tienes aquí como… atracción turística?

—¡No, qué va! Son peligrosos. Un mapache hembra como ésta es capaz de matar a un perro.

Cogió una escoba y metió el mango por entre el alambre, dando con él al animal en las costillas. El mapache se volvió. Sus garras, como manecitas de dama elegante, cogieron el palo, y con su boca le arrancó astillas.

—Ahora está en celo. La tengo aquí para que atraiga a los machos —dijo, indicando dos cajas más pequeñas situadas al extremo de la luz—. Trampas.

—¿Y qué haces con los que cazas?

—Asados con boniatos, son exquisitos. Un verdadero manjar de dioses.

Gaby se apartó y se alejó. Los dos se unieron a ella dentro de la casa. Se volvieron a sentar y estaban tomando otra ronda de copas cuando volvió Pauline.

—Brrr —dijo, quejándose del frío de la noche.

Se sentó junto a su marido y preguntó a Gaby por sus estudios. Bruce le pasó el brazo por la cintura y le dio un solo pellizco en el pecho, redondo como un melón, para reafirmar su autoridad. Las dos mujeres siguieron hablando, fingiendo no haberlo notado.

La languideciente conversación volvió a reanimarse a veces con verdadera desesperación. Hablaron de teatro, dé béisbol, de política. Mr. Pender envidiaba a California porque tenía de gobernador a Ronald Reagan, murmuraba que el GOP[21] había sido desacreditado por Rockefeller y Javits, e insistía en que los Estados Unidos deberían hacer un alarde de fuerza y borrar del mapa a la China comunista con una lluvia de bombas atómicas un día 4 de Julio[22]. Adam, que entonces estaba ya intrigado por la enormidad de la aversión que le inspiraba aquel hombre, no pudo aparentar la seriedad necesaria para ponerse a discutir sobre la locura de masas.

Aparte de que se sentía tremendamente soñoliento. Por fin, después de haber bostezado tres veces, Pender cogió la botella de whisky casi vacía e hizo seña de que la velada había terminado.

—Aquí, a Gabrielle solemos darle una alcoba en la casa, con nosotros. Pero como ha traído un compañero de juegos os daremos a los dos, alcobas contiguas en el tercer piso.

Se despidieron de Pauline, que estaba sentada, rascándose pensativamente la suela de un pie blanco y estrecho, con uñas agudas que hacían juego con el color de sus enrojecidos dedos del pie. Pender les condujo escaleras arriba.

—Buenas noches —dijo Gaby, con frialdad; evidentemente, se había dirigido a los dos hombres por igual.

Entró en su cuarto sin mirarles y cerró la puerta.

—Cualquier cosa que necesites tendrás que buscártela tú mismo. Gabrielle sabe dónde está todo. Tenéis todo el edificio a vuestra disposición.

«¿Cómo podía sonreír así una persona que sabe que la chica que él cree que va a acostarse con uno de un momento a otro es su propia hija?», se preguntó Adam.

Sabía que Gaby estaba escuchando al otro lado de la puerta cerrada.

—Buenas noches —dijo.

Pender hizo un ademán y se fue.

¡Santo cielo!

Se echó en la cama completamente vestido. Oyó a Pender bajar las escaleras y reír un poco con su mujer. Luego, oyó el ruido de ambos al irse del hotel. El viejo edificio estaba silencioso. En la habitación contigua se oía a Gaby moverse por el cuarto, sin duda preparándose para acostarse.

Ambas alcobas estaban separadas por un cuarto de baño. Lo cruzó y golpeó la puerta cerrada.

—¿Qué es?

—¿Tienes ganas de hablar?

—No.

—Bueno, pues buenas noches.

—Buenas noches.

Cerró las dos puertas del cuarto de baño, se puso el pijama, apagó la luz y estuvo un rato echado, a oscuras. Fuera, más allá de la ventana abierta, los grillos rechinaban una patética serenata, quizá sabiendo que la helada que iba a acabar con ellos asomaba ya por el horizonte. El mapache emitía un grito desesperado, como de llanto. Gaby Pender fue al cuarto de baño y a través de la puerta cerrada Adam oyó el tintineo y luego la cascada del retrete, sonidos que, a pesar de su larga experiencia clínica, le hacían ponerse rígido y esperar, odiando a su padre.

Se levantó y encendió la luz. Había papel de escribir en el escritorio, con el membrete del hotel. Cogió su estilográfica y escribió rápidamente, como si extendiera una receta a un paciente:

Al delegado de la Junta Municipal Departamento de Caza y Pesca Montpelier, Vermont. Muy señor mío:

Un mapache hembra de gran tamaño, capturado ilegalmente, está enjaulado en este hotel como cebo para la captura ilegal de mapaches macho. He comprobado personalmente que el animal está siendo maltratado y estoy dispuesto a dar testimonio de ello. Puede comunicar conmigo en el departamento de Cirugía del Hospital General del condado de Suffolk, en Boston. Le ruego lleve a cabo la investigación lo antes posible, porque los mapaches que capturan son para comérselos.

Suyo afectísimo,

ADAM R. SILVERSTONE,

Doctor en Medicina.

Puso la carta en un sobre, lo cerró cuidadosamente humedeciendo el borde con los labios, sacó sellos de la cartera y pegó uno. Luego guardó la carta en la maleta y volvió a echarse en la cama. Durante un cuarto de hora estuvo moviéndose, con la seguridad, a pesar de lo fatigado que se sentía, de que no iba a poder dormir. El viejo hotel cruja como si fantasmas lujuriosos saltasen de las camas y corrieran de un cuarto a otro, agitando en lugar de cadenas, cinturones de castidad descerrajados. Los grillos chirriaban su canto del cisne. El mapache gemía y parecía volverse loco. Una vez, le pareció oír llorar a Gaby, pero quizás estuviera equivocado.

Y se quedó dormido.

Se despertó casi inmediatamente, al contacto le pareció la mano de Gaby.

—¿Qué pasa? —preguntó, pensando instintivamente que se hallaba en el hospital.

—Adam, sácame de aquí.

—Sí, naturalmente —dijo, estaba entontecido, ni dormido, ni despierto. Cerró los ojos contra la luz que Gaby había encendido. Vio que se había puesto pantalones largos y un jersey—. ¿Ahora, quieres decir?

—En este mismo instante.

Sus ojos estaban rojos de haber llorado. Adam sintió que le invadía una ola de ternura y de pena. Al mismo tiempo, su cansancio le empujaba la cabeza contra la almohada.

—Pero ¿qué van a pensar? —dijo—. No creo que estaría bien desaparecer así como así, en plena noche.

—Dejaré una nota. Les diré que te llamaron urgentemente del hospital.

Adam cerró los ojos.

—Si no quieres venir conmigo, me voy yo sola.

—Ve escribiendo la nota mientras me visto.

Tuvieron que bajar a tientas la amplia escalera, en plena oscuridad. La luna estaba ya baja, pero daba suficiente luz para permitirles encontrar el coche con facilidad. Los grillos se habían dormido, por la razón que fuese. Al otro lado de la piscina, el pobre mapache seguía armando escándalo.

—Espera —dijo ella.

Encendió los faros del coche y se arrodilló a su luz para escoger un gran pedrusco. Adam iba a seguirla, pero ella le detuvo.

—Quiero hacerlo yo sola.

Él siguió sentado en el asiento de cuero, húmedo de rocío, y se estremeció al oírla romper la cerradura de la jaula, preguntándose si habría sido capaz de echar realmente la carta de denuncia que tenía escrita. Un momento después, el mapache cesó de gritar. La oyó volver corriendo al coche, y luego un ruido sordo, como de una caída, y una maldición de Gaby.

Cuando volvió al coche, Gaby estaba riendo y gimiendo y lamiéndose la palma despellejada de una mano.

—Tenía miedo de que me mordiera y cuando eché a correr tropecé en una de las trampas —dijo—. Casi caí de cabeza al estanque.

Adam se echó a reír, y también ella; rieron los dos todo el camino, hasta la calzada, hasta más allá de las gárgolas de piedra y bien entrado el camino real. Cuando dejaron de reír Adam vio que Gaby estaba llorando. Pensó ponerse al volante, para que pudiera llorar a sus anchas, pero desistió de ello porque se sentía muy cansado.

Gaby lloraba en silencio; «esta forma de llorar es la peor —pensó él—, mucho más difícil de presenciar que un lloriqueo dramático».

—Escucha —le dijo finalmente con voz fatigada, como si estuviera borracho—, no eres tú la única persona con padres repulsivos. A tu padre le obsesiona el sexo… al mío, el alcohol.

Le explicó a grandes rasgos quién era Myron Silberstein, sin emoción y llamando a las cosas por su nombre. Apenas omitió nada: la historia de un músico ambulante de Dorchester que por pura casualidad consiguió trabajo en la orquesta del Teatro Davis, de Pittsburgh, y una noche conoció a una muchacha italiana mucho más joven e inexperta que él.

—Seguro que se casó con ella por mí —dijo—. Empezó a beber antes incluso de que yo tuviera uso de razón y todavía no ha parado.

De nuevo en la carretera 128, el coche se adentraba en la noche, rehaciendo el camino por donde habían venido. Gaby le tocó el brazo.

—Nosotros podemos ser el comienzo de generaciones nuevas —dijo.

Él asintió y sonrió. Luego se quedó dormido.

Cuando despertó, estaban cruzando el puente de Sagamore.

—¿Dónde demonios estamos?

—Teníamos hechos los planes —respondió ella—. Me parece una lástima volver a casa sin más y quedarnos sin vacaciones.

—Pero ¿a dónde vamos?

—A un sitio que yo conozco.

Se quedó callado y dejó que siguiera conduciendo. Cuarenta y cinco minutos después se hallaban en Truro, a juzgar por el letrero que su coche iluminó fugazmente al pasar de la carretera 6 a la de Cabo Cod, dos surcos de arena blanca separados por un intervalo de hierba alta. Subieron por un montículo, y a la derecha, muy por encima de ellos, un dedo móvil de luz surcaba, al borde del mar, el cielo negro. El ruido del oleaje les sorprendió de pronto, como si alguien lo hubiese conectado sin previo aviso.

Ella había aminorado considerablemente la velocidad. Adam no sabía qué era lo que estaba buscando, pero, fuera ello lo que fuese, lo cierto es que acabó por encontrarlo, y volvió a sacar el coche de la carretera. No se veía nada, excepto negrura, pero cuando bajaron del coche Adam distinguió un macizo de oscuridad más sólida: un pequeño edificio.

Un edificio muy pequeño, una casucha, o una choza.

—¿Tienes llave?

—No hay llave —respondió ella—. Está cerrado por dentro. Entraremos por la entrada secreta.

Le guió hacia la parte trasera. Los pequeños pinos les desgarraban con dedos invisibles. Las ventanas estaban protegidas con tableros, comprobó Adam.

—Tira de los tableros —dijo ella.

Así lo hizo y los clavos salieron fácilmente, como si hubieran hecho y rehecho el mismo camino muchas veces. Gaby levantó la ventana y saltó como pudo sobre el alféizar.

—Cuidado con la cabeza —le dijo él.

Adam saltó también, cayendo sobre la litera superior. El cuarto era pequeño, en comparación del cual incluso su dormitorio del hospital parecería espacioso. Las literas de madera, toscamente hechas, ocupaban la mayor parte del espacio, no dejando más que una especie de pasillo para ir a la puerta. La iluminación consistía en bombillas desnudas, que se encendían tirando de cordeles. Había otras dos estancias idénticas a la que les había servido de acceso; un cuarto de baño minúsculo, con ducha, pero sin bañera y un cuarto para todo, con utensilios de cocina, una mecedora renqueante y un sofá, lleno de abolladuras, devorado por las polillas. La decoración era la clásica del Cabo Cod: conchas de almejas a modo de ceniceros, una langostera que hacía las veces de mesita, erizos de mar y una estrella de mar en la repisa de la chimenea, una caña de pescar en un rincón y, en otro, una cocinilla de gas que Gaby manipuló y encendió con gran pericia.

Adam seguía allí, tambaleándose.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó.

Ella le miró y por primera vez se dio cuenta de lo fatigado que estaba.

—Oh, Dios —dijo—. Adam, lo siento de verdad, créeme que lo siento.

Le llevó a una litera inferior, le quitó los zapatos, le cubrió tiernamente con una manta de lana que le hacia cosquillas en la barbilla, le dio suaves besos en el ojo que le cerraban los párpados, y le dejó solo, mientras él se sumergía en el sueño al ritmo del oleaje.

Finalmente, despertó al sonido de cuernos de niebla, como el rutar de estómagos gigantescos, el aroma y el chasquido de comida que está friéndose, y la sensación de estar viajando como emigrante impecune en un barco muy pequeño. Una neblina humosa había dejado la ventana tan ciega como los ojos de un topo.

—Pensé que despertarías tarde —dijo ella, friendo jamón—, pero me entró tal hambre que tuve que ir a la tienda del camping a por comida.

—¿De quién es esta choza? —preguntó él, dominado aún por vagos temores de que la policía pudiera detenerle.

—Es mía. Me la dejó mi abuela en un pequeño fideicomiso que hizo antes de morir. No te preocupes, somos la legalidad misma.

—Santo Dios, eres una heredera.

—Hay agua caliente de sobra. El calentador es bueno —dijo ella, con orgullo—, y en el armario encontrarás pasta dentífrica.

La ducha le devolvió su entusiasmo, pero el contenido del armario del cuarto de baño le dejó de nuevo un poco deprimido. Había algo que al principio le había parecido un gorro para la ducha, pero que resultó ser una lavativa; además, vio una serie de frascos con pastillas y líquidos para la nariz y los ojos, aspirinas y calmantes de diversas clases, y una verdadera colección de vitaminas y píldoras y medicinas sin marbete, el tesoro de un neurótico aficionado a toda clase de indulgencias médicas.

—¡Dios! —exclamó, con irritación, al salir—. ¿Quieres hacerme un favor?

—¿Qué?

—Tirar toda esa… basura que tienes en el armario.

—Si, doctor —dijo ella, con excesiva mansedumbre.

Desayunaron melocotones en lata, jamón y huevos y maíz congelado, que se pegaba a la tostadora y hubo que comerlo desmigado.

—Haces café mejor que nadie —dijo él, ya de mejor humor.

—Es que conozco la cafetera como si fuera yo misma. Viví aquí sola un año entero.

—¿Un año? ¿El invierno entero, quieres decir?

—Sí, sobre todo el invierno. En tales circunstancias, ya comprenderás que una taza de café puede llegar a ser un verdadero salvavidas.

—¿Y por qué querías estar sola?

—Pues te lo diré. Un hombre me abandonó.

—¿De verdad?

—Como lo oyes.

—Hace falta ser bestia.

Ella sonrió.

—Gracias, Adam, eso me gusta.

—No, lo digo de verdad.

—Bueno, en fin, el hecho es que encima de mi situación paterna, que ya ves lo mucho que deja de desear porque lo has visto con tus propios ojos, me vi metida en esa tragedia emocional. Me dije que lo que le fue bien a Thoreau le iría bien a cualquiera[23], de modo que cogí unos libros y me encerré aquí para poner mis ideas en orden y encontrarme a mí misma.

—¿Y lo conseguiste? Quiero decir que si te encontraste a ti misma.

Ella vaciló un momento.

—Creo que sí.

—Pues tienes suerte.

La ayudó a lavar los platos.

—Parece que estamos sitiados por la niebla —dijo Adam, mientras ponían en orden la vajilla.

—No, nada de eso. Ponte una chaqueta, quiero enseñarte una cosa.

Salieron de la choza y ella le guió por un camino casi completamente cubierto de baja y tupida vegetación. Adam vio bayas de laurel y algún que otro ciruelo de playa, sin hojas. La niebla era tan densa que sólo veía el camino que pisaba y el suave cimbreo de los pantalones largos y ajustados que tenía delante de los ojos.

—¿Sabes a dónde vamos?

—Sabría ir con los ojos cerrados. Cuidado; a partir de ahora hay que ir despacio. Ya casi hemos llegado.

Parecía un precipicio vertical. Se hallaban al borde de un abismo que caía sobre el mar; la niebla era como un muro delante de ellos, pero, a sus pies, estaba el vacío, un vacío de niebla maciza, y su imaginación le dijo a Adam que era aterrador, una copia exacta del abismo de treinta metros que él solía saltar por dinero en el espectáculo acuático de Benson.

—¿Es profundo? ¿Y muy empinado?

—Empinadísimo y muy hondo. Asusta a la gente que lo ve por primera vez, pero no hay peligro. Yo bajo al fondo dejándome resbalar sobre el trasero.

—¡Menudo vehículo!

Gaby sonrió, aceptándolo como un piropo. Mientras Adam se ponía en cuclillas, nervioso, a poca distancia de él, Gaby, con los ojos cerrados y husmeando la niebla fría y salada, agitaba los pies sobre el borde del abismo.

—Te encanta —acusó él.

—La costa cambia constantemente, pero siempre sigue siendo la misma de cuando mi abuelo hizo construir la choza para mi abuela. Hay un corredor de fincas en Provincetown que no hace más que ofrecerme una gran cantidad de dinero por este sitio, pero yo quiero que mis hijos lo sigan viendo como es ahora, y también mis nietos. Es parte del «Patrimonio Nacional Costero John F. Kennedy», de modo que aquí no se puede edificar, pero el océano está siempre mordisqueando la tierra, a razón de unos centímetros al año. Dentro de cincuenta años o así, el acantilado habrá retrocedido casi hasta donde está la casa. Tendré que mandarla retirar o el Océano la engullirá.

A Adam le parecía que estaban suspendidos en la niebla. Muy debajo de ellos el mar rugía y silbaba. Adam escuchó y movió la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—La niebla; es como una atmósfera extraña.

—No tanto cuando se está en tierra. En el mar sí es extraña. Es casi una experiencia mística —dijo Gaby—. Cuando yo vivía aquí, a veces ni siquiera me molestaba en ponerme traje de baño y me iba a bañar entre la niebla. Era algo indescriptible, como si una formara parte del mar.

—¿Y no era también peligroso?

—Se oye el oleaje incluso desde lejos. Le dice a uno dónde está la tierra. Un par de veces… —se interrumpió, indecisa, y luego, como quien toma una decisión, prosiguió—, un par de veces nadé mar adentro, pero no tuve el valor de seguir adelante.

—Gaby, ¿y por qué querías seguir adelante? —Detrás de ellos, en la niebla, se oyó el chillido de una codorniz—. ¿Es que tanto te importaba ese hombre que te abandonó?

—No, no era un hombre, era un muchacho. Pero yo estaba…, pensaba que iba a morirme.

—¿Por qué?

—Tenía dolores que me atormentaban. Partes insensibles, agotamiento general. Los mismos síntomas de mi abuela al morir.

Ah. En aquel relato, la colección de medicinas que había en el armario cobró de pronto una importancia patética.

—Parece un caso clásico de histeria —dijo él, con suavidad.

—Si, claro, es lo que era —Gaby hizo pasar un puñado de arena por entre sus dedos—. Sé perfectamente que soy una hipocondríaca, pero entonces estaba convencida de que una terrible enfermedad iba a quitarme la vida. Y estar convencida de que una tiene esta especie de enfermedad puede ser igual de malo que tenerla. Créame, doctor.

—Ya lo sé.

—Me figuraba que nadar era como un intento de salir al encuentro de lo que temía, un intento de acabar de una vez.

—Dios, pero ¿por qué viniste aquí? ¿Por qué no fuiste a ver a un médico?

Ella sonrió.

—Fui a ver a médicos y más médicos. Pero no creía una palabra de lo que me decían.

—¿Y les crees ahora cuando te dicen que estás bien?

—Sí, la mayor parte de las veces.

—Vaya, me alegro —dijo él.

No sabía por qué, pero le daba la impresión de que le estaba mintiendo.

En torno a ellos la niebla parecía relucir. Por encima de sus cabezas comenzó a extenderse una luz.

—¿Y qué les parecía a tus padres que estuvieses tú viviendo aquí sola?

—Mi madre acababa de volverse a casar. Estaba… muy ocupada. Me mandaba alguna que otra carta. Mi padre no me envió ni una sola tarjeta postal. —Movió la cabeza—. La verdad es que es una mala persona, de verdad, Adam.

—Gaby… —empezó Adam, tratando de dar con la palabra exacta—. A mi no me cae simpático, pero todos tenemos nuestras debilidades, cada uno a su manera. Sería un hipócrita si dijese que le condeno. Estoy seguro de que yo también he hecho las mismas cosas por las que le tienes antipatía.

—No.

—He vivido solo casi toda mi vida, y he conocido a muchas mujeres.

—No me entiendes. Nunca me ha dado nada. Nunca me ha dado nada de sí mismo, quiero decir. Pagaba mis gastos de la Universidad, y luego se tumbaba a la bartola y esperaba que yo me sintiese agradecida, como es debido.

Adam no dijo nada.

—Me da la sensación de que tú te pagaste, trabajando, tus propios gastos en la Universidad.

—Estudié gracias al tío Vito.

—¿Tío tuyo?

—Yo he tenido tres tíos: Joe, Frank y Vito. Joe y Frank eran como toros, trabajaban en las fábricas de acero. Vito era alto, pero enfermizo. Murió cuando yo tenía quince años.

—¿Y te dejó dinero?

Adam rió.

—No. No tenía dinero que dejar. Era toallero de la sucursal del barrio de East Liberty de la YMCA[24].

—¿Qué es un toallero?

—¿No has estado nunca en un cuarto de baño de la YMCA?

Ella sonrió y movió negativamente la cabeza.

—Pues el que reparte las toallas, como el nombre mismo lo dice. Y, entre otras cosas, aprieta el botoncito que permite a la gente entrar en la piscina. Todos los días, después del colegio y de repartir mi tanda del Pittsburgh Press, yo solía ir a la calle de Whitfield, y Vito me dejaba pasar a la piscina. Cuando descubrieron que no estaba pagando cuota como los demás, yo ya conocía a todo el mundo, y me dieron una beca del club de repartidores de periódicos. Un entrenador de la YMCA se interesó por mí, y cuando cumplí los doce años ya era yo nadador y buceador formidable. Tanto buceaba, que atrapé una infección en la oreja, y por eso a veces oigo un poco mal, como habrás notado.

—Pues no me había dado cuenta. ¿Eres sordo?

—Sólo un poco. De la oreja izquierda. Lo justo para que no me admitieran en el ejército.

Ella le tocó la oreja.

—Pobre Adam, ¿te molestaba mucho cuando crecías?

—La verdad es que no. En la escuela secundaria yo era el campeón de buceo de la YMCA y pasé cuatro años en la Universidad gracias a una beca completa de atletismo, como miembro del equipo de natación. Luego, mi primer curso de Medicina me encontró de nuevo pobre como las ratas. Para ganar dinero con que comer y dormir me dediqué a recoger ropa y entregarla por la mañana, por cuenta de una lavandería mecánica, a todos los dormitorios. Por las noches hacía el mismo trayecto, sólo que repartiendo bocadillos.

—Me habría gustado conocerte entonces —dijo ella.

—No habría tenido tiempo de hablarte. Al cabo de una temporada tuve que renunciar a los dos trabajos, el de la ropa y el de los bocadillos, porque los estudios requerían todo mi tiempo. Pasé dos cursos trabajando en una casa de comidas a cambio de la manduca y pedía prestado a la Universidad para pagarme el cuarto. Aquel primer verano hice de camarero en un hotel, en los Poconos. Tuve amoríos con una de las huéspedes, una griega rica casada con un hombre que no quería divorciarse, presidente de una cadena de tiendas. Vivía en la Colina de Drexel, no lejos de donde había ido yo al colegio, en Filadelfia. Estuvimos juntos todo el tiempo, durante casi un año.

Ella le escuchaba, sentada y en silencio.

—Y no eran sólo amoríos. A veces me daba dinero. De esa forma pude dejar de trabajar. Me llamaba por teléfono y yo iba a su casa y después solía meterme un billete en el bolsillo. Un billete grande.

Ella apartó los ojos de los de él.

—Calla —dijo.

—Acabé dejando de verla. No podía soportarlo ya más tiempo. Como a modo de expiación, me puse a trabajar en una carbonería, donde había que sudar de verdad para ganar dinero.

Desde lejos llegó la respuesta de otra codorniz.

Ahora, Gaby le estaba mirando.

—¿Por qué me cuentas esto?

«Porque soy tonto», pensó él, perplejo.

—No sé, la verdad, no se lo había contado a nadie hasta ahora.

Gaby alargó la mano y le volvió a tocar el rostro.

—Me alegro.

Un momento después, añadió:

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

—Hacer el amor con esa mujer…, ya me entiendes, un amorío superficial, ¿era diferente a cuando se hace lo mismo con una persona a quien uno quiere?

—No sé —dijo él—, nunca he querido a ninguna persona.

—Es como… los animales.

—Somos animales. No tiene nada de malo ser un animal.

—Pero debiéramos ser algo más.

—No siempre resulta posible.

La niebla comenzaba a romperse. Reluciendo a través de ella llegaba hasta la conciencia de Adam un enorme reflector solar, más oceánico que nunca. La playa era grande, blanca, marcada sólo por restos de la marea y trozos de madera abandonados en la parte superior, y la inferior, reluciente, dura y golpeada hasta ser lisa como la palma de la mano, convertida en un verdadero espejo del sol.

—Quería que vieras esto —dijo ella—. Yo solía sentarme aquí y decirme a mí misma que si dejara todos mis feos problemas allá abajo, vendría el agua y se los llevaría.

Adam estaba pensando en esto cuando, horrorizado, la vio dar un grito y desaparecer de su campo visual sobre el borde del precipicio, que caía hasta el fondo, muy abajo, en un ángulo de por lo menos cien grados. Su trasero dejó un surco recto en la suave y roja arena. Un momento después la vio, riéndose de él, ya en el fondo. No había más que una solución. Se sentó en el borde, cerró los ojos y se dejó caer. Él y el Altísimo cayeron de cabeza, como llamas desde el cielo eterno, llevando la ruina y la combustión al pecado de allá abajo. John Milton. Tenía arena en los zapatos, y sin duda su caída adolecía de falta de práctica, porque su trasero estaba en carne viva. La muchacha estaba muerta de risa. Cuando Adam abrió los ojos, vio que Gaby se sentía muy feliz y estaba muy guapa; no, más que guapa, era la chica más hermosa que había visto en su vida.

Buscaron por la playa y encontraron cierto número de esponjas malolientes, pero ningún tesoro; vieron una lija que iba por el agua, ondulante, cruzando una caleta de agua clara; recogieron ocho erizos de mar intactos y extrajeron del acantilado arcilla roja y moldearon con ella un cacharro que se rajó al ser secado por la brisa.

Cuando empezaron a notar frío trataron, sin éxito, de limpiarse los zapatos de arena pisando fuerte, y subieron abismo arriba por las inseguras escaleras de madera vieja, volviendo por fin a la choza caliente. El sol entraba a raudales por la ventana, bañando el abollado sofá. Mientras él encendía el fuego, ella se echó, y cuando la chimenea empezó a rugir le hizo sitio a su lado y cerraron los ojos, dejando que el dios sol convirtiese su mundo en una gran calabaza roja.

Al cabo de un rato, él abrió los ojos, se acercó a ella y la besó suavemente y, más suavemente aún, la tocó con las puntas de los dedos. Los labios de la muchacha estaban calientes, secos y salinos. Reinaba un gran silencio, excepto, fuera, el ruido del mar y los chillidos de una gaviota; dentro, el ruido que hacían el fuego y la respiración de los dos. Él estaba tocándole el pecho a través de la blusa azul, seguro de que ambos recordaban al mismo tiempo la misma acción de su padre, convertida en signo de despectiva posesión, con el que había marcado a su mujer.

«Esto es distinto —le dijo Adam, sin hablar—. Compréndelo. Por favor, compréndelo». Sentía dentro de sí un leve temblor, como un escalofrío contenido, más temor que deseo, lo sabía, y, en cierto modo, a pesar de todas las chicas y de todas las mujeres, el temor se le había transmitido a él para que también él temblase, a pesar de todo, continuó permitiendo que su mano salvase el espacio que mediaba entre ambos, hasta que notó que el temblor cedía, el suyo y el de ella. Ella le besó esta vez, al principio como explorándole, y luego con una acumulación de sentimientos que parecía querer devorarle y que le dejó desconcertado; finalmente, como siguiendo un acuerdo tácito, se apartaron uno de otro y se ayudaron mutuamente a desabrochar botones y cremalleras, a toda prisa. Era como Adam había esperado: no había zonas blancas ni marcas de hombreras; las piernas se le volvían agua.

—Tienes tripa —observó ella.

—Eres muy dura de carnes —dijo él, a modo de respuesta. Yacieron allí, de nuevo perfectamente juntos. Dios, qué bien se estaba al sol. Ella le besaba la oreja mala y lloraba, y Adam, con una nueva y súbita sensación, se dio cuenta de que lo que él quería era no tomar nada; anhelaba dar y sólo dar, darle tiernamente todo lo que poseía en el mundo, todo lo que era Adam Silverstone.

Acabaron por sentir hambre.

—Mañana —dijo ella— nos levantaremos a tiempo para la primera marea, en el promontorio. Te pescaré unos lenguados, pequeños pero bien gordos, y tú, como buen cirujano que eres, me los limpiarás, y yo te los prepararé a la parrilla, empapados de zumo de lima y con montones de mantequilla.

—Ejem… —y luego—. Y hoy, ¿qué?

—Hoy…, todavía nos quedan huevos.

—No.

—¿Sopa portuguesa?

—¿Qué es eso?

Especialité de la région. Tallarines y verdura, repollo y tomates más que nada, con carne de cerdo. Hay un sitio en Provincetown donde lo hacen bien. Lo sirven con pan blanco caliente, y si luego te apetece, tienen cerveza de barril, fría y muy buena.

—De acuerdo, Charlie.

—No soy Charlie.

Se miraron, serios, y él acabó por sonreír.

—Ya me di cuenta.

En el cuarto, recogieron prendas esparcidas en el suelo se vistieron con sólo un poco de timidez, salieron y con el coche recorrieron despacio el trayecto de ocho kilómetros que había, por la carretera 6, flanqueada por dunas, hasta Provincetown. Comieron la sopa, caliente y con sabor ahumado, llena de bocados deliciosos, y después fueron al muelle, donde acababa de llegar un bote de pescadores. Gaby regateó ferozmente hasta que acabó por comprar un grande y hermoso lenguado, que aún coleaba, por treinta y cinco centavos, a modo de garantía contra la posibilidad de que a la mañana siguiente lloviese o no consiguieran madrugar y resultase imposible salir de pesca.

Cuando volvieron a la choza, ella puso el pescado en el frigorífico y volvió a donde estaba Adam; le cogió el rostro entre las manos y lo retuvo así, apretándolo.

—Te huelen las manos a lenguado —se quejó él, besándola durante largo rato y mirándola; y los dos sabían que de nuevo Adam iba a hacerle el amor, sin darle antes la oportunidad de lavarse las manos para que desapareciera el olor a pescado.

—Adam —dijo ella, ligeramente excitada—, quiero darte seis hijos, por lo menos seis. Y seguir casada contigo durante setenta y cinco años.

«Matrimonio», pensó él.

¿Hijos?

Esta ave loca…

—Gaby, escucha… —dijo, con inquietud.

Ella se apartó, y Adam, mientras hablaba, alargó la mano para asirla, pero Gaby no tenía intención de permitírselo. Le estaba mirando fijamente.

—¡Dios mío! —exclamó.

—Escucha…

—No —dijo ella—, no quiero escuchar. No soy una lumbrera, eso ya lo sabía, siempre lo he sabido. Pero tú, tú… Pobre Adam, tú no eres nada.

Corrió al cuarto de baño y se cerró por dentro. Adam no oyó gemidos, pero al cabo de un rato llegó a él el ruido de algo terrible, el ruido entrecortado de bascas, la cascada del retrete.

Llamó a la puerta, sintiéndose enormemente culpable.

—Gaby, ¿estás bien?

—Vete al diablo —respondió ella… llorando.

Al cabo de largo rato oyó el ruido de agua corriente y se dijo que estaría lavándose. Luego se abrió la puerta y salió Gaby.

—Quiero irme de aquí —dijo.

Adam llevó los bultos al coche, y ella apagó el gas, cerró la puerta por dentro y salió luego por la ventana, volviendo a colocar los tableros. Cuando Adam intentó ponerse al volante, ella se lo impidió. Condujo en el viaje de regreso como una suicida, y finalmente consiguió que la Policía la citase por exceso de velocidad en la carretera 128, en Hingham. El policía que tomó nota defendió el orden público con mordiente sarcasmo.

Después condujo con más moderación y seguía tosiendo, una serie de espasmos asmáticos cortantes que le sacudían todo el cuerpo, inclinado sobre el volante.

Adam aguantó el ruido todo el tiempo que le fue posible.

—Sal del camino real y encontremos una farmacia —dijo, por fin—. Extenderé una receta para que te den efedrina.

Pero ella seguía conduciendo.

La oscuridad era ya completa cuando el coche paró frente al hospital. No se habían detenido para comer, y Adam estaba de nuevo exhausto, hambriento y emocionalmente deshecho.

Dejó su equipaje en la acera.

La oyó toser al apretar el acelerador. El coche entró en el centro mismo del tráfico, sorteando apenas a un taxi que se le echó encima y cuyo conductor soltó unas maldiciones e hizo sonar el claxon.

Adam siguió en la acera, recordando de pronto que habían dejado el lenguado en el frigorífico. La próxima vez que Gaby volviese a la choza encontraría allí otra repelente razón para recordar las vacaciones interrumpidas. Se sentía víctima de emociones encontradas: inquietud, culpabilidad, arrepentimiento. Había regado los oídos de Gaby con confesiones de lo más degradante, y luego se había permitido…

«Al diablo —pensó—. ¿Qué promesas hice? ¿Es que firmé un contrato?».

Pero, lleno de súbito asco de sí mismo, se dijo que, aunque había tratado su cuerpo con tierna suavidad, había desgarrado su alma comportándose como un animal.

Echó hacia atrás la cabeza y miró al viejo monstruo-edificio que tenía delante.

«Bueno, pues ya volví», le dijo al hospital.

Las luces comenzaban a encenderse a medida que iba cayendo la oscuridad, y el hospital le miraba con muchos ojos. Pensó en lo que estaría ocurriendo en su interior, en todas las hormigas que correteaban por el hormiguero, preguntándose cuántos de los pacientes que estaban ahora en las diversas salas serían operados por él la semana próxima.

«Como ser humano soy un verdadero lío y un idiota —pensó—, pero como cirujano funciono bastante bien, y esto tiene que servir de algo». Dios da prudencia a los que ya la tienen; y los que son tontos que usen su talento. Bill Shakespeare.

Recogió el equipaje. La puerta principal se abrió ante él como una boca, y el edificio, sonriente y burlón, lo engulló.

Cuando hubo puesto sus cosas en orden bajó a ver si encontraba una taza de café, y casi inmediatamente sintió doblemente haber vuelto.

Mrs. Bergstrom iba bien, le dijo Helen Fultz, pero desde comienzos de la tarde había estado mostrando indicios de rechazar el riñón. Su temperatura era ahora de 39 grados, y se quejaba de malestar y dolor en la herida.

—¿Emite orina el riñón? —preguntó él.

—Ha estado funcionando a las mil maravillas, pero hoy su rendimiento bajó muchísimo.

Adam cogió el historial y vio que el doctor Kender estaba tratando de parar el rechazo administrando prednisona e imurán.

«No me faltaba más que esto en tal día como hoy», se dijo.

Pensó un momento en ir al laboratorio de experimentación de animales y trabajar un poco, pero no consiguió obligarse a sí mismo a hacerlo. Por el momento, estaba harto de perros y de mujeres y de cirugía. En su lugar, lo que hizo fue subir a su cuarto, impaciente por descabezar un buen sueño, como quien se toma una poción mágica que lo cura todo, impaciente por hundirse en la inconsciencia.