6

SPURGEON ROBINSON

Spur existía en el centro exacto de una familiar isla desierta que iba con él a todas partes. Algunos de sus pacientes parecían agradecidos por su ayuda, pero él sabía que otros no conseguían apartar la mirada de la piel púrpura de sus manos en contraste con la piel clara de ellos. Una dama polaca, ya anciana, le apartó tres veces los dedos de su vientre arrugado, hasta dejarle, por fin, palparle el abdomen.

—¿Es usted médico?

—Sí, señora.

—Pero ¿médico de verdad? ¿Ha ido al colegio y todo?

—Bueno…, la verdad es que…, no sé, la verdad.

Con los pacientes negros era casi siempre más fácil, pero a veces ni con ellos, porque algunos, automáticamente, se le ponían en contra. Si yo estoy aquí, negrazo indigente, en cama gratis y dolorido, maltratado y humillado por todo el mundo, ¿qué derecho tienes tú a estar todo vestido de blanco y viviendo como un rajá?

Nunca se sentía completamente a gusto en el papel de negro profesional rodeado de blancos, como, por ejemplo, los orientales del hospital, que daban por supuesta su igualdad con respecto a los demás. Un día, en la sala de operaciones, vio a los doctores Chin y Lee, que estaban esperando a trabajar con el doctor Kender, mientras el segundo jefe de Cirugía se ponía la bata de trabajo. Alice Takayawa, una de las enfermeras anestesistas, acababa de acercar un taburete a la cabeza del paciente, sentándose en él. El rostro del doctor Chin se suavizó al abrir los guantes del doctor Tyler.

—Doctor, usted conoce el equipo rojo y el equipo azul, ¿no?

El doctor Kender aguardó.

—Bueno, pues aquí tiene al equipo amarillo.

Todos rieron mucho la agudeza, que circuló por todo el hospital e hizo a los médicos chinos aún más populares de lo que ya eran. Ésta era la clase de ingeniosidad que Spurgeon Robinson no habría podido jamás decir a un superior blanco sobre el color de su propia piel. Aparte de su amistad con Adam Silverstone, durante las primeras semanas de su estancia en el hospital nunca sabía Spurgeon, de una hora para otra, cuáles eran sus relaciones con el resto del personal.

Un día, paseando a solas a eso de las tres de la madrugada en busca de una taza de café, había visto a Lew Holtz y a Ron Preminger parar en el pasillo a un interno llamado Jack Moylan. Se murmuraron algo con mucho encogimiento de hombros y muchas miradas de soslayo hacia la clínica de urgencia. Al principio, Moylan puso una cara como si notase mal olor, pero luego sonrió y fue hacia la clínica de urgencia.

Holtz y Preminger siguieron pasillo abajo, sonriendo, y le saludaron. Holtz pareció como si fuera a pararle y decirle algo, pero Preminger le tiró de la manga y ambos siguieron su camino.

A Spurgeon le quedaban diez minutos libres. Fue personalmente a la clínica de urgencia.

Un muchacho negro, de unos quince o dieciséis años, estaba sentado en el banco de madera, solo, en el pasillo apenas iluminado. Miró a Spurgeon.

—¿Es usted especialista?

—No, solamente interno.

—¿Cuántos médicos necesitan? Espero que la dejarán.

—Estoy seguro de que la atenderán como es debido —dijo él, con cautela—. Bajaré a tomar una taza de café. ¿Quieres también tú?

El muchacho movió negativamente la cabeza.

Introdujo las dos moneditas en la ranura de la máquina de café, retiró la taza llena y se sentó junto al muchacho.

—¿Fue un accidente?

—No…, es personal. Ya se lo expliqué al médico ahí dentro.

—Ah —asintió Spurgeon.

Tomó el café a sorbos lentos. Alguien había dejado en el banco un número del Daily Record. El periódico estaba arrugado por los traseros que se le habían sentado encima. Lo cogió y se puso a leer la sección de béisbol.

Jack Moylan salió de la clínica de urgencia, dos puertas más abajo de donde estaban ellos sentados. Spurgeon creyó oír su risa pasillo abajo. Estaba seguro de haberle visto mover la cabeza.

—Recuerda que también yo soy médico —dijo Spurgeon—. Si me dices lo que pasó, a lo mejor te puedo echar una mano.

—¿Hay aquí muchos médicos de color?

—No.

—Bueno, pues…, teníamos el coche aparcado —dijo el muchacho, decidiendo hacerle una confidencia.

—Ya.

—Estábamos haciendo… eso. No sé si me entiende.

Spurgeon asintió.

—Para ella era la primera vez, pero no para mí. La… cosa…, pues nada, que se salió y se quedó dentro de ella.

Spurgeon asintió de nuevo y siguió tomando el café, con los ojos fijos en la taza.

Comenzó a explicarle lo que es el lavado, pero el muchacho le interrumpió.

—No me comprende usted; eso ya lo he leído yo, pero es que ni siquiera conseguimos sacárselo. Se puso, bueno, histérica. No podíamos ir tampoco a donde mi hermano o su madre. Nos hubieran matado. De modo que vine aquí, en el coche. El médico de ahí dentro lleva casi una hora llamando a un especialista.

Spurgeon tomó el último sorbo, secó la taza y la dejó cuidadosamente sobre el periódico. Se levantó y entró en la clínica de urgencia.

Estaban en un cuarto pequeño, con las cortinas corridas. La chica tenía los ojos cerrados. Su rostro, vuelto contra la pared, era como un puño negro cerrado. Estaba sobre la mesa, en postura para una litotomía, con los pies en los estribos. Potter, mirando por un espejo de otorrinolaringólogo, señalaba con una pequeña linterna y daba una lección sumamente erudita a un interno que estaba en pie detrás de la cabeza de la muchacha. El interno era del departamento de anestesia. Spurgeon no sabía cómo se llamaba. Se reía para sus adentros.

Potter pareció asustado cuando se abrió la cortina, pero al reconocer a Spurgeon sonrió.

—Ah, doctor Robinson, me alegro de que pudiera venir a consulta. ¿Le mandó el doctor Moylan?

Spurgeon cogió unos fórceps y, sin mirar a ninguno de ambos, encontró y extrajo el objeto culpable, tirándolo al cesto de la basura.

—Su amigo la espera para llevarla a casa —dijo.

Ella se marchó rápidamente.

El interno del departamento de anestesia había dejado de reír. Potter siguió donde estaba, mirándole contra el estúpido espejo frontal.

—No era nada serio, Robinson, una broma.

—Miserables.

Esperó un momento, por si había jaleo, pero, naturalmente, no pasó nada, en vista de lo cual se fue, temblando ligeramente.

Si tenía que enfrentarse con el personal, lo mejor era empezar por Potter, el hombre más distraído del hospital. Una vez le encargaron que mostrara a un interno cómo se descubre una vena varicosa en la pierna, y Lew Chin le explicó detalladamente el procedimiento a seguir. Cuando el cirujano externo fue llamado a la sala de operaciones contigua a ayudar en un caso de paro cardiaco, Potter siguió adelante y extrajo por error la arteria femoral en lugar de la vena. El doctor Chin, tan furioso que casi no podía hablar, hizo lo que pudo por remediar el error, tratando de sustituir la vital arteria con un injerto de nylon. Pero el resultado fue un caos; el injerto resultaba imposible, y una mujer que había entrado en la sala de operaciones para una intervención sumamente sencilla tuvo que ser devuelta para una amputación. El doctor Longwood había hablado intencionadamente de este caso en un debate sobre las complicaciones de la semana. Pero, menos de una semana después, Potter, en una operación de hernia de lo más rutinario, había ligado el cordón espermático, cerrándolo, junto con el saco herniario. Al quedar esta zona sin irrigación, en pocos días el paciente perdió irremediablemente el uso de un testículo. Esta vez el viejo revisó el caso con más acrimonia, recordando al personal que la Medicina no estaba todavía en condiciones de disponer de piezas de recambio para todo.

Spurgeon había sentido compasión por Potter, pero la estúpida arrogancia del residente hacía imposible apiadarse de él durante mucho tiempo seguido, y ahora se contentaba con que Potter hiciera desdeñosamente caso omiso de él cuando se cruzaban en el pasillo. El incidente de la clínica de urgencia había tenido un efecto contrario en Jack Moylan, que trataba ahora de exagerar la amabilidad, a lo que Spurgeon reaccionaba despectivamente.

Pocas personas habían participado en el incidente y la mayor parte de sus colegas seguían tratándole como siempre. Él y Silverstone habían unificado el sexto piso, por así decirlo, pero, aparte de esto, Spurgeon vivía solo en su isla, y en raras ocasiones llegaba incluso a preferir esta soledad.

A mediados de septiembre hubo unos cuantos días agradables, que fueron seguidos por una ola de sofocante calor, pero él sentía el aire que entraba todas las mañanas por su ventana abierta, que era una curiosa mezcla de ozono marino y hedor urbano, indicándole que incluso aquel segundo veranillo estaba terminando. El siguiente día que tuvo libre, un domingo, cogió la manta de la cama y el traje de baño y en su vieja furgoneta «Volkswagen» fue a la playa de Revere, que era mejor que la de Coney, por supuesto, pero no tan buena como la de Jones. Estaba casi desierta cuando llegó él, a las diez y media de la mañana, pero después de comer comenzó a llegar gente.

Spurgeon cogió la manta y decidió ir de exploración, a orillas del agua, hasta salir de la playa municipal. Aquí, las instalaciones seguían siendo públicas, pero ya no estaban cuidadas. La arena era escasa y de un gris ceniciento, en lugar de ser blanca, espesa y profunda. Además, había largos trechos rocosos, que hacían daño en los pies, y había menos gente. Cerca de él, cuatro sujetos atléticos estaban haciendo posturas llenas de vanidad y músculo; un individuo gordo, con el vientre pálido, yacía en la arena como un hongo, con el rostro cubierto por una toalla; dos niños corrían, saltando como bailarines y chillando como animales, a lo largo de las olas cremosas; y una muchacha negra estaba echada tomando el sol.

Pasó junto a ella a fin de verla mejor, luego dio la vuelta y volvió a cuatro metros de distancia de donde ella estaba tumbada, con los ojos cerrados. En otras partes había trechos de arena fina, pero donde él extendió su manta había rocas, que, al sentarse, se le hincaban en la carne.

La muchacha tenía la piel más clara que él, como de color chocolate, en lugar de su negro purpúreo. Llevaba un traje de baño de una sola pieza, muy blanco, diseñado para guardar la decencia, pero impotente contra la estructura física de su cuerpo. Su pelo era tan negro y encaracolado, y estaba cortado tan corto, que adornaba su fina cabeza como un solideo. Aquella muchacha negra era algo que ninguna blanca podría jamás tratar de ser.

Al cabo de un rato, tres de los atletas se cansaron de hacer juegos malabares con los músculos y se tiraron de cabeza al Atlántico. El cuarto, que parecía haber sido concebido por Johnny Weismuller e Isadora Duncan, trotó desdeñosamente por el terreno accidentado y acabó sentándose junto a la manta de la dama. Ah, era todo músculo, desde los pies a la cabeza: habló del tiempo, de las mareas y ofreció invitarla a «Coca-Cola». Finalmente, se confesó vencido y se retiró, decepcionado, a hacer un bíceps como una teta postnatal.

Spurgeon siguió allí, contentándose con mirar, dándose cuenta, por lo que había visto, de que no era aquélla una muchacha fácil de abordar.

Algún tiempo después, la chica se puso el gorro de baño, se levantó y entró en el mar. Debido a su formación clínica, Spurgeon notó, con interés, que el mero hecho de seguir sus movimientos con la vista le producía un dolor físico.

Se levantó de la manta y anduvo el largo trayecto que le separaba de la furgoneta «Volkswagen» azul, de prisa, pero dominándose para no correr. La guitarra estaba donde la había dejado, en el suelo, debajo del segundo asiento. La trajo a la manta, quemándose lamentablemente las plantas de los pies contra las rocas calientes. Estaba convencido de que cuando volviera ya ella habría desaparecido para siempre, pero la vio sentada sobre su manta, sin duda porque, a pesar del gorro, el agua le había mojado el pelo. Se lo había quitado y estaba echada hacia atrás, apoyándose con ambos brazos.

De vez en cuando sacudía la cabeza, mientras se le secaba el pelo al sol.

Spurgeon se sentó y comenzó a rasguear las cuerdas. En reuniones con amigos había tratado muchísimas veces de ligar con chicas usando sólo notas, no palabras. A veces le había dado resultado y a veces no. Sospechaba que, en la mayoría de los casos, cuando le había dado resultado, era porque cualquier otra táctica habría salido igual de bien: ojos, señales de humo, telegramas sonoros o un movimiento del dedo.

A pesar de todo, usaba cualquier arma que tuviese a mano.

La guitarra hablaba tímidamente a la chica, con franca, brava, asexuada falta de sinceridad.

Quiero ser amigo tuyo, señorita anónima

Quiero ser para ti como un hermano

Créeme.

La muchacha miraba al mar.

Quiero hablar contigo sobre tos sofismas de Schopenhauer

Quiero discutir contigo las mejores películas.

Quiero ver televisión contigo en una tarde de lluvia y compartir contigo mis pastas de harina de avena.

Ella le miró de reojo, evidentemente perpleja.

Quiero reírme de tus juegos de palabras, por malos que sean.

Quiero reírme de regocijo ante tus bromas, aunque no entienda una palabra de ellas.

Los dedos de Spurgeon volaban, yendo y viniendo sobre las cuerdas, produciendo cascadas de pequeños sonidos rientes y optimistas, y ella volvió a la cabeza y… y… y le sonrió.

Quiero besar esa divertida boca africana.

Calma, calma, pérfida guitarra.

Eres una flor negra que sólo yo he descubierto en esta maravillosa playa gris ceniza y sucia.

La música ya no era asexuada ni mucho menos. Le murmuraba, la acariciaba.

La sonrisa se desvaneció. La muchacha le volvió la espalda, apartando el rostro de sus ojos.

Tengo que hundir el rostro en la redondez oscura de tu vientre.

Sueño ahora con bailar desnudo contigo y cogerte el trasero en la palma de la mano.

La muchacha se levantó. Recogiendo su manta, sin doblarla, se fue de la playa, presurosamente, pero sin poder ocultar sus maravillosos movimientos. Condenada guitarra cachonda. Dejó de tocar y vio por primera vez un bosque de feas rodillas. Los cuatro atletas, el hombre gordo, los dos niños y varios otros estaban en pie junto a su manta, absortos.

—Zuiiiii —silbó, siguiéndola con la mirada.

Las treinta y seis horas siguientes no fueron buenas. Aquella noche tuvo que preparar a cuatro pacientes que tenían que ser operados, tarea que le repelía; afeitar el vientre o el escroto de un paciente, con lunares que cercenar y defectos insospechados que raspar y pelillos burlones y evasivos que escapaban a la hoja más cortante, era muy diferente que afeitarse uno su propio y conocido rostro. El lunes por la mañana ayudó fielmente a Silverstone en una apendicetomía, y, a modo de recompensa, recibió permiso para tender una trampa a un juego hostil de amígdalas infectadas y cortarlas de raíz. El martes, a las ocho, quedó libre, y a las diez y media ya estaba en la playa. La mañana estaba nublada. Observó a las gaviotas y aprendió mucho sobre su delicada aerodinámica.

Hacia las once y media salió el sol, por lo cual ya no sentía tanto frío, y cuando volvió de comer había empezado a llegar gente, aunque seguía soplando la brisa y la muchacha no aparecía por ninguna parte. Pasó la tarde sorteando piernas, buscándolas negras y sensuales. Pero no encontró el par que buscaba, de modo que se dedicó a practicar la natación y a echar la siesta, despertándose periódicamente para levantarse y otear la playa. Por fin ligó con una chica de seis años llamada Sonia Cohen, y los dos construyeron Jerusalén en la arena, operación interreligiosa que fue destruida por una ola católica a las cuatro y siete minutos. La niña se sentó junto a las olas y se echó a llorar. Se fue de la playa lo antes que pudo volviendo al hospital con tiempo suficiente para una rapidísima ducha y reanudar sus actividades, con arena de la paleta de Sonia haciéndole aún cosquillas en el cuero cabelludo. Aquel turno era monótono, pero fácil de aguantar. Entonces, ya se había resignado a no volver a ver nunca más a la muchacha, convenciéndose de que no podía ser realmente tan espectacular como le decía su memoria. El jueves por la noche, el cretino de Potter se diagnosticó a sí mismo un virus, lo que probablemente quería decir otra cosa muy distinta, y se recetó cama. Adam reajustó los turnos y el resultado fue que a Spurgeon le tocaron cuatro horas de clínica de urgencia.

Cuando llegó, encontró a Meyerson sentado en un banco, aburrido, leyendo el periódico.

—¿Qué tengo que aprender, Maish?

—Poca cosa, doctor —dijo el conductor de ambulancia—. Recuerde únicamente que si viene alguien con aire de querer irse hay que admitirle en la clínica sin más. Es una vieja regla de aquí.

—¿Por qué?

—En las horas punta esta clínica está llena. A veces los pacientes tienen que esperar horas. Pero lo que se dice horas. Se corre la voz de que alguien la ha palmado en la clínica de urgencia, y lo primero que piensan los demás es que a lo mejor también ellos se mueren sin que nadie les haga caso.

En vista de las circunstancias Spurgeon se preparó para lo peor, pero fueron cuatro horas tranquilas, sin la frenética actividad que había esperado. Leyó tres veces el único aviso.

PARA: Todo el personal.

DE: Emmanuel Brodsky, enfermero farmacéutico en jefe.

PROBLEMA: Blocs de recetas desaparecidos.

Se nos ha informado en el Departamento de Farmacia que en estas dos semanas han desaparecido de algunas clínicas varios blocs de recetas.

Este verano se ha notado también la falta de cierta cantidad de barbitúricos y anfetaminas. En vista del apremiante problema que plantea la escasez de medicamentos este departamento sugiere que se tomen medidas para evitar que tanto tos blocs como los mencionados medicamentos caigan en manos irresponsables.

Al principio de la velada, Maish llegó con una mujer alcoholizada que le dijo, sin demasiada convicción, que su cuerpo maltratado era una masa de contusiones como consecuencia de haber caído escaleras abajo. Él se dio cuenta de que alguien, quizá su marido, o su amante, le había pegado. Los Rayos X resultaron negativos, pero Spurgeon esperó a darla de alta hasta ponerse en contacto con un jefe de residentes, siguiendo en esto la costumbre del hospital de que sólo los residentes veteranos podían tomar decisiones finales sobre los pacientes del departamento de accidentes. Adam tenía libre aquel día y estaba trabajando en Woodborough. Meomartino llegó por fin y mandó a la mujer a casa, con orden de que tomara un baño caliente. Era exactamente lo mismo que habría hecho él, sólo que veinte minutos antes, pensó Spurgeon, desdeñando el reglamento del hospital.

Poco después de las diez hizo su aparición una pareja de color, apellidados Sampson, con su hijo de cuatro años, que lloraba a gritos y sangraba por la palma lacerada de una mano. Spurgeon, después de extraer fragmentos de cristal, le aplicó seis puntos de sutura. El niño, por lo visto, se había caído del lavabo del cuarto de baño con un frasco de medicina en la mano.

—¿Qué había en el frasco?

La mujer pestañeó.

—No sé. Era como de color rojo. Llevaba allí muchísimo tiempo.

—Pues han tenido suerte, porque podría habérselo bebido, y a estas alturas probablemente ya estaría muerto.

Movieron la cabeza, como separados de él por un idioma distinto.

«Qué gente», pensó Spurgeon.

Lo único que podía hacer era darles un botellín de ipecacuana y pedir a Dios que si el niño bebía alguna vez algo venenoso, pero no corrosivo, tuvieran el sentido común de administrarle inmediatamente una dosis para forzarle a vomitar mientras llegaba el médico.

«Si es que se les ocurre llamar al médico», pensó.

Poco después de medianoche un coche de la Policía le trajo a Mrs. Therese Donnelly, agitada, pero furiosa.

—Sé una adivinanza. ¿A que no sabe usted en qué se convierte un irlandés cuando se hace policía?

—No sé —dijo él.

—Pues en un inglés.

El policía que la traía mantuvo una expresión cuidadosamente seria.

Mrs. Donnelly tenía setenta y un años. Su coche había chocado violentamente contra un árbol. Ella había recibido un golpe en la cabeza, pero insistía en que se encontraba perfectamente. Era el tercer accidente que tenía en más de treinta y ocho años de conducir, repetía.

—Los otros dos fueron insignificantes, ¿me comprende?, y ninguno culpa mía. La gente muestra su verdadero carácter cuando se pone al volante, so bestias.

Al tiempo que indignación exudaba leves vapores de alcohol embotellado.

—También yo sé un acertijo —dijo Spurgeon, sacándose de la memoria uno que indudablemente había leído años antes en alguna revista cómica ya olvidada—. Si se hundiera Irlanda, ¿qué es lo que flotaría?

El policía y la vieja dama mostraron gran interés, pero no dieron ninguna respuesta.

—Cork[20] —dijo él.

La vieja rió ruidosamente.

—¿Qué es lo más grande que tiene un caballo?

Por encima de su cabeza, Spurgeon y el policía cambiaron sonrisas, como el apretón de manos de una sociedad secreta.

—No, no es eso, ¡qué mal pensados son ustedes! Lo más grande es la melena.

«¿Sería senilidad?», se preguntó. Parecía bastante vivaz para quejarse y protestar constantemente durante el reconocimiento físico a que la sometió, y que no dio resultados notables.

Mandó sacar una radiografía del cráneo, y estaba mirándola cuando llegó su hijo. Arthur Donnelly tenía cara de matón y estaba evidentemente preocupado.

—¿Se encuentra bien?

La radiografía no revelaba fracturas en el cráneo.

—Eso parece. Pero a su edad no estimo prudente que conduzca.

—Sí, ya lo sé, pero es uno de sus más grandes placeres. Desde la muerte de mi padre, lo único que realmente le gusta es ir en coche a visitar a sus amigas. Juegan al bridge y toman una copa.

«O dos», pensó Spurgeon.

—Parece que está bien —dijo—, pero teniendo en cuenta que tiene ya setenta y un años será mejor que pase aquí la noche, para observarla mejor.

Mrs. Donnelly se puso seria al oír esto.

—¿Qué es un tonto? —preguntó.

—Me rindo —dijo él, sin saber qué decir.

—Pues una persona que no se da cuenta de que después de todo lo que he tenido que aguantar lo que quiero es dormir en mi propia cama.

—Mire, conocemos este sitio —dijo su hijo—, mi hermano Vinnie…, ¿le conoce, no?, el representante del Estado, Vincent X. Donnelly.

—Pues no.

Donnelly pareció molesto.

—Bueno, pues es uno de los fideicomisarios del hospital, y estoy seguro de que preferiría que mi madre volviese a casa.

—Aquí podemos hacer objeto a su madre de todas las atenciones que necesita, Mr. Donnelly —dijo Spurgeon.

—Al diablo con eso. Le digo que conocemos este sitio, y no es un lecho de rosas. Ustedes tienen ya bastante gente que atender para que encima se preocupen de nuestra madre. Sea razonable y deje que la lleve a casa, a su propia cama. Llamaremos al doctor Francis Delahanty, que la conoce desde hace treinta años, y si hace falta contrataremos incluso enfermeras para que la cuiden. Todo el tiempo que usted quiera.

Telefoneó a Meomartino, que le escuchó con impaciencia mientras él explicaba lo que había visto en la vieja.

—Estoy vigilando un paro cardiaco, además de otras cosas —dijo Meomartino—. Esta noche todavía no he dormido. ¿Hago realmente falta allá?

En el mejor de los casos era un voto tácito de confianza, pero Spurgeon se asió a él como a un clavo ardiendo.

—No, yo lo resuelvo —dijo.

Dio de baja a la vieja y comenzó a sentirse médico de verdad.

El resto de la noche fue tranquilo. Siguió con sus visitas, entregó algunos medicamentos, cambió unos pocos vendajes, dio las buenas noches al viejo edificio e incluso consiguió descansar tres horas seguidas antes de la mañana, volviendo a la cama al final de su turno y durmiendo hasta el mediodía.

Yendo ya al comedor a almorzar, a mitad de camino cambió de idea y, sin molestarse en subir a buscar el traje de baño, se fue del hospital y condujo su furgoneta hacia la playa de Revere.

Sonia Cohen no estaba a la vista, pero si la muchacha negra, en el mismo sitio donde la viera la vez anterior. Le miró acercarse a ella con arena en los zapatos de ante oscuro.

Le pareció vislumbrar algo, ¿quizás un relámpago de descuidada alegría?, antes de que su mirada le enfocara, como si aquélla fuera la primera vez que se veían.

—¿Puedo sentarme con usted?

—No.

Enarenándose los zapatos, fue hacia las rocas, que no estaban lejos, hacia el lugar de los admiradores silenciosos, donde el primer día había extendido la manta. Al sentarse, las rocas, a través de la manta, le quemaron la carne.

Estuvo allí, mudo, mirándola. El sol calentaba mucho.

La muchacha trataba de comportarse como si estuviera sola en la playa; de vez en cuando se movía con gracia instintiva al entrar en el agua, nadaba con un placer que parecía auténtico y nada afectado, y salía luego para volver a sentarse en la manta de la marina norteamericana, bajo el calor dorado.

Era uno de esos días de comienzos de otoño que llegan a veces a Nueva Inglaterra procedentes directamente de los trópicos. Spurgeon estaba sentado bajo el sol y sentía sus jugos fluir por los poros hasta que le empaparon el pelo ensortijado y cortado casi al rape, y haciendo que la ropa se le pegase al cuerpo.

Se había perdido el almuerzo. A las tres de la tarde tenía la cabeza como hueca y ligera, como una ceniza que ardiera sin peso bajo el gran sol agresivo. Los ojos le dolían por culpa de su propia sal. Cuando los abría veía tres chicas moverse grácilmente al unísono, como un grupo de elegante ballet moderno. «Estrabismo periódico», se dijo, pensando en lo maravillosamente eficientes que suelen ser los músculos ópticos.

Poco después de las tres y media la muchacha se rindió y escapó, como había hecho el día anterior. Esta vez, sin embargo, Spurgeon la siguió.

Estaba esperándola a la salida de la barraca de bañistas cuando salió; se había puesto un vestido de algodón amarillo y tenía la manta y la ropa de baño bajo el brazo. Se dirigió hacia ella.

—Oiga —dijo.

Notó que estaba asustada.

—Por favor —insistió—, no soy un pervertido, ni un chulo, ni nada de eso. Me llamo Spurgeon Robinson y soy respetable a más no poder, casi aburrido de puro respetable, pero lo que no quiero es correr el riesgo de no volverla a ver más. No hay aquí nadie que nos presente.

Ella comenzó a alejarse.

—¿Vendrá mañana? —preguntó, siguiéndola.

Ella no contestó.

—Por lo menos dígame su nombre.

—Yo no soy lo que usted busca —dijo la muchacha. Se paró y se enfrentó con él, y a Spurgeon le gustó el duro desprecio que relucía en sus ojos—. Lo que usted quiere es una chica fácil con quien pasarlo bien un día en la playa. No tengo nada que darle, caballero; lo mejor es que pruebe con alguna otra.

La otra vez que se volvió a mirarle fue cuando llegaron al fondo de las escaleras del «elevado».

—Por favor, dígame su nombre. Nada más.

—Dorothy Williams.

Allí, en pie, mirándola subir las empinadas escaleras, Spurgeon se dijo que no estaba quedando muy bien, pero no podía apartar los ojos de ella, hasta que, por fin, la vio meter la moneda en el torniquete y desaparecer por la puerta giratoria.

No tardó en llegar un tren, como un dragón jadeante, que se interpuso entre él y la luz y se la llevó. Spurgeon se marchó de allí.

El sol brillaba, pero ahora el calor se había ido, sin duda para no volver. Spurgeon llevaba sus pantalones de baño y no le sorprendió encontrarla allí al llegar. Se saludaron tímidamente, y ella no le prohibió extender la manta a su lado, donde la arena era más fina.

Hablaron.

—Me pasé la semana buscándola; casi me quedé ciego de tanto mirar.

—Estaba en el colegio. Ayer fue mi primer día libre.

—¿Es usted estudiante?

—Maestra. Enseño arte en la escuela secundaria, séptimo y octavo grados. ¿Es usted músico?

Él asintió, diciéndose que no era una mentira y no queriendo entrar aún en detalles, más interesado en saber cosas de ella.

—¿Usted pinta, o esculpe en piedra, o modela en arcilla?

Ella asintió.

—¿Cuál? —insistió él—. Quiero decir que cuál es su especialidad.

—Me salen bastante bien las tres, pero lo que se dice bien de verdad, ninguna. Si yo supiera modelar como usted toca la guitarra…, entonces estaría modelando todo el tiempo.

Sonrió y movió la cabeza.

—Eso es cosa de aficionado. «Hasta la última gota de sangre por la creación artística, ustedes, los genios, mientras los demás mortales, desgraciados que somos, os observamos tranquilamente».

—No tiene derecho a llamarme hipócrita —dijo ella.

Incluso su desagrado agradó a Spurgeon.

—No me ha entendido. Lo que pasa es que mi primera impresión de usted es que no es de las que se arriesgan fácilmente.

—Una solterona prematura.

—No, diablos, no quise decir eso.

—Pues soy una especie de solterona —admitió ella.

—¿Cuántos años tiene?

—Veinticuatro, cumplidos en noviembre.

Le sorprendió; sólo un año menos que él.

—¿Quiere decir que ya se considera demasiado vieja para el matrimonio?

—No, no tiene nada que ver con el matrimonio. Me refiero a un estado de ánimo. Me estoy volviendo muy conservadora.

—La gente de color no tiene derecho a ser conservadora.

—¿Se preocupa mucho por las cosas, políticamente?

—Dorothy, ¿es que tengo que decirte que soy negro? —respondió él.

Este primer tuteo a ella pareció caerle bien, aunque no se sabía si era por el tuteo o por la respuesta.

Spurgeon se puso a construir castillos de arena, y la muchacha se arrodilló y cavó un hoyo en la playa para sacar arena húmeda del fondo; luego, cogió también ella arena húmeda y modeló un rostro, con los ojos fijos en las facciones de Spurgeon, y sus dedos, largos y finos, acariciaban la arena de una manera que le estaba desconcertando. «Tenía razón en lo que había dicho sobre su talento», pensó él, mirando al rostro de arena, que realmente no se le parecía mucho.

Finalmente, cuando estaban los dos cubiertos de arena ella se puso en pie de un salto y corrió al agua; él la siguió, hendiendo la fría brisa y descubriendo con alivio que el agua le cubría la piel como una seda cálida, en comparación con el aire, que era más fresco. Ella seguía mar adentro y él salpicaba bravamente, para seguir a su lado. Justo antes de rendirse Spurgeon, ella se volvió y comenzaron a nadar, con los cuerpos juntos, pero sin tocarse.

—Nadas estupendamente —jadeó él, con el pecho dolorido.

—Vivimos junto a un lago. Paso mucho tiempo en el agua.

—Yo no aprendí a nadar hasta los dieciséis años, en la Riviera. —Se dio cuenta de que ella pensaba que estaba bromeando—. No, de verdad te lo digo.

—¿Y qué hacías tú allí?

—Nunca conocí a mi padre. Era marino mercante, en buques-cisterna. Mi madre se casó otra vez, teniendo yo doce años, con un sujeto estupendo. El tío Calvin. Cuando yo hacía preguntas sobre mi padre, lo único que me decía mi madre es que estaba muerto. Por eso, un verano, a los dieciséis años, decidí tratar de ver el mundo como él lo había visto. Ahora me parece una tontería, pero me figuro que pensé que a lo mejor le encontraría, vete a saber cómo. Por lo menos, ahora le comprendo.

Ella nadaba con poco movimiento, con el traje blanco de baño sumergido, sus hombros oscuros y suaves sobre la superficie, lo que la hacía parecer desnuda y bella.

—No me parece una tontería —dijo.

En el labio superior, sobre la gran boca rosada, había aparecido un levísimo bozo al secársele el agua salada al sol. Spurgeon hubiera preferido borrárselo con la lengua, pero alargó un dedo húmedo y se lo pasó suavemente por el labio.

—Sal —explicó, al echarse ella hacia atrás—. Bueno, pues no conseguí trabajo en un buque-cisterna; tuve suerte, dije que tenía dieciocho años y logré entrar en el Ile de France de pianista. La primera noche que pasamos en El Havre la niebla era muy densa, y yo pasé el tiempo por la calle, mirándolo todo, y les decía que no a las putas y trataba de imaginarme que era mayor y más fuerte y que tenía mujer y un hijo pequeño esperándome en Estados Unidos, pero claro es que no lo conseguía. No conseguía imaginarme siquiera cómo tenía que haberse sentido mi padre.

—Es la cosa más triste que he oído en mi vida.

Spurgeon decidió aprovecharse de su tristeza; se le acercó, torpón como una foca enamorada, y le tocó la boca con la suya. Ella comenzó a apartarse, y luego, cambiando de idea, le puso las manos en los hombros y sus labios suavemente contra los suyos durante un breve momento, un beso salino, sin pasión, pero con mucha ternura.

—Yo me acuerdo de cosas mucho más tristes —dijo él, asiéndola de nuevo. Ella entonces le mostró los dientes y le puso los pies contra el pecho, apartándose de él. No fue una verdadera patada, pero bastó el impulso para que Spurgeon se hundiese y tragara agua, y cuando dejó de toser los dos se dijeron que ya era hora de volver a la orilla. Salieron a nado, con carne de gallina. Spurgeon se ofreció a frotarla con la toalla para hacerla entrar en reacción, pero ella rehusó. Fue corriendo a lo largo de la playa, y Spurgeon se dio cuenta en seguida de que esto era incluso mejor que mirarla andar. La carrera duró demasiado poco y los dos volvieron a la manta; ella abrió lo que a Spurgeon le había parecido un bolso de costura y que resultó contener una excelente merienda.

—Pero todavía no me has explicado cómo aprendiste a nadar —le dijo ella.

—Ah, si —Spurgeon estaba comiendo ensalada de atún con pan de centeno—. Hicimos el viaje de ida y vuelta todo el verano, de Manhattan a Southampton, de allí a El Havre, con dos días de parada, y luego la vuelta. Es un buque elegante y yo estaba ahorrando dinero, pero no veía más que agua. Me asustaba la idea de coger el vapor nocturno a Paris. Luego, hacia esta época del año, el buque estuvo una semana en El Havre, para ser reparado. Había un ayudante de sobrecargo, un individuo llamado Dusseault. Su mujer tenía una tienda para «primos» en Cannes, y él me dijo que, si quería, me llevaría en el coche y yo le ayudaría a conducir. Tardamos treinta horas. Mientras él se acostaba con su mujer yo me pasaba los días en la playa y miraba los bikinis. Una pandilla de hippies franceses me adoptó, o cosa parecida. Una chica muy joven me enseñó a nadar en tres días.

—¿Hiciste el amor con ella? —preguntó Dorothy al cabo de un rato.

—Era una chica blanca. Yo todavía recordaba vívidamente la avenida de Amsterdam. Por aquella época hubiera preferido cortarme el pescuezo.

—¿Y ahora?

—¿Ahora?

Durante años la muchachita francesa había sido parte principal de sus fantasías sexuales y sociales. Repetidas veces Spurgeon se había preguntado a sí mismo lo que habría ocurrido si llega a quedarse allí, cortejándola, casándose con ella, europeizándose. A veces el sueño perdido le entontecía de anhelo y amargura; la mayor parte del tiempo, sin embargo, llegaba a la conclusión de que el resultado habría sido desastroso. La bella muchachita probablemente se habría convertido en una mujer avasalladora; la gente, con el tiempo, habría notado el color de su piel, la serpiente habría acabado por entrar en el Jardín del Edén.

—… Ahora…, la verdad es que haces demasiadas preguntas —dijo.

Spurgeon la invitó a cenar, pero ella rehusó.

—Me están esperando mis padres.

—Te llevo en coche.

—Está demasiado lejos —objetó ella, pero él insistió. Rió al ver su furgoneta «Volkswagen»—. No eres músico, eres una especie de recadista.

—Un director de orquesta es un recadista. Tiene que llevar al que toca el contrabajo, dos que tocan el cuerno y el de los tambores.

Ella no dijo nada.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—Pareces asustada.

—¿Qué sé yo quién eres? —dijo, de pronto—. Un hombre que ha ligado conmigo en la playa. Un trastocado o un pervertido sexual, o algo peor.

Él rompió a reír.

—Soy un vagabundo —dijo—. Voy a llevarte a una isla desierta y entrelazarte coronas de flores en el pelo.

Estuvo a punto de confesar que era médico, pero estaba pasándolo muy bien y su regocijo fue lo bastante espontáneo para calmarla. Su estado de ánimo cambió y se puso a hablar, alegrándose casi. A Spurgeon le gustaba el mero hecho de estar con ella, y un momento después el coche iba ya camino del portazgo de Massachusetts, hacia un lugar llamado Natick. La casa estaba a dos minutos del portazgo, un chalet muy limpio, de tejado de uralita, en una zona que, excepción hecha de ellos, era blanca. La madre de Dorothy era delgada y seria, con facciones agudas que insinuaban lejanos contactos con la raza blanca. El padre era un hombre oscuro y callado, que tenía aspecto de pasarse la vida cuidando del prado, podando el seto y haciendo ansiosas comparaciones entre su huerto y los de sus vecinos anglosajones y semitas.

Los padres de la muchacha le tendieron la mano con cierto recelo, pero, evidentemente se alegraban de que su hija le hubiese traído a casa. Había allí otra niña, de tres años, de pelo negro ensortijado y piel de color café con leche, llamada Marion. Spurgeon, involuntariamente, se puso a mirar de una cara a otra, notando la identidad de las facciones.

«Es hija de Dorothy», se dijo.

Mrs. Williams tenía una perspicacia instintiva.

—La llamamos Hormiguita —dijo—, por lo pequeña que es. Es de Janet, mi hija menor.

Le invitaron a sentarse en la rotonda, detrás de la casa, a la sombra de vides fragantes, pero llenas de mosquitos. Mientras Spurgeon hablaba, Mr. Williams le escanció cerveza que él mismo había ayudado a hacer.

—Control de calidad. Pruebo el producto según va siendo elaborado. Durante el proceso de fermentación voy haciendo pruebas químicas y bacteriológicas.

Había entrado en la cervecería de barrendero, y luego, durante seis años, había trabajado de cargador, le explicó, mientras su mujer y su hija escuchaban en silencio, con una paciencia que evidentemente era producto de una larga costumbre. Había tenido que aprobar una serie de pruebas y exámenes para conseguir su empleo actual. Y lo más impresionante de todo:

—Contra tres hombres blancos.

—Maravilloso —dijo Spurgeon.

—Lo importante es la educación prosiguió Mr. Williams. Por eso me gusta tanto que Dorothy sea maestra y ayude a la gente joven. —Ladeó la cabeza—. ¿Y tú a qué te dedicas?

Spurgeon y la muchacha hablaron al mismo tiempo.

—Es músico.

—Soy médico.

Sus padres estaban desconcertados.

—Soy médico —dijo él—, interno de cirugía en el Hospital General del condado de Suffolk.

Todos le miraron: los padres con admiración, la chica con rabia.

—¿Te gusta el pastel de pollo? —le preguntó Mrs. Williams, alisándose el delantal.

Le gustó la forma de servirlo, humeante, con la corteza desmigajante y más carne magra que verdura, regado con zumo fresco de fruta y acompañado con patatas que probablemente procedían de su propio huerto, que era grande y estaba en la parte trasera de la casa. De postre tomaron compota de manzana y té helado con limón. Mientras las mujeres levantaban la mesa, Mr. Williams puso discos viejos de Caruso, rayados, pero interesantes.

—Era capaz de romper un vaso solo cantando —dijo Mr. Williams—. Hace años, antes de hacerme controlador de calidad, solía hacer un poco de todo para ganarme unos dólares los fines de semana, ¿sabes? Un sábado por la mañana estaba limpiando un garaje en Framingham, en el centro, y una dama muy emperifollada vino y tiró un montón de discos de Caruso al cubo de la basura.

—Señora —le dije—, está usted tirando un fragmento de su cultura, —pero ella me miró con desdén y yo cogí los discos y los metí en el coche.

Escucharon la gran voz muerta, con la niña, ligera como un copo de nieve, en las rodillas de Spurgeon, mientras de la cocina llegaba ruido de platos lavados a mano. Después de Caruso, Spurgeon buscó entre los discos para ver si había algo de jazz o música de protesta, pero no encontró nada. Había un piano viejo, usado y repintado, pero que sonaba muy bien al tocarlo Spurgeon.

—¿Quién toca el piano?

—Dorothy estuvo aprendiendo.

Las mujeres volvían de la cocina.

—Di exactamente ocho lecciones. Sé tocar bien tres canciones de niños, más unos cuantos fragmentos de otras cosas. Spurgeon toca como un profesional —les dijo a sus padres, con aviesa intención.

—Tócanos algunos himnos —pidió la madre.

«Al diablo», pensó él. Se sentó en el taburete giratorio y tocó Steal Away, Go Down Moses, Rock of Ages, That Old Rugged Cross y My Lord, What a Morning. Ninguno de los cuatro cantaba bien, y los blancos que van por ahí diciendo que el negro nace con el instinto del ritmo debieran haber oído a Mr. Williams. Spurgeon escuchaba a la chica, no como habría escuchado a una cantante profesional, sino como una persona escucha a otra, oyendo su voz, fina y llena de emoción, cantando con su madre y su padre; Spurgeon se sintió como el pez que juguetea con el anzuelo hasta que, de pronto, se da cuenta de que ya lo tiene en la garganta.

Elogiaron calurosamente lo bien que tocaba al piano y él hizo algunos comentarios hipócritas sobre lo bien que cantaban. Luego, los padres fueron a acostar a la niña y hacer café. En cuanto se vieron solos, ella comenzó a reñirle.

—¿Por qué mentiste?

—No mentí.

—Les dijiste que eres médico.

—Y es que lo soy.

—Y a mí que eres músico.

—Y lo soy. Era músico antes de ser médico, pero ahora soy médico.

—No te creo.

—Peor para ti.

Volvió el padre, y luego la madre, con una bandeja. Tomaron café y dulce de plátano. Spurgeon vio que había ya oscurecido y dijo que tenía que irse.

—¿Vas a la iglesia? —preguntó la madre.

—No, señora. En estos seis años últimos no habré ido ni cinco veces.

Ella guardó silencio un momento.

—Me parece bien que seas sincero —dijo luego—. ¿Y a qué iglesia vas cuando vas?

—Mi madre es metodista —respondió él.

—Nosotros somos unitarios. Si quieres venir con nosotros mañana por la mañana, estaremos encantados.

—He oído decir que el unitario es uno que cree en la paternidad de Dios, la hermandad del hombre y la vecindad de Boston.

Henry Williams se echó a reír ruidosamente, pero Spurgeon vio, por lo tensos que se habían puesto los labios de Mrs. Williams, que había dicho una tontería.

—Los dos domingos próximos estoy de servicio en el hospital. Me gustaría mucho sentarme junto a Dorothy en la iglesia dentro de tres domingos, si me invitan.

Vio que los dos la miraban a ella.

—No he ido a la iglesia últimamente —dijo Dorothy, con voz muy clara—. He estado yendo al Templo Once de Boston.

—¿Eres musulmana?

—No —intervino su madre rápidamente—; lo que pasa es que está muy interesada en ese movimiento.

—Algo de lo que dicen está bien —terció Henry Williams, como a desgana—, no cabe la menor duda.

Spurgeon les dio las gracias y se despidió. La muchacha le acompañó hasta la puerta del jardín.

—Me caen bien tus padres —dijo él.

Ella se apoyó contra la puerta.

—Mis padres son el tío Tom y su mujer. Y tú —dijo, volviendo a abrir los ojos y mirándole— te los has metido en el bolsillo a los dos. A mí me dices que eres una cosa y a ellos que eres otra. Ven a la playa conmigo el próximo fin de semana.

—Pienso que eres muy hermosa, pero no me gusta mendigar. Gracias por traerme a tu casa.

Estaba ya fuera cuando la voz de ella le detuvo.

—Spurgeon.

Sus ojos relucían, blancos, en la oscuridad de la vid que cubría la entrada.

—Tampoco a mí me gusta mendigar, pero ven antes de comer y ponte un jersey de abrigo. Daremos un paseo —sonrió—. Me resfrié el trasero esperando a que llegases a esa condenada playa.

El hospital estaba exactamente como lo había dejado. El mismo olor a pobreza enferma se cernía, espeso y hosco, en el aire. El ascensor crujía y gemía al subir lentamente piso tras piso. Impulsivo, Spurgeon bajó en el cuarto piso y fue a ver cómo iban las cosas. Faltaba personal; algunas de las enfermeras estaban en cama con el mismo virus que había tumbado a Potter y a otros médicos.

—Por favor —dijo una voz.

Detrás de la cortina estaba la vieja dama polaca, con miembros como leños, cubiertos de llagas, muriendo poco a poco entre el terrible hedor de su propio cuerpo. La limpió, la lavó cuidadosamente, le dio un gramo y medio de calmante, ajustó el catéter urinario, aceleró la velocidad de paso del líquido intravenoso, y dejó que muriera más dulcemente que hasta entonces.

Al pasar junto al despacho de Silverstone, de vuelta al ascensor, se abrió la puerta.

—Spurgeon.

—Hola, jefazo.

—¿Quieres hacer el favor de entrar?

De nuevo se sentía feliz, olvidado ya de la vieja cuya vida se escapaba y recordando sólo a la joven cuya vida estaba en plena madurez.

—¿Qué pasa?

—La otra noche, en la clínica de urgencia tuviste una paciente llamada Therese Donnelly, ¿no?

La vieja de los acertijos. Un ligero atisbo de recelo se le formó en el pecho.

—Sí, claro, la recuerdo.

—Volvió al hospital hace seis horas.

El atisbo se volvió certidumbre. Se puso tenso.

—¿Quieres que vaya a ver cómo está?

Los ojos de Adam eran penetrantes y firmes.

—Creo que no estaría de más que los dos fuéramos mañana por la mañana a ver lo que el patólogo hace con ella —dijo.