RAFAEL MEOMARTINO
El único ruido que llegaba del despacho de Rafe Meomartino procedía de la voz de la mujer y del canturrear del aire comprimido desangrándose por la tubería que seguía el perímetro de la pequeña estancia. El ruido constante le llenaba de una especie de nostálgica euforia, inexplicable, hasta que, una mañana, se dio cuenta de que era la misma sensación que había experimentado en otro mundo, en otra vida, sentado en el mirador de «El Ganso de Oro[16]», un club que era uno de los lugares a que con más frecuencia iba su hermano Guillermo en el Prado[17], medio atontado por exceso de alcohol, mientras el cálido sol cubano raspaba quejumbroso las palmeras con un ruido muy parecido al que ahora oía por las tuberías de aire del hospital.
«Ella parecía fatigada —pensó—, pero era algo más que fatiga lo que acentuaba las diferencias en el rostro de ambas hermanas. La mujer del cuarto 211 tenía la boca suave, casi suelta, quizá ligeramente débil, pero al mismo tiempo muy femenina. La boca de su hermana gemela era… hembra más bien que femenina, se dijo Meomartino. No había en ella debilidad alguna. Si aquellas facciones, como esculpidas, expresaban algo a través del maquillaje era una insinuación de frágil aplomo defensivo.
Mientras la observaba los dedos de Meomartino tocaban los diminutos ángeles repujados en la pesada capa de plata del reloj de bolsillo que tenía sobre la mesa. Juguetear con aquel reloj era una de sus debilidades, un fetiche nervioso en el que caía solamente cuando se sentía inquieto. Al darse cuenta de ello, lo apartó de sí.
—¿Y dónde dimos por fin con usted? —preguntó.
—En «Harold’s», en Reno. Llevaba ya allí casi dos semanas.
—Hace tres noches estaba usted en Nueva York. La vi en el espectáculo de Sullivan.
Ella sonrió por primera vez.
—No, esa parte del espectáculo fue grabada hace varias semanas. Estaba trabajando, de modo que no tuve oportunidad de verlo.
—Fue muy bueno —dijo él, con sinceridad.
—Gracias.
La sonrisa apareció automáticamente, relució, y se fue como había venido.
—¿Cómo está Melanie?
—Necesita un riñón. —«Eso ya se lo había dicho el doctor Kender, pensó él, antes de que usted le diese a entender que probablemente no iba a ser uno de los suyos»—. ¿Tiene usted intención de permanecer en Boston una temporada?
Ella comprendió por dónde iba la pregunta.
—No estoy segura. Si tiene que ponerse en contacto conmigo, llámeme al «Sheraton Plaza». Bajo el nombre de Margaret Weldon —añadió, como después de haberlo pensado—. Prefiero que no se entere nadie de que está allí Peggy Weld.
—Comprendo.
—¿Y por qué tiene que ser el mío? —preguntó.
—No es absolutamente necesario —dijo él.
Ella le miró, demorando la sensación de alivio.
—Podríamos trasplantar a Mrs. Bergstrom un riñón extraído a un cadáver, pero la coincidencia inmunológica no sería tan completa como el caso de usted y su hermana.
—¿Es porque somos gemelas?
—Si fueran ustedes gemelas idénticas los tejidos coincidirían perfectamente. Pero, a juzgar por lo que nos ha contado Melanie, son ustedes gemelas fraternas. En este caso no será coincidencia tan completa, pero los tejidos de usted serían aceptados por el cuerpo de su hermana mejor que cualesquiera otros que pudiéramos encontrar —dijo, encogiéndose de hombros—. Las posibilidades de éxito serian mucho mayores.
—Una no tiene más que dos riñones.
—Hay quien tiene menos.
Ella quedó en silencio. Abrió los ojos y asintió con la cabeza.
—Para vivir, basta con un riñón. Mucha gente nace con un solo riñón y muere a edad muy avanzada.
—Y hay gente que ha dado un riñón y luego se les ha estropeado el otro y se han muerto —dijo ella—. No crea que no haya hecho yo mis investigaciones.
—Eso es cierto —admitió Meomartino.
Ella cogió un cigarrillo del bolso y lo encendió, distraída, antes de que él pudiera ofrecerle fuego.
—No tenemos por qué quitar importancia a los riesgos. Ni siquiera podemos, sin faltar a la ética profesional, insistir en que usted dé el suyo. Es una decisión completamente personal.
—Hay muchas cosas que hay que tener en cuenta —dijo ella, fatigada—. Tengo que ir a la Costa Occidental a hacer una película sobre los buenos tiempos del jazz; es algo que lleva tiempo interesándome.
Esta vez él no dijo nada.
—No sabe usted lo que son a veces las relaciones entre hermanas —dijo ella—. Anoche, en el avión, estuve pensando mucho en ello —sonrió sin alegría—. Soy la mayor de las dos, ¿sabía usted esto?
Él sonrió y movió negativamente la cabeza.
—Diez minutos más que ella. Se diría que son diez años, a juzgar por la manera de portarse mi madre con nosotras. Melanie era la niña mimada, la del nombre bonito, y Margaret la hermana mayor, la de confianza. Toda nuestra vida he sido yo quien tuvo que cuidar de Melanie. Desde que teníamos dieciséis años ya cantábamos en cabarets donde nos daba miedo ir al retrete, y yo tenía que estar siempre pendiente de que Melanie no estuviese detrás del escenario con algún músico de tres al cuarto. Seis años vivimos así. Y después de una buena temporada con el programa de Leonard Rathbone, por televisión, empezamos a tener éxito. Contrató Blinstrub’s, y nuestro agente presentó a mi hermana a su primo de Boston. Y así fue como terminó nuestro espectáculo fraternal.
Se levantó y fue a la ventana, poniéndose a mirar al aparcamiento.
—Le diré que me alegré por ella. Su marido es un sujeto simpático y sin imaginación. Universitario, se gana bien la vida. La trata como a una reina. El espectáculo, la verdad, me daba igual. Empecé de nuevo, cantando sola.
—Y ha tenido mucho éxito —dijo Meomartino.
—A pulso me lo he ganado. Tuve que empezar desde el principio, volver a los mismos tugurios, siempre de un sitio para otro. Tuve que ir los veranos a divertir a las fuerzas armadas a Groenlandia, a Vietnam, a Corea, a Alemania, y Dios sabe a dónde más, esperando siempre que alguien se fijase en mí. Tuve que hacer muchas otras cosas —dijo, mirándole fríamente—. Usted es médico y no ignora que también las mujeres tienen vida sexual.
—No, eso ya lo sabía.
—Pues también tuve que aguantar muchas sesiones de una sola noche, porque nunca estaba en un sitio el tiempo suficiente para llegar a conocer mejor a nadie.
Él asintió, vulnerable, como siempre, ante una mujer franca.
—Finalmente tuve éxito y grabé un par de discos nuevos que gustaron mucho. Pero quién sabe qué tipo de discos pegará el año que viene, o, puestos a eso, el mes que viene. Mi agente le dice a todo el mundo que tengo veintiséis años, pero la verdad es que tengo treinta y tres.
—Eso no es ser viejo.
—Sí que lo es para hacer la primera película. Y es ser demasiado vieja para tener gran éxito por primera vez en la televisión y los clubs. Mi tipo no va a durar eternamente y dentro de unos pocos años tendré arrugas en el cuello. Si no pego de verdad ahora, se acabó. Y viene usted y me dice que renuncie a un riñón. Me pide que le dé a mi hermana más de lo que jamás quise darle.
—No estoy pidiéndole que dé nada a nadie —dijo Meomartino.
Ella aplastó la punta encendida del cigarrillo.
—Pues me alegro —dijo—, porque también yo tengo una vida que vivir.
—¿Querría verla?
Ella asintió.
Su hermana dormía cuando entraron en el cuarto.
—Es mejor no despertarla —dijo Meomartino.
—Me sentaré aquí a esperar.
Pero Melanie abrió los ojos.
—Peg —dijo.
—Hola, Melie —Margaret se inclinó y la besó—. ¿Qué tal está Ted?
—Bien. ¡Qué estupendo despertarme y encontrarte aquí a mi lado!
—¿Y los dos jóvenes suecos?
—Estupendos. Te vieron en el programa de Sullivan. Estuviste magnífica. No sabes lo orgullosa que me sentía de ti —miró a su hermana y se incorporó en la cama—. No, Peg, no te sacrifiques.
Estrechó en sus brazos a su hermana gemela y le acarició el cabello.
—Por favor, Peggy, querida Peggy, no lo hagas.
Rafe volvió a su despacho. Se sentó a su mesa y trató de poner un poco de orden en sus papeles.
No sabe usted lo que son a veces las relaciones entre hermanas.
«Pero sí que sé lo que son a veces entre hermanos», pensó.
El aire comprimido seguía gimiendo por las tuberías. A pesar de sí mismo, su mano fue hacia el reloj de bolsillo y sus dedos tocaron nerviosamente los ángeles repujados en la plata deslustrada de la tapa; lo cogió, lo abrió y miró las anticuadas cifras romanas, y vio en ellas cosas que no quería recordar.
La pauta se había fijado teniendo Rafael cinco años y Guillermo siete.
Leo, el factótum de la familia, un espécimen humano grandote y torpón, que le quería entrañablemente, trató de explicárselo un día en que había sorprendido a Rafael dispuesto a tirarse de una ventana del segundo piso equipado con alas de papel que Guillermo le había atado a los hombros.
—Tu hermano, ese pobre desgraciado, será tu ruina, y que me perdone tu madre —dijo Leo, escupiendo por la ventana abierta—. Nunca le hagas caso; acuérdate de lo que estoy diciendo.
Pero la verdad era que a Guillermo daba gusto oírle hablar.
Unas semanas después:
—Tengo una cosa —le dijo.
—A verla.
—Es un sitio.
—Llévame a verlo.
—Es un sitio para chicos grandes. Tú todavía te lo haces en los pantalones.
—No es verdad —dijo Rafael acaloradamente, temeroso de echarse a llorar.
En aquel mismo momento sintió una presión en la ingle, y recordó que tres días antes, sin ir más allá, no había conseguido llegar a tiempo al retrete.
—Es un sitio estupendo. Pero no me parece a mí que seas tú bastante mayor para que te lleve. Si te lo haces allí en los pantalones la vieja que cuida el sitio te muerde. Se convierte en el animal que quiere. Y entonces se acabó.
—Te ríes de mí.
—No, de verdad. Es un sitio estupendo.
Rafael guardó silencio.
—¿La viste tú? —preguntó por fin.
—Yo nunca me lo hago en los pantalones —dijo Guillermo, mirándole hoscamente.
Jugaron, y al cabo de un rato fueron al cuarto de sus padres. Guillermo se puso en pie sobre la cama para llegar al cajón superior de la mesa y sacó una caja de terciopelo negro donde su padre dejaba todas las noches el reloj y lo volvía a coger por las mañanas.
La abrió y luego la cerró de golpe, volvió a abrirla y nuevamente la cerró de golpe; era un ruido que le gustaba.
—Te van a castigar —dijo Rafael.
Guillermo hizo un ruido grosero.
—Puedo tocarla porque va a ser mía.
En la familia aquel reloj pasaba del padre al hijo mayor como ya habían explicado a los dos hermanos. A pesar de todo, Guillermo puso de nuevo la caja en el cajón y volvió a su cuarto, con Rafael en pos de él.
—Llévame, Guillermo, por favor.
—¿Y qué me das?
Rafael se encogió de hombros. Su hermano escogió los tres juguetes que sabía que le gustaban más a él: un soldado rojo, un libro de estampas sobre un payaso triste, y un osito de trapo llamado Fabio, jorobado por lo mucho que lo apretaba Rafael al dormir con él todas las noches.
—No, el oso no.
Guillermo le dirigió una mirada dura como el mármol y accedió.
Aquella tarde, cuando tenían que dormir la siesta Guillermo le llevó por un camino que cruzaba el bosquecillo de raquíticos pinos, detrás de la casa. Tardaron diez minutos, siguiendo el viejo y zigzagueante camino, en llegar a un pequeño claro. El ahumadero era una gran caja sin ventanas. Las maderas, sin pintar, estaban blanqueadas por el sol y plateadas por las lluvias.
Dentro, reinaba la oscuridad.
—Anda, entra —le instó Guillermo—. Y te seguiré.
Pero en cuanto entró, dejando a sus espaldas el mundo luminoso y verde, la puerta se cerró de golpe y oyó el clic del cerrojo al caer.
Rompió a llorar a gritos.
Un momento después se calló.
—Guillermo —dijo, riendo—, no me tomes el pelo.
Ya cerrara los ojos o los abriese, la luz seguía ausente de sus párpados. Sombras purpúreas le rodeaban, le atacaban, le penetraban, formas que no quería reconocer, del color de la sangre del gran cerdo que habían colgado allí dentro. Varias veces su padre le había llevado al matadero y recordaba los olores y la sangre y los gruñidos y los ojos enloquecidos.
—Guillermo —gritó—, te doy a Fabio.
El silencio era negro.
Se tiró llorando contra la pared, chocando inesperadamente con un muro invisible que se había imaginado a unos metros de distancia. Sintió un gran dolor en la nariz. Las rodillas se le doblaron y un clavo saliente le desgarró la mejilla, penetrándole casi en el ojo derecho. Algo húmedo le cubría el rostro, doliéndole, doliéndole; y en la comisura de la boca sintió sabor a sal. Hundiéndose en la frescura del duro suelo de tierra apisonada, notó una suave y cálida sensación que crecía, un gotear aterrorizado por el interior de los muslos.
En la oscura esquina se oyó crujir de hojas y algo pequeño que se escabullía.
—Ser, grande, ser, grande —gritaba Rafael.
Cinco horas después, cuando los que le buscaban habían gritado su nombre pasando una y otra vez junto al ahumadero, alguien, el factótum Leo, había tenido la idea de abrir la gran caja de madera curtida por el tiempo y mirar en su interior.
Aquella noche, tranquilo, tiernamente bañado, la herida del rostro suturada y la nariz grotesca, pero bien atendida, Rafael se durmió en brazos de su madre.
Leo había dicho que el ahumadero estaba cerrado por fuera. Fabio fue descubierto en la cama del secuestrador, y Guillermo confesó y fue debidamente azotado. A la mañana siguiente se presentó ante su hermano y pronunció un elocuente y contrito discurso de excusas. Diez minutos después, ante el asombro de sus padres, los dos muchachos estaban jugando juntos y Rafael reía por primera vez en veinticuatro horas.
Pero su coeficiente de inteligencia era de 147 puntos, e incluso a los cinco años era ya lo bastante inteligente para darse cuenta de que acababa de aprender algo.
Su vida se regía por la necesidad de evitar a su hermano.
Los Meomartino estudiaban en el extranjero; cuando Guillermo fue elegido para ir a la Sorbona, Rafael, un año más tarde, entró en Harvard, de estudiante de primer curso. Durante cuatro años compartió su cuarto con un muchacho de Portland, Estado de Maine, llamado George Hamilton Currier, imberbe y áspero heredero de una fortuna basada en latas de conserva de alubias cocidas al horno, producto que se encontraba invariablemente en tres de cada diez alacenas familiares norteamericanas. Currier el Alubiero, como le llamaban, fue quien le dio el primero y único apodo que tuvo en su vida: Rafe, y quien le expuso una y otra vez las glorias de la carrera de Medicina. Guillermo había decidido estudiar Derecho en la Universidad de California, pues era tradicional en los Meomartino prepararse para profesiones liberales, aunque luego se pasasen la vida dedicados a los negocios azucareros de la familia y no las ejerciesen. Cuando Rafe salió de Cambridge con excelentes notas, decidió, casi sin darse cuenta, estudiar Medicina en Cuba. Su padre había muerto de un ataque cardiaco varios años antes. El mundo de su madre, que siempre había girado en torno al cálido cariño de su marido se mantenía ahora estable gracias a una órbita parecida, sólo que en torno a su hijo menor. Era una mujer bellísima, de dulce sonrisa, pero como acosada, una dama cubana chapada a la antigua, cuyas manos largas y finas hacían encaje con consumada pericia, pero, al mismo tiempo, lo bastante moderna para coleccionar pintura abstracta e ir inmediatamente al médico familiar cuando descubrió que tenía un bulto en el pecho derecho. La terrible palabra no volvió a ser mencionada en su presencia. El pecho le fue amputado rápida y cortésmente.
Los años de Rafe en la Facultad de Medicina de la Universidad de La Habana fueron buenos, esa clase de tiempo que nunca amenaza dos veces una misma vida combinación de juventud e inmortalidad, y de certidumbre en todo cuanto se cree. Desde el principio, el olor del hospital se le subió a Rafe a la cabeza más que el aroma empalagosamente dulce del gabazo de la caña de azúcar. Había una chica, compañera de estudios, llamada Paula, pequeña, oscura y cálida, con dientes ligeramente salientes y piernas no ciertamente perfectas, pero dotada de una grupa piriforme y un apartamento situado cerca de la Universidad, a lo que había que añadir profundos conocimientos en el arte del control de la natalidad. En cuanto alguien mencionaba a Batista, Paula se irritaba y perdía interés, por lo que Rafe aprendió en seguida a no tocar ese tema, cosa, por otra parte, nada difícil. En ocasiones, llegaba al apartamento de Paula y encontraba un grupo de poca gente, nunca más de media docena, hombres y mujeres, que se sumían en un extraño silencio en cuanto él entraba en la estancia, en vista de lo cual se iba como había venido, jovial y rápidamente.
A Rafe le tenían sin cuidado las intrigas que, en su ausencia, tejiera Paula en sus sesiones secretas; por el contrario la intriga añadía un ingrediente más a aquella especia llamada Paula. Aparte de que en Cuba había reuniones secretas desde siempre, de modo que ¿por qué inquietarse? Soñar y tejer complots, a favor de futuros que nunca se hacían realidad era parte del ambiente, como el sol, los amantes sobre la hierba, el Jai Alai, las risas de gallos, las manchas misteriosas que quedaban en las aceras de mármol del Prado cuando pisaba uno los arándanos azul claro que caían de los árboles podados… Él se ocupaba de sus cosas y a nadie se le ocurría invitarle a aquellas reuniones, sobre todo teniendo en cuenta que era un Meomartino, familia que, a pesar de los inevitables y periódicos cambios de Gobierno, enriquecía a los detentadores del poder.
Guillermo volvió a casa estando Rafael ya en el último curso de Medicina, el año de internado en el Hospital Universitario General Calixto García. Guillermo colgó su diploma de abogado en la pared de una oficina del trapiche y se pasaba el tiempo fingiendo preparar estadísticas y gráficos sobre la relación entre la casa de azúcar y la melaza. Con frecuencia le temblaba la pluma en la mano por culpa de su apasionada predilección por las bebidas alcohólicas doble y hasta triplemente destiladas, tanto nacionales como importadas. Rafael le veía muy poco; el internado le ocupaba todo el tiempo, y los días pasaban entre el calor del exceso de trabajo, el exceso de enfermos y la escasez de médicos.
Dos días después de recibir el grado de doctor en Medicina, su tío Erneido Pesca fue a verle. El hermano de su madre era un hombre alto, delgado, de talante militar, bigote que fue gris en otros tiempos, rostro pequeño y arrugado y con predilección por los puros Partagás y los trajes de hilo blanco bien planchados. Se quitó el jipijapa dejando al descubierto la melena de un gris acerino, suspiró, pidió una copa, o sea, un vaso de ron, y miró con aire desaprobador a su sobrino, que estaba sirviéndose un whisky escocés.
—¿Cuándo entrarás en la empresa? —le preguntó, por fin.
—Yo pensaba —respondió Rafael— que quizá fuera mejor dedicarme a la Medicina.
Erneido suspiró.
—Tu hermano —dijo— es un tonto y un mequetrefe disoluto. Algo peor, quizá.
—Ya lo sé.
—Entonces, tienes que entrar en la empresa. Yo no voy a ser eterno.
Discutieron en voz baja, pero acaloradamente.
Finalmente, llegaron a una componenda. Rafael tendría su despacho junto al de Guillermo, en el trapiche. También dispondría de un laboratorio en el Colegio Médico. De eso se encargaría Erneido. Tres días a la semana en el trapiche, dos días a la semana en el Colegio Médico; esto es todo lo que cedió Erneido, cabeza de familia sucesor de su padre.
Rafael accedió con resignación. Era más de lo que había esperado.
El decano, veterano académico hábil en la adquisición de fondos y legados, le mostró personalmente el grande, pero astroso, laboratorio, lleno de aparatos suficientes para tres investigadores en vez de uno, y se lo entregó a Rafael junto con el título de ayudante de investigación.
Se sintió orgulloso de poder mostrar su laboratorio a Paula, como un niño pequeño con un juguete nuevo. Ella le miró sorprendida.
—Nunca me hablaste de investigaciones —dijo—. ¿A qué viene ahora todo este interés por investigar?
Paula tenía ya un cargo en el servicio de Sanidad del Gobierno e iba a ser nombrada inspectora en una pequeña aldea de la provincia de Oriente, en Sierra Maestra.
«Porque estoy hasta las mismísimas narices de gabazo, porque no quiero ahogarme en azúcar», pensó él.
—Es que es necesario —dijo, sin convencerse ni a sí mismo ni a ella.
En el laboratorio contiguo había un bioquímico llamado Rivkind, que había venido a Cuba, procedente del Estado norteamericano de Ohio, con una pequeña beca de la Fundación contra el Cáncer. La razón de que siguiese allí, confesó a Rafael, era que resultaba más barato vivir en La Habana que en Columbus. La única cosa que inducía a Rivkind a conversar era la posibilidad de quejarse amargamente de que la Universidad no quería comprarle un pequeño centrífugo de doscientos setenta dólares. Rafe tenía uno en su laboratorio nuevo y le daba reparo confesarlo. No llegaron a ser amigos. Cada vez que Rafe entraba en el atiborrado cubículo de Rivkind, el norteamericano parecía estar trabajando.
Desesperado Rafe decidió trabajar también.
Se hizo escritor, escribió una lista:
Leptospirosis, una tremenda lata.
Lepra, una lata astrosa.
Ictericia, una condenada amarilla.
Malaria, una cosa que da sudor.
Otras enfermedades febriles, muchos problemas calenturientos.
Elefantiasis, un problema enorme.
Enfermedades disentéricas, mucha mierda.
Tuberculosis, ¿podemos hincarle el diente?
Parásitos, viven de la grasa ajena.
Llevó la lista en el bolsillo durante varios días, sacándola para leerla una y otra vez, hasta que quedó ilegible.
¿En qué problema concentrar primero la atención?
Se convirtió en lector. Reunió grandes montones de libros, y los lunes y martes de cada semana los pasaba sentado en su laboratorio particular, rodeado de pilas de volúmenes, leyendo y tomando numerosas notas, algunas de las cuales conservó. Los miércoles, jueves y viernes iba a la oficina del trapiche, donde acopiaba otro tipo de literatura: Pythium Root Rot and Smut in Sugar Cane, The Genesis and Prevention of Chlorotic Streak[18], informaciones sobre el mercado, folletos del Departamento norteamericano de Agricultura, tratados de ventas, memorandos confidenciales, toda una biblioteca azucarera amorosamente reunida para él por el tío Erneido. Esto lo leía con menos interés. A la tercera semana ya había renunciado por completo a la literatura azucarera; llevaba algún libro médico al trapiche en la cartera de negocios y leía como un ladrón, a puertas cerradas.
Con frecuencia, al finalizar la tarde, se oía un suave arañazo en la puerta.
—Oye, salimos esta noche a ver si tenemos suerte —le decía Guillermo con voz ya ronca a causa del whisky.
Esta invitación se repetía con frecuencia y Rafe la rehusaba invariablemente, pensaba él, con afecto fraterno. ¿Podría Pasteur haber llegado a ser nada menos que el fundador de la microbiología o Semmelweis liberar a los niños de la fiebre puerperal o Hipócrates escribir el condenado juramento, si se hubieran pasado la vida contando los minutos que faltaban para salir del laboratorio y dedicarse a la juerga? Él se pasaba las veladas en el laboratorio, enredado, practicando, rompiendo retortas de cristal, cultivando mohos o mirándose las pestañas en el espejo del microscopio.
Una tarde, Paula vino a La Habana, procedente de su aldehuela de Sierra Maestra, donde estaba destinada como inspectora de Sanidad.
—¿En qué trabajas ahora? —le preguntó.
—Lepra —dijo él, sin pensarlo.
Ella le sonrió con escepticismo.
—No pienso volver a La Habana en mucho tiempo —le dijo.
Él comprendió que estaba despidiéndose.
—¿Tantos enfermos dependen de ti?
Esta idea le llenaba de envidia.
—No es eso, es una cosa personal.
¿Personal? ¿Qué era personal? Los dos hablaban de su menstruación como quien discute de fútbol. Lo único realmente personal en la vida de Paula era la política. Fidel Castro andaba por aquellas montañas, Dios sabía dónde, armando jaleo.
—No te metas en ningún lío —dijo Rafael, alargando la mano para tocarle el pelo.
—¿Te preocuparía?
Los ojos de ella le sorprendieron al arrasarse en lágrimas.
—Naturalmente —respondió él.
Dos días más tarde, Paula había desaparecido de su vida. No volvería a pensar seriamente en ella hasta la única otra vez en que volvió a oír su voz.
Como le había dicho que iba a dedicarse a la lepra pasó mucho tiempo leyendo el Index Medicus, compiló largas listas de material básico de investigación, acopió nuevos montones de revistas de la biblioteca y se preparó para nuevas sesiones de lectura intensiva.
No le condujo a nada.
Se limitó a seguir pasando el tiempo en su lujoso laboratorio viendo las motas de polvo flotar en el aire encauzadas por el sol, que caía de lado desde las ventanas algo sucias, y tratando de confeccionarse un programa de investigación.
Si le hubiera sido posible planear algo malo no se habría sentido tan asustado.
De todo aquello no sacó nada en limpio.
Finalmente, exorcizó sus temores. Contempló su reflejo en el espejo, crítica pero imparcialmente, confesándose por primera vez que aquello que tenía delante no era un investigador.
Fue de un extremo a otro del pasillo, subió y bajó por los tres pisos del edificio, a veces casi, corriendo, y lo repartió todo convertido en el Papá Noel de la Medicina moderna: sus aparatos portátiles, todas las retortas, todas las reservas de material sin usar. Cogió el centrífugo y lo llevó al pequeño laboratorio de Rivkind. El microscopio, objeto útil en centros de asistencia médica, fue cuidadosamente empaquetado y enviado a Paula, a las inhóspitas montañas, donde en realidad estaba ejerciendo de médico. Luego dejó la llave, junto con una breve, pero agradecida carta de dimisión, en la estafeta del decano, y se fue de aquel edificio con el corazón goteando amargas y doloridas gotas, casi visibles.
Así, pues.
Después de todo, no iba a ser investigador médico.
Haría caso de los genes paternos y se convertiría en azucarero.
Comenzó a ir a diario a su despacho de la Central.
Siempre a la izquierda del tío Erneido, con Guillermo a la derecha, presidía reuniones, conferencias de producción, alquileres, abrogaciones de contratos, sesiones de programación, consultas sobre cargamentos y envíos.
Ya no era un muchacho que juega a ser hombre de ciencia.
Ahora era, y bien lo sabía él, un muchacho que jugaba a ser un hombre de negocios.
Todas las tardes, cuando salía de la oficina se metía en algún club al que, poco después, llegaba Guillermo, según acuerdo previo, con las mujeres, casi siempre semiprofesionales, pero, a veces, como a modo de aperitivo, no. Cuando cruzaban la estancia hacia donde estaba él sentado esperando, Rafe trataba de adivinar cuándo lo eran y cuándo no, y con frecuencia se equivocaba. Unas, clasificadas por él como prostitutas, resultaron ser un par de maestras de escuela de Flint, Estado de Michigan, que querían sentirse culpables y utilizadas.
Pronto se dio cuenta de que Guillermo era de segunda fila, tanto en esta cuestión como en otras. Los cuatro iban a locales chabacanamente malditos, antros de sexualidad, centros de drogas, lugares comunes que los habaneros mundanos y conocedores despreciaban y calificaban de trampas para turistas yanquis tímidos, admiradores de Hemingway. Rafe se daba cuenta de que iba hacia un futuro absurdo. Se veía a sí mismo diez años más tarde, con los ojos mate, indiferente, chupando del azúcar y cambiando chistes verdes con Guillermo en los bares del Prado. Y, sin embargo, se sentía curiosamente incapaz de salir de aquel ambiente, como si fuera una figura hindú petrificada contra su voluntad, parte de un friso obsceno, maldiciendo al escultor.
Más tarde, no le cupo nunca la menor duda de que quien le salvó de todo aquello fue Fidel Castro.
Durante un par de días todo el mundo se encerró en casa. Hubo algún incidente lleno de ortodoxo puritanismo, algún saqueo en lugares como el «Casino Deauville», donde Batista tenía porcentaje en las ganancias de los tahúres norteamericanos.
Los hombres de Castro estaban por todas partes, llevando diversas variantes de ropa sucia. Sus uniformes eran brazales rojinegros con la leyenda «26 de julio», fusiles cargados y las barbas que daban a algunos de ellos cierto parecido con Cristo, pero otros parecían chivos. Los pelotones de ejecución comenzaron a actuar en el Palacio de Deportes de La Habana, y trabajaban a diario, a veces haciendo horas extraordinarias.
Una tarde, sentado en el semidesierto «Jockey Club», Rafe fue llamado al teléfono. No había dicho a nadie dónde estaba. Alguien tuvo que haberle seguido.
—Diga.
Al otro extremo de la línea, una mujer dijo ser «una amiga». Inmediatamente reconoció la voz de Paula.
—Ésta es buena semana para viajar.
«Niños que juegan al melodrama, pensó, pero, contra su voluntad sintió el beso suave del miedo. ¿Qué habría oído?».
—¿Mi familia?
—También lo mejor es un viaje largo.
—¿Con quién hablo? —preguntó, solícito.
—No haga preguntas. Ah, otra cosa: los teléfonos de su casa están intervenidos, y también los de la oficina.
—¿Recibiste el microscopio? —preguntó, poniendo fin a su solicitud.
Ella estaba llorando angustiadamente, intentado hablar.
—Te quiero —dijo él, odiándose a sí mismo.
—Embustero.
—No —mintió.
Colgaron. Rafe permaneció allí un rato más, con el auricular en la mano sintiéndose entumecido y agradecido, preguntándose qué le habría dado a Paula, cuando había procurado mantenerla al margen de sus necesidades. Luego colgó y corrió a ver a su tío.
Aquella noche no durmieron. No podían llevarse consigo la tierra, los edificios, la maquinaria, los largos y hermosos años. Pero había valores negociables, joyas y los cuadros más valiosos de su madre, lo mismo que dinero en efectivo. Como Meomartino, iban a ser pobres, pero para cualquier otro nivel vivirían holgadamente.
El bote que consiguió Erneido no era un simple pesquero, sino una lancha motora, de diecisiete metros de eslora, con motores Diesel gemelos, tipo 320, de la «General Motors», cuarto de estar, salón alfombrado y cocina. Al arrancar de la playa, en Matanzas, a medianoche del día siguiente, Rafe dio a su madre grano y medio de Nembutal. Durmió como un lirón.
Él y su madre sólo pasaron diez días en Miami. Guillermo y el tío Erneido preparaban una campaña legal que, esperaban ellos, les permitiría, de alguna manera, conservar in absentia las propiedades de la familia Meomartino, e instalaron su cuartel general en dos habitaciones de la «Holiday Inn». Para ellos, la idea de Rafe de irse al Norte era una aberración pasajera.
A su madre, el viaje en tren hasta Boston, en el «East Coast Champion», la distrajo. Fueron directamente al «Ritz», respirando el aire aromado de limón de la primavera de Nueva Inglaterra. Durante varias semanas vivieron como turistas, viéndolo todo y disfrutándolo todo, mientras las energías de la madre se iban gastando como el aserrín gotea de una muñeca con el talón perforado. Cuando comenzó a tener un poco de fiebre, Rafe le encontró un conocido especialista en cáncer en el Hospital General de Massachusetts y estuvo a su lado todo el tiempo, hasta que la fiebre cedió. Luego reanudó su búsqueda —¿búsqueda de qué?— sin ella.
Era un marzo fresco y cruel. A lo largo de la Avenida de la República, las lilas y las magnolias estaban aún sin florecer, botones duros y menudos, pardos y negros, pero en los Jardines Públicos, al otro lado de la calle, frente al «Ritz», parterres de tulipanes de invernadero lanzaban manchas de color contra el suelo aún sin despertar.
Rafe hizo una breve excursión a Cambridge y estuvo observando a los estudiantes de rosadas mejillas, algunos con barbas a la moda de Castro y a los universitarios, con sus mochilas verdes llenas de libros, pero no sintió la impresión de haber vuelto al hogar.
Fue a ver a Beanie Currier, residente ahora de segundo curso en el departamento de pediatría del Hospital Infantil de Boston. Por intermedio de Beanie conoció a otros miembros del hospital, bebió cerveza con ellos en el bar de Jake Wirth y escuchó sus conversaciones. Se dio cuenta con alegría de que para él no había terminado la Medicina, ni mucho menos. Comenzó a examinar el terreno desde el punto de vista de oportunidades de trabajo, despacio y cautelosamente, estudiando los departamentos quirúrgicos y clínicos de los hospitales. Pasó tardes enteras yendo por los pasillos del Hospital General de Massachusetts, y otros, como el de Peter Bent Brigham, Beth Israel, Ciudad de Boston, y el Centro Médico de Nueva Inglaterra. En cuanto vio el Hospital General del condado de Suffolk sintió una curiosa agitación abdominal, como si acabara de ver a una chica que le atrajera mucho. Aquel hospital, lleno de indigentes, era un viejo monstruo. No enviaría a él a su madre, pero se dio cuenta de que era el lugar donde la cirugía se aprendía bisturí en mano. Le atraía, y con sus ruidos y olores le calentaba la sangre.
El doctor Longwood, el jefe de Cirugía, no estuvo nada cordial con él.
—La verdad es que no le aconsejaría que solicite ingresar aquí —dijo.
—¿Por qué no, doctor?
—Le hablaré con franqueza, doctor —dijo el otro, con una fría sonrisa—. Tengo razones personales y profesionales para no ver con buenos ojos a médicos que han estudiado en el extranjero.
—Sus razones personales no son asunto mío —dijo Rafe, cautamente—, pero ¿puede decirme las profesionales?
—Pues una es que en los hospitales de todo el país ha habido disgustos con médicos extranjeros.
—¿Qué tipo de disgustos?
—Los hemos aceptado con interés, porque eran la solución de nuestro problema, que es la escasez de médicos. Y hemos comprobado que no siempre saben exponer un historial clínico. Y con frecuencia ni siquiera saben suficiente inglés para comprender lo que pasa en un momento crítico.
—Yo, le aseguro, sé exponer un historial clínico y he hablado inglés toda mi vida, antes incluso de ir a Harvard —dijo, notando que de la pared del despacho del doctor Longwood colgaba un diploma de Harvard.
—Los Colegios médicos extranjeros no tienen los mismos programas, ni los preparan tan concienzudamente como los Colegios Médicos norteamericanos.
—Yo no sé lo que pasará en el futuro, pero mi Colegio Médico siempre ha sido aprobado en este país. Tiene un historial conocido.
—Tendría que repetir aquí el internado.
—Me parece perfecto —dijo Rafe, sin inmutarse.
—Y tendría que aprobar el examen del Consejo Docente para Graduados de Colegios Médicos Extranjeros. Y le puedo anticipar que yo fui una de las personas que más hicieron por crear ese Consejo.
—De acuerdo.
Se examinó en la Casa del Estado, en compañía de un nigeriano, dos irlandeses y un grupo de sudorosos y deprimidos portorriqueses e iberoamericanos de diversos países. El examen era sumamente sencillo, basado en los principios médicos más elementales, y también en el conocimiento del idioma inglés, casi insultante para un hombre que había terminado la carrera con excelentes notas.
De acuerdo con el reglamento de la Asociación Médica norteamericana, Rafe presentó su diploma de la Facultad de Medicina de la Universidad de La Habana, junto con una traducción Berlitz certificada. El 10 de julio, vestido de blanco, interno otra vez, se presentó a trabajar en el hospital. Vio en seguida que Longwood le trataba de la misma manera que él había tratado a los leprosos en el muelle de La Habana, cortésmente, pero con forzada tolerancia. No disponía de un buen laboratorio; allí, a nadie se le hubiera ocurrido comprarle un centrífugo ni ningún otro aparato; vio que con un bisturí en la mano se seguía sintiendo tranquilo y cómodo, y estaba convencido de que, con el tiempo, su técnica iría mejorando; andaba sobre el hule reluciente de los pasillos a buen paso, dominando el impulso que sentía de ponerse a dar gritos.
Ocurrió en el Hospital General de Massachusetts. Su madre estaba esperando en un cuarto del octavo piso del Edificio Warren para someterse al examen médico semanal y recibir nueva provisión de esteroides revitalizadores. Él entró en la cafetería del entresuelo de «Baker» y pidió una taza de café a una chica que llevaba una camisa azul de esas que tienen la palabra «Voluntaria» bordada en rojo sobre el pecho izquierdo. Era una rubia atractiva y con intrigantes y pesados párpados, que, en general, a él no le atraían, quizá porque precisamente era lo que más le gustaba a Guillermo en las mujeres, un vislumbre de antiguas desviaciones morales.
Había bebido la mitad del café cuando la chica salió de detrás del mostrador y fue hacia su mesa con una bandeja en la que había una revista, una taza de té y un plato de postre con un pastel.
—¿Me permite?
—Naturalmente —respondió él.
Se sentó cómodamente Era una mesa pequeña y la revista era grande. Al ponerla sobre la mesa empujó el platillo, agitando el café, pero sin derramarlo.
—Ay, dispense.
—No importa, no ha pasado nada.
Siguió bebiendo el café, mirando al pasillo, más allá de los tabiques de cristal. Ella leía, sorbía, mordisqueaba el pastel. Rafe percibía un perfume sutil, indudablemente caro. «Almizcle y rosas», pensó. Sin darse cuenta, cerró los ojos, aspirándolo. Junto a él, la chica pasó una hoja de la revista.
Arriesgó una mirada de soslayo y ella le sorprendió en flagrante delito. Sus ojos eran grises, penetrantes, muy hondos, con una insinuación de pata de gallo en las comisuras. ¿Arrugas de regocijo o arrugas de pecado? En lugar de apartar la vista ante la mirada de ella, Rafe, desconcertado, lo que hizo fue cerrar los ojos, como trampas culpables.
Ella rompió a reír, como una niña.
Cuando Rafe volvió a abrir los ojos vio que la chica había sacado un cigarrillo del bolso y estaba buscando una cerilla. Encendió él una, seguro de que sus manos de cirujano no temblarían, pero luego, mientras las puntas de los dedos de ella le rozaban la mano para guiar la llama hacia el extremo del cigarrillo, temblaron. El cabello era rubio; la piel, de un hermoso color; la nariz, ligeramente prominente, curva, apasionada, y la boca un poco grande, de labios carnosos. Ambos se dieron cuenta al mismo tiempo de que él la estaba mirando. Sonrió, y Rafe se sintió aventurero.
—¿Está usted aquí con un paciente?
—Sí —respondió él.
—Es un hospital muy bueno.
—Ya lo sé. Soy médico, interno del Suffolk.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Qué departamento?
—Cirugía —repuso, alargando la mano—. Me llamo Rafe Meomartino.
—Elizabeth Bookstein.
Se había echado a reír, vaya usted a saber por qué, y eso le irritaba. No se le había ocurrido que fuera una tonta.
—El doctor Longwood es tío mío —dijo, al estrecharle la mano.
—¿Sí?
—Sí —confirmó ella. Había dejado de reír y ahora le miraba, observándole el rostro y sonriendo—. Ya veo que mi tío no le cae simpático. En absoluto.
—La verdad, no —dijo él, devolviéndole la sonrisa.
Aún la tenía cogida de la mano.
Menos mal que no le había preguntado el porqué.
—Dicen que es un profesor muy bueno —comentó ella.
—Si que lo es —dijo Rafe, y su respuesta pareció satisfacerla—. ¿Y su apellido? ¿De dónde sacó ese Bookstein?
—Soy una señora divorciada.
—¿Y es usted señora divorciada en manos de alguna persona concreta?
Ella movió la cabeza, sin dejar de sonreír.
—De nadie concreto.
Rafe vio entonces a su madre, que entraba. Le pareció más pequeña incluso que el día anterior, y se diría que se movía mucho más despacio que en otros tiempos.
—Mamá —dijo, levantándose.
Cuando se hubo acercado, las presentó. Luego, cortésmente, se despidió de la chica y salió despacio de la cafetería, ajustando su paso al de su madre.
Las otras veces que fue al hospital la buscó, pero no estaba ya en la cafetería; las voluntarias trabajaban a horas irregulares, entrando y saliendo, más o menos como les venía en gana. Hubiera podido encontrar su número de teléfono, aunque la verdad es que ni siquiera se molestó en consultar la guía. Estaba trabajando mucho en el hospital, y la enfermedad de su madre, de intensidad creciente, era un peso sobre sus hombros, que aumentaba también cada día que pasaba. La carne de su madre parecía volverse más fina y transparente, estirarse, más y más tensa, a lo largo y ancho de la delicada estructura de sus huesos. Su piel adquiría una especie de luminosidad que Rafe reconocería instantáneamente en los pacientes de cáncer durante el resto de su vida.
Hablaba una y otra vez de Cuba. En ocasiones, cuando volvía a casa, la encontraba sentada en la oscuridad del cuarto, junto a la ventana, mirando el tráfico que discurría silenciosamente por la calle de Arlington.
—¿Qué es lo que estarían viendo sus ojos? ¿Aguas cubanas? —Se preguntaba Rafe—. ¿Bosques y campos cubanos? ¿Rostros de fantasmas, de gente que él nunca había conocido?
—Mamacita[19] —le dijo una noche, incapaz de seguir en silencio.
La besó en la cabeza. Quería alargar la mano, acariciar su rostro, acercarla a sí, ponerle los brazos en torno de tal modo que nada pudiera tocarla, que nadie pudiera hacerle daño sin hacérselo antes a él. Pero tenía miedo de asustarla, de manera que no hizo nada.
Durante las siete semanas siguientes la aspirina y la codeína resultaron ineficaces, y el especialista en cáncer recetó Demerol.
Once semanas después, su madre volvía a ocupar el cuarto, muy bonito y soleado, de Casa Phillips, en el Hospital General de Massachusetts. Encantadoras enfermeras llenaban sus venas periódicamente con el don de la adormidera.
Dos días después su madre cayó en estado comatoso y el cancerólogo, con suavidad, pero claramente, le dijo a Rafe que no tenía más que dos alternativas: prolongar el funcionamiento agónico de sus órganos vitales por una serie de medios, o renunciar a la lucha, en cuyo caso su madre moriría a muy corto plazo.
—No le hablo a usted de eutanasia —dijo el viejo médico—. De lo que estamos hablando aquí es de no dar más apoyo a una vida que no tiene ya esperanza de prolongarse más tiempo; sólo, todo lo más, en periodos intermitentes de terribles dolores. Yo nunca tomo esta decisión por mí y ante mí cuando hay parientes. Piénselo. Es una decisión que, como médico que es usted, le saldrá al paso con frecuencia.
Rafe no tardó mucho en decidirse.
—Dejémoslo —dijo.
A la mañana siguiente entró en el cuarto de su madre y vio una sombra oscura inclinada sobre ella, un sacerdote alto y huesudo, cuyo rostro infantil y pecoso y pelo color zanahoria sobre la sotana negra eran realmente cómicos.
Sobre los párpados de su madre relucían ya los santos óleos, reflejando atisbos luminosos.
—… Que el Señor perdone cuantos pecados hayas cometido —estaba diciendo el sacerdote, haciendo con el dedo pulgar, húmedo, la señal de la cruz sobre la boca torcida.
Su voz era abominable, el peor acento de Boston.
«Diga usted, muchacho malsanamente cuerdo, ¿qué pecados realmente graves puede haber cometido mi madre?», se preguntaba Rafe. El juvenil dedo pulgar volvió a hundirse en los óleos:
—Con esta santa unción…
«Ah, Dios, como suelen decir, estás muerto, porque si existieses no nos tomarías el pelo de esta manera. Te quiero, no te mueras, te quiero, por favor».
Pero no dijo nada en voz alta.
Estuvo al pie de la cama de su madre, sintiendo súbitamente la soledad, el terrible aislamiento, la certidumbre de ser un poco de excremento de paloma en el vacío terrible, terrible.
Poco después observó clínicamente que ya no había respiración. Se acercó a ella, haciendo involuntariamente caso omiso, con un encogimiento de hombros, de la mano del sacerdote, y cogiendo a su madre en sus brazos.
—Te quiero, te quiero.
Su voz llenaba el cuarto silencioso.
Su madre salió de allí en lujoso pero solitario esplendor. Rafe se cercioró de que habría flores en abundancia. El féretro era como un «Cadillac» de cobre tapizado de terciopelo azul. Lo último que hizo por ella fue pagar por anticipado la misa cantada y solemne de réquiem en la iglesia de Santa Cecilia. Guillermo y el tío Erneido llegaron en avión desde Miami. El ama de llaves y la encargada de piso del «Ritz» asistieron también, en asientos de última fila. Un borracho temblón que hablaba solo y se arrodillaba cuando había que ponerse en pie estaba en un rincón, a cuatro asientos de distancia de la imagen del santo patrono de la iglesia. Aparte de éstos, el templo estaba completamente vacío, un eco reluciente y oloroso a cera e incienso.
Junto a la tumba, en Brookline, estuvieron también solos, temblando de tristeza y de miedo, y de frío que llegaba a los huesos. Cuando volvieron al «Ritz-Carlton», Erneido, tras excusarse, se metió en la cama con dolor de cabeza y unas píldoras. Rafe y Guillermo fueron al salón y estuvieron sentados, tomando whisky. Igual que en los viejos tiempos de juerga bebiendo, sin escuchar lo que decía Guillermo. Finalmente a través de una niebla alcohólica, como desde una distancia, le pareció que Guillermo decía algo de gran importancia.
—Nos dan aviones, armas, tanques. Nos adiestran. Lucharán a nuestro lado. Esos «marines» son unos soldados estupendos. Tendremos apoyo aéreo. Necesitaremos todos los oficiales que podamos reunir. Tendrás que ponerte en contacto con cuanta gente conozcas. No cabe duda de que también tú serás capitán.
Concentró su atención y se dio cuenta de lo que estaba diciendo su hermano. Sin más, se echó a reír, pero sin alegría.
—No —dijo—, muchas gracias.
Guillermo dejó de hablar y le miró.
—¿Qué quieres decir?
—A mí no me hacen falta invasiones. Yo lo que quiero es seguir aquí. Pienso hacerme ciudadano norteamericano.
«Sesenta por ciento de horror, treinta por ciento de odio, diez por ciento, aproximadamente, de desprecio», se dijo, observando los ojos velados de su hermano, típicamente Meomartino.
—¿Es que no tienes fe en Cuba?
—¿Fe? —Rió Rafe—. Si quieres que te diga la verdad, hermanazo, no tengo ya fe en nada, por lo menos en el sentido que tú das a esa palabra. Yo creo que todos los movimientos, todas las grandes organizaciones de este mundo, son mentiras y ganancia para alguien. Yo lo que creo es que la gente debería causar el menor daño posible a los demás seres humanos.
—Noble. Lo que en realidad quieres decir es que no tienes agallas.
Rafe le miró.
—Nunca las tuviste. —Guillermo apuró su whisky e hizo una seña al camarero—. Yo tengo agallas suficientes para todos los Meomartino. Amo a Cuba.
—No es de Cuba de lo que hablas, alcahuete. —Hasta entonces habían estado hablando en castellano, pero de pronto, por oscuras razones, Rafe se dio cuenta de que se había puesto a hablar en inglés—. De lo que hablas es de azúcar. ¿Por qué finges lo contrario? ¿De qué les servirá a los pobres desgraciados que realmente son Cuba que demos una buena patada a Fidel en las posaderas y recobremos nuestra fortuna? —Tomó un largo sorbo de whisky—. ¿Y crees que el tipo que pusiéramos en su lugar les trataría de otra manera? No —dijo, respondiendo a su propia pregunta.
Le molestó comprobar que estaba temblando.
Guillermo aguardó fríamente.
—En nuestro movimiento hay poca gente con intereses azucareros y tenemos a los mejores elementos —dijo, como quien habla con una criatura.
—Es posible que todos ellos sean patriotas, pero, aunque fuese así, sus razones son sin duda tan malas como las tuyas.
—Es magnifico saberlo todo, cobardón, hijo de perra.
Rafael se encogió de hombros. Guillermo había sido hijo amante, a su manera. Rafe sabía perfectamente que esta afrenta impensada iba dirigida a él, no a su madre. «Por fin pensó, con una extraña sensación de alivio, nos estamos llamando uno a otro, en voz alta, los insultos que siempre tuvimos escondidos en el desván del cerebro».
A pesar de todo, era evidente que Guillermo lamentaba haberlo dicho.
—Mamá —dijo.
—¿Qué dices de mamá?
—¿Crees que podrá descansar en paz en una tumba cubierta de nieve? Debería ser devuelta a Cuba.
—¿Y por qué no te vas al diablo? —replicó Rafe, furioso.
Se levantó sin terminar el whisky y se fue, dejando a su hermano allí sentado, con los ojos fijos en el vaso.
Guillermo y el tío Erneido se fueron aquella misma noche, despidiéndose de él, como de un extraño, con un apretón de manos.
Cuatro días después el viento primaveral del nordeste golpeó Nueva Inglaterra con una avalancha de diez centímetros de nieve todo a lo largo de la costa entre Portland y la isla de Block. Aquella misma tarde Rafe fue en taxi al cementerio de Holyhood. La tormenta había cesado, pero el viento levantaba turbiones de nieve que se le metían por las mangas del abrigo y le bajaban por el cuello. Fue a pie hasta el lugar donde estaba la tumba, llenándose de nieve los zapatos. Allí seguía; a pesar del viento, venillas de nieve, cogidas como en una trampa, se levantaban entre los montecillos de tierra helada. Permaneció allí, en pie, todo el tiempo que le fue posible, hasta que empezó a humedecérsele la nariz y los pies se le congelaron. Cuando volvió a su cuarto se sentó en la oscuridad, junto a la ventana, como solía hacer ella, observando el tráfico, que discurría de un lado a otro, por la calle de Arlington. Sin duda, algunos de los vehículos serian los mismos: las máquinas mueren más despacio que los seres humanos.
Se fue del «Ritz», mudándose a una mansión señorial convertida en casa de apartamentos, a una manzana de distancia del hospital. Al otro lado del pasillo vivían dos esbeltos estudiantes, probablemente en pecaminosa armonía. En el piso de arriba había una chica bizca que a él le parecía prostituta, aunque no había indicios de que recibiera en su cuarto ni siquiera a su novio formal.
Pasaba la mayor parte de su tiempo libre en el hospital, consolidando su reputación de competencia y seriedad y cerciorándose de que el año próximo sería elegido residente. A pesar de todo, se negaba a vivir en el hospital, porque no quería confesarse a sí mismo que tenía necesidad de un refugio.
La primavera le cogió vulnerable y por sorpresa. Se le olvidó ir a cortarse el pelo; meditó en la posibilidad de que haya vida después de la muerte y llegó a la conclusión de que en el más allá no hay nada; consideró las posibilidades del psicoanálisis, hasta que leyó un articulo de Anna Freud en el que se afirmaba que el individuo está fuera del alcance del psicoanalista tanto estando de luto como enamorado.
La invasión de la Bahía de Cochinos le sacó desagradablemente de su letargo. Oyó las primeras noticias en una radio portátil, en la sección de mujeres de la sala. El informe era optimista sobre las posibilidades de éxito de la invasión, pero poco completo, y daba poquísimos datos, excepto que el desembarco había tenido lugar en la Bahía de Cochinos.
Rafe la recordaba bien. Un lugar costero de veraneo al que sus padres solían llevarle de pequeño. A lo largo de la orilla, todas las mañanas, mientras sus padres dormían, él y Guillermo acopiaban grandes cantidades de tesoros marinos y piedrecitas blancas y pulidas, como huevos de ave petrificados.
A cada programa las noticias eran peores.
Trató de telefonear a Guillermo en Miami, aunque sin éxito; finalmente, consiguió dar con el tío Erneido.
—No hay manera de averiguar dónde está. Está allá, con los demás, en algún sitio. Al parecer, la cosa va muy mal. Este maldito país, que se decía nuestro amigo…
El viejo no pudo seguir.
—Llámame en cuanto sepas algo —dijo Rafe.
Pocos días después fue posible reconstruir parte de la tragedia y adivinar el resto: la enormidad de la derrota, la magnitud de la falta de preparación de la brigada invasora, lo anticuado del armamento, la falta de apoyo aéreo, la arrogante ineficiencia de la CIA, la evidente angustia del joven Presidente norteamericano, la ausencia de «marines» precisamente cuando más falta hacían.
Rafe se pasó bastante tiempo imaginándose lo que debió de haber sido aquello: con el mar a la espalda y el pantano y la milicia de Fidel Castro, con armas soviéticas, por todas partes. Los muertos, la falta de medios con que atender a los heridos.
Andando despacio por el hospital vio algunas cosas por primera vez en su vida.
Un resucitador, un marcapasos.
Una máquina succionadora.
Camas que ofrecían calor y reposo a los pacientes aturdidos.
Las fantásticas salas de operaciones, la gran cantidad de gente.
Dios, el banco de sangre. Y todos los Meomartino tenían tipos de sangre poco frecuentes.
Nunca había ocultado que era cubano. Varios de sus colegas y unos pocos pacientes le murmuraron palabras de ánimo, pero la mayor parte tendía a evitar el tema. En varias ocasiones notó que la conversación cesaba en un ambiente de súbita culpabilidad en cuanto él se incorporaba al grupo.
De pronto, se dio cuenta de que podía dormir de noche; en cuanto se metía en la cama se sumía en el sueño hondo y anestésico del que busca la huida.
Un día de mayo, el pesado reloj de plata, con ángeles en la tapa, llegó por correo certificado como una bandera blanca del tío Erneido. La nota que lo acompañaba era concisa y breve, pero contenía varios mensajes:
Sobrino:
Como sabrás, este reloj familiar es parte de la herencia de la familia Meomartino. Ha sido conservado honorablemente por los que lo guardaron para ti. Guárdalo también tú de la misma manera, y ojalá lo pases a muchas generaciones de Meomartino.
No sabemos cómo murió tu hermano, pero tenemos información fidedigna de que se comportó bien en sus últimos momentos. Con el tiempo, trataré de averiguar más cosas.
No creo que tú y yo nos veamos en un futuro inmediato. Soy ya viejo y las energías que me quedan quiero emplearlas de la mejor manera posible. Confío y espero que tu carrera médica irá bien. No creo que vuelva a ver mi Cuba liberada. No hay suficientes patriotas con sangre de hombre en las venas para quitarle a Fidel Castro lo que les pertenece a ellos por derecho propio.
Tu tío,
ERNEIDO PESCA.
Puso el reloj en su mesa de trabajo y se fue al hospital. Cuando volvió, cuarenta horas más tarde, y abrió el cajón, el reloj seguía allí, esperándole. Lo miró y luego cerró el cajón, se puso el abrigo y salió de la pensión. Fuera, la tarde estaba indecisa entre el fin de la primavera y el comienzo del verano, con nubes cargadas de lluvia al acecho. Anduvo por las aceras de Boston, manzana tras manzana, largo tiempo, al calor de la tarde.
En la calle de Washington, sintiéndose con hambre, lo que le sorprendió súbitamente, entró en un bar, a la sombra del ferrocarril elevado. El «Herald-Traveler» estaba a una manzana de distancia. Era una buena taberna, un bar de obreros lleno de periodistas que comían o bebían, algunos de ellos con sombreros de papel de periódico para no mancharse el pelo de tinta y de grasa.
Se sentó en la barra y pidió una chuleta de ternera a la parmesana. Un televisor, situado sobre el espejo, vomitaba noticias, los últimos comentarios sobre la catástrofe de la Bahía de Cochinos.
Pocos de los invasores habían podido ser evacuados.
Gran número de ellos había muerto.
Prácticamente, todos los supervivientes habían sido hechos prisioneros.
Cuando le sirvieron la chuleta no se molestó siquiera en cortarla.
—Un whisky doble.
Y luego se tomó un segundo, lo que le hizo sentirse mejor, y un tercero, lo que le hizo sentirse muy mal. Deseoso de aire, dejó un billete sobre la caoba y salió, cansinamente.
El nuevo cielo nocturno era bajo y negro, y el viento como una serie de toallas húmedas que llegase incansablemente del mar. Buscó refugio en un taxi que paró a su lado.
—Lléveme a cualquier buen bar. Y espere, por favor.
La Plaza del Parque. El bar se llamaba «Las Arenas». La luz era suave, pero los whiskies los servían indudablemente sin una gota de agua. Cuando salió, el taxi seguía allí, como un corcel fantasmal que le llevaba al galope, con el taxímetro también en marcha, a los palacios placenteros e iluminados por el neón de los vivos. Fueron hacia el Norte, deteniéndose con frecuencia Al bajar ante un bar de la calle de Charles, agradecido por tanta fidelidad, Rafe dio un billete al taxista, no dándose cuenta de su error hasta que el taxi ya estaba lejos.
Cuando salió del bar de la calle de Charles todos los objetos le parecían borrosos, algunos más brillantes que otros. El viento era allí áspero y húmedo. La lluvia tamborileaba y silbaba contra la acera, a sus pies. Su ropa y su pelo lo aceptaron hasta que ya no pudieron más y comenzaron a chorrear como el resto de las cosas. La lluvia, dura y fría, le mordía en el rostro, haciéndole sentirse inexplicablemente enfermo, con náuseas.
Pasó junto al Hospital Óptico de Massachusetts y entrevió también los perfiles húmedos del Hospital General de Massachusetts. Se sentía incierto sobre el momento exacto en que su humedad interior había entrado en contacto con la exterior, pero de pronto se dio cuenta de que hondo, muy hondo, en su interior, estaba llorando.
Por sí mismo, sin duda.
Por el hermano a quien había odiado tanto y al que nunca vería ya más.
Por su madre muerta.
Por el padre apenas recordado.
Por el tío perdido.
Por los días y los lugares de su niñez.
Por el repulsivo mundo.
Había llegado ya a la especie de dosel iluminado, fuera del refugio, también iluminado, donde las fuentes artificiales salpicaban contra la lluvia.
—Fuera de aquí —dijo el portero del Charles River Park, en tono de silenciosa amenaza.
Se hizo a un lado para dejar pasar a dos mujeres, que olían a rosa machucada. Una de ellas subió al taxi. La otra se volvió hacia él y alargó la mano, como para tocarle.
—¿Doctor? —dijo, como incrédula.
Recordándola, pero sin identificarla, trató de hablar.
—Doctor —dijo ella—, no recuerdo su nombre, pero nos conocimos en la cafetería del Hospital General. ¿Se encuentra usted bien?
—Soy un cobarde —dijo, pero no se le oyó.
—Elizabeth —gritó la otra chica desde el taxi.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó ella.
Ahora, la otra chica se había apeado del taxi.
—De todos modos, ya llegamos tarde —dijo.
—No llore —dijo Elizabeth—, por favor.
—Elizabeth —dijo la otra chica—, pero ¿qué diablos estás haciendo?
Liz Bookstein le pasó el brazo por la cintura y comenzó a guiarle hacia el hotel, bajo el dosel, sobre la alfombra roja, de color de sangre.
—Diles que no pude ir —dijo, sin volver la cabeza.
—Deje eso —cortó ella.
Rafe se sentó en la silla, y ella entonces se le acercó, descalza.
—No se excuse por ser un hombre capaz de llorar —le dijo.
Entonces Rafe lo recordó todo. Fue como un relámpago de memoria, y cerró los ojos. Los dedos de ella le tocaron la cabeza, y él se levantó y la estrechó fuertemente entre sus brazos, sintiéndola llena de palmas cálidas y dedos alargados contra su espalda desnuda. Elizabeth tenía que advertirlo a través de la toalla, pero a pesar de ello no se apartaba.
—Lo único que quería era salvarle de la lluvia.
—No lo creo.
—Me conoce tan bien que me pregunto si no será usted el hombre que llevo tanto tiempo buscando.
—¿Buscando? —dijo él, con tristeza.
—¿No es usted sudamericano? —preguntó ella al cabo de unos momentos.
—No, cubano.
—¿Por qué tendré que estar siempre mezclándome con grupos minoritarios? —se preguntó, con el rostro contra su pecho.
—Yo creo que quizá sea porque tu tío es tan malintencionado a ese respecto.
Levantó el rostro y Rafe descubrió que iba a tener que bajar la cabeza para besarla en la boca, que ya estaba abierta y móvil. Con manos torpes fue desabotonando los botones de la espalda del arrugado vestido. Cuando finalmente renunció a la tarea y ella se apartó para desabotonarlos por sí misma, las prendas de vestir fueron cayendo una a una sobre la alfombra azul. Sus pechos, ahora libres, eran pequeños, pero ya estaban bien desarrollados, de hecho un poco demasiado maduros. Llevaba medias de color de canela en los pies bien formados y gordezuelos y en las piernas esbeltas, pero musculosas —¿jugaría al tenis, tal vez?—, y tenía unos rollizos muslos.
A pesar de todo, pocos momentos después comprobó, con horror, que todo ocurría como la noche anterior, cuando, hambriento, había pedido una comida que tuvo que dejar intacta.
La primera vez que despertó la vio, a la luz tenue de la lámpara, sentada, durmiendo, en una silla junto a la cama, todavía con el vestido puesto, pero la faja, las medias y los zapatos, quitados, en el suelo, y los pies desnudos recogidos bajo las piernas, como para protegerlos del frío. La segunda vez vio el gris claro de la aurora invadir el cuarto, y a ella ya despierta, mirándole con aquellos ojos que ahora recordaba sin dificultad, no sonriendo o hablando, simplemente mirándole. Poco después, sin querer, volvió a dormirse. Cuando despertó completamente, el sol de la media mañana entraba a chorros por las ventanas, y ella seguía en la misma silla, aún con el vestido de noche, la cabeza caída a un lado extrañamente indefensa y muy bella durmiendo. No recordaba haberse desnudado, pero cuando bajó de la cama vio que estaba desnudo. Para complicar más las cosas tenía una tremenda erección fálica y se metió a toda prisa en el cuarto de baño. No sabía beber, reflexionó, mientras se purgaba el cuerpo de venenos.
—Hay un cepillo de dientes nuevo en el armario.
—Gracias.
Lo vio junto a una máquina de afeitar, lo que le desconcertó hasta que se dijo que sería de ella, para afeitarse las piernas. En la ducha, descubrió que el jabón estaba impregnado de olor a rosas trituradas, pero se encogió de hombros y accedió a convertirse en sibarita. Se permitió el lujo de un buen afeitado, y luego, cuando hubo terminado con la toalla, abrió un poquitín la puerta.
—¿Me quiere dar la ropa?
—Estaba muy sucia. La mandé a limpiar, todo menos los zapatos. En seguida lo traen.
Se ciñó la toalla húmeda a la cintura y salió del cuarto de baño.
—Vaya, ahora tiene mejor aspecto.
—Siento haberle quitado la cama —dijo—. Anoche, cuando me vi…
—No te preocupes —le dijo ella, finalmente, apartándole con suavidad, hasta que volvió a yacer sobre el colchón con los ojos cerrados, mientras los muelles rechinaban cuando, luego, se levantó.
Era habilidosa.
Muy poco después, al abrir los ojos, vio que el rostro de Elizabeth cubría todo su universo, un rostro muy serio, como el de una niña afanándose en resolver un problema; se percibía un conato de reluciente sudor en la parte en que las ventanillas se abrían a ambos lados de la nariz cruel y curva. Los ojos, grises, eran muy grandes; los iris, de un azabache silvestre, y las pupilas, cálidas y líquidas, omniabsorbentes. Sus ojos se agrandaban, unciéndose a los suyos y atrayendo su mirada, hasta que, por fin, penetró en ella, hondo, hondo, con una ternura que era extraña y nueva.
«Quizá, Dios —pensó Rafe, brevísimamente—, un momento muy extraño, bien es verdad, para sentirse religioso».
Meses más tarde, cuando pudieron, por primera vez, disecar con palabras aquella mañana, mucho antes de que ella volviera a inquietarse y él a sentir que su amor se le escapaba como arena por entre los dedos, Elizabeth le dijo que se había sentido avergonzada de su experiencia, triste por no haber podido ofrecerle la dádiva de la inocencia.
—Y eso, ¿quién lo puede? —había preguntado él, a su vez.
Ahora, el ruido gimiente del aire por las tuberías se convirtió en silbido hueco. Asqueado, Meomartino renunció a concentrar su atención en los papeles que tenía ante sí y apartó la silla de la mesa de trabajo.
Peggy Weld apareció en la puerta, con los ojos enrojecidos y el rostro sin maquillar. ¿Se le habrá desleído el tinte?, pensó él.
—¿Cuándo quiere extraerme el riñón?
—No lo sé con exactitud. Hay mucho trabajo preliminar. Exámenes médicos y cosas así.
—¿Quiere que me mude al hospital?
—A su debido tiempo, pero todavía no hace falta. Ya se lo diremos.
Ella asintió.
—Lo mejor es que olvide lo que le dije de llamarme al hotel. Voy a quedarme en Lexington con mi cuñado y los niños.
«Sin maquillaje, estaba infinitamente más guapa», pensó Meomartino.
—Pondremos manos a la obra —dijo.