ADAM SILVERSTONE
Los turnos de trabajo de treinta y seis horas hacían que los días y las noches se juntasen curiosamente, por así decirlo, de modo que durante periodos de exceso de trabajo, si no miraba a la ventana, a veces Silverstone no estaba seguro de si afuera había sol o luna.
Encontró que el Hospital General del condado de Suffolk era lo que él había estado buscando desde hacia tiempo sin saberlo.
Era un hospital viejo, no tan limpio como cabría desear; la sucia pobreza de los pacientes le ponía nervioso; la administración escatimaba dinero de mil antipáticas maneras, como por ejemplo, no dando ropa blanca a los médicos con suficiente frecuencia. Pero se practicaba un interesantísimo tipo de cirugía universitaria. En un solo mes allí, Adam había operado más casos de más interesante variedad que en medio año en Georgia.
Había sentido una sensación deprimente al oír por primera vez que Rafe Meomartino estaba casado con una sobrina del Viejo, pero tuvo que admitir que las buenas operaciones se repartían imparcialmente entre ellos dos. Se dio cuenta de que existía una inexplicable frialdad entre Meomartino y Longwood, y acabó pensando que lo más probable era que el parentesco le resultase perjudicial a Rafe.
La única parte incómoda de su existencia era cuando se encontraba en el sexto piso que, en un momento de distracción y estupidez, había sido convertido por él mismo en un lugar frío y solitario.
Lo peor del episodio del jabón era que, en realidad, a él le caía simpático Spurgeon Robinson.
Una mañana, había entrado en el cuarto de baño mientras el interno se afeitaba, y se pusieron a hablar de béisbol mientras él se desnudaba y se duchaba.
—¡Demonio! —murmuró.
—¿Qué pasa?
—No tengo jabón.
—Toma el mío.
Adam había mirado el jabón blanco que Robinson tenía en la mano, moviendo la cabeza y diciendo:
—No, gracias.
Se estiró bajo el agua caliente y unos pocos minutos más tarde (¿por distracción?) recogió de la bandeja un pedacito plateado de jabón usado, frotándose el cuerpo con él.
Robinson echó, al salir, una ojeada a la ducha.
—Ah, veo que por fin encontraste jabón —dijo.
—Sí —dijo Adam, sintiéndose súbitamente incómodo.
—Ése es el pedazo con que me lavé ayer el culo negro que Dios me ha dado —dijo entonces Spur, afablemente.
El dinero no era ya motivo de preocupación. Se dedicó a trabajar de noche gracias al capote que le había echado el rechoncho anestesista residente, a quien las enfermeras de la sala de operaciones llamaban «gigantico verde», y que a él siempre le había parecido una gordinflona, pero cuyo nombre había resultado ser sencillamente Norman Pomerantz. Un día, Pomerantz entró en el cuarto del personal y, sirviéndose una taza de café, preguntó si alguien quería hacerse cargo, varias veces a la semana, de la clínica de urgencia de un hospital situado al oeste de Boston.
—Me da igual donde esté —dijo Adam, antes de que nadie tuviera tiempo de contestar—. Si me pagan, voy.
Pomerantz se echó a reír.
—Está en Woodborough, y te pagan con dinero del seguro de hospitalización.
De modo que renunció a dormir y no quedó nada descontento del negocio que había hecho. La primera noche que tuvo libre en el Hospital General del condado de Suffolk cogió el tren elevado hasta la plaza del Parque y, allí, el autobús hasta Woodborough, que resultó ser una villa industrial barroca de Nueva Inglaterra convertida recientemente en un extenso y populoso suburbio de gente que trabajaba en Boston e iba allá a dormir. El hospital era bueno, pero pequeño, y el trabajo, poco interesante: chichones, bultos, heridas; la operación más complicada que tuvo que hacer fue una fractura de muñeca. Pero el dinero le venía de perlas. La segunda vez que cogió el autobús de Boston se dijo, casi con miedo, que ya era solvente. Claro es que lo suyo le costaba, pues llevaba sesenta horas sin dormir: treinta y seis al pie del cañón en el Hospital General del condado y otras veinticuatro en Woodborough, pero la súbita sensación de opulencia lo justificaba. Cuando volvió a su cuarto del hospital durmió ocho horas seguidas y luego se despertó sintiéndose ligero de cabeza, ágil de lengua y extrañamente rico.
Iba en autobús a Woodborough siempre que tenía tiempo libre. A medida que su cuerpo iba fatigándose más y más, Adam se habituaba a robar pequeños momentos de descanso: en camillas, sentado en el cuarto del personal, una vez incluso apoyándose un momento contra la pared del pasillo, y aquellos momentos de sueño eran para él como para un niño saborear un caramelo.
Se sentía más solo incluso que de costumbre. Una noche, echado en la cama, escuchaba a Spurgeon Robinson tocar una especie de guitarra cuya existencia él nunca había sospechado. Adam pensaba que aquella música le enseñaba mucho sobre el carácter del interno. Un rato después se levantó, bajó a la calle y fue a una tienda a comprar una caja de seis latas de cerveza. Robinson abrió la puerta al oírle llamar y estuvo un momento mirándole sin decir nada.
—¿Estás ocupado? —preguntó Adam.
—No, entra.
—Pensé que podríamos ir al tejado a tomar un trago.
—Fenómeno.
El perfecto anfitrión abrió la ventana y cogió el paquete, dejando que Adam pasara primero sobre el alféizar.
Bebieron y charlaron de varias cosas y, de pronto, se quedaron sin saber de qué hablar. Se sentían incómodos, y Adam eructó y frunció el ceño.
—Al demonio —dijo—. Perdona, tú y yo no podemos estar así, enfadados como un par de niños pequeños. Somos profesionales. Hay gente enferma que depende de nuestras posibilidades de comunicación.
—Me enfado y me voy de la lengua —dijo Spurgeon.
—Pero tienes razón. No me gusta usar el jabón de cualquiera.
—Pues yo el tuyo ni regalado —sonrió Spurgeon.
—Pero cuanto más pienso en aquello, tanto más evidente me parece que no por eso rehusé tu jabón —dijo Adam, en voz baja.
Spurgeon se limitó a mirarle.
—Nunca he conocido lo que se dice bien a una persona de color. Cuando era pequeño, en nuestro barrio de Pittsburgh pandillas de chicos negros venían a pegarse con nosotros. Hasta ahora ésa es la parte más importante de mis contactos interraciales.
Spurgeon seguía sin decir nada. Silverstone cogió otra lata de cerveza.
—¿Has conocido tú a muchos blancos?
—En estos doce años últimos me han tenido sitiado.
Los dos miraron hacia los tejados vecinos.
Robinson alargó algo y Adam lo cogió, pensando que seria una lata de cerveza, pero resultó que era una mano.
Que él estrechó.
Con su primer cheque devolvió el adelanto que, a cuenta del sueldo, había recibido del hospital el día de su llegada, y cuando le fue entregado el segundo cheque fue a un Banco y abrió una cuenta de ahorros. En Pittsburgh tenía aún al viejo, callado por el momento, pero dispuesto sin el menor género de dudas a darle un sablazo en cualquier momento. Adam se prometió resistir: toda mi fortuna para salvarle de una catástrofe pero ni un centavo para alcohol. Aunque no retiró el dinero ni comenzó a buscar un coche de segunda mano sentía por primera vez en su vida el deseo de derrochar. Quería tener su propio coche para aparcarlo y forcejear con alguien, por ejemplo con Gaby Pender.
Seis semanas ya y aún no la había visto. Había hablado con ella por teléfono varias veces, pero sin invitarla a salir con él, sintiéndose como impelido hacia Woodborough, para poder aumentar su tesoro.
«Cuando, por fin, salieran —se decía Adam— podría gastar dinero sin escatimar nada».
Pero al otro extremo de la línea telefónica ella estaba comenzando a mosquearse y cada vez que le llamaba se le mostraba más fría, por lo cual acabó por contarle lo que hacía con su tiempo libre.
—Pero te vas a morir de fatiga —le dijo, horrorizada.
—Estoy ya casi a punto de trabajar menos.
—Prométeme que descansarás el próximo fin de semana.
—Bueno, pero sólo si sales conmigo el domingo por la tarde.
—No; es para que duermas.
—Después de verte.
—Bueno, de acuerdo —dijo ella, al cabo de un momento.
«Parece contenta de rendirse», —pensó él, optimista.
—Lo pasaremos en grande.
—Oye —dijo ella—, tengo una gran idea para pasarlo realmente bien. La Orquesta Sinfónica de Boston va a radiar esta noche el concierto desde Tanglewood. Yo traigo mi radio portátil y ponemos una manta en la hierba de la explanada y oímos la música.
—Estás tratando de ahorrarme dinero. Tengo para pasarlo bien de verdad.
—Para pasarlo más caro, pero no mejor. Tendremos la oportunidad de hablar.
Accedió a estar lista a las seis; así tendrían más tiempo.
—Estás loca —dijo Adam, encontrando que lo de la manta era una gran idea.
El domingo por la tarde, su impaciencia estaba ya tensa a más no poder. Era un día apacible. Pensando en el futuro inmediato puso buen cuidado en preparar lo mejor posible todos los detalles de la jornada, a fin de que no saliese nada mal a última hora. En el cuarto de las enfermeras había un reloj grande y viejo, con las manecillas señalando las cinco menos veinticinco, como las manos de un bailarín de charlestón paralizado inmediatamente después de abrirlas en abanico sobre las rodillas. «Ochenta y cinco minutos eternos», —pensó—. Se ducharía y mudaría de ropa, y saldría del hospital bien defendido en todos los frentes. Afeitado, con loción y polvos, los zapatos relucientes, el pelo bien domado y las esperanzas bien altas, en busca de Gaby Pender.
«Se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos. El gran edificio era como un perro dormido, —pensó—; podía dormitar tranquilo, pero, tarde o temprano»…
Sonó el teléfono.
«La vieja, siempre despierta», pensó, hosco, y descolgó. Urgente, tres casos de quemadura.
—Voy —dijo, y fue.
En el ascensor, siguió preocupándose, inquieto por si aquello resultaba serio y le hacía llegar tarde a su cita.
El olor a quemado chocó con él en el pasillo.
Eran un hombre y dos mujeres. Adam vio que el estado de las mujeres no era de cuidado. Ya habían tomado calmantes. Bien hecho, residente de la clínica de urgencia, el muchacho llamado Potter, que necesitaba el éxito. Había operado al hombre en la tráquea, su primera operación de este tipo sin duda (muy bien por el valor, pero regular sólo por no haber esperado un par de minutos más para hacer la operación en el sitio adecuado), y ahora estaba concentrando su atención en un catéter de aspiración, tratando de absorber secreciones.
—¿Han llamado a Meomartino?
Potter movió negativamente la cabeza. Adam telefoneó al encargado del servicio quirúrgico.
—Doctor, aquí nos vendría al pelo que alguien nos echase una mano.
Meomartino vaciló.
—¿Pueden arreglárselas solos? —dijo, tajante.
—No —respondió Adam colgando el teléfono sin más.
—Santo Dios, mire la de cosas que estoy sacándole de los pulmones —dijo Potter.
Adam miró y se encogió de hombros.
—Eso es contenido gástrico, del estómago. ¿No se da cuenta de que ha sido aspirado? —dijo irritado.
Se puso a cortar toda la ropa que pudo, para dejar libre la carne quemada.
—¿Cómo ocurrió?
—El inspector de bomberos está haciendo averiguaciones doctor —dijo Meyerson, desde la puerta—. Fue en una tienda de comestibles. Es casi seguro que se produjo una explosión en la cocina, en el horno. La tienda estaba cerrada por reparaciones. Sin embargo, a juzgar por el olor, debían de tener la cocina llena de una mezcla de keroseno y aceite de cocinar, que se incendió poco antes de caerles encima.
—Vaya, menos mal que no fue en una «pizzería», porque no hay nada peor que quemaduras de tercer grado de «mozzarella[14]» —dijo Potter, tratando de recobrar la serenidad.
El hombre se quejó. Adam se cercioró de que aún no había recibido calmantes, y entonces le dio cinco miligramos de morfina y dijo a Potter que les limpiase a los tres lo más que pudiera, no mucho, sin embargo, porque el fuego es cosa muy seria.
Apareció Meomartino, hosco, pero se volvió más afable cuando vio que realmente allí hacia falta manos extra; sacó muestras de sangre a las mujeres para que las examinase el laboratorio y ayudó a Adam, que estaba tratando al hombre. Luego, inyectó a los pacientes sus primeros electrólitos y coloides con las mismas agujas que había empleado para extraer la sangre. Cuando todos ellos fueron enviados a la sala de operaciones número 3, una enfermera ya había examinado la cartera del paciente y anotado el nombre y la edad: Joseph P. (Paul) Grigio, de cuarenta y cuatro años. Meomartino vigiló mientras Potter cuidaba de las mujeres y Adam acoplaba el catéter urinario a Mr. Grigio y luego seccionaba la larga vena safena del tobillo, insertando una cánula de polietileno y sujetándola con ligaduras de seda, para fijar bien el curso intravenoso.
Tenía quemaduras de segundo grado en un treinta y cinco por ciento de la superficie de su cuerpo: el rostro (¿los pulmones?), el pecho, los brazos, la ingle, pequeñas secciones de las piernas y la espalda. Antes había sido un hombre musculoso, pero ahora era fofo. ¿Cuántas reservas de fuerza quedarían aún en aquel cuerpo de mediana edad?
Adam se dio cuenta de pronto de que Meomartino estaba mirándole mientras él observaba el estado del paciente.
—No hay nada que hacer —sentenció el encargado del servicio quirúrgico—. No llegará a mañana.
Se quitó los guantes.
—Pues yo creo que sí —replicó Adam, sin darse cuenta.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Nada, una idea mía. He visto muchas quemaduras.
En seguida se enfadó consigo mismo por haber dicho aquello. Después de todo, él no era especialista en la curación de quemaduras.
—¿En Atlanta?
—No, en Filadelfia. Trabajé de ayudante en el depósito de cadáveres cuando era estudiante de Medicina.
Meomartino pareció sorprendido.
—No es exactamente lo mismo que trabajar con gente que todavía está viva.
—Ya lo sé, pero me da la impresión de que este sujeto aguantará —dijo, con obstinación.
—Lo espero, pero no lo creo. Se lo dejo a usted. —Meomartino se volvió, para irse, pero se detuvo—. Verá, vamos a hacer una cosa: si aguanta, invito yo a café en «Maxie’s» una semana entera.
«Simpático», pensó Adam al verle irse con las mujeres.
Estableció un tratamiento profiláctico antitetánico y luego le siguió hasta la sala. Aplicando la regla de Evans para calcular la cantidad de líquido que se había de remplazar en un hombre de ochenta y cinco kilos de peso, llegó a la conclusión de que harían falta dos mil ciento centímetros cúbicos de coloide, dos mil ciento de suero salino fisiológico y dos mil de agua para la excreción urinaria. La mitad de esta cantidad se le aplicaría en suero venoso gota a gota en las primeras ocho horas —se dijo— junto con dosis masivas de antibióticos para contrarrestar la posibilidad de infección bacteriana en la superficie chamuscada y sucia de la zona quemada.
Mientras sacaban la cama del ascensor, en el segundo piso, con una súbita sensación de desánimo vio la hora que era.
Las seis y cuarto.
Debería estar arreglándose ya para ir a ver a Gaby, y en lugar de esto aún tendría que atender al paciente durante unos veinte minutos.
El cuarto 218 estaba vacío y en él instalaron a Mr. Grigio, aislado; luego, Adam concentró su atención en la tarea de tratarle la quemadura localmente preguntándose qué estaría usando Meomartino con su paciente en la sección de mujeres.
Miss Fultz estaba en el cuarto de las enfermeras, con sus historiales clínicos y su enorme pluma estilográfica. Cansado de esperar a que fuera ella quien levantase la vista, carraspeó ruidosamente.
—¿Dónde hay una palangana grande esterilizada? Y me hacen falta otras cosas.
Una enfermera principiante pasó rápidamente por su lado.
—Miss Anderson, dele lo que necesita —dijo la jefa de las enfermeras, sin perder siquiera un plumazo.
—Joseph P. Grigio está en el 218. Necesitará enfermeras especializadas por lo menos durante tres turnos.
—No hay enfermeras especializadas disponibles —dijo ella, como hablando a la mesa en que escribía.
—¿Y por qué diablos no las hay? —replicó Adam más molesto por la negativa de ella a hablarle directamente que por el problema mismo.
—No sé. Por la razón que sea, las chicas ya no quieren ser enfermeras.
—Tendremos que trasladarlo a la sección de tratamiento intensivo.
—En esta sección, el tratamiento no es tan intensivo como se cree. Está sobrecargada desde hace más de una semana —respondió ella, mientras su pluma proyectil describía pequeños círculos negros en el aire antes de caer en picado para escribir una frase en el papel.
—Solicite las enfermeras y dígame lo que haya en cuanto sepa algo, por favor.
Aceptó el cuenco esterilizado que le tendía Miss Anderson y mezcló su potingue. Cubitos de hielo para refrescar y anestesiar la quemadura y mantener la hinchazón lo más baja posible. Suero salino fisiológico, porque el agua fresca hubiera actuado a modo de sanguijuela en los electrólitos del cuerpo. «Phisohex» para limpiar; se cortaba en pequeños remolinos al revolverse la mezcla. Lo único que le faltaba a aquella poción mágica era sangre de dragón y lengua de salamandra acuática.
Se puso a sacar trozos de gasa de un armario, hasta que, viendo que en una balda superior había compresas higiénicas, cogió tres capas de ellas. Eran ideales para su objeto.
—Ah. ¿No podría usted por casualidad echarme una mano?
—No, doctor, Miss Fultz me ha dado orden de hacer otras cosas, como suministrar orinales a la sala entera.
Él asintió, exhalando un suspiro.
—¿Me haría un pequeño favor, sólo uno? Llamar por teléfono.
Escribió el nombre de Gabrielle Pender y su número telefónico en una hoja de recetas que arrancó del bloc.
—Dígale, por favor, que me temo que voy a tardar un poco.
—De acuerdo. Esperará. Yo, en su lugar, esperaría.
La chica sonrió y se fue, dejándole el recuerdo de sus pequeñas y atractivas nalgas escandinavas, recuerdo que fue efímero. Cogió cuidadosamente el cuenco y fue al cuarto 218 derramando sólo muy poco líquido en el suelo reluciente del pasillo. Luego metió las compresas en el líquido, las exprimió suavemente, para liberarlas del exceso de humedad, y fue aplicándolas una a una sobre la carne quemada, comenzando por la cabeza y yendo cuerpo abajo, hasta que Mr. Grigio pareció vestir un absurdo traje de compresas higiénicas. Cuando le hubo cubierto las espinillas comenzó de nuevo sustituyendo las compresas viejas, calentadas por el aire, por otras húmedas y frías.
Bajo la acción del opio, Mr. Grigio dormía. Diez años antes, su rostro debió sin duda de haber sido atractivo, el rostro de un espadachín italiano, pero su belleza mediterránea se había disuelto en la calvicie creciente y los gruesos carrillos. «Mañana por la mañana —se dijo Adam— este rostro se convertirá en un globo grotesco».
El hombre quemado se agitó.
—¿Dove troviamo i soldi? —gimió.
Se estaba preguntando dónde encontraría dinero. «No en la compañía de seguros», se dijo Adam. ¡Pobre Mr. Grigio! La grasa y el keroseno habían sido puestos en el horno, y ahora, con el inspector de bomberos metido en el ajo, Mr. Grigio iba a salir muy mal del asunto.
El hombre se movía con leve nerviosismo y murmuró un nombre, quizás el de una mujer, que obsesionaba su conciencia, o tal vez fuese un presentimiento del dolor que le esperaba si sobrevivía. Adam sumergía las compresas en el cuenco, las sacaba y se las aplicaba al cuerpo, mientras el reloj de pulsera que se había subido brazo arriba tictaqueaba burlonamente.
Poco después de haber usado y repuesto por cuarta vez el contenido del cuenco, se detuvo y se dio cuenta de que Miss Fultz estaba a su lado, con una taza de té en la mano.
Sorprendido, la aceptó.
—Creo que he encontrado para esta noche una enfermera especializada —dijo Miss Fultz—. Llega a las once, y yo no tengo nada que hacer entre ahora y las once, de modo que puede irse.
—Sí, tenía una cita —dijo él, recobrando por fin el habla.
Las diez y cinco.
En la cabina telefónica más cercana marcó el número de Gaby y se oyó una voz femenina, burlona.
—Será sin duda el doctor Silverstone.
—Sí.
—Soy Susan Haskell, la compañera de cuarto de Gaby. Le esperó mucho tiempo. Hará cosa de una hora me pidió que cuando llamara usted le dijese que está esperándole en la Explanada.
—¿Fue sola, a esperar en la oscuridad junto al río? —preguntó él, imaginándose agresiones o violaciones.
Se produjo una pausa.
—Usted no conoce bien a Gaby, ¿verdad? —dijo la voz.
—¿En qué parte de la Explanada?
—Junto al quiosco de música en forma de concha. Ya sabe cuál, ¿no?
No lo sabía, pero el taxista sí.
—Esta noche no hay concierto —le dijo el taxista.
—Ya lo sé, ya lo sé.
Cuando bajó del taxi se adentró en la oscuridad, pisando una suave hierba, por el Paseo de Storrow. Durante un rato pensó que ya no estaría allí, pero finalmente la vio, sentada, a bastante distancia, sobre una manta extendida bajo una farola, como si fuera un pino de copa protectora.
Cuando se dejó caer junto a ella sobre la manta recibió de golpe todo el calor de su sonrisa y se le olvidó el cansancio que sentía.
—¿Fue algo realmente catastrófico lo que casi te hizo dejarme plantada?
—Acabo de terminar. Estaba seguro de que no esperarías —señaló su ropa blanca—. Mira, ni siquiera tuve tiempo de mudarme.
—Me alegro de que por fin vinieras. ¿Tienes hambre?
—Estoy muerto.
—Di tus bocadillos.
Adam la miró.
—Como no llegabas… Pasaron tres estudiantes, que no se metieron conmigo en absoluto. Uno de ellos, monísimo, me dio a entender que no tenían dinero para cenar. Queda una ciruela.
La aceptó y se la comió, sin que se le ocurriera nada galante que decir. Adam se sintió en desventaja y quería impresionarla, pero de pronto se dio cuenta de que, aunque llevaba tiempo muriéndose por volverla a ver, la compañera de alcoba de Gaby tenía razón, porque realmente no la conocía lo que se dice bien; de hecho, sólo había pasado con ella tres horas, una de las cuales había transcurrido en una fiesta muy concurrida, en el cuarto de estar de la hermana de Herb Shafer, en Atlanta.
—Lo siento, pero te perdiste la sinfonía —dijo ella—. ¿Os ocurre esto con mucha frecuencia?
—No demasiada —respondió él, por no asustarla.
Se echó de espaldas sobre la manta y luego recordó que habían hablado de música y de sus estudios de psicología. Luego, cuando volvió a abrir los ojos, se dio cuenta de que se había quedado dormido, pero sin tener la menor idea de cuánto tiempo. Ella, a su lado, seguía sentada, mirando al río, esperando, paciente. Se preguntó cómo podría haber olvidado su rostro. Si aquella nariz fuera de plástico, habría sido un buen negocio, por mucho que le hubiera costado. Los ojos eran castaños, ahora tranquilos, pero llenos de vida. Su boca era quizás un poco ancha, con el labio superior delgado, indicio de mala intención, pero el inferior lo tenía carnoso. El pelo, de un rubio oscuro, reluciente bajo la luz de la farola presentaba manchas de sol. El lunar estaba debajo del ojo izquierdo, acentuando los pómulos. Sus facciones no eran lo bastante regulares para poder calificarla de verdaderamente bonita. Era más bien de baja estatura, pero muy atractiva sexualmente para merecer simplemente el calificativo de linda. «Un poco demasiado delgada», se dijo Adam.
—Tienes la cara muy atezada —dijo—. Debes de pasarte el día en la playa.
—Tengo una lámpara especial. Tres minutos al día durante todo el año.
—¿Incluso en verano?
—Claro; en mi alcoba estoy más sola.
O sea, que no tendría zonas blancas o marcas de tirantes. Sintió que las rodillas le temblaban.
—Uno de los chicos del colegio dice que me gusta el calor físico porque procedo de una familia desunida. Me encantan los días de mucho calor.
—¿Os analizáis unos a otros en la clase de psicología?
—Una vez terminada la clase. —Se echó a su lado sobre la manta—. Todo el tiempo hueles a jugos masculinos fuertes —añadió—, como si hubieras estado en un incendio.
—¿Es malo eso? Quería venir a verte oliendo como una flor.
Adam alargó la mano y ella se la cogió y los dos corrieron hacia el pequeño muelle. No había remos, pero de todos modos él la ayudó a subirse a uno de los botes.
—Puedo hacerme pasar por Ulises —dijo Adam, sintiéndose aún helénico—. Tú eres una sirena.
—No, yo soy Gabrielle Pender.
Se sentaron en la popa, frente a la orilla lejana y a las luces que hubieran debido estropear la escena, pero no podían; Adam la volvió a besar, y ella le dijo:
—Estaba casado.
—¿Quién?
—Ulises. ¿No te acuerdas de la pobre Penélope, esperándole en Itaca?
—Llevaban veinte años sin verse. Bueno, pues seré otra persona.
Hundió su cabeza en el cabello de Gaby. La verdad era que olía bien. Su aliento, apenas perceptible, se hizo más rápido al besarla Adam en el cuello, y el pulso suave le daba como golpecitos de martillo en los labios. El bote subía y bajaba, a lomos de diminutas olas que llegaban de la boca del río, a unos pocos kilómetros de distancia, y rompían contra el muelle.
—Ah, Adam —dijo ella, entre besos—, Adam Silverstone, ¿quién eres ahora? ¿Quién eres realmente?
—Averígualo y dímelo —respondió él.
Los mosquitos les obligaron a volver a tierra. Adam la ayudó a doblar la manta y la guardaron en el coche de Gaby, un destartalado «Plymouth» azul de 1963, descapotable, que estaba aparcado en el Paseo de Storrow. Fueron a una cafetería de la calle Charles, se sentaron a una mesa junto a la pared y tomaron café.
—¿Fue un caso lo que te entretuvo en el hospital?
Adam le habló de Grigio. Ella sabía escuchar y hacia preguntas inteligentes.
—No tengo miedo ni de quemarme ni de ahogarme —dijo.
—Pero eso quiere decir que tienes miedo de algo.
—Tenemos casos de cáncer en ambas ramas de la familia. Mi abuela acaba de morir de cáncer.
—Lo siento. ¿Qué edad tenía?
—Ochenta y un años.
—Pues ya querría morir yo a esa edad.
—Si, y también yo, pero mi tía Luisa, por ejemplo, bella y joven… No me gustaría nada morirme antes de llegar a vieja —dijo—. ¿Mueren muchos pacientes?
—En nuestra sección del hospital mueren unos pocos al mes. En nuestro servicio, si pasa un mes sin que muera nadie el residente principal da una fiesta.
—¿Dais muchas fiestas?
—No.
—Yo no sabría hacer lo que tú haces —dijo—. No podría ver el dolor y la gente que se muere.
—Hay más de una manera de morir. También en psicología hay mucho dolor ¿no?
—Sí, claro, en psicología clínica. Yo acabaré examinando a chicos guapos, para averiguar por qué no salen de debajo de la cama.
Adam asintió, sonriendo.
—¿Cómo es eso de ver morir a la gente?
—Recuerdo la primera vez…, siendo estudiante. Era un hombre…, le vi en una de mis visitas. Estaba muy bien; reía y bromeaba. Mientras le administraba una inyección intravenosa se le paró el corazón. Lo intentamos todo, todo, para volverle a la vida. Recuerdo que le miré y me pregunté: ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por qué se ha muerto? ¿Qué es lo que le ha convertido, de una persona que era, en…, en esto?
—Dios —dijo ella, y añadió—: Tengo un bulto.
—¿Cómo?
Ella movió la cabeza.
Pero Adam la había oído.
—¿Dónde lo tienes?
—Prefiero no decirlo.
—Por Dios bendito, acuérdate de que soy médico.
«En el pecho, probablemente», pensó.
Ella apartó la mirada.
—Por favor. Ojalá no lo hubiera mencionado. Seguro que no es nada. Lo que pasa es que yo me asusto de todo.
—Pues entonces, ¿por qué no vas a ver a un médico para que te examine?
—Lo haré.
—¿Me lo prometes?
Ella asintió, sonriéndole, y cambió de tema: le contó cosas sobre su vida. Sus padres estaban divorciados. El padre poseía un lugar de veraneo, en Berkshire. Se había vuelto a casar. La madre se había casado en segundas nupcias con un ganadero de Idaho. Adam le dijo que su madre era italiana y que estaba muerta, y su padre judío, pero se guardó de no decir nada más sobre él, pues se había dado cuenta de que ella lo había notado y por eso no insistía.
Cuando hubieron tomado tres tazas de café cada uno, Gaby insistió en llevarle al hospital en coche. Él no la besó al despedirse, en parte porque la entrada del hospital no era nada privada, y en parte también porque estaba demasiado fatigado para pensar en si era Zorba, o Ulises, o quien fuese. Sólo quería echarse en la cama del cuarto del último piso.
Sin embargo, paró el ascensor en el segundo piso y, como atraído por un imán, fue al cuarto 218. Una ojeada rápida, se prometió a sí mismo, y a la cama.
Helen Fultz estaba allí, tiesa, junto a Joseph Grigio.
—¿Qué hace aquí?
—La enfermera de once a siete no se presentó.
—Bueno, pero yo sí llegué —su culpabilidad se revelaba en forma de irritación—. Haga el favor de irse a la cama.
«¿Cuántos años tendrá?», se preguntó. Parecía vieja, con el lacio pelo gris sobre el rostro arrugado, de labios delgados.
—No voy a ningún sitio. Hace demasiado tiempo que dejé de hacer de enfermera. El papeleo le convierte a una en chupatintas.
Su tono de voz no admitía discusiones, pero él intentó disuadirla. Al final llegaron a una componenda: eran más de las doce, y Adam le permitió quedarse hasta la una.
La presencia de otra persona, comprobó Adam, cambiaba mucho las cosas. Ella se mantenía en un neurótico silencio, pero le hizo un café más caliente que la carne de Gaby, más negro que la de Robinson. Los dos aplicaban el vendaje al quemado, turnándose cuando sus manos protestaban contra las repetidas inmersiones en el helado suero salino fisiológico.
Joseph Grigio seguía respirando. Este espantapájaros, esta vieja canosa y silenciosa, este ogro cansino era quien le había conservado la vida. Ahora, con ayuda de un cirujano, quizá llegase a restablecerse y a resultar ser un asno. Shakespeare.
A las dos de la madrugada, tras desafiar su fiera mirada, consiguió echarla de allí. Estar solo resultaba más duro. Los ojos se le cerraban. Comenzó a sentir un dolorcillo en los músculos de la espalda. La pernera izquierda de sus pantalones, antes blancos, estaba ahora fríamente húmeda por el goteo de las compresas empapadas en el suero salino fisiológico.
El hospital estaba en silencio.
Silencio.
Excepto algún que otro ligero ruido. Gritos de dolor, tamborilear hueco y amortiguado de orina contra el orinal, ruido rítmico de tacones de goma contra suelos de hule, todo ello mezclándose con un telón de fondo de cantos estridentes de grillos y gorjeos de pájaros, sentido más bien que oído.
Dos veces se quedó dormido, despertándose súbitamente sobresaltado para cambiar las empapadas y heladas compresas.
—Lo siento, Mr. Grigio —murmuró a la forma que yacía en la cama.
Si no fuera por mi avidez de dinero, ahora estaría más descansado, sería capaz de cuidarle mejor, pero tengo hambre de dinero, y con buen motivo, y necesito el dinero de ese otro trabajo, de verdad que lo necesito.
Pero por favor, no se me muera sólo porque me he quedado dormido.
Dios, que no me ocurra a mí esto, que no me ocurra a mí esto.
Sus manos se hundían en el suero helado.
Estrangulaban el paño frío.
Lo aplicaban al cuerpo.
Cogía la tela preparada para cálidos lomos femeninos, calentada ahora, por el contrario, por el fuego absorbido por quemada carne masculina, y la sumergía en el cuenco para que volviera a enfriarse.
Repitió esta operación una y otra vez, mientras Joseph Grigio exhalaba suspiros suaves e inconscientes, gimoteando de vez en cuando ininteligibles frases italianas. Su rostro y su cuerpo quemado estaban ya perceptiblemente hinchados.
—Escucha —le dijo Adam.
«Va a haber mucho lío si te mueres. No te me mueras, miserable incendiario, hijo de tal».
—Si te me mueres… —amenazó.
Una vez, le pareció oír al Arlequín andando por los pasillos de la sala.
—Fuera de aquí —dijo, en voz alta.
Scutta mal occhio, pu pu pu.
Repitiendo la letanía, pasaba las manos por el helado suero.
Perdió la cuenta de las horas, pero ya no era una batalla mantenerse despierto. Tenía espolones de dolor que le empujaban sin cesar hacia la inconsciencia. A veces casi lloraba de dolor al alargar la mano hacia el cuenco, cuyo hielo había sido ya repuesto tres veces más en lo que iba de noche. Tenía las manos torponas y azuladas, los dedos se negaban a doblarse, y las puntas estaban en carne de gallina, embotadas.
Una vez, dominado por su propia agonía, olvidó al paciente. Se levantó, se frotó las manos, se estiró, arqueó la espalda, ejercitó los dedos, se golpeó los ojos, fue al retrete y se lavó las manos con magnífica agua caliente.
Cuando volvió al cuarto 218, las compresas que cubrían el cuerpo de Mr. Grigio estaban calientes, demasiado calientes. Furiosamente, humedeció otras nuevas y se las aplicó, metiendo las usadas en el cuenco.
Mr. Grigio gimió, y Adam le respondió también con un gemido.
—¿Se ha pasado aquí toda la noche? —preguntó Meomartino.
Adam no contestó.
—Santo cielo, es evidente que usted haría cualquier cosa por un café.
Aunque el encargado del servicio quirúrgico se encontraba a su lado, Adam oía la voz como si le llegara por teléfono.
«Es ya madrugada», pensó.
Mr. Grigio aún respiraba.
—Venga, váyase de una vez a dormir.
—¿Hay alguna enfermera? —preguntó.
—Ya buscaré yo a alguien, doctor Silverstone —dijo Miss Fultz.
Adam no la había visto; estaba junto a la entrada.
Se levantó.
—¿Mando que le suban algo para desayunar? ¿O café? —preguntó Miss Fultz.
Él movió negativamente la cabeza.
—Vamos, yo voy con usted —dijo Meomartino.
Al entrar en el ascensor volvió a oírse la voz de Miss Fultz:
—¿Tiene algo especial que mandar, doctor Silverstone?
Él denegó con la cabeza.
—Despiérteme si empeora.
Notó que le era preciso hablar con gran cuidado.
—Me despertará a mí —dijo Rafe Meomartino, con irritación.
—Desde luego, doctor Silverstone. Que duerma bien, señor —dijo ella, como si Meomartino no existiera.
Meomartino le observó con cierta perplejidad mientras subían.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? ¿Seis, siete semanas? Ni dos meses siquiera. Y ya le dirige la palabra. A mí me costó dos años. Algunos no lo consiguen nunca. Seis semanas es el tiempo más corto que recuerdo.
Adam abrió la boca para decir algo, pero sólo consiguió bostezar.
Se hundió en el sueño a las siete y cuarto y despertó algo después de las once y media. Alguien golpeaba su puerta. Meyerson, el conductor de ambulancias, estaba a la entrada, mirándole con amistoso desprecio.
—Doctor, recado de la oficina. No contestó usted cuando le llamaron.
Le dolía violentamente la cabeza.
—Entre —murmuró, frotándose las sienes—. Maldito sueño.
Meyerson le miró con renovado interés.
—¿Sobre qué era?
Él y Gaby Pender habían muerto. Sencillamente habían dejado de vivir, pero sin ir a ninguna parte; él, concretamente, no se había dado cuenta de ningún cambio, ni de vida eterna ni de falta de ella.
Meyerson le escuchó con interés.
—¿No soñó usted con números?
Adam movió negativamente la cabeza.
—¿Por qué le interesan los números?
—Es que soy místico.
—¿Místico?
—¿Y qué pasa después de la muerte, Maish?
—¿Sabe bien usted el Talmud?
—¿El Antiguo Testamento?
Meyerson le miró extrañado.
—No, por Dios bendito. ¿A qué escuela hebrea fue usted?
—A ninguna.
El conductor de ambulancias suspiró.
—Yo no sé mucho, la verdad, pero esto sí que lo sé. El Talmud es el libro de las antiguas leyes. Dice que las almas buenas se sientan bajo el trono de Yavé —sonrió—. Me figuro que tendrá que ser un trono bien grande o que seremos muy pocos los buenos. Una cosa u otra.
—¿Y las almas malas? —preguntó Adam, contra su voluntad.
—Dos ángeles están situados en extremos opuestos del mundo y juegan al escondite con los malos.
—Me está usted tomando el pelo.
—No, nada de eso. Les cogen a los pobres momsers[15] y juegan al rugby con ellos.
Meyerson volvió a su recado.
—Escuche: dicen que tienen una llamada de Pittsburgh a cargo de usted. Que si la acepta. Llame a la centralita… —Miró un papel que tenía en la mano—, número… 284.
—Dios santo.
—Gracias. ¡Eh! —le llamó—. ¿Tiene cambio?
—Sólo mi suerte.
—¿Cómo?
—El dinero de la apuesta, de jugar al póquer.
—Ah, ya, pero déjeme un poco.
Le alargó dos billetes y tomó el cambio.
—¿Sólo usted y la pájara en el sueño? ¿Seguro que no había números?
Adam dijo que no con la cabeza.
—O sea, dos personas. Apostaré a 222. ¿Quiere que ponga medio dólar por cuenta de usted?
—¡Vaya místico!
—No.
—¿Ni a 284, el número del teléfono?
—No.
Meyerson se encogió de hombros y se fue. A Adam le dolía la cabeza y tenía la boca seca; se dirigió hacia el teléfono, en el pasillo de la entrada.
«Tarde o temprano tenía que ocurrir», se dijo.
Por fin se habrá caído de un puente, o a lo mejor es que se ha tirado.
O quién sabe si está en un hospital, completamente quemado como Mr. Grigio, vaya usted a saber. Pasa constantemente; los chicos prenden fuego a los borrachos.
«Pero la llamada era de su padre —le dijo la telefonista—. Un dólar veinticinco y pico».
—¿Adam? ¿Eres tú, hijo?
—Papá, ¿qué pasa?
—No, nada, que necesito doscientos machacantes. Querría que me los consiguieses.
Alivio e irritación, una especie de tira y afloja emotivo.
—Te di dinero la última vez que nos vimos. Por eso tuve que venir aquí sin un centavo. Tuve que pedir dinero prestado y todo, un adelanto del sueldo del hospital.
—Ya sé que no lo tienes, por eso dije que me lo consigas. Hazme caso, pide otro adelanto.
—¿Para qué lo necesitas?
—Estoy muy malo.
Ahora todo parecía más fácil. Tenía forzosamente que estar borracho, porque, si no, no lo haría tan mal. Sereno, era astuto y peligroso.
—Vete al Colegio Médico y díselo a Maury Bernhardt, el doctor Bernhardt. Le dices que te mandé yo y que te dé el tratamiento que necesites.
—Necesito dinero, el dinero.
«Tiempo hubo —pensó Adam— en que habría empeñado lo que fuese por conseguírselo».
—Ni un centavo más.
—Adam.
—Si te bebiste los doscientos dólares, y por la forma de hablar me parece que es precisamente lo que has hecho, serénate y busca trabajo. Te mandaré diez dólares para que no pases hambre.
—Adam, no me hagas esto a mí. Ten compasión… Hijo…
Los gemidos llegaron justo a tiempo.
Era inteligente; sabía echarse a llorar con sólo verse ante la realidad. Lo difícil era fingir igual de bien la risa.
Adam esperó a que pasase la tormenta, cediendo sólo levemente en su decisión.
—Cinco dólares más. Quince dólares, eso es todo.
Como no era él quien iba a pagar el teléfono, su padre se sonó tranquilamente las narices y cuando se volvió a oír su voz era de nuevo la de un caballero que habla con inferiores.
—Charlatán, me han hecho una oferta por tu colección.
—Papá…
Pero se contuvo y aguardó, receloso.
Siento que seas más prudente, siento que seas más alto…
—¿Me entiendes?
Adam lo repitió.
—Justo —dijo Myron Silberstein, y colgó, el muy zorro, hábil para escabullirse.
Adam siguió allí, con el teléfono pegado a la oreja, sin saber si reír o llorar, con los ojos cerrados como defensa al persistente golpeteo de su dolor de cabeza, más y más violento. De pronto se creyó asido por el ángel, levantado, arrojado a la oscuridad helada, cogido por las terribles manos que esperaban y vuelto a ser arrojado. Cuando volvió a colgar el teléfono llamó de nuevo inmediatamente, y Adam accedió a la petición de la telefonista: treinta centavos más.
Volvió a la cama, pero toda esperanza de sueño había desaparecido. No conocía la cita. Rindiéndose finalmente, se vistió y fue a la biblioteca del hospital, a ver si la encontraba. Era de un poema de Aline Kilmer, cuyo marido, Joyce, había sido asesinado en su juventud, y, sin duda, todavía atractivo. Eran cuatro versos:
Siento que seas más prudente
siento que seas más alto;
me gustabas más locuelo,
y de menos estatura.
A pesar de todo, sintió como una puñalada, precisamente lo que su padre sabía que iba a sentir. «Debería olvidarme de él —pensó—, eliminarlo de mi vida».
En lugar de esto, lo que hizo fue escribir una nota breve e incluir en el sobre los quince dólares; los envió con un sello de correo aéreo, robado del cuarto de las enfermeras, mientras Helen Fultz fingía no enterarse.
Gaby Pender.
Le tenía como hipnotizado, con aquella piel atezada y la ciruela jugosa. Pensaba en ella constantemente, le telefoneaba con demasiada frecuencia. Ella le informó, contestando a su pregunta, que ahora había pasado al servicio médico de los estudiantes; el bulto había resultado no ser nada, ni bulto siquiera, nada más que músculo e imaginación. Aliviados, hablaban de otras cosas. Él quería volverla a ver, lo antes posible.
Susan Garland se interpuso entre ambos al morir. Salvar la vida a Joseph Grigio no le excusaba de haber perdido la de Susan Garland: Comprobó que en Medicina no existen tales compensaciones.
Su moral se sintió como infectada por un cansancio espiritual que le asustaba, pero que no podía quitarse de encima. Quizás el miedo que sentía Gaby a la muerte le hubiera vuelto a él más sensible de lo que era prudente, se dijo. Y es que, por la razón que fuese, había descubierto en su interior un hondo pozo de furia ante su propia impotencia en la lucha por poner coto a tal desperdicio de vidas humanas.
Por primera vez desde que salió del Colegio Médico se sentía invadido de dudas al ir a hacer sus visitas en la sala del hospital. Se sorprendía a sí mismo buscando confirmación en opiniones profesionales, vacilante ante la necesidad de tomar personalmente decisiones que pocas semanas antes no le habrían intimidado en absoluto.
Dirigió su cólera contra sí mismo, encontrando mal todo lo que se refería a Adam Silverstone.
Por ejemplo, su cuerpo.
Los viejos días deportivos habían terminado, pero aún se sentía joven, se dijo, irritado, al mirarse en el espejo y pensar en los gusanos blancos y fofos que su tío Frank solía sacar con la azada en primavera, cuando removía la tierra para plantar tomates en el jardín.
Cuando se quedaba en paños menores y se miraba se notaba una suave redondez en el vientre, parecida a la de las mujeres en sus primeros meses de embarazo.
Compró zapatillas y ropa de gimnasia en la Cooperativa de Harvard y comenzó a hacer carreras periódicas, media docena de veces, en torno al edificio, cuando terminaba su turno de trabajo. Por la noche, la oscuridad le proporcionaba la soledad que deseaba, pero cuando, por la mañana, corría, tenía a veces que pasar por la carrera de baquetas de las risas de las enfermeras.
Una mañana, un muchacho de color, que debía de tener seis o siete años, le miró desde la cuneta:
—Pero ¿quién le persigue? —preguntó, sin alzar la voz.
La primera vez, conteniendo la irritación, Adam no contestó. Pero cuando se repitió la pregunta una y otra vez siempre que pasaba a su lado, comenzó a responder con semiconfesiones:
—Susan Garland.
—Myron Silberstein.
—Spurgeon Robinson.
—Gaby Pender.
Sentía como la necesidad de responder sinceramente a la pregunta. Por lo tanto al pasar ante él por sexta y última vez, con las piernas doloridas y los brazos al aire, le gritó al muchacho negro, por encima del hombro:
—¡Me persigo a mí mismo!
Por la mañana discutieron el caso de Susan Garland, y Adam descubrió algo nuevo sobre la Conferencia de Mortalidad.
Descubrió que cuando estaba uno directamente relacionado con un caso sometido a examen, el Comité de la Muerte cambiaba súbitamente de fisonomía.
Era como la diferencia que hay entre jugar con un gato doméstico y jugar con un leopardo.
Tomó un café, que inmediatamente le produjo una sensación de acidez en el estómago, mientras Meomartino exponía los detalles del caso, y luego el doctor Sack leía el informe de la autopsia.
La autopsia había puesto de manifiesto que el riñón trasplantado estaba perfectamente, lo cual confirmó inmediatamente la inocencia de Meomartino.
Tampoco se había producido problema alguno con la anastomosis o algún otro de los factores que formaban parte de la técnica de trasplante del doctor Kender.
«De modo que no quedo más que yo», pensó Adam.
—Doctor Silverstone, ¿a qué hora la examinó usted por última vez? —preguntó el doctor Longwood.
Se dio cuenta súbitamente de que los ojos de todos los allí presentes estaban fijos en él.
—Poco antes de las nueve —dijo.
Los ojos del viejo parecían más grandes que de costumbre porque la pérdida de peso volvía sus largas y feas facciones casi cadavéricas. El doctor Longwood, pensativo, se pasó los dedos por el ralo y blanco pelo.
—¿No había síntomas de infección?
—Ninguno, en absoluto.
El doctor Sack carraspeó.
—La hora carece de importancia. Debió de desangrarse en relativamente poco tiempo. Una hora y media, probablemente.
El doctor Kender sacudió la ceniza del cigarrillo.
—¿Se quejó de algo?
—Malestar general —dijo— y dolores abdominales.
—¿Qué síntomas mostraba?
—Tenía el pulso algo más rápido. La tensión era antes más alta, pero cuando se la tomé parecía normal.
—¿Y qué dijo usted de esto? —preguntó el doctor Kender.
—En aquel momento lo consideré un síntoma favorable.
—¿Y qué deduce ahora, sabiendo lo que sabe? —dijo el doctor Kender, sin animosidad.
Se comportaban con ponderación; quizá fuera indicio de que le tenían aprecio. A pesar de todo, sentía náuseas.
—Supongo que ya estaría perdiendo sangre cuando yo la examiné, lo que explicaría la baja tensión sanguínea.
El doctor Kender asintió.
—Es decir, que no había observado usted a suficiente número de pacientes de trasplantes; de eso nadie puede echarle la culpa —dijo, moviendo la cabeza—, pero querría dejar bien en claro que, en el futuro, cuando note en alguno de mis pacientes algo que usted no se explica, tiene que advertir inmediatamente a alguien de mi equipo. Cualquier cirujano externo de este servicio se habría dado cuenta inmediatamente de lo que estaba ocurriendo. Hubiéramos podido practicar una transfusión de sangre tratar de anastomosar la arteria, bajar la presión renal y atiborrarla de antibióticos. Aun en el caso de que el riñón hubiese quedado inservible siempre había la posibilidad de extraerlo.
«Y Susan Garland aún estaría viva», pensó Adam. Ahora se daba cuenta de que había estado viviendo con la convicción subconsciente de que aquella noche debía haber llamado a algún cirujano externo. Por eso precisamente había consultado tanto últimamente, incluso sobre cosas de pura rutina.
Asintió, mirando a Kender.
El especialista en trasplantes suspiró.
—Este fenómeno del rechace sigue siendo el principal problema. Sabemos de mecánica de trasplante lo suficiente para trasplantar físicamente lo que sea: corazones, miembros, rabos de perro. Pero cuando los anticuerpos del paciente se ponen en funcionamiento y rechazan el trasplante, empiezan los problemas. Para contrarrestar esto envenenamos el sistema con sustancias químicas y dejamos al paciente expuesto a la infección.
—Cuando lleve a cabo el trasplante siguiente, el riñón de Mrs. Bergstrom, ¿piensa usted usar dosis más ligeras de medicamentos? —preguntó el doctor Sack.
El doctor Kender se encogió de hombros.
—Tendremos que volver al laboratorio. Estudiaremos mejor la cosa con animales y luego decidiremos.
—Volviendo al caso Garland —dijo, con aplomo, el doctor Longwood—, ¿cómo clasificarían ustedes esta muerte?
—Yo, evitable —respondió el doctor Parkhurst.
—Evitable —repitió el doctor Kender, dando una chupada al puro.
—Lo mismo —dijo el doctor Sack.
Cuando le tocó el turno a Meomartino tuvo el buen gusto de limitarse a asentir en silencio.
El viejo miró a Adam con sus grandes ojos.
—En este servicio quirúrgico, doctor Silverstone, siempre que un paciente fallece por pérdida de sangre se da por supuesto que su muerte pudo haber sido evitada.
Adam volvió a asentir. No valía la pena decir nada.
El doctor Longwood se levantó. La sesión había terminado.
Adam echó hacia atrás la silla y salió a toda prisa de la estancia.
Cuando aquella tarde terminó el servicio, buscó al doctor Kender, que se hallaba en el laboratorio de animales, comenzando con perros una nueva serie experimental de medicamentos.
Kender le saludó afablemente:
—Acerque una silla, amigo. Parece que ha sobrevivido usted a su bautismo de fuego.
—Un poco chamuscado —dijo Adam.
El viejo se encogió de hombros.
—Se merecía un poco de chamusquina, pero fue un error que cualquiera de nosotros habría cometido, dada la falta de experiencia en cuestiones de trasplante. Usted va bien, sé de buena tinta que el doctor Longwood tiene interés por usted.
Adam sintió como cosquillas de alivio y satisfacción.
—Claro es que eso de poco le serviría a usted si comenzase a hacer apariciones periódicas por la Conferencia de Mortalidad —dijo Kender, pensativo, tirándose de la oreja.
—No me ocurrirá eso.
—No, también lo creo yo. Bueno, ¿en qué puedo servirle?
—Pienso que me convendría aprender algo sobre esta parte del problema —respondió Adam—. ¿Puedo hacer algo aquí?
Kender le miró con interés.
—Cuando lleve usted aquí el tiempo que llevo yo aprenderá a no decir que no a nadie que se ofrezca voluntario a trabajar. —Se dirigió a un armario y sacó una bandeja llena de botellines—. Catorce fármacos nuevos: los recibimos por docenas de la gente que estudia el cáncer. En todo el mundo, los especialistas están desarrollando sustancias químicas nuevas en la lucha contra el cáncer. Hemos comprobado que la mayor parte de los agentes que son efectivos contra los tumores lo son también para combatir la tendencia del cuerpo a rechazar o boicotear tejidos extraños. —Seleccionó dos libros del estante y se los tendió a Adam—. Si realmente le interesa el tema, lea estos libros, y luego vuelva por aquí.
Tres tardes después Adam estaba de nuevo en el laboratorio de animales, esta vez para ver a Kender trasplantar un riñón canino y también para devolver los dos libros y tomar prestado un tercero. Su visita siguiente fue demorada por la codicia y la oportunidad de vender su tiempo libre en Woodborough Pero una semana más tarde fue al laboratorio y abrió la puerta vieja, de pintura desportillada. Kender le saludó tranquilizadoramente, le ofreció café y charló con él sobre una nueva serie de experimentos con animales que quería iniciar.
—¿Comprende todo esto? —le preguntó por fin.
—Sí.
Sonrió y cogió el sombrero.
—Pues entonces al pelo. Voy a casa a darle un susto a mi mujer.
Adam le miró.
—¿Quiere que comience yo solo?
—¿Por qué no? Un estudiante de Medicina llamado Kazandjian estará aquí dentro de media hora. Trabaja de técnico y sabe dónde está todo —cogió un cuaderno de notas del estante y lo dejó sobre la mesa—; tome notas minuciosas. Si se confunde, eche una ojeada aquí, al programa, está detallado.
—Magnifico —dijo Adam, inquieto.
Se dejó caer en la silla, recordando que al día siguiente tenía que ir a atender la clínica de urgencia de Woodborough.
Pero cuando llegó el estudiante de Medicina, Adam ya había leído cuidadosamente las notas del cuaderno. Allí, se sentía a gusto. Ayudó a Kazandjian a preparar a una perra pastor llamada Harriet, de pelo lustroso, ojos oscuros y muy mal aliento, y el animal le lamió la mano con la áspera y cálida lengua. Adam hubiera querido comprarle un hueso y llevársela a su cuarto del sexto piso, pero se acordó de Susan Garland, y en lugar de esto lo que hizo fue dominarse y someterla a una fuerte dosis de pentotal.
La limpió y se dispuso a llevar a cabo la operación exactamente igual que si se tratase de un paciente humano mientras Kazandjian preparaba a un pastor alemán llamado Wilhelm, él extrajo un riñón a Harriet y, al tiempo que Kazandjian trataba el riñón de Harriet, extrajo otro a Wilhelm, olvidando, a partir de aquel momento, que se trataba de perros. Las venas eran venas y las arterias eran arterias, y Adam sólo sabía que estaba realizando sus primeros trasplantes renales. Trabajaba con sumo cuidado y muy limpiamente, y cuando, por fin, Harriet se vio en posesión de un riñón de Wilhelm y Wilhelm tuvo uno de Harriet, ya era casi la una de la madrugada; sin embargo, Adam notaba el silencioso respeto con que le estaba mirando Kazandjian, lo que le agradó mucho más que si el estudiante hubiera expresado tal respeto con palabras.
Dieron a Harriet la dosis mínima de imurán, y a Wilhelm la máxima; no era uno de los nuevos agentes, que habían usado con Susan Garland, pero Kender quería estudiar primero los medicamentos ya conocidos para preparar el trasplante de riñón de Mrs. Bergstrom. Kazandjian hizo algunas preguntas inteligentes sobre la inmunosupresión, y después de poner de nuevo a los perros en sus perreras el estudiante hizo café en un mechero Bunsen, mientras Adam explicaba que los anticuerpos del sistema del paciente receptor son como soldados defensores que reaccionan igual que si el tejido trasplantado fuera un ejército invasor, y también que el medicamento inmunosupresor asesta un golpe contra las fuerzas defensoras para impedirles seguir contrarrestando la acción del órgano extraño.
Cuando Adam volvió a su cuarto eran ya casi las dos de la madrugada. Normalmente, habría caído en la cama como un muerto, pero, por la razón que fuese, el sueño parecía evitarle. Estaba nervioso e inquieto por la nueva experiencia de los trasplantes y obsesionado por una especie de necesidad de telefonear a Arthur Garland y pedirle perdón.
Por fin, ya después de las cuatro, se durmió. El despertador de Spurgeon Robinson le sacó del sueño a las siete. Había soñado con Susan Garland.
Que te diviertas, chata.
Serían las ocho cuando decidió levantarse y hacer una carrera corta, tomando luego una larguísima ducha, combinación que, según había comprobado, le proporcionaba a veces descanso físico.
Se puso la ropa y las zapatillas de hacer gimnasia, y bajó a la calle y comenzó a correr. Cuando dio la vuelta a la esquina y penetró en el suburbio negro, vio al muchachito, que había madrugado para escapar del tugurio en que vivía su familia.
El chico estaba sentado en el arroyo, jugando con polvo. Su rostro oscuro se iluminó al ver a Adam acercársele cansino.
—Pero ¿quién le persigue? —murmuró.
—El Comité de la Muerte —dijo Adam.