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HARLAND LONGWOOD

A comienzos de agosto, cuando sus abogados ultimaron los detalles del fideicomiso irrevocable, Harland Longwood telefoneó a Gilbert Greene, presidente del comité directivo del hospital, y le pidió que fuera a su despacho a revisar las cláusulas de su testamento, del que nombraba albacea a Greene.

El fideicomiso le parecía bien pensado. La renta de sus valores bastaría para dotar una nueva cátedra para Kender en el Colegio Médico. El sueldo de Longwood como jefe de cirugía era más que suficiente para sus necesidades inmediatas, pero tenía la aversión propia de un aristócrata de Nueva Inglaterra a echar mano del capital.

El grueso de su fortuna no formaría parte del fideicomiso hasta después de su muerte, cuando se formaría un comité facultativo de asesores para invertirla en beneficio de la Escuela médica.

—Espero que se tardará aún mucho tiempo en nombrar ese comité —dijo Greene, después de leer los documentos.

Esta frase era lo más parecido a una expresión de afecto que había oído Longwood de labios del banquero.

—Gracias, Gilbert —dijo—. ¿Quieres una copa?

—Un poco de coñac.

El doctor Longwood abrió la licorera portátil que tenía detrás de su mesa de trabajo y escanció el coñac de una de las viejas garrafas azules. Sólo un vaso, nada para él.

Le gustaba mucho aquella licorera portátil, de bella caoba oscura y plata vieja. La había comprado una tarde, en una subasta de antigüedades en la calle de Newbury, dos horas después de haber votado a favor del nombramiento de Bester Kender como miembro del hospital. Kender ya se había ganado cierta fama en Cleveland, como innovador de la técnica del trasplante, y, aquella tarde, Harland Longwood se había dado cuenta de nuevo de que a su alrededor estaban surgiendo hombres más jóvenes y brillantes. Pagó algo más de lo que realmente valía aquel pequeño bar antiguo, en parte porque sabía que a Frances le gustaría y, en parte también, porque se dijo, con cierto humor negro, que si los jóvenes invasores acababan echándole a un lado siempre podría dedicarse a llenar las botellas de su licor favorito y anestesiarse a solas tarde tras tarde.

Y ahora, diez años después, seguía siendo jefe de cirugía, se recordó a sí mismo, no sin cierta satisfacción. Kender había atraído en torno a sí a otros jóvenes genios, pero cada uno de ellos iluminaba solamente un campo reducido de actividad, seguía siendo él, el viejo cirujano general, el encargado de reunir todas las piezas y dirigir el servicio quirúrgico del hospital.

Greene husmeó, tomó un sorbo, se frotó el coñac contra el paladar y tragó despacio.

—Es una donación generosa, Harland.

Longwood se encogió de hombros. Ambos sentían gran lealtad al hospital y al Colegio Médico. Aunque Greene no era médico, su padre lo había sido, y él fue nombrado miembro del comité directivo automáticamente, en cuanto su posición en el mundo de la Banca le convirtió en persona influyente. Longwood sabía que en el testamento de Gilbert había cláusulas que serían más ventajosas para el hospital que las suyas incluso.

—¿Y de verdad no crees que tu lealtad a este sitio no ha perjudicado a los otros herederos? —Preguntó Greene—. Veo que los otros legados son de diez mil dólares cada uno, a Mrs. Marjorie Snyder, del Centro Newton, y otro a Mrs. Meomartino, de Back Bay.

—Mrs. Snyder es una vieja amiga —dijo Longwood.

Greene, que conocía a Harland Longwood de toda la vida y también creía conocer a todos sus viejos amigos, asintió con la ausencia de sorpresa del hombre que ha leído muchos testamentos raros.

—Tiene una buena pensión anual y ni necesita ni desea ayuda económica mía. Mrs. Meomartino es mi sobrina Elizabeth, la hija de Florence —añadió, recordando que, en cierta época, Gilbert había estado enamorado de Florence.

—¿Con quién se casó?

—Con uno de nuestros encargados del servicio quirúrgico. Tiene dinero, es de familia rica.

—Seguro que le he visto alguna vez —dijo Greene, a desgana.

Longwood había notado que a Gilbert le desagradaba confesarse incapaz de identificar a la gente joven del hospital, como si fuera una organización pequeña e íntima.

—No hay nadie más —dijo el doctor Longwood—. Por eso quiero dotar la cátedra de Kender lo antes posible. Es urgente.

—La Cátedra Harland Mason Longwood de cirugía —dijo Greene, saboreando el nombre como había saboreado el coñac.

—No, la Cátedra Frances Sears Longwood —corrigió el doctor Longwood.

Greene asintió.

—Eso está muy bien. A Frances le hubiera gustado.

—No estoy yo tan seguro; pienso que le habría intimidado —dijo—; yo querría que tú y los otros comprendieseis que esto no va a reducir los gastos del departamento, Gilbert. No es ése el motivo del legado, en absoluto. Quiero utilizar de otra manera los fondos que quedarán libres.

—¿De qué manera? —preguntó Gilbert, cauto.

—Para pagar un nuevo curso de instrucción quirúrgica, eso lo primero. No preparamos bien a nuestra gente. Creo que lo mejor es empezar, y lo antes posible.

Gilbert asintió, pensativo.

—A mí me parece bien. ¿Tienes ya candidato?

—No, la verdad. Tenemos a Meomartino, pero no sé si le interesará. Y luego está un chico nuevo, Silverstone, que acaba de venir al hospital y parece excelente. No hay necesidad de escoger ahora. Eso es cuestión del departamento. Nosotros lo que tenemos que hacer es vigilar y dejar que el comité seleccionador nos presente al mejor candidato para julio próximo.

Gilbert se levantó para irse.

—¿Y qué tal estás tú, Harland? —preguntó, al darle la mano.

—Yo, bien… cuando esté mal, te lo diré —respondió, a sabiendas de que Gilbert recibía informes sobre su estado de salud.

El presidente del comité directivo asintió. Vaciló un momento.

—El otro día estaba pensando en esas tardes que solíamos pasar juntos en la finca —dijo—. Lo pasábamos bien, Harland, bien de verdad.

—Sí —dijo el doctor Longwood, asombrado.

«Tengo que tener peor aspecto del que creía —pensó—, para que Gilbert se me muestre tan emotivo».

Cuando Greene se hubo ido se dejó caer en la silla y se puso a pensar en las tardes de verano en que, siendo joven y aún cirujano visitante, hacía sus visitas de la tarde y luego se ponía a la cabeza de tres coches llenos de gente (empleados y médicos del hospital y, a veces, alguno de los administradores), e iban todos a la finca de Weston, donde jugaban al fútbol y lo pasaban en grande, en un prado inclinado y duro, hasta que llegaba la hora de la cena y comían salchichas de Francfort, alubias cocidas y pan negro que les había preparado Frances.

Fue después de una de esas bellas tardes de sábado cuando Frances cayó enferma. Inmediatamente se dio cuenta de que era el apéndice. Había tiempo sobrado para llevarla al hospital.

—¿Me lo vas a quitar tú? —había preguntado ella, sonriente a pesar del dolor y la náusea, porque realmente tenía mucha gracia verse convertida en paciente de su marido.

Él movió negativamente la cabeza.

—No, Harrelman. Pero yo estaré allí, querida.

No quería operarla él, ni siquiera tratándose de una apendicetomía.

En el hospital la había puesto en manos del joven interno puertorriqueño llamado Ramírez.

—Mi mujer es alérgica a la penicilina —le había dicho Longwood, por si ella se olvidaba de advertirlo.

Repitió esto dos veces más y luego corrió a buscar a Harrelman. Más tarde descubrió que el muchacho casi no entendía el inglés. No había examinado el historial médico de Frances porque no sabía interrogarla ni hubiera entendido sus respuestas. Evidentemente, lo único que comprendió de su advertencia fue la palabra «penicilina» y, consciente de su deber, le había administrado cuatrocientas mil unidades intramuscularmente. Antes incluso de que Harland hubiera conseguido dar con Harrelman, ya Frances había sufrido un shock anafiláctico y estaba muerta.

Aunque sus amigos habían tratado de impedirle asistir a la Conferencia de Mortalidad, él acudió por su propia voluntad, insistiendo en que se buscara un intérprete para que el doctor Ramírez comprendiese todo cuanto se iba a decir allí. Bajo la mirada vigilante y analítica de Harrelman, Longwood había tratado al muchacho con consideración y moderación, pero con implacable minuciosidad. Un mes después de que el comité declarase la muerte evitable, el doctor Ramírez dimitió y se volvió a su isla. El doctor Harrelman invitó entonces a Harland a comer y le convenció de que aceptara la dirección del departamento cuando él se retirara.

Para esto tuvo que renunciar a su clientela particular, pero nunca se arrepintió de ello. Modificó todo lo posible su modo de vida. El otoño siguiente vendió la finca, rehusando un beneficio de cinco mil dólares que le ofrecía un contable de Worcester llamado Rosenfeld para vendérsela a un abogado de Framingham apellidado Bancroft. Rosenfeld y su mujer parecían simpáticos, y él nunca reveló a ninguno de sus amigos la oferta que le habían hecho. Sabía que Frances se habría enfadado mucho con él por esto, pero la verdad era que no podía acostumbrarse a la idea de que la finca que su mujer había querido tanto pasase a manos de gente tan diferente a como había sido ella.

Movió la cabeza y, después de una pequeña lucha consigo mismo, volvió a poner en su sitio la garrafa de coñac.

Nunca le había gustado mucho beber, pero últimamente había empezado a tomar coñac, razonando que el contenido alcohólico del coñac estaba casi completamente metabolizado y, por lo tanto, podía ser considerado como una especie de medicamento.

Cuando aparecieron los primeros síntomas, él sospechó que tenía una inflamación prostática. Contaba sesenta y un años, justo la edad en que es probable que esto se produzca.

La perspectiva de tener que someterse a una prostatectomía era irritante; quería decir que tendría que dejar de trabajar precisamente cuando estaba empezando un proyecto que llevaba años preparando: la redacción de un nuevo texto de cirugía general.

Pero no tardó en resultar evidente que aquello no tenía nada que ver con la próstata.

—¿Has tenido la garganta irritada recientemente? —le había preguntado Arthur Williamson al pedirle Harland que le examinara.

Esta pregunta era precisamente la que había esperado, y por eso le irritó.

—Sí, no duró más que un día. Hará dos semanas.

—¿Mandaste hacer un cultivo?

—No.

—¿Tomaste un antibiótico?

—No eran estreptococos.

Williamson se le había quedado mirando.

—¿Y cómo lo sabes?

Pero los dos sospechaban que sí lo eran, y sabían también, sin motivo o razón, con una curiosa resignación, antes incluso de proceder al examen, que la infección le había dañado el riñón. Inmediatamente, Williamson lo había entregado a Kender.

Le habían puesto una desviación arteriovenosa en una vena y una arteria en la pierna.

Desde el principio Longwood se había portado como un pésimo paciente, luchando emotivamente contra el aparato renal desde el momento mismo en que le conectaron el tubo a la desviación. El aparato era ruidoso e impersonal, y durante la sesión de limpieza de sangre, que requería catorce horas, Harland tenía que yacer inquieto en la cama y sufría violentos dolores de cabeza, tratando inútilmente de trabajar con sus fichas, en las que había acumulado el material para el primer capítulo de su libro.

—Con frecuencia los riñones se restablecen y vuelven a funcionar después de unas pocas sesiones con este aparato —le había dicho Kender, optimista.

Pero hubo que realizar el obsceno rito con el aparato dos veces a la semana durante todo un mes, y entonces resultó evidente que sus riñones no reaccionaban y que sólo el aparato le iba a conservar la vida.

Le impusieron sesiones fijas, todos los lunes y jueves por la tarde, a las ocho y media.

Se liberó de todos los horarios quirúrgicos. Llegó a pensar en dimitir, y luego, desapasionadamente, decidió, o mejor dicho esperó, que él era demasiado importante como administrador y maestro. En vista de ello continuo con su rutina diaria.

Pero el jueves de la séptima semana que pasaba con el aparato, sin premeditación o deliberación en absoluto, sencillamente dejó de ir al laboratorio. Mandó recado de que pusieran en su lugar a otro paciente.

Pensó que quizá Kender intentara convencerle de que tenía que volver a usar el aparato, pero el día siguiente el urólogo no hizo el menor esfuerzo por ponerse en contacto con él.

Dos noches más tarde notó que se le habían hinchado los tobillos, con edema. Yació despierto casi la noche entera y luego, por la mañana, por primera vez en muchos años, llamó a su secretaria y le dijo que aquel día no iría a trabajar.

Un par de píldoras le permitieron dormir hasta las dos. Se despertó nervioso e irritable, se preparó un poco de sopa en conserva que en realidad no le apetecía, luego tomó una dosis extra de grano y medio y volvió a echarse a dormir hasta las cinco y media.

Por falta de algo mejor, se duchó, se afeitó y se medio vistió. Después, se sentó en el cuarto de estar, casi a oscuras, sin molestarse en encender la lámpara. Al poco rato se dirigió al armario del pasillo y bajó de detrás de la balda una botella de Chateau Mouton-Rotschild de 1955 que le había dado tres años antes un paciente agradecido, aconsejándole que la guardara para celebrar algo. La descorchó con muy poca dificultad y se sirvió un vaso; luego volvió al cuarto de estar y se sentó allí a oscuras, bebiendo el vino cálido y espeso.

Estaba pensando con gran lucidez. Seguir así no conduce a nada ni vale la pena. No era realmente el dolor, sino más bien lo indigno de la situación.

Los somníferos eran realmente muy suaves y haría falta tomar un buen puñado de ellos, pero en la botella había de sobra.

Trató de imaginarse ocasiones en que su presencia pudiera ser necesaria.

Liz y Meomartino y su hijo, y Dios sabía que él nunca había sido capaz de ayudar a Liz a resolver sus problemas.

Marge Snyder le echaría de menos, pero los dos llevaban años dándose mutuamente muy poco. Ella había perdido a su marido poco antes de la muerte de Frances y los dos habían sido amantes en el periodo de máxima necesidad humana, pero la cosa ya había terminado hacia mucho tiempo. Ella le echaría de menos solamente como se echa de menos a un viejo amigo, y tenía su propia y ordenada vida, en la que la ausencia de él no dejaría ningún vacío.

En el hospital quizá su muerte dejara un vacío, pero, aunque Kender preferiría seguir siendo especialista en trasplantes, tendría que asumir, por ser su obligación, el puesto de cirujano en jefe, y Longwood sabía perfectamente que haría el papel muy bien, brillantemente incluso.

Sólo quedaba, pues, el libro.

Fue a su despacho y miró los dos viejos archivos llenos de historiales clínicos y los montones de fichas que tenía sobre la mesa.

¿Seria realmente la gran aportación que él imaginaba?

¿O no sería, después de todo, más que una simple tentación a abandonarse a un último estertor de una vanidad que en otros tiempos fue vital, a un deseo de que futuros estudiantes consultaran a Longwood, en vez de a Mosely o a Dragstedt?

Cogió el frasco de las píldoras y se lo metió en el bolsillo.

Se sirvió retadoramente otro vaso de vino y salió del apartamento. Sacó el coche y, en la oscuridad temprana y nubosa, se dirigió hacia Harvard Square, pensando, quizá, meterse en algún cine, pero ponían una vieja película de Humphrey Bogart, de modo que siguió adelante, cruzando la plaza y diciéndose que ahora Frances no la reconocería, llena como estaba de pies descalzos, barbas y muslos al descubierto.

Dio la vuelta al patio y aparcó no lejos de la capilla de Appleton. Sin saber por qué, bajó del coche y entró en la capilla, que estaba silenciosa y vacía; justo lo que la religión había sido siempre para él.

No tardó en oír pasos:

—¿Puedo serle útil en algo?

Longwood no sabía si aquel joven cortés era o no el capellán, pero vio que no era mayor que un interno del hospital.

—No, muchas gracias —respondió.

Volvió a salir y subió al coche. Esta vez sabía a dónde iba. Fue a Weston, y cuando hubo llegado a la finca sacó el coche de la carretera para aparcarlo donde se dominara el prado en que tantas veces había jugado al balón.

Apenas se veía en la oscuridad, pero parecía no haber cambiado nada. A pocos pasos del coche vio la vieja haya gris y plata y se alegró de que siguiese en pie.

Con gran sorpresa, sintió en la vejiga la presión antes familiar, apremiante.

«A lo mejor es por el vino», —pensó—, con creciente emoción.

Bajó y fue a un lugar a mitad de camino entre el coche y el gran árbol. Frente a la vieja tapia de piedra se deslizó la cremallera y concentró sus esfuerzos.

Al cabo de un largo rato salieron dos gotas, que cayeron, como de un grifo mal cerrado.

Aparecieron faros que se acercaban, y Longwood se echó hacia atrás violentamente, cerrándose los pantalones como un muchacho a quien sorprende una puerta inesperadamente abierta. El coche pasó raudo junto a él, que seguía allí, temblando. «Soy un idiota, un idiota —se dijo, irritado—. Mira que tratar de hacer pis en plena oscuridad, en un parterre de lirios de los valles que él mismo había plantado un cuarto de siglo antes».

Una gota de lluvia le besó fríamente en la frente.

Se preguntó si, cuando llegara el momento, el Comité de la Muerte decidiría que el fracaso de Harland Longwood había sido evitable o inevitable.

«Si, gracias a alguna especie de reencarnación, pudiera él mismo presidir la reunión, insistiría en echarle toda la culpa al doctor Longwood», —pensó.

Por tantas decisiones equivocadas.

Horrorizado, lo vio con perfecta claridad.

Toda la vida es una Conferencia de Mortalidad.

El historial clínico comenzó con el primer momento de existencia consciente y responsable.

Y, tarde o temprano, al principio poco a poco y luego con sorprendente rapidez, llega el momento en que la historia ha terminado para uno. Y él ahora se veía las caras con el total de su propia e imperfecta actuación.

Tan vulnerable, tan terriblemente vulnerable.

Caballeros, examinemos el caso Longwood.

¿Evitable o inevitable?

Cuando volvió al coche la lluvia caía ya persistentemente, como vertida desde el cielo por sus músculos pélvicos.

Dio la vuelta al coche y sus faros iluminaron el letrero que había al fin de la calzada; entonces vio que los Bancroft habían vendido la finca a una familia apellidada Feldstein.

Ojalá los Feldstein fueran tan simpáticos como los Rosenfeld.

Un momento más tarde comenzó a reír, y no tardó en reír tanto que tuvo que parar el coche a un lado de la carretera.

«Oh, Frances —le dijo—, ¿cómo es posible que, sin saberlo, haya podido convertirme en un viejo en tan mal estado de funcionamiento?».

Haciendo memoria, aún se sentía por dentro como el joven que se había arrodillado desnudo ante ella la primera vez que hicieron el amor juntos.

«Y después de rezar toda la vida ante un santuario como aquél —pensó—, ya no podía empezar a creer de pronto en un Dios salvador simplemente porque se veía necesitado de salvación».

«Ni tampoco —se dijo, con aterradora claridad— era capaz después de haber luchado toda su vida contra la muerte, de ayudarse ahora a sí mismo a morir».

Cuando llegó Longwood al hospital, Kender estaba todavía en el laboratorio de urología, examinando Rayos X con el joven Silverstone.

—Me gustaría volver al aparato —dijo.

Kender levantó la vista de la foto.

—Está ocupado lo que queda de noche —dijo—. No te lo puedo dejar hasta mañana.

—¿A qué hora?

—A eso de las diez. Cuando termines, quiero que te hagas una transfusión de sangre.

Era una orden, no una petición. Kender estaba hablando a un paciente.

—Creemos que el aparato no es una solución permanente para ti —estaba diciéndole Kender—. Vamos a ver la forma de conseguirte otro riñón.

—Ya sé lo difícil que es escoger donadores de riñones —dijo Longwood, con sequedad—. No quiero privilegios.

El doctor Kender sonrió.

—No vas a tener ninguno. Tu caso fue seleccionado por su valor docente por el Comité de Trasplantes, pero tienes un tipo de sangre poco corriente y, como es natural, es posible que tardemos algo en encontrar un cadáver adecuado. Entretanto, tendrás que ser más formal y venir al aparato dos veces a la semana.

El doctor Longwood asintió.

—Buenas noches —dijo.

Fuera, las puertas cerradas neutralizaban el rumor de las máquinas y reinaba el silencio. Había llegado ya casi al ascensor cuando oyó abrirse una puerta y ruido de pasos apresurados.

Se volvió y vio que era Silverstone.

—Dejó usted esto en la mesa del doctor Kender —dijo Adam, mostrándole el frasco de píldoras somníferas.

Longwood buscó en los ojos del joven un atisbo de piedad, pero no vio más que un interés atento. «Dios —pensó—, éste quizá llegue a cirujano».

—Gracias —dijo, cogiendo el frasco—. ¡Qué descuido el mío!