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SPURGEON ROBINSON

«¡Niño!», susurró Spurgeon, con voz como una pluma.

«Spurgeon, niño», volvió a decir, alzando la voz, más pesada, un pajarito que llenaba el cuarto con sus aleteos.

Los ojos del niño estaban cerrados, pero, así y todo, la veía. Se inclinaba sobre su cama como un melocotonero cargado de fruta; su cuerpo estaba envuelto en la bata de lino sin pelusa, todo él curvas maduras y llanuras duras; y los dedos de sus pies, bajo las piernas que parecían troncos de árboles viejos, eran nudosos como raíces. Se sentía avergonzado de que mamá le hubiera visto de esta manera, porque bajo la manta fina, y por culpa de sus sueños, se le había erigido el pene. «Quizá —pensó—, si finjo dormir se irá», pero en aquel instante concreto el sueño se volvió imposible a causa de un golpe metálico y fino, la reanimación del mecanismo del despertador. El reloj chilló; era un sonido familiar, casi consolador, que llevaba años despertándole fielmente, y también esta vez, aunque no tardó un instante en recordar que ahora era ya un hombre hecho y derecho, con todas sus consecuencias.

El doctor Robinson recordó.

Y dónde…, una miseria de hospital, en Boston. Su primer día como interno.

En el retrete, al final del pasillo, había alguien, de puntillas ante el espejo moteado, rascándose la barbilla con una máquina de afeitar.

—Buenos días. Soy Spurgeon Robinson.

El muchacho blanco se secó cuidadosamente con la toalla y luego alargó una buena mano de cirujano, fuerte, pero amistosa.

—Adam Silverstone —dijo—. No me faltan más que tres toques y estoy afeitado.

—No hay prisa —dijo Spurgeon, aunque sabían ambos que si la había.

En el cuarto de baño, con piso de madera, la pintura de las paredes estaba desportillándose. Sobre la puerta de una de las dos garitas, un filántropo había escrito: Rita Leary es una enfermera que lo hace como una conejita. Spinwall 7-9910. Era la única lectura que había en todo el cuarto y la leyó rápidamente, echando instintivamente una ojeada para ver si el muchacho blanco le había visto.

—¿Qué tal el residente principal? —preguntó, con indiferencia.

La hoja de afeitar, a punto de asestar el golpe, se detuvo a dos centímetros de la mejilla.

—A veces me cae bien, pero a veces no puedo ni verle —respondió Silverstone.

Spurgeon asintió y decidió que lo mejor era cerrar el pico y dejarle que terminara de afeitarse. «La espera le exponía a llegar tarde el primer día de su estancia allí», pensó. Colgó su bata y se quitó los calzoncillos y se metió bajo la ducha sin atreverse a rendirse a su prolongado placer, pero incapaz de resistir, después de la larga noche de calor veraniego que se había concentrado en su cuarto, bajo el tejado.

Cuando salió, Silverstone se había ido.

Spurgeon se afeitó con gran esmero, pero rápidamente, inclinado como un tenso signo de admiración sobre el anticuado lavabo, en el primer día de su estancia en un hospital nuevo había que establecer precedentes. «Uno de ellos —pensó— era no ser el último en llegar al despacho del residente principal para comenzar las visitas matinales».

En su cuarto, se puso la ropa blanca, rígida a fuerza de almidón, los calcetines blancos y los zapatos, que él mismo había limpiado la noche anterior. Le quedaban sólo unos pocos minutos. «El desayuno —se dijo tristemente— ya no era posible». El ascensor era lento; con un programa de trabajo tan apretado, iba a tardar mucho tiempo en acostumbrarse a este ritmo tan despacioso. El despacho del residente principal, en el segundo piso, estaba lleno de jóvenes vestidos de blanco, sentados unos, en pie otros, algunos tratando de aparentar aburrimiento, y unos pocos de éstos consiguiéndolo.

El residente principal estaba sentado ante su mesa, leyendo Surgery. Era Silverstone, notó Spurgeon con cierto embarazo. «Un comediante o un filósofo», pensó, y se sintió irritado consigo mismo por su torpeza al preguntar a un desconocido lo que opinaba sobre un jefe a quien aún no conocía. Notó que la mirada de Silverstone iba observando uno a uno todos los rostros del cuarto. Santo Dios, que no me desconcierte; era la plegaria que llevaba años diciendo siempre que aguardaba un examen.

Siguió allí descansando ya sobre un pie, ya sobre el otro. Finalmente, llegó el último, un residente de primer curso, con seis minutos de retraso, la primera vez que le ocurría.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Silverstone.

—Potter, doctor. Stanley Potter.

Silverstone le miró sin pestañear. Los nuevos esperaban una señal, una revelación, un aviso.

—Doctor Potter, nos ha tenido usted esperando. Y ahora tenemos que hacer esperar a los pacientes y a las enfermeras.

El otro asintió, sonriendo, lleno de embarazo.

—¿Me comprende usted?

—Sí.

—Esto es un deber clínico y educativo, no un espectáculo para sus diversiones de adolescente, al que se va tarde o cuando a uno le acomoda. Si tiene usted intención de seguir aquí tendrá que actuar y pensar como un cirujano.

Potter sonrió, desconcertado.

—¿Me comprende usted?

—Sí.

—Muy bien. —Silverstone miró a su alrededor—. ¿Me comprenden todos ustedes?

Varios de los nuevos asintieron, casi felices, cambiándose entre sí miradas secretas altamente significativas, pues habían averiguado lo que querían.

«Es un déspota», se decían unos a otros con los ojos.

Silverstone iba el primero, seguido por una larga fila de residentes e internos. Se detenía solamente ante determinadas camas, charlando un momento con el paciente, hablando concisamente de sus historiales clínicos, haciendo una pregunta o dos con voz adormilada, casi indiferente, y siguiendo adelante. El grupo dio la vuelta al perímetro de la espaciosa estancia.

En una de las camas yacía una mujer de color, cuyo pelo rojo estaba teñido. Se le quedó mirando como si viese algo a través de él cuando Silverstone se paró a su lado y se vio rodeada de una pared silenciosa de jóvenes vestidos de blanco.

—Buenos días —dijo Silverstone.

«Se parecía mucho a media docena de prostitutas del viejo barrio nativo», pensó Spurgeon.

—Es… —Silverstone comprobó el nombre— Miss Gertrude Soames —leyó un momento—. Gertrude ha estado ya en este hospital otras veces a causa de ciertos síntomas que pueden ser atribuidos a que ha tenido cirrosis hepática, probablemente debida a lo de siempre. Parece que aquí hay algo palpable.

Apartó la sábana y levantó la bata de tosco algodón, dejando al descubierto unos muslos delgados que terminaban en un triste mechón y una tripa con dos antiguas cicatrices. Tanteó el abdomen, primero con las puntas de los dedos de una mano y luego con las dos, mientras ella miraba ahora personalmente a Spurgeon, a quien la pobre recordó un perro que quiere morder pero no se atreve.

—Justo aquí —dijo Silverstone, tomando la mano de Spurgeon y colocándola.

Gertrude Soames miró a Spurgeon Robinson.

«Eres como yo —decían sus ojos—. Ayúdame».

Él apartó la mirada, pero sus ojos quizá decían: «No puedo ayudarte».

—¿Lo nota? —preguntó Silverstone.

Él asintió.

—Gertrude, vamos a tener que recurrir a una cosa que se llama biopsia hepática —dijo el residente principal, con optimismo.

Ella movió negativamente la cabeza.

—Desde luego que sí.

—No —dijo ella.

—Si usted no nos deja no podemos hacer nada. Tendrá que firmar un papel. Pero a su hígado le pasa algo y no podremos ayudarla sin hacer antes un examen.

Ella volvió a guardar silencio.

—No es más que una aguja. Hincamos una aguja y la sacamos y en la punta habrá un poquitín de hígado, no mucho, el suficiente para poder hacer el examen.

—¿Y duele?

—Duele un poco, pero no hay otra solución. Hay que hacerlo.

—Yo no soy su conejillo de Indias.

—Aquí no queremos conejillos de Indias. Lo que queremos es ayudarla a usted. ¿Se da cuenta de lo que pasará si no nos deja? —preguntó, con suavidad.

—De la forma que lo dice, claro que me la doy.

El rostro de ella seguía petrificado, pero sus ojos mate relucieron de pronto y se le saltaron las lágrimas, que corrieron mejillas abajo, hacia la boca. Silverstone cogió un pañuelo de papel del estante de la cama y le enjugó la cara, pero ella apartó la cabeza.

Silverstone volvió a bajar la bata y ajustó la sábana.

—Pues piénselo un rato —dijo, acariciándole la rodilla y prosiguiendo la visita.

En el departamento de hombres de la sala había un individuo tan corpulento que parecía desbordarse de la cama; estaba recostado sobre tres almohadas y les veía acercarse a él con expresión de recelo.

—Mr. Stratton es conductor de camiones por cuenta de una empresa de refrescos embotellados —dijo Silverstone, mirando el historial del paciente—. Hace un par de semanas se le cayó del camión un cajón de madera y le dio en la rodilla derecha.

Apartó la sábana y mostró la pierna del paciente, robusta, pero de aspecto malsano, con una herida ulcerada muy fea de unos diez centímetros de diámetro.

—¿Siente fría la pierna, Mr. Stratton?

—Sí, constantemente.

—Hemos probado con antibióticos y emplastos, pero la pierna no se cura y ha perdido color —dijo Silverstone. Se volvió al residente a quien había criticado por llegar tarde—. Doctor Potter, ¿qué le parece a usted?

Potter volvió a sonreír, con aire deprimido, pero no dijo nada.

—¿Doctor Robinson?

—Un arteriograma.

—Muy bien. ¿Dónde inyectaría usted la sustancia de contraste?

—En la arteria femoral —dijo Spurgeon.

—¿Qué? ¿Es que tienen que operarme?

—No estamos hablando de operaciones, o por lo menos todavía no —respondió Silverstone—. Si tiene fría la pierna es porque la sangre no circula como debiera. De lo que ahora se trata es de averiguar el motivo. Vamos a inyectar cierta tintura en una arteria de su ingle y luego tomaremos unas fotos.

Mr. Stratton enrojeció.

—Eso no lo aguanto —dijo.

—¿Qué quiere decir?

—¿Por qué no siguen con el método del doctor Perlman como hasta ahora?

—Porque el doctor Perlman lo intentó y no le salió bien.

—Pues seguro.

Se produjo un breve silencio.

—¿Dónde está el doctor Perlman? —dijo el otro—. Quiero hablar con el doctor Perlman.

—El doctor Perlman ya no es aquí residente principal —repuso Silverstone—. Tengo entendido que ahora es el capitán Perlman y está camino de Vietnam. Yo soy el doctor Silverstone, el nuevo residente principal.

—Ni siquiera era capaz de aguantar inyecciones cuando estaba en la marina mercante —dijo el otro.

Se oyó una risita en el extremo del grupo que rodeaba la cama. Silverstone se volvió y miró fríamente hacia allá.

—Parece que tiene gracia que un hombre de mi corpulencia tenga miedo, demonios —dijo Stratton—, pero creedme que gracia no tiene ninguna, y al primero que me ponga la mano encima lo voy a dejar en el sitio.

Silverstone puso la mano, como sin darse cuenta en el pecho del paciente. Los dos se miraron. Inesperadamente, a Mr. Stratton se le humedecieron los ojos.

Nadie rió. «Su rostro —pensó, perplejo, Spurgeon— tenía la misma expresión de temor que el de la prostituta del otro lado de la sala; tan parecidos eran ambos que se hubiera dicho que eran hermanos».

Esta vez, Silverstone no buscó pañuelos de papel.

—Y ahora va a escucharme —dijo, como quien habla con un niño travieso—. No puede perder el tiempo. Si nos crea usted problemas, los que sean, cuando tratamos de examinarle, le dejaremos para que se las arregle como pueda. Y le advierto que de eso de dejarnos en el sitio, nada. No podrá dejar en el sitio ni a una hormiga. Se quedará sin pierna, o será usted quien se quede en el sitio. ¿Me comprende?

—Carniceros —murmuró Mr. Stratton.

Silverstone dio media vuelta y se alejó, seguido obedientemente por catorce sombras vestidas de blanco.

Se congregaron en el anfiteatro quirúrgico para celebrar la Conferencia de Mortalidad.

—¿Qué diablos quiere decir eso de Conferencia de Mortalidad? —murmuró Jack Moylan, el interno que estaba junto a Spurgeon, después de mirar el programa mimeografiado del primer día.

Spurgeon lo sabía. También celebraban conferencias de mortalidad en Nueva York, aunque él, por ser estudiante, no había podido asistir a ellas.

—Es una reunión en la que los errores salen a pedir cuentas al que los cometió —dijo.

Moylan pareció sorprendido.

—Acabarás llamándolo el Comité de la Muerte, como todos. Todo el personal quirúrgico se reúne para pasar revista a las muertes que se han producido y decidir si hubiera sido posible impedirlas; y, si es así, por qué no se impidieron. Es una manera de continuar la educación y el control quirúrgico. Una especie de control de responsabilidades, para tenernos siempre alerta.

—¡Santo Dios! —exclamó el otro.

Estaban sentados en las hileras de asientos, en grada, tomando café o «Pepsi-Cola» en vasos de cartón. Una de las enfermeras pasaba bandejas de galletas. Delante de todos Silverstone y Meomartino, sentados a ambos extremos de una mesita, hojeaban los historiales. Por razones administrativas y docentes, los empleados del hospital estaban divididos en dos grupos, el equipo azul y el equipo rojo. Los casos que dependían del equipo rojo eran examinados por Meomartino, mientras que los del equipo azul los supervisaba Silverstone. Junto a un asiento vacío, al comienzo de la primera fila, el segundo jefe de los servicios quirúrgicos, doctor Bester Caesar Kender («Cuando hay jaleo basta llamar a Kender»), ex coronel de aviación muy aficionado a los cigarros puros, que había ganado fama como especialista en cirugía renal y era autor de innovaciones en el trasplante de riñones, estaba contando un chiste verde al doctor Joel Sack, jefe de los servicios de Patología. Eran ambos un curioso contraste humano: Kender era alto, hirsuto, de tez colorada y el acento suave y lento del condado patatero de Maine todavía se notaba en su manera de hablar, mientras Sack era calvo y de aire refitolero, como un mono enfurruñado.

Sentados juntos, estaban los dos chinos del hospital, el doctor Lewis Chin, nacido en Boston y cirujano visitante y el doctor Harry Lee, de cara de luna, residente ya en su tercer año, de Formosa como para hacer de contrapeso, había también dos mujeres: la doctora Miriam Parkhurst, también visitante, y la doctora Helena Manning, muchacha fría y segura de sí misma, residente desde hacía un año.

Todos se levantaron cuando entró en la estancia el jefe de Cirugía, Spurgeon derramándose «Coca-Cola» en la pernera de su bella vestimenta blanca.

El doctor Longwood saludó con un movimiento de cabeza y todos se sentaron obedientemente.

—Caballeros —dijo.

»Doy la bienvenida a los recién llegados al Hospital General del condado de Suffolk.

»Éste es un hospital municipal muy lleno de trabajo, donde hay muchísimo quehacer y exige a cambio muchísima dedicación.

»Nos gusta hacer las cosas bien y esperamos que todos ustedes harán cuanto puedan por conseguirlo.

»La reunión que está a punto de comenzar se llama Conferencia de Mortalidad. Es la parte de la semana que más importancia tiene para el desarrollo profesional de ustedes. Una vez que salen de la sala de operaciones, la cirugía realizada se convierte en cosa pasada. En esta reunión, sus errores y los míos serán sacados a la superficie y examinados con minuciosidad por sus compañeros. Lo que ocurre aquí es, quizá, más importante que lo que ocurre en la sala de operaciones, por lo que se refiere a convertirles a ustedes en verdaderos cirujanos.

Cogió unas galletas, se repantigó en un asiento de primera fila e hizo una señal a Meomartino:

—Empiece usted doctor.

Al leer el encargado del servicio quirúrgico los detalles, se vio con claridad que el primer caso era corriente: un hombre de cincuenta y nueve años con carcinoma grave del hígado que no había buscado curación hasta que era demasiado tarde.

—¿Prevenible o inevitable? —preguntó el doctor Longwood, limpiándose las migas.

Todos los veteranos votaron «inevitable», y el jefe se mostró de acuerdo.

—Demasiado tarde —dijo—, lo que indica la necesidad de diagnosticar a tiempo.

El segundo caso era una mujer que había muerto de un ataque cardíaco mientras estaba siendo trataba en el hospital por lesiones gástricas. No había tenido anteriormente ninguna enfermedad cardiaca y la autopsia había revelado que sus lesiones no eran serias. De nuevo los cirujanos consideraron que la muerte había sido inevitable.

—De acuerdo —dijo el doctor Longwood—, pero quiero advertir que de no haber fallecido de un ataque cardíaco la habríamos tratado equivocadamente. Debiera haber sido abierta y explorada. Un artículo interesante publicado hace dos meses en el Lancet subrayaba que el porcentaje de supervivencia de cinco años en casos de tumores gástricos tratados médicamente, sean o no serios, es del diez por ciento. Cuando el paciente es explorado para averiguar qué es exactamente lo que tiene, el porcentaje de supervivencia de cinco años aumenta, hasta llegar a un cincuenta a setenta por ciento.

«Esto es una clase —pensó Spurgeon, calmándose y comenzando a pasarlo bien—; no es más que una clase».

El doctor Longwood presentó a la doctora Elizabeth Hawkins y al doctor Louis Solomon. Spurgeon notó un ligero cambio en el ambiente y se fijó en el doctor Kender, el experto en riñones, que se había inclinado hacia delante, jugueteando nerviosamente con algo en su manaza.

—Tengo mucho gusto en que los doctores Hawkins y Solomon hayan aceptado nuestra invitación y estén ahora aquí con nosotros —dijo el doctor Longwood—. Son residentes del servicio pediátrico, donde estaban acabando su internado al ocurrir el fallecimiento que vamos a examinar a continuación.

Adam Silverstone leyó los datos del caso de la niña de cinco años Beth-Ann Meyer, que había sufrido treinta por ciento de quemaduras en el cuerpo al ser escaldada con agua hirviendo. Después de dos injertos cutáneos en la sala pediátrica del hospital, una noche, a las tres, había vomitado, atascándosele algo de comida en la garganta. Un residente de anestesia había tardado dieciséis minutos en llegar, y cuando acudió la niña había muerto.

—No hay excusa alguna que justifique la tardanza del anestesista en llegar al lugar del incidente —dijo el doctor Longwood—, pero, dígame… —los ojos fríos se fijaron en la doctora Hawkins y luego en el doctor Solomon—, ¿por qué no hicieron ustedes una traqueotomía?

—Ocurrió con gran rapidez —respondió la muchacha.

—No teníamos instrumentos adecuados —arguyó el doctor Solomon.

El doctor Kender mostró, entre el índice y el pulgar, el objeto que tenía en la mano.

—¿Saben ustedes lo que es esto? —dijo.

El doctor Solomon carraspeó.

—Una navaja de bolsillo.

—Siempre llevo una encima —dijo el experto en riñones, sin alzar la voz—. Con ella podría abrir en canal una garganta en un tranvía.

Ninguno de los dos residentes pediátricos contestó. Spurgeon no conseguía apartar los ojos del pálido rostro de la muchacha. «Están arrinconándoles —pensó—; lo que están diciéndoles es: Ustedes mataron a esa niña, ustedes».

El doctor Longwood miró al doctor Kender.

—Prevenible —dijo éste, a través del puro.

Al doctor Sack.

—Prevenible.

Al doctor Paul Sullivan, cirujano externo.

—Prevenible.

A la doctora Parkhurst.

—Prevenible.

Spurgeon permanecía inmóvil mientras la palabra iba rodando, como una piedra helada, en torno al perímetro de la estancia, incapaz ya de mirar a los dos residentes pediátricos.

«Dios —dijo—, que no me ocurra esto nunca a mí».

Le asignaron a la sala Quincy, con Silverstone, y los dos fueron allí juntos. Era una hora de mucho ajetreo para las enfermeras, la hora de tareas como cambiar vendajes y tomar temperaturas, servir zumo de frutas y traer y llevar orinales, entregar píldoras y completar historiales. Estuvieron un rato en el pasillo mientras el residente miraba las notas que había tomado durante las visitas matinales y Spurgeon observaba a dos enfermeras estudiantes, haciendo camas y riendo como locas; finalmente, el doctor Silverstone levantó la vista.

«Y habló el Señor —pensó Spurgeon—, y dijo…».

—Harold Krebs, operación de prostatectomía, habitación 304, necesita dos unidades de sangre. Comenzar un I. V. para Abraham Batson en el 310. Y luego recoger los instrumentos y poner un catéter central venoso en Roger Cort, 308.

Una vieja delgada y de pelo ralo, con la insignia de jefa de enfermeras en el gorro, estaba en el archivo de los historiales clínicos. Spurgeon pasó junto a ella murmurando excusas, y descolgó el teléfono.

—¿Tiene el número del banco de sangre? —le preguntó.

Sin mirarle, la mujer le pasó la guía de teléfonos.

Marcó el número, pero comunicaba.

Una enfermera morena muy guapa y con buen tipo, envuelta en un uniforme de nylon, entró y se puso a escribir un recado en la pizarra: Doctor Levine, por favor, llame a Wayland 872-8694.

Marcó el número de nuevo.

—¡Diablo!

—¿Necesita algo doctor? —preguntó la enfermera joven.

—Estoy tratando de hablar con el banco de sangre.

—Es el peor número de todo el hospital. La mayor parte de los internos lo que hacen es ir ellos y recoger la sangre personalmente. La persona por quien hay que preguntar allí se llama Betty Callaway.

Le dio las gracias y se fue corriendo. Volvió a pasar junto a la jefa de las enfermeras y colgó de nuevo el teléfono. «La vieja bruja blanca —pensó—, debiera habérmelo dicho. La verdad —se dijo, deprimido—, ni siquiera sé encontrar el dichoso banco de sangre».

Se inclinó de nuevo y miró el nombre de la vieja.

—Miss Fultz —dijo.

Ella siguió escribiendo, como si nada.

—¿Puede decirme por dónde se va al banco de sangre?

—Sótano —respondió ella, sin levantar la vista.

Lo encontró después de preguntar tres veces más y encargó la sangre que necesitaba a Betty Callaway, esperando impaciente mientras ésta buscaba el tipo de sangre de Harold Krebs. Volviendo a subir en el lento ascensor, se maldijo a sí mismo por no haber tomado al principio la precaución de darse una vuelta por el hospital, enterándose bien de dónde estaba todo.

Tal y como estaban pasando las cosas, a Spurgeon no le hubiera sorprendido ver que el paciente del 304 tenía venas invisibles, pero Harold Krebs resultó ser un hombre con sistema venoso bueno y bien definido, apto para la introducción de catéteres, de modo que la transfusión se llevó a cabo sin dificultad.

Ahora, la intravenosa para el 310. Pero ¿dónde se guardaban los I. V.? «No podía preguntárselo a Miss Fultz —pensó y entonces cambió súbitamente de idea—: ¿Por qué dejarme asustar por esa vieja bruja?».

—Armario del pasillo —respondió ella, aún sin levantar la vista.

«Vieja bruja, usted me va a mirar —se dijo Spurgeon—; no es más que piel negra, no hace daño a los ojos».

Cogió los I. V. y, naturalmente, Abraham Batson, el del 310, resultó ser lo que él había esperado encontrar en el 304, o sea un viejecito reseco, con venas como pelos y marcas de inyecciones dejadas por otros que, como él, habían intentado la empresa y fallado. Hicieron falta ocho punzadas extra, con acompañamiento de gemidos, miradas y gruñidos, y sólo entonces volvió a verse en libertad.

«Santo cielo, los instrumentos».

—Miss Fultz —dijo.

Esta vez le miró. Se sintió furioso por el desprecio que vio en sus ojos, que eran de un azul desvaído.

—¿Dónde están las herramientas de cortar?

—Tercera puerta a la izquierda.

Encontró lo que buscaba y vio a Silverstone en el lado femenino de la sala.

—Menos mal, iba a dar la voz de alarma —dijo el residente.

—Paso la mayor parte del tiempo extraviándome.

—Como yo.

Fueron juntos al cuarto 308.

Roger Cort tenía carcinoma intestinal. «Fijándose bien —pensó Spurgeon— podía ya ver al ángel cogido al hombro derecho de Cort».

—¿Has hecho esta operación alguna vez?

—No.

—Pues fíjate bien. La próxima vez serás tú quien la haga.

Estuvo atento mientras Silverstone esterilizaba el tobillo e inyectaba novocaína, poniéndose luego guantes esterilizados y practicando una incisión anterior diminuta en el maleolo medial. Dio dos puntadas, una arriba y otra abajo, introdujo la cánula, y en unos pocos segundos ya estaba goteando glucosa en la sangre de Roger Cort. Silverstone lo hacía parecer todo fácil. «Seré capaz de hacer esto», pensó Spurgeon.

—¿Y ahora qué se le ofrece al señor? —le dijo.

—Pues café —respondió Silverstone, y fueron a tomarlo.

Lo sirvió la guapa y morena enfermera.

—¿Qué les parece nuestra sala? —preguntó.

—¿Qué le pasa a la jefa de ustedes? —Preguntó el residente principal—. No ha hecho más que gruñirme toda la mañana.

La muchacha se echó a reír.

—Es ya una especie de tradición en el hospital. No habla con los médicos más que cuando le son simpáticos, y se lo son poquísimos. Algunos de los que vienen de visita la conocen desde hace treinta años, pero ella sigue sin dedicarles más que gruñidos.

—Menuda herencia me ha tocado —dijo Silverstone, deprimido.

«Por lo menos —pensó Spurgeon— no es mi color lo que le cae antipático». Por alguna razón, esta idea le tranquilizó. Terminó el café y se fue, dejando allí a Silverstone. Cambió algunos vendajes sin tener que preguntar a Miss Fultz dónde estaban las cosas. «Lo mejor será que me dedique a explorar este lugar —pensó, preguntándose de pronto lo que haría si se produjera un caso de ataque cardíaco». No sabía dónde estaba el desfibrilador, ni el resucitador. Una enfermera corría pasillo abajo.

—¿Puede decirme dónde se guarda el material número 99? —preguntó.

Ella se paró como si hubiera chocado contra una pared de cristal.

—¿No tiene nada del 99? —preguntó.

—No —repuso él.

—¿Espera algún caso de urgencia, doctor?

—No.

—Bueno, tengo a una mujer que está vomitando hasta los intestinos —dijo la chica, indignada, y se alejó corriendo.

—Sí, señora —dijo Spurgeon, pero ella no le oyó, ya se había ido.

Exhalando un suspiro se lanzó a la busca, como un explorador en una tierra extranjera y desconocida.

A las ocho de la tarde, treinta y seis horas después del comienzo de su carrera de interno, Spurgeon abrió la puerta de su cuarto, en el sexto piso y se estremeció al recibir de sopetón la ola de calor que salió a su encuentro.

—Santo cielo —dijo en voz baja.

Sólo había dormido allí unas horas la noche anterior, porque los internos son los primeros en ser llamados, mientras que a los residentes sólo se les molesta en casos de cierta gravedad. Ocho o nueve veces había tenido que despertarse para prescribir medicamentos que darían a los pacientes el sueño que a él, el interno, le era negado.

Dejó el saco de papel que llevaba y abrió la ventana de par en par. Se quitó los zapatos, sin desatárselos, y la ropa blanca de trabajo y se arrancó la camiseta empapada en sudor.

Extrajo del saco una caja con seis latas de cerveza y, desgarrando el aluminio del tapón, bebió la tercera parte del contenido de la primera de un solo y largo trago. Luego, suspirando, fue al armario y sacó la guitarra.

Sentado en la cama, terminó la primera lata de cerveza y comenzó a desflorar las cuerdas, cantando, en voz baja, la parte de tenor de un madrigal:

Una rosa en mi jardín, tiene una espina cortante,

y yo en ella me herí dos veces a media tarde.

Y me apresuro a pedir, mientras me corre la sangre,

que mientras me corre la sangre.

Límpiasela a la rosa de la tarde.

«Al diablo —se dijo con tristeza—, el ambiente de este sitio no está bien».

Lo que sus composiciones necesitaban siempre era un auditorio que le admirara, una chica esbelta que le dijera con la mirada: «Qué listo eres, Spurgeon», la leve presión llena de promesas de una rodilla junto a él, a su lado, en la banqueta del piano, y muchos hombres invitándole a copas, como si él fuera Duke Ellington, y pidiéndole que tocara esto o aquello o lo de más allá.

«Eso me lo he perdido», se confesó.

—Culpa tuya, tío Calvin —dijo, en voz alta.

El tío Calvin había pensado sin duda que Spurgeon acabaría tocando el piano en algún tugurio de Harlem matándose por un mendrugo, o por menos incluso. Sonrió y abrió otra lata y bebió a la salud de su padrastro cuyo dinero había hecho de él todo un médico, a pesar de la negativa de Spurgeon a prepararse para heredar el negocio que el viejo había sudado toda una vida por sacar adelante. Y luego bebió a su propia salud, nadando en su propio sudor en aquel cuarto diminuto y sofocante.

—Tío Calvin —confesó, en voz alta—, la verdad es que esto no es realmente lo que yo considero éxito.

Fue a la ventana y miró las luces que estaban empezando a cobrar vida a medida que la ciudad iba oscureciéndose. Por allá abajo tengo que perderme yo, se dijo. Por allá abajo tiene que haber algún apartamento agradable, y quizás incluso algún piano de segunda mano.

—Malditos —dijo, a la ciudad.

Había pasado tres días en el «Hotel Statler» respondiendo a anuncios de apartamentos en el Herald y el Globe. Los agentes de pisos siempre reaccionaban afablemente por teléfono cuando les llamaba el doctor Robinson, pero cuando iba a verles personalmente el apartamento siempre acababa de ser alquilado.

—¿Sabe usted quién era Crispus Attucks? —le preguntó al último de todos.

—¿Quién? —preguntó, a su vez, el otro, nervioso.

—Pues era un hombre de color, como yo. Fue el primer norteamericano que murió en nuestra dichosa revolución.

El otro había asentido con regocijo, y sonrió con alivio al verle irse.

«Tiene que haber casas bonitas donde nos admitan», se dijo.

«Bueno —pensó—, a lo mejor había estado buscando apartamentos demasiado buenos».

La cosa era que él tenía dinero para ir a un buen sitio. Iba a recibir todos los meses un cheque del tío Calvin, aun cuando le había explicado que ahora recibiría un sueldo del hospital.

Discutieron largo y tendido, hasta que Spurgeon, por fin comprendió que todos los terceros jueves de cada mes, al firmar el dichoso cheque, el tío Calvin daría dos cosas: dinero que le importaba porque no siempre lo había tenido; y amor, la cosa más milagrosa de su vida.

«Tío —pensó Spurgeon con ternura—, ¿por qué no habré podido llamarle padre?».

Hubo una época que recordaba como se recuerda una pesadilla, en la que él y su madre habían sido negros pobres, antes de que ella se casara con Calvin y se volvieran negros ricos.

Él dormía entonces en su cuna, junto a la cama de su madre, en un indecente cuartucho de la Calle 172 Oeste. El papel de la pared era de un marrón desvaído, con manchas de humedad en torno al borde superior de una de las paredes, dejadas allí mucho antes, cuando alguien, en el piso de arriba, había desbordado la bañera o roto una tubería. Él siempre se acordaba de aquellas manchas como si fueran huellas de lágrimas, porque, cuando lloraba, su madre las señalaba y le decía que si no dejaba de llorar sus mejillas tendrían marcas iguales que las de la pared. Se acordaba de una mecedora renqueante con el asiento de tartán gastado, de la cocinilla de gas que funcionaba tan mal que el agua tardaba eternidades en hervir, de la mesita de jugar a las cartas en la que no podía dejarse nada de comer de un día para otro porque de las paredes salían animales hambrientos. Se acordaba de todo aquello sólo cuando no le quedaba más remedio. Él prefería acordarse de mamá, de lo guapa que había sido de joven.

Cuando era pequeño, su madre le solía dejar todos los días con Mrs. Simpson, que vivía en el piso de abajo, de tres habitaciones, y tenía tres hijos y un cheque de beneficencia pública en lugar de marido o de trabajo. Mamá no recibía cheques. Siendo él niño, trabajó de camarera en una serie de restaurantes, y este trabajo había acabado por estropearle los pies y engordarle las piernas. Aun así era guapísima. Le había dado a luz siendo aún jovencita, y más arriba de las piernas estropeadas su cuerpo había madurado, sin dejar de ser esbelto y duro.

Mamá a veces lloraba durmiendo y siempre estaba untando con desinfectante el anillo del retrete que compartían con los Henderson y los Catlett. A veces, de noche, después de rezar, Spurgeon murmuraba el nombre de su madre una y otra vez en la oscuridad: Roe-Ellen Robinson…, Roe-Ellen Robinson…

Cuando era pequeño y ella le oía murmurar su nombre le dejaba meterse en su cama. Le rodeaba con sus brazos y le apretaba hasta hacerle gritar, y le arañaba la espalda y le cantaba canciones:

¡El río es hondo y ancho, aleluya, leche y miel en la otra orilla…!

Y le decía lo bien que lo iban a pasar ellos dos cuando llegasen a la tierra de la leche y la miel y él entonces apoyaba la cabeza en su pecho grande y suave y se dormía feliz, feliz, feliz.

Fue a un colegio vecino, un viejo edificio de ladrillo rojo, con ventanas que se rompían más rápidamente de lo que el Ayuntamiento daba abasto para arreglarlas, un patio de recreo situado fuera y, dentro, un olor que apestaba, compuesto más que otra cosa de hedor a gas de carbón y a cuerpos no acostumbrados a los baños y el agua caliente. Cuando empezó el primer grado, su madre le dijo que aprendiese bien a leer y escribir porque su padre había sido un gran lector, siempre con la nariz metida en un libro. En vista de ello, Spurgeon aprendió a leer y llegó a gustarle. Cuando pasó a grados superiores, el cuarto y el sexto, resultaba más difícil leer en la escuela porque solía haber siempre algún jaleo, pero para entonces él ya había aprendido a ir a la biblioteca pública y llevaba libros a casa para leer.

Tenía dos buenos amigos. Tommy White, que era negrísimo, y Fats McKenna, de un amarillo claro y muy delgado[10], motivo por el cual le habían puesto de apodo Fats. Al principio, lo que más le había gustado en ellos era precisamente los apodos, pero luego llegaron a hacerse amigos de verdad. A los tres les agradaba una chica llamada Fay Hartnett, que cantaba como «Satchmo» y hacía ruidos con los labios como una trompeta loca. Solían merodear por los alrededores de la Calle 171 Oeste, jugando a la pelota y metiéndose con los chicos blancos y sus maestros. De vez en cuando, para robar alguna cosa, dos de ellos llamaban la atención del tendero mientras el otro se hacía con el botín, que de ordinario era comestible. Tres sábados por la noche habían tumbado a borrachos, pero de verdad; Tommy y Spurgeon se cogían a los brazos del borracho, juntándoselos a la espalda, mientras Fats, que se creía una especie de Sugar Ray Robinson, se encargaba del resto.

Seguían con interés el desarrollo del cuerpo de Fay Hartnett, y una noche, en el tejado de la casa de pisos de Fats, la chica les enseñó a hacer una cosa que le habían enseñado a ella los chicos mayores. Los tres se jactaron a los cuatro vientos de lo que habían hecho, y un par de noches después Fay volvió a hacerles el mismo favor, junto con un grupo más numeroso de amigos y conocidos suyos. Dos meses más tarde Fay dejó de ir a la escuela, y de vez en cuando la veían por la calle y se reían, porque su estómago estaba hinchándose como si se hubiera tragado una pelota de jugar al baloncesto y alguien estuviera inflándola de aire. Spurgeon no se sentía ni culpable ni responsable; la primera vez a él le había tocado el segundo y la segunda vez el séptimo o el octavo, bien al fin de la cola. Y además, ¿quién sabía cuántas otras juergas habría habido sin ser él invitado? Pero a veces sentía no oír a Fay cantar como Louis Armstrong.

No se imaginaba a su mamá haciendo aquello que solía hacer Fay, abriéndose de piernas y agitándose, toda húmeda y excitada, y, sin embargo, en el fondo de su corazón, él pensaba que probablemente sí que lo hacía, por lo menos de vez en cuando. Roe-Ellen siempre tenía muchos amigos, y a veces pagaba a Mrs. Simpson para que dejara que Spurgeon durmiera en su apartamento, con sus dos hijos, Petey y Ted. Un hombre sobre todo, Elroy Grant, grandote y guapo, que tenía una lavandería en la avenida de Ámsterdam, hacía la corte a mamá. Olía a whisky fuerte y no hacía el menor caso de Spurgeon, que no le podía ver. Siempre iba por ahí con muchas mujeres. Un día, Spurgeon encontró a Roe-Ellen llorando en la cama, y cuando preguntó a Mrs. Simpson lo que le pasaba, ella le dijo que Elroy se había casado con una viuda que tenía un bar en Borough Hall, había cerrado la lavandería y se había mudado a Brooklyn. Mamá anduvo varias semanas como un alma en pena, pero acabó pasándosele, y un día anunció que Spur tendría que portarse con sensatez y ser un hombre, porque ella se había inscrito en un curso de taquimecanografía nocturno y tendría que pasar cuatro noches a la semana en la Escuela Superior Patrick Henry, en Broadway Alto. Las noches que no tenía que ir al curso las pasaba siempre en casa, y para Spurgeon era como estar de vacaciones.

Roe-Ellen asistió a aquellas clases dos años seguidos, y cuando hubo terminado el curso sabía escribir a máquina a setenta y dos palabras por minuto y tomar taquigrafía a cien palabras por minuto, según el método de Gregg. Pensaba que le iba a costar mucho encontrar un buen empleo, pero a las dos semanas de empezar la búsqueda la contrataron como secretaria en la compañía de seguros llamada «American Eagle». Todas las noches volvía a casa llena de entusiasmo y contaba nuevas maravillas: el ascensor tan rápido, las chicas tan estupendas que había en el centro secretarial, las pocas horas de trabajo, lo magnífico que era poder descansar las piernas mientras trabajaba.

Un día, volvió a casa con aire asustado.

—Guapo, hoy vi al presidente.

—¿A Eisenhower?

—No, a Calvin J. Priest, presidente de la compañía de seguros «American Eagle». Spur, guapo, ¡es de color!

Esto era absurdo.

—Tienes que haber visto mal, mamá. A lo mejor, lo que pasa es que es blanco, pero oscuro.

—Te digo, Spur, que es tan negro como tú. Y si Calvin J. Priest puede llegar a ser tan importante, nada menos que presidente de la compañía de seguros «American Eagle» ¿por qué no va a poder también subir Spurgeon Robinson? Hijo, hijo, vamos a acabar viendo la tierra de la miel y la leche, te lo prometo.

—Te creo, mamá.

El vehículo que les llevó a la tierra prometida fue, naturalmente, el tío Calvin.

Cuando llegó a ser hombre, Spurgeon ya conocía a Calvin Priest, cómo había sido después, y también antes de entrar en sus vidas. Esto se debía a que Calvin era un hombre muy comunicativo, que usaba la voz para establecer contacto con la gente, acercándose a Roe-Ellen y a su hijo con palabras que eran como manos. Los pedazos dispersos de su vida fueron siendo recogidos y juntados por Spurgeon a lo largo de mucho tiempo, en el transcurso de muchas conversaciones, después de escuchar sus constantes recuerdos e historias inconexas, hasta que, por fin, comenzó a emerger la verdadera historia de aquel hombre, su padrastro.

Había nacido el 3 de septiembre de 1907, en medio de una tormenta tropical, en la ciudad rural de Justin, Estado de Georgia, tierra de melocotones. La inicial media de su nombre era abreviatura de Justin el apellido del fundador de la comunidad, en cuya casa había sido esclava y criada la abuela materna de Calvin, Sarah.

El último superviviente de la familia Justin, Osborne Justin (fiscal, secretario del Ayuntamiento, bromista inveterado y heredero, encima, de una serie de funciones y deberes tradicionales), había ofrecido a la vieja Sarah diez dólares a condición de que su hija llamase a su hijo Judas, pero la vieja era demasiado orgullosa y demasiado lista para aceptar. Lo que hizo fue dar al niño el nombre de la familia del hombre blanco, a pesar de que, según la leyenda local, sus relaciones en los días de su juventud habían sido algo más íntimas de lo que es normal entre la esclava joven y el hijo del amo, o quizá fuera por eso por lo que lo hizo.

Además ella sabía perfectamente que la tradición exigía que, en cualquier caso, el viejo blanco hiciera un regalo al niño como reconocimiento a aquella deferencia por su apellido.

Calvin creció y se educó como un negro campesino. Mientras vivió en Georgia la gente siempre le llamó haciendo énfasis en el segundo nombre: Calvin Justin Priest, y quizá fuera este vínculo con la clase alta y agüero de grandezas futuras lo que le permitió recibir una educación más extensa. Era religioso y le gustaba el ambiente dramático de las plegarias en común, hasta el punto de que durante mucho tiempo pensó en hacerse predicador. Su niñez fue feliz, a pesar de que sus padres murieron en la epidemia de gripe que, procedente de las ciudades, barrió el campo, tardía pero implacablemente, en 1919. Tres años más tarde, Sarah comprendió que, aunque Dios le había concedido una vida larga y rica en experiencias, el fin se acercaba. Dictó una carta al joven Calvin, que la transcribió con dificultad y la envió a Chicago, el lugar de las oportunidades y la libertad. En ella, la vieja ofrecía el dinero de su entierro, ciento setenta dólares, a unos antiguos vecinos apellidados Haskins si accedían a tener al nieto en su casa y tratarle como a un hijo. Estaba segura de que Osborne Justin correría con los gastos de su entierro: era una última oportunidad de gastarle una buena broma a sus propias expensas.

La respuesta llegó en forma de una tarjeta postal barata en la que alguien había escrito a lápiz:

Cuando volvió a Georgia, Calvin ya era todo un hombre.

Moses Haskins resultó ser un matón repulsivo, que pegaba a Calvin y a sus propios hijos con periódica imparcialidad por lo que el chico se escapó de la casa antes de un año de vivir con los Haskins. Se dedicó a vender el Chicago American y a limpiar zapatos; luego, atribuyéndose más edad de la que realmente tenía entró a trabajar en una casa de envase de carne. El trabajo era durísimo (¿quién hubiera pensado que los animales muertos pesaban tanto?), y al principio se dijo que no aguantaría mucho tiempo allí, pero su cuerpo fue fortaleciéndose, y, además, el sueldo era bueno. A pesar de todo, dos años más tarde, cuando se le presentó la oportunidad de trabajar de peón en un circo o carnaval itinerante, aunque por menos dinero, la aprovechó con entusiasmo. Viajó por el país con el espectáculo, absorbiéndolo todo: la gloria, las alturas y los valles remotos, las distintas clases de gente.

Hizo un poco de todo, generalmente trabajos que requerían una espalda robusta, como empaquetar la carpa del circo, subir y bajar las tiendas de campaña, alimentar y abrevar a los desgraciados animales: unos pocos gatos sarnosos, unos cuantos monos, una jauría de perros amaestrados, un oso viejo, y un águila con las alas recortadas y encadenada a una percha, con las plumas blancas de la cola colgando lacias. El águila acabó sus días en Chillicothe, Estado de Ohio.

Cuando Calvin llevaba ya diez meses en el circo, este carnaval puso proa al Sur. El día que llegaron a Atlanta ayudó a levantar las tiendas y luego dijo al capataz que tenía que ausentarse por unos días. Cogió un autobús y no bajó de él hasta que llegaron a Justin.

Sarah había muerto varios años antes, y Calvin ya la había llorado, pero quería ver donde estaba enterrada. No consiguió localizar la tumba, y cuando aquella noche fue a ver al predicador el viejo estaba de mal humor porque se había pasado el día entero cosechando melocotones, pero acabó cogiendo una linterna y yendo con Calvin a buscar la tumba, que era pequeña, no tenía nombre alguno y estaba en el rincón de los pobres.

Al día siguiente, Calvin contrató a un hombre para que le ayudase. No había sitio libre junto a la tumba de su madre, pero sí un poco más allá, y allí fue donde llevaron a la abuela.

La caja en que estaba enterrada se deshizo al levantarla, pero, así y todo, no estaba tan mal después de dos años de coexistir con la húmeda y roja arcilla. Aquella tarde Calvin oyó al predicador espetar sus bellas frases bíblicas contra el cielo oscuro. En algún lugar, muy arriba, un pájaro revoloteaba orgullosamente. «Un águila», se dijo Calvin; pero era completamente distinta del ave cautiva del circo, ya muerta. Ésta se movía libremente por el aire, que era suyo, y, observándola, Calvin se echó a llorar. Se dio cuenta de que, al relegar a la vieja negra a su tumba de pobres, Osborne Justin, fiscal secretario del Ayuntamiento, bromista inveterado y heredero de ciertos cometidos tradicionales, había sido el último en reír. Calvin dejó dinero al predicador para pagar la lápida y volvió a coger el autobús, reintegrándose al circo. A partir de entonces se llamó sencillamente Calvin J. Priest.

Cuando la economía americana se vino abajo[12], Calvin tenía veintidós años. Había visto el país entero, las ciudades gigantescas y las pequeñas villas campesinas, y llegado a la conclusión de que lo amaba apasionadamente. Sabía que era un país que realmente no le pertenecía a él, pero sus mil setecientos dólares sí que le pertenecían, y los tenía muy bien guardaditos en el calcetín marrón.

La Bolsa se derrumbó cuando el circo ambulante comenzaba su gira por el Sur, y a medida que iban a la quiebra empresas y compañías la profundidad de la depresión saltaba a la vista incluso en el hecho de que a cada función acudía menos público, hasta que, en Memphis, Estado de Tennessee, el espectáculo no tuvo más que once espectadores, y fue también a la quiebra.

Calvin se consiguió una habitación en dicha ciudad y pasó el otoño tratando de pensar qué haría. Al principio se limitó a vagabundear. Había sido un verano seco, y él pasaba los días pescando con un tenedor y un saco de arpillera, arte que le había enseñado un gañán de Missouri. Iba al lecho seco del río y abría la corteza de barro agrietado hasta llegar al fondo húmedo y fangoso, donde como joyas cebadas, se refugiaban los bagres hasta la llegada de las lluvias invernales. Los cosechaba como si fueran patatas y volvía a casa con el saco lleno de bagres, ayudaba a su patrona a despellejarlos y limpiarlos y toda la pensión cantaba hosannas a su pericia con la caña y el anzuelo. Por la noche yacía en la cama y leía en los periódicos noticias de hombres blancos que habían sido millonarios y ahora se tiraban por las ventanas de los rascacielos, mientras él se llevaba la mano al bolsillo y acariciaba su dinero, como un hombre se toca el sexo distraídamente, mientras pensaba si le convendría o no ir al Norte.

La patrona tenía una hija alocada llamada Lena, de ojos como charcos blancos en el rostro oscuro y el pelo estirado[13] y la boca caliente; Lena jugaba con su cuerpo, y una noche se acostó con la chica en el cuarto, tratando de hacer el amor sobre el colchón donde tenía escondido el dinero, pero el ruido de alguien que lloraba les distraía.

Calvin preguntó a la chica quién lloraba y ella le dijo que su madre.

Cuando le preguntó por qué, Lena le explicó que el Banco donde su madre tenía el dinero del entierro acababa de quebrar, y ahora la pobre mujer derramaba lágrimas por el funeral que ya no iba a tener.

Cuando se fue la chica, Calvin se puso a pensar en la vieja Sarah y en el dinero del entierro que solía llevar cogido con alfileres a la ropa interior. Se acordó de la miserable tumba de Justin, en Georgia.

A la mañana siguiente fue a dar una vuelta por Memphis. Luego, después de comer, salió de la ciudad y cruzó los suburbios hasta llegar a campo abierto. Después de cinco días de búsqueda se decidió por dos acres de tierra pobre, entre un bosquecillo de pinos y la orilla de un río cubierta de maleza. Le costaron seis billetes de cien dólares y le temblaban las manos al pagar el dinero y recoger el título de propiedad, pero nada hubiera podido detener sus planes, porque lo había pensado muy bien y sabía que era una cosa que tenía que hacer, fuera como fuese.

Le costó otros veintiún dólares con cincuenta centavos aprestar un gran letrero en blanco y negro, que decía:

Sacó el nombre del Libro de Job que había sido el favorito de Sarah.

Brota como una flor y se marchita;

huye como una sombra sin pararse.

Encontró a su patrona en la cocina de la pensión, hirviendo un gran puchero lleno de ropa, con los ojos rojos y lagrimeando entre el vapor de lejía, había una jarra de leche cremosa. Calvin se sentó y bebió tres vasos sin decir nada luego puso una moneda de níquel sobre la mesa para pagarlos y comenzó a hablar. Le habló de los planes que tenía sobre «Sombraflor», las preciosas tumbas, más espaciosas que las de los blancos, los pájaros canoros entre los pinos, e incluso los enormes peces que había en el río, aunque no los había visto, pero daba por supuesto que tendría que haberlos.

—No sigas, muchacho —dijo ella—, mi dinero del entierro ha desaparecido.

—Tiene que tener algo de dinero, tiene usted pupilos.

—Eso no es dinero que pueda gastarse así como así, ni siquiera para mi entierro.

—Bueno, veamos —dijo él, tocando la moneda que había dejado caer sobre la mesa—, tiene usted esto.

—¿Una moneda de níquel? ¿Vas a darme una tumba por una moneda de níquel?

—Le diré —respondió— usted va y me da una moneda de níquel todas y cada una de las semanas de lo que le quede de vida y la tumba es suya.

—Pero, hombre —replicó la mujer—, ¿y si me muero dentro de tres semanas?

—Pues saldría yo perdiendo.

—¿Y si no me muero nunca?

Él sonrió.

—Pues entonces los dos seríamos muy felices, amiga. Pero todo el mundo acaba muriéndose tarde o temprano, ¿no es cierto?

—Pues claro que lo es —respondió ella.

Le vendió tres tumbas, una para cada una de sus hijas.

—¿Tiene amigos que hayan perdido el dinero del entierro con las quiebras de los Bancos?

—Sí que los tengo. ¿Una tumba por una moneda de níquel? Hasta a mí me cuesta creerlo.

—Pues deme sus nombres e iré a verles —dijo Calvin.

Y así fue como comenzó la compañía de seguros «American Eagle».

Spurgeon recordaba el día en que mamá trajo a Calvin a casa. Estaba sentado en el cuarto haciendo los deberes cuando oyó la llave de la cerradura, y se dijo que tendría que ser mamá. Se levantó para ir a saludarla y al abrirse la puerta vio que había también un hombre, no alto, medio calvo, con gafas con montura de plata, ojos oscuros e inquisitivos, que le miraban a la cara, sopesándole, juzgándole, y, evidentemente, aprobándole, porque le sonrió y le cogió la mano, apretándosela con seguridad y firmeza.

—Soy Calvin Priest.

—¿El presidente?

—¿Cómo? Ah, ya —rió él—, sí.

Miró despacio la habitación, observando el techo manchado de humedad, el papel de pared viejo, los muebles rotos y baratos.

—No puedes seguir viviendo aquí —le dijo a su madre.

A su madre, la voz se le atragantó en la garganta.

—No se haga ideas falsas sobre mí, Mr. Priest —murmuró—. Yo no soy más que una chica de color como tantas otras, ni siquiera soy una verdadera secretaria. Yo lo que he sido casi toda mi vida es camarera.

—Eres una señora —dijo él.

Siempre que Roe-Ellen contaba esto, una y otra y otra y otra vez, durante el resto de su vida, aseguraba y requeteaseguraba que lo que había dicho era: «Eres mi dama», como Don Quijote a Dulcinea.

Ni Spurgeon ni Calvin se molestaban en contradecirla.

A la semana siguiente ya les había instalado en el apartamento de Riverdale. Su madre tuvo que haberle contado a Calvin muchas cosas sobre ellos. Cuando llegaron vieron sobre la mesa del comedor una botella de champaña en una cubeta llena de hielo, y al lado un plato con miel.

—¿De modo que por fin triunfamos, mamá? —preguntó Spurgeon.

Roe-Ellen no le supo contestar, pero Calvin le acarició la lanosa cabeza.

—Cruzaste el río, compadre —dijo.

Se casaron una semana después y se fueron a pasar un mes de luna de miel en las Islas Vírgenes. Una mujer gorda y alegre llamada Bessie McCoy se quedó con Spurgeon. Se pasaba el día entero haciendo crucigramas, y guisaba grandes banquetes, y le dejaba en paz cuando le preguntaba palabras extrañas que no sabía.

Cuando los recién casados volvieron, Calvin dedicó varias semanas a la tarea de escoger un buen colegio para él, decidiéndose finalmente por el de Horace Mann, colegio liberal preuniversitario que no estaba lejos del apartamento de Riverdale, y después de los exámenes y trámites iniciales Spurgeon fue admitido, lo que fue para él un gran alivio.

Sus relaciones con Calvin eran buenas, pero una vez le preguntó a su padrastro por qué no hacía más por ayudar a los demás de su raza.

—Pero, Spurgeon, ¿qué quieres que haga? Si coges todo el dinero que tengo y lo repartes entre todos los hermanos de una sola casa de pisos de Harlem, todos ellos acabarán, tarde o temprano, por quedarse como antes. Tienes que darte cuenta de que los hombres son todos iguales. Acuérdate de lo que te digo, muchacho: todos iguales. Sea cual sea el color de su piel, lo único que los divide es que unos son perezosos y haraganes, y otros quieren trabajar.

—No puedes decirlo en serio —dijo Spurgeon, molesto.

—¡Claro que lo digo en serio! Nadie les ayudará si ellos no se ayudan a sí mismos.

—Pero ¿cómo van a ayudarse a sí mismos sin educación ni oportunidades?

—Pues yo acerté, ¿no?

—Sí, pero tú eres una excepción. Para los demás tú eres un monstruo, ¿no te das cuenta?

Con su torponería juvenil había tratado de hacerle un cumplido, pero la amarga desesperación que temblaba en su voz le sonó a Calvin a desprecio. Durante meses, a pesar de los esfuerzos de ambos, se levantó entre ellos un leve muro de cristal. Aquel verano, teniendo Spur ya dieciséis años, se escapó y se puso a trabajar en un barco, diciéndose a sí mismo que lo que él quería era averiguar lo que había sido su padre, el marino muerto, pero en realidad de lo que se trataba era de ponerse a sí mismo a prueba contra la leyenda de la independencia conquistada por su padrastro desde tan temprano. Cuando regresó, en el otoño él y Calvin consiguieron volver a su antigua amistad. El viejo calor seguía allí, y ni uno ni otro osó arriesgarse a perderlo de nuevo reanudando la conversación sobre su raza. Finalmente, la raíz misma de la discusión murió en la mente del muchacho, que llegó a pensar de los habitantes de sitios como la avenida de Rotterdam lo mismo que pensaba de los blancos.

Eran «la gente esa».

Al final, su vida con Calvin llegó a sumirle en confusiones. En Riverdale, negro de piel pero haciendo vida de blanco, Spurgeon no sabía lo que era ni lo que iba a ser de él. Ahora se daba cuenta del orgullo racial que le producía a Calvin su presencia, porque ni los Justin de Justin, en Georgia, habían tenido jamás un médico en la familia. Pero años después de irse de Riverdale, Spur pensaba inmediatamente en la casa de apartamentos con el portero blanco siempre que oía las payasadas de Godfrey Cambridge sobre los negros ricos, que, cuando alguien les dice que hay un negrazo cerca, se vuelven a mirar y dan gritos, llenos de angustia, preguntando: ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?

El pequeño cuarto, bajo el tejado del hospital, era insoportablemente caluroso y estaba muy alejado de la avenida de Amsterdam y del confort climatizado de Riverdale. Se levantó y miró por la ventana; el sexto piso del hospital tenía una repisa. Justo debajo, el tejado del quinto piso salía hasta tres metros. Spurgeon, después de pensarlo un momento, cogió una almohada y una manta y las tiró por la ventana; luego, con la guitarra y las latas de cerveza, saltó por el alféizar.

Fuera, se notaba una leve brisa salina, y Spurgeon se echó a su gusto sobre el tejado, con la almohada contra la pared. A sus pies se extendían las fantásticas luces de la ciudad, y a la derecha comenzaba una zona de gran oscuridad, que era el Océano Atlántico, y allá, a lo lejos, con una luz constante y amarilla, el faro.

Por la ventana abierta del cuarto contiguo oyó a Adam Silverstone abrir la puerta, entrar y luego salir. Oyó el ruido de la moneda en el teléfono del pasillo y luego la voz de Silverstone, que preguntaba a alguien si podía hablar con Gabrielle.

«No estoy escuchando —pensó—. ¿Qué voy a hacerle? ¿Tirarme del tejado?».

—Oiga. ¿Gaby? Adam. Adam Silverstone. ¿Recuerdas? El de Atlanta…

Rió.

—Ya te dije que vendría. Ahora soy residente en el hospital del condado…

—¿Eh? No, nada, ya sabes lo que me cuesta escribir. De verdad, no escribo nunca a nadie…

—También yo. Fue maravilloso. He pensado mucho en ti.

«Parecía muy joven —se dijo Spurgeon—, y sin ese aplomo que tenía como médico».

Bebió un poco de cerveza pensando en la vida que tenía que haber pasado aquel blanco.

«Judío —se dijo—, ese apellido es judío. Probablemente unos padres complacientes: bicicleta nueva, clases de baile, iglesia. Casa colonial. Adam, al cuarto oscuro, no se dicen esas palabras; bueno, tráela para que la conozcamos…».

—Oye, me gustaría verte. ¿Qué te parece mañana por la tarde…?

—Ah —respondió, con voz mate, mientras Spurgeon, escuchando, sonreía comprensivo.

—No. Para entonces tengo que estar aquí. Treinta y seis horas de servicio y luego treinta y seis libres. Así. Y las dos primeras rachas que me toquen libre tendré que pasarlas viendo la forma de agenciarme unos ochavos…

—Bueno, ya nos veremos —dijo él—; yo soy paciente. Te llamaré la semana que viene. Sé buena.

Se oyó el ruido del teléfono al colgarlo Adam y sus pasos lentos que volvían al cuarto.

«Este blanco no sabe manejarse. Por muy residente principal que sea, su primer día en este sitio fue probablemente tan duro como el mío», —pensó Spurgeon.

—Eh —le llamó.

Tuvo que volverle a llamar para que Adam le oyera y se asomara a la ventana.

Adam vio a Robinson sentado en el tejado con las rodillas cruzadas, como un Buda negro, y le sonrió.

—Anda, sal, hay cerveza.

Salió y Spurgeon le tendió una lata. Se sentó a su lado y bebió, suspirando y cerrando los ojos.

—Fue un buen comienzo —dijo Spurgeon.

—Pues sí. Tardaremos lo nuestro en llegar a conocer este sitio. Lo menos que podían haber hecho era organizar un viaje colectivo de inspección.

—He oído decir que cuando muere más gente en los hospitales es en la primera semana de julio, cuando llegan los nuevos internos y residentes. Mucha más gente que en cualquier otra época.

—No me extrañaría en absoluto —dijo Adam.

Bebió otro trago y movió la cabeza.

—Esa Miss Fultz…

—Pues mira que el Silverstone ese…

—¿Qué opinas del residente principal? —preguntó Silverstone, con suavidad.

—A veces me cae bien y a veces no.

De pronto ambos se dieron cuenta de que estaban riendo.

—Me gusta tu manera de tratar a los pacientes —dijo Spurgeon—. Te defiendes estupendamente.

—Llevo mucho tiempo defendiéndome —dijo Silverstone.

—Stratton nos dejó administrarle el arteriograma. No ha vuelto a armar jaleo.

—La chica esa de color, Gertrude Soames, firmó esta tarde el documento de salida del hospital —dijo Adam—. Se está suicidando.

—A lo mejor es que no tiene gana de vivir, amigo —dijo Spur en voz baja.

Quedaban dos latas de cerveza. Le tendió una a Adam y se quedó con la última.

—Un poco caliente estará —se excusó.

—Es buena cerveza. La última vez que probé cerveza era «Bax».

—No la conozco.

—Sabe a agua de jabón y a pies de caballo. Allá, en el Sur, se bebe mucho.

—No hablas como la gente del Sur.

—Soy de Pennsylvania. Pitt, colegio médico de Jefferson. ¿Y tú?

—De Nueva York. ¿Dónde hiciste tú el internado?

—En el General de Filadelfia. La primera parte de la residencia la hice en el Quirúrgico de Atlanta.

—¿En la clínica de Hostvogel? —preguntó Spurgeon, impresionado, aunque no quería impresionarse—. Y ¿viste mucho al gran hombre?

—Yo era el residente de Hostvogel.

Spurgeon silbó sin ruido.

—¿Y qué fue lo que te trajo aquí? ¿El programa de trasplante de riñones?

—No, voy a dedicarme a cirugía general. Eso de los trasplantes no es más que un detalle de conjunto —sonrió—. Ser residente de Hostvogel no es tan gran cosa como parece. Al gran hombre le gusta operar. Sus colaboradores apenas tenían oportunidad de coger el bisturí.

—Santo Dios.

—No es por ruindad. Es que si hay que cortar, insiste en ser él quien lo haga. A lo mejor, por eso es tan gran cirujano.

—¿Es realmente un gran cirujano? ¿Tan bueno como dicen?

—Es estupendo, sí —respondió Silverstone—. Es tan bueno, que nota pulsos que se le escapan a todos los demás por la sencilla razón de que no existen. Y las estadísticas fueron inventadas para su uso exclusivo. Recuerdo una reunión de una sociedad médica en la que Hostvogel declaró que, gracias a una técnica quirúrgica de su invención, sólo tres de cada mil prostatectomías salían mal, y un viejo veterano, que había usado el método en cuestión, se levantó y gruñó: «Sí, y las tres son pacientes míos», sonrió. Tiene gran fama, es pésimo maestro, y, después de pasarme allí el tiempo sin hacer casi otra cosa que mirar, me dije: al diablo, y me vine aquí para aprender cirugía en vez de retórica. Longwood no brilla tanto como Hostvogel, pero es un maestro fantástico.

—Pues a mí me dejó asustado en la Conferencia de Mortalidad.

—Pues no creas que sea cosa de broma. Ese residente chino, Lee, me dijo que la tradición en este hospital se remonta a hace años, cuando el predecesor de Longwood, Paul Harrelman, estaba luchando por el puesto de jefe de servicio contra Kurt Dorland. Era en el comité donde competían, pidiendo justificaciones de técnica. Finalmente, quien se llevó el puesto fue Harrelman, y Dorland fue a Chicago, donde se hizo famoso, como sabes. Pero habían demostrado que el Comité de la Muerte puede ser usado para obligar a la gente a operar como Dios manda —Silverstone movió la cabeza—. No es un grupo de damas de la caridad, créeme, yo no esperaba una cosa así.

Spurgeon se encogió de hombros.

—Tampoco es único. Hasta sin alguien como Longwood que insista en ello, en muchos sitios no son solamente los nuevos los que tienen que ponerse firmes. Los viejos profesionales también se tiran los trastos a la cabeza. —Miró a Silverstone con expresión de curiosidad—. Hablas como si te cogiese de nuevas. ¿No teníais Conferencia de Mortalidad en la tierra de los melocotones, con el viejo Hostvogel?

—Sí, claro. De vez en cuando hacen alguna autopsia por puro trámite, para enseñar. Un sujeto llamado Sam Mayes, el segundo de a bordo de Hostvogel, se sentaba con dos o tres de los médicos, hablaba del hijo de Jerry Winter, que había sido admitido en el colegio médico de Florida, se metía un poco con la gente de Washington que quiere socializar la Medicina y hacia algún comentario sobre el bonito trasero de alguna nueva enfermera. Luego bostezaban y uno decía: «Lástima ese pobre hombre, muerte inevitable, claro, no cabe duda», y todos asentían y se iban a casa y retozaban con sus mujeres.

Estuvieron un momento en silencio.

—Yo creo que es mejor como lo hacen aquí —dijo por fin Spurgeon—; es más incómodo, o, mejor dicho, le pone a uno los pelos de punta, pero por lo menos nos tiene a todos en vilo.

Probablemente es una garantía de que no acabaremos volviéndonos como la gente está empezando a pensar que somos los médicos.

—¿Cómo?

—Ya sabes: gente de «Cadillac», gente gorda, ricachos.

—Al diablo con la gente; que les aspen.

—No es tan fácil.

—¿Qué saben ellos de Medicina? Tengo veintiséis años. Hasta ahora he sido pobre como las ratas. Personalmente, tengo ganas de comprarme el «Cadillac» más largo, más caro, más lujoso que haya en el mercado. Y muchas otras cosas encima, cosas materiales, quiero decir.

Pienso ganar todo el dinero que pueda practicando la cirugía.

Spurgeon le miró.

—Pues si es eso lo que quieres no tienes por qué seguir mucho tiempo de residente. Ya has hecho el internado. Mañana mismo puedes lanzarte al mundo y ganar dinero.

Adam movió la cabeza sonriendo.

—Eso es lo malo. Podría ganar dinero, pero no mucho dinero. Lo que da dinero de verdad es el certificado del hospital. Eso se tarda en conseguirlo. Por eso estoy perdiendo el tiempo. Para mí, el año que viene será la mejor tortura posible, los últimos instantes antes del orgasmo.

Spurgeon no pudo menos de sonreír ante la comparación.

—Pues si te tienes que enfrentar con el Comité de la Muerte unas pocas veces acabarás en un monasterio.

Volvieron a beber. Adam señaló con la lata a la guitarra.

—¿Sabes tocar?

Spur la cogió y rasgueó las cuerdas, tocando el principio de, Ay, me gustaría estar en la tierra del algodón

Adam sonrió.

—Mentiroso.

A varias manzanas de distancia sonó una sirena de ambulancia, más y más fuerte, hasta que casi se cernía sobre ellos.

Cuando comenzó a bajar Spurgeon rió.

—Hoy mismo estuve hablando con un conductor de ambulancia, un estafador simpático llamado Meyerson, Morris Meyerson. «Llámame Maish», dice.

»Bueno, pues, el mes pasado, Meyerson tuvo que salir de madrugada a recoger a aquel sujeto de Dorchester. Parece ser que el paciente sufre de insomnio y una noche no podía dormir. El gotear de un caño en la cocina estaba volviéndole loco, de modo que bajó de la cama y fue a cerrarlo.

Eructó.

—Perdona —dijo—, pues verás ahora lo que pasó.

»Es de esos que duermen sólo con la chaqueta del pijama, sin pantalones, ¿me entiendes? Bueno, pues baja al sótano a por una tuerca o algo así, y en el sótano es donde duerme su gato, un gato macho, grande, ruin. Al volver a la cocina se le olvida cerrar la puerta del sótano, y está bajo la pila, de rodillas, cerrando el agua, sin pantalones, recuerda, y entonces el gato viene sin hacer ruido, ve ese extraño objeto y… la mano negra se levantó, los dedos se volvieron garras y saltaron.

»Bueno, claro está, en esos casos uno da un salto y es lo que hizo este sujeto, y se dio con la cabeza en la pila. Su mujer se despertó a causa del estruendo, bajó corriendo de la cama y al encontrarle en el suelo llamó al hospital. Era poca cosa, y cuando Meyerson y el interno llegaron el hombre ya había recobrado el conocimiento. Estaban sacándole de la casa cuando Meyerson le preguntó qué le había ocurrido, y el otro se lo dijo. Maish se echó a reír de tal manera que soltó la camilla y el tío cayó el suelo y se rompió la cadera. Ahora ha puesto pleito al hospital.

Más que la anécdota, fue lo cansados que estaban lo que les soltó. Rompieron a reír, llorando, y se hubieran tirado al suelo de no haber estado tan cerca del borde del tejado. El regocijo súbito, inesperado, provenía del fondo mismo de sus vientres, como resortes que se sueltan como consecuencia de la tremenda tensión acumulada durante las treinta y seis horas pasadas. Con las mejillas húmedas, Adam dio una patada en el aire y su pie tocó una de las latas vacías, que rodó sobre el alquitrán y desapareció por el borde.

Cayó.

Y cayó.

Y finalmente rebotó contra el cemento del patio.

Aguardaron en silencio y recobraron la respiración al mismo tiempo.

—Lo mejor es que mire a ver —murmuró Adam.

—No, déjame a mí. Camuflaje natural.

Se acercó cuidadosamente y asomó la cabeza por el borde del tejado.

—¿Qué ves?

—Una lata de cerveza, nada más —respondió.

Tenía la mejilla pegada al borde del tejado y la uralita estaba aún caliente del sol diurno.

La cabeza le daba vueltas a causa de la fatiga, el regocijo y la cantidad de cerveza ingerida.

Después de todo, a lo mejor este sitio me va bien, se dijo.

Aquella misma noche, más tarde, se sintió algo menos optimista. Hacia más calor, la oscuridad estaba surcada por relámpagos de calor, pero no por lluvia. Spur yacía desnudo en la cama, echando de menos Manhattan. Cuando en la habitación contigua cesaron los movimientos y se sintió seguro de que Silverstone se había dormido, cogió la guitarra y tocó bajo en la oscuridad, al principio tanteando, pero luego improvisando en serio, la melodía anónima y larga que nunca había oído hasta entonces, pero que le decía lo que sentía en aquel preciso momento: una mezcla de soledad y esperanza. Tocó así durante diez minutos.

—Eh —oyó decir a Silverstone—, ¿cómo se llama eso?

No contestó.

—Oye, Robinson —llamó Silverstone—, tocas estupendamente. Repítelo, ¿quieres?

Siguió inmóvil y silencioso. No podría seguir tocando aunque quisiera. «En este sitio —pensó— no se puede estar solo, pero acústicamente es bueno». De vez en cuando refulgía un relámpago trayendo consigo gruñidos de trueno. Dos veces más se oyeron sirenas de ambulancia. «Fantástico sonido para una composición musical —pensó—. Se podría imitar con cuernos».

Finalmente, sin darse cuenta de ello, fue hundiéndose en el sueño.