17

RAFAEL MEOMARTINO

Meomartino tenía la sensación de que, sutilmente y de maneras que él no comprendía, los átomos de su vida estaban reagrupándose de otra forma, sin que él pudiera hacer nada por controlarlos. Recibió al detective privado en una pizzería situada en un segundo piso, en la plaza de Washington, y hablaron de sus cosas tomando linguini marinara salados con vino que sabía a resina.

Kittredge había visto a Elizabeth Meomartino entrar varias veces en una casa de apartamentos del Memorial Drice, en Cambridge.

—Pero ¿sabe usted si se vio allí con alguien?

—La seguía sólo hasta el edificio —respondió Kittredge—. Seis veces esperé fuera, y la vi entrar. Un par de veces subí en el ascensor con ella, como si viviese en la casa. Es un hermoso edificio. Gente profesional, nivel de vida de burguesía acomodada.

—¿Cuánto tiempo suele quedarse?

—Depende.

—¿Sabe el número del apartamento que visita?

—Todavía no, pero siempre se baja en el cuarto piso.

—Algo es algo —dijo Meomartino.

—No necesariamente —dijo Kittredge, paciente—. Por ejemplo, podía subir a pie al quinto, o bajar a cualquier otro piso de abajo.

—¿Se da cuenta de que la está usted siguiendo?

—No, de eso estoy seguro.

—Bueno, pues supongamos que va efectivamente al cuarto piso —dijo Meomartino, algo asqueado, comenzando a despreciar el profesionalismo del detective—. Después de todo, no es una espía internacional.

—De acuerdo —convino Kittredge—. ¿Quiere que le lea los nombres de la gente que vive en este piso, y así veremos si alguno le suena?

Meomartino esperaba, tenso.

—Harold Gilmartin.

—No.

—Peter D. Cohen, marido y mujer.

—Siga.

—En el apartamento siguiente hay dos chicas solteras, Hilda Conway y Marcia Nieuhaus.

Meomartino movió la cabeza, algo irritado.

—V. Stephen Samourian.

—Pues ya sólo queda uno: Ralph Baker.

—No —dijo él, deprimido por tener que recurrir a tales métodos.

Kittredge se encogió de hombros. Sacó del bolsillo una lista escrita a máquina y se la dio a Meomartino.

—Éstos son los nombres de todos los demás inquilinos del edificio.

Era como leer una página de la guía de teléfonos de una ciudad extraña.

—No —dijo Meomartino.

—Uno de los inquilinos del cuarto piso, Samourian, es doctor.

—Eso da igual; es la primera vez que oigo su nombre. —Hizo una pausa—. ¿Hay alguna posibilidad de que vaya allí a cosas perfectamente normales, como ir al dentista?

—En dos ocasiones, estando usted de servicio en el hospital, volvió a casa aproximadamente a la hora de cenar, y luego de nuevo al edificio del Memorial Drive a pasar el resto de la velada. ¿Quiere informes por escrito? —preguntó Kittredge.

—No, no me atosigue —replicó Meomartino.

A petición del detective, firmó un cheque por 178 dólares.

Cada trazo de la pluma le resultó más duro que el anterior.

Aquella noche, a las once, fue a verle Helen Fultz.

—Doctor Meomartino —dijo la vieja enfermera.

Él vio que estaba pálida y sudorosa, como si hubiera sufrido un ataque o un shock.

—¿Qué pasa, Helen?

—Estoy sangrando mucho.

La hizo echarse y poner las piernas en alto.

—¿La examinaron por Rayos X?

—Sí, he estado yendo a la clínica de aquí —respondió ella.

Mandó a por hematíes y pidió su historial y las placas de Rayos X. Las placas no mostraban úlcera, pero revelaban un ligero aneurisma aórtico, una ligera inflamación en el tronco principal procedente del ventrículo izquierdo. El personal de la clínica había pensado que el aneurisma era demasiado pequeño para ser causa de la hemorragia, que, según ellos, era debida a una úlcera que los Rayos X no podían detectar. La habían sometido a una dieta blanda.

Le examinó el abdomen, sirviéndose del tacto como de la vista, y se dio cuenta de que estaban equivocados.

Quiso consultar a un cirujano veterano. Miró en el tablero y vio que el cirujano externo era Miriam Parkhurst, pero cuando telefoneó le contestaron que había ido al hospital de Monte Auburn, en Cambridge.

Llamó a Lewis Chin, y le dijeron que estaba en Nueva York. El doctor Kender estaba asistiendo a una convención médica sobre trasplantes, en Cleveland, donde esperaba encontrar a su sucesor. No había ningún otro cirujano veterano disponible.

Silverstone estaba en el hospital.

Le mandó llamar y la examinaron juntos. Meomartino guió la mano de Adam hasta dar con el aneurisma.

—¿De qué tamaño diría usted que es?

Silverstone silbó silenciosamente.

—Por lo menos nueve centímetros, diría yo.

Llegó la sangre, y Silverstone preparó una intravenosa, mientras Meomartino trataba de nuevo de dar con Mirian Parkhurst, consiguiéndolo esta vez. La habían sacado de la sala de operaciones, en Monte Auburn, y estaba enojada por haber perdido cuatro minutos, pero se calmó cuando él le dijo lo de Helen Fultz.

—Dios, esa mujer era ya enfermera cuando estaba yo empezando —dijo.

—Bueno, pues lo mejor es que venga lo antes posible —dijo él—. El aneurisma puede fallar en cualquier momento.

—Usted y el doctor Silverstone tendrán que empezar a repararlo solos, doctor Meomartino.

—¿No viene usted?

—Es que no puedo. Tengo aquí mi propio problema. Uno de mis pacientes particulares, con una gran úlcera que sangra, y con el duodeno y el píloro afectados. Iré en cuanto me sea posible.

Le dio las gracias y advirtió a la sala de operaciones que iba con un caso de aneurisma.

Luego, rápidamente, llamaron a un médico y un anestesista.

Helen Fultz sonrió cuando Meomartino se lo dijo.

—¿Usted y el doctor Silverstone?

—Pues podría estar en peores manos —comentó.

Después de preparados, tuvieron que esperar mientras Norman Pomerantz la anestesiaba con angustiosa lentitud.

Pero, por fin, Meomartino pudo comenzar. Practicó una larga incisión, cortando la piel entre el conducto rectal. En cuanto comenzaba a sangrar, sujetaba, mientras Silverstone ligaba.

Exploró cuidadosamente el peritoneo, y una vez en el abdomen vio el aneurisma una gran inflamación, que pulsaba, situada en la parte izquierda de la aorta.

—Aquí está la madre del cordero —murmuró Silverstone.

Estaba enviando sangre al intestino, y de ahí las hemorragias.

—Extraigámoslo —dijo.

Se inclinaron sobre la gran aorta de Helen Fultz, que seguía latiendo.

Miriam Parkhurst llegó a toda prisa a la sala de operaciones cuando ya Silverstone había llevado a Helen a la sala de recuperación. Escuchó a Meomartino, tratando de no mostrar satisfacción.

—Me alegro de que hayamos podido ser útiles a alguien del personal. ¿Usaron suturas de refuerzo?

—Sí —respondió él—. ¿Cómo fue su operación de Monte Auburn?

Ella le sonrió.

—Los dos lo pasamos bien.

—Me alegro.

—Rafe, ¿qué va a ser de Harland Longwood?

—No lo sé.

—Le quiero mucho —dijo ella, fatigada.

Se despidió de él y se fue.

Meomartino siguió allí, escuchando, a través de la puerta abierta, a las enfermeras que estaban limpiando la sala de operaciones.

No había otro sonido.

Cerró los ojos. Estaba sudoroso y maloliente, pero se sentía casi como después de un coito, sereno, contento de sí mismo, justificado, por un acto de amor, para reclamar un lugar en la Tierra. Se le ocurrió que era verdad lo que Liz le había dicho en cierta ocasión: el hospital le retenía más que una amante humana.

«Qué ramera más sucia y más vieja» pensó, divertido.

Cuando volvió a abrir los ojos la idea le inquietó y no la siguió explorando. Se quitó de la cabeza el gorro verde y lo dejó caer al suelo. Había en la mesa un magnetófono. Rafe cogió el micrófono, se retrepó en la silla y puso los pies, aún calzados con las botas de operar, estáticas y negras, sobre la mesa que había junto a la máquina.

Apretando el botón del micrófono se puso a dictar el informe de la operación.

Llovía. Todo el día siguiente, hasta bien entrada la tarde siguió cayendo esa especie de lluvia que los granjeros dé Nueva Inglaterra reciben con júbilo al principio, con temor después y finalmente con rabia, al ver sus brotes inundados y arrancados por el agua. Aquella noche estuvo echado, escuchando la lluvia, mientras ella, envuelta en un batín de seda amarilla, entraba, como una sombra reluciente, en el oscuro cuarto.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enfadado conmigo? —le preguntó.

—No —respondió él.

—Rafe, tengo que cambiar o morir —dijo ella.

—¿Cuándo llegaste a esa conclusión? —preguntó él, sin mala intención.

—No me extraña que me tengas antipatía.

—No te la tengo, Liz.

—Si pudiéramos volver a empezar y evitar nuestros errores…

—Estaría bien, ¿verdad?

Fuera, la lluvia comenzaba a tamborilear con creciente intensidad.

—Me ha vuelto casi a crecer el pelo; quiero decir mi pelo natural.

—Es suave —dijo él, acariciándolo.

—Has sido muy bueno, me has tratado muy bien, y siento todo esto.

—Silencio —dijo él, volviéndose y cogiéndola en sus brazos.

—¿Te acuerdas de aquella primera noche de lluvia?

—Sí.

—Finjamos. ¿Quieres que hagamos como si fuera ahora?

—¿Qué?

—Que eres de nuevo un muchacho y yo una chica joven, y los dos vírgenes.

—Liz…

—Por favor, por favor, hazme creer que ninguno de los dos sabe nada.

Jugaron como niños, y Rafe conoció de nuevo una vaga imitación del descubrimiento y el temor.

—Amoroso —le llamó ella finalmente—, delicioso, mágico, marido[36].

Eran las palabras de amor que él le había enseñado en las primeras semanas de su vida matrimonial.

Después, él rió, y ella se apartó y lloró amargamente. Rafe se levantó, abrió la puerta del balcón y salió a la lluvia. Rompió el tallo de una flor que había en el tiesto, una caléndula, volvió y se la puso a ella en el ombligo.

—Está fría y húmeda —se quejó Liz, pero le dejó y cesó de llorar—. ¿Me perdonas? ¿Volvemos a empezar? —preguntó ella.

—Te quiero —dijo Rafe.

—Pero ¿me perdonas?

—Duérmete.

—Di que sí.

—Sí —dijo él, sintiéndose feliz.

Pensó que al día siguiente llamaría a Kittredge para decirle que ya no necesitaba sus servicios.

Se quedó dormido con la mano de ella en la suya, y cuando despertó era ya la mañana. Durante la noche, ella había dado la vuelta y la flor estaba magullada. En las sábanas había una confusión de pétalos color naranja. Estaba completamente dormida, con los brazos abiertos, el pelo negro y revuelto, y el rostro sereno, lavado en la sangre del Cordero.

Se levantó y se vistió sin despertarla; salió del apartamento y fue al hospital, sintiéndose un hombre nuevo en un día nuevo.

Al mediodía telefoneó, pero no obtuvo respuesta. Por la tarde estuvo muy ocupado. El doctor Kender había vuelto, trayendo consigo de Cleveland a dos profesores llamados Powers y Rogerson. Fueron todos juntos a hacer visitas, lo que resultó largo y protocolario.

A las seis volvió a telefonear. En vista de que tampoco le contestaban, pidió a Lee que le sustituyera y fue en coche al apartamento de la calle de Charles.

—Liz —llamó al entrar.

No había nadie en la cocina, ni tampoco en el cuarto de estar. También el despacho estaba desierto. En la alcoba, vio que algunos de los cajones estaban abiertos y vacíos. Sus vestidos habían desaparecido de los armarios.

Y sus joyas.

Sombreros, abrigos, maletas.

—Miguel —llamó, en voz baja, pero su hijo no le contestó.

Evidentemente, se había ido con su madre, dondequiera que fuese, y sus cosas.

Bajó y fue en coche al apartamento de Longwood. Le abrió la puerta una desconocida, una mujer de pelo gris.

—Le presento a Mrs. Snyder, vieja amiga mía —dijo Longwood—. Marjorie, el doctor Meomartino.

—Elizabeth se ha ido —dijo Rafe.

—Ya lo sabía —dijo Longwood, sin alterarse.

—¿Sabe dónde está?

—Se ha ido con otro hombre. Eso es lo único que me dijo. Se despidió de mí esta mañana y me dijo que me escribiría.

Longwood miró a Meomartino con odio.

Rafe movió la cabeza. No había más que decir. Iba a irse ya cuando Mrs. Snyder fue hacia él, en el vestíbulo.

—Su mujer me telefoneó antes de irse —dijo.

—¿Sí?

—Por eso vine aquí. Me dijo que Harland tenía que ir al hospital hoy para un tratamiento con una especie de máquina.

Él asintió, mirando el rostro viejo y preocupado, sin comprender realmente lo que estaba diciéndole.

—Bueno, pues no quiere ir —dijo ella.

«Y a mí qué me importa todo eso», pensó Rafe, con irritación.

—Se niega terminantemente —prosiguió ella—. Me parece que está muy enfermo. A veces me confunde a mí con Frances. —Le miró—. ¿Qué hago?

«Déjele que se muera de una vez», pensó. ¿O es que no sabía que su mujer le había dejado y que su hijo había desaparecido?

—Llame al doctor Kender, al hospital —dijo.

Se fue, dejándola allí, en el vestíbulo, con los ojos abiertos de par en par.

A la mañana siguiente le llamaron desde el interior del hospital, y cuando respondió le dijeron que un tal Samourian estaba abajo, en la recepción, y preguntaba por él.

—¿Quién?

—Mr. Samourian.

Ahí, pensó, recordando la lista de Kittredge de inquilinos del cuarto piso.

—En seguida bajo.

Mr Samourian resultó decepcionante. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, con ojos inquietos de perro de aguas, calvo y con un bigote moteado de pelos grises; era increíble que un hombre así, rechoncho y chaparro, hubiera podido destruir su hogar.

—¿Mr. Samourian?

—Sí. ¿El doctor Meomartino?

Se dieron la mano protocolariamente. Eran ya más de las diez y tanto la cafetería como «Maxie’s» estaban demasiado llenos para poder hablar con tranquilidad.

—Podemos hablar aquí —dijo Rafe, señalando uno de los cuartos de consulta.

—He venido para hablar con usted sobre Elizabeth —dijo Samourian, cuando se hubieron sentado.

—Ya lo sé —dijo Rafe—. Les tuve vigilados por un detective durante bastante tiempo.

El otro asintió, mirándole fijamente.

—Ya.

—¿Cuáles son sus planes?

—Está con el niño en la costa occidental. Yo voy a reunirme allí con ellos.

—Me dijeron que es usted doctor —dijo Rafe.

Samourian sonrió.

—Doctor en Filosofía. Enseño economía en el MIT, pero en septiembre me paso a la Universidad de Stanford —dijo—. Ella quiere pedir el divorcio inmediatamente y esperamos que usted no se oponga.

—Quiero a mi hijo —dijo Rafe.

Sintió como si algo se le agolpase en la garganta. Nunca hasta entonces había comprendido lo mucho que le quería.

—También ella le quiere. En general, los jueces suelen pensar que es mejor que los hijos sigan con sus madres.

—Quizás esta vez no ocurra así. Si trata de quitármelo me opondré y pediré también el divorcio por mi cuenta. Tengo suficientes pruebas. Informes escritos —dijo, pensando, sobriamente, que el único que iba a salir ganando de todo aquello era Kittredge.

—Debiéramos tener en cuenta ante todo lo más conveniente para el niño.

—Llevo mucho tiempo teniéndolo en cuenta —dijo Rafe—. He tratado de impedir el divorcio precisamente para que él tuviera un hogar.

Samourian suspiró.

—Lo que a mí me interesa es facilitarle esto a ella lo más posible. Está muy nerviosa. No podrá aguantarlo si las cosas se complican. La enfermedad de su tío la ha afectado enormemente, como sin duda ya sabe usted. Le quiere mucho.

—Pues entonces la verdad es que escogió buen momento para irse —dijo Rafe.

El otro se encogió de hombros.

—Cada uno expresa su amor a su manera. No podía seguir aquí, viéndole sufrir. —Miró a Meomartino—. Tengo entendido que apenas hay esperanza.

—No.

—Cuando muera, me temo que va a ser muy difícil impedir que pierda el equilibrio mental.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo Rafe, mirándole con interés—. No sabía que la conociese tan bien.

Samourian sonrió.

—Conozco a Beth —dijo, en voz baja.

—¿Beth?

—Es como yo la llamo. A cambio de vida, cambio de nombre.

Rafe asintió.

—En todo esto sólo hay un fallo —dijo—. Tiene en su poder al niño, y es mío.

—Sí —dijo Samourian—, esto probablemente llevará tiempo, porque abogados y jueces trabajan despacio. Le doy mi palabra de honor que hasta que se decida todo esto Miguel vivirá en una casa decente. En cuanto tengamos dirección fija en Palo Alto le escribiré dándosela.

—Gracias —dijo Rafe, encontrando imposible odiarle—. ¿De qué es inicial la «V»? —le preguntó, levantándose.

—¿La «V»?

—Sí, en su nombre V. Stephen.

—Ah —Samourian sonrió—. Vasken. Es un viejo nombre de familia.

Salieron juntos. En la acera, el sol les asestó golpes gemelos y se dieron la mano, parpadeando.

—Buena suerte, Vasken —dijo Rafe—. Cuidado con los jardineros mexicanos, sobre todo los jóvenes.

Samourian le miró como si estuviera loco.

Aquella tarde, hallándose presentes los profesores de Cleveland, se celebró una reunión sobre las complicaciones quirúrgicas de la semana. Rafe apenas escuchaba el vaivén de las voces. Estaba sentado, pensando en muchas cosas, pero no tardó en darse cuenta de que ahora hablaban del caso Longwood.

—Me temo que esto es el fin —decía Kender—. La máquina puede seguir manteniéndole a flote, pero él se niega a seguir usándola, y esta vez no hay manera de hacerle cambiar de opinión. Prefiere la uremia y después la muerte.

—Eso no se puede permitir —dijo Miriam Parkhurst.

Sack gruñó.

—Sería otra cosa, Miriam, si tuviéramos alguna alternativa —dijo—, pero por desgracia no la tenemos. Podemos ofrecer al paciente diálisis, pero lo que no podemos es obligarle a que la acepte.

—Harland Longwood no es un paciente cualquiera —dijo ella.

—Es un paciente —dijo Sack, a quien molestaban las actitudes emotivas—. Hay que considerarle única y exclusivamente como paciente. Es la mejor manera de ayudarle.

La doctora Parkhurst evitaba la mirada de Sack.

—Aun cuando olvidemos todo lo que Harland ha hecho por todos y cada uno de nosotros y por la cirugía, hay una razón importante para no permitir que se haga esto a sí mismo. Algunos de nosotros hemos leído el manuscrito de un libro que está escribiendo. Es una verdadera aportación, el tipo de libro de texto que influirá, de manera importantísima, en generaciones enteras de jóvenes cirujanos.

—Doctora Parkhurst —dijo Kender.

—Quiero decir que si permitimos que este hombre muera resultarán perjudicadas vidas de gente que no está en este cuarto.

«Tenía razón», recordó Meomartino.

Miriam miró a los dos profesores visitantes de Cleveland.

—Ustedes son urólogos —dijo—. ¿Se les ocurre alguna solución?

El llamado Rogerson se inclinó hacia delante.

—Ante todo, hay que esperar a tener un cadáver adecuado con sangre B negativa.

—Pero es que no podemos —dijo ella, con desdén—. ¿No han estado escuchando?

—Miriam —dijo el doctor Kender—, tenemos que aceptar la situación tal y como es. No podemos conseguir un cadáver B negativo, y sin un cadáver B negativo no podremos salvar a Harland Longwood.

—Yo soy B negativo —dijo Meomartino.

«Lo discutieron demasiado tiempo», pensó él, sobre todo por lo que se refería a la influencia que pudiera tener en la duración de su vida.

—Tengo riñones de caballo —dijo Rafe—. Uno me durará tanto como dos.

Kender y Miriam Parkhurst hablaron con él en privado, dándole repetidas oportunidades de retirar honorablemente su ofrecimiento.

—¿Está seguro? —le preguntó Kender por tercera vez—. Lo normal es que el donante sea pariente.

—Es mi tío político —dijo Meomartino.

Kender dio un resoplido, pero Rafe sonrió. Ya habían hablado bastante y era evidente que se les habían acabado los argumentos. Tenían la conciencia tranquila y ahora aceptarían el riñón encantados.

Kender confirmó esto.

—Un donante, aunque no sea pariente, siempre es mucho mejor que un cadáver —dijo—. Tendremos que hacer ciertas pruebas con los dos. —Miró a Rafe—. La operación no debe preocuparle, todavía no se ha muerto un solo donante vivo.

—No me preocupa eso —dijo Rafe—, pero existe una condición: que no sepa de quién es el riñón.

La pobre Miriam le miró perpleja.

—No lo aceptaría, él y yo no nos llevamos bien.

—Le diré que el donante insiste en el anonimato —sugirió Kender.

—¿Y si ni aun así lo acepta? —preguntó Miriam.

—Repita entonces su discurso sobre la obra genial que será su libro cuando lo termine —dijo Meomartino—. Ya verá cómo entonces lo acepta.

—Esta vez usaremos suero antilinfocítico —dijo Kender—. Adam Silverstone ha calculado las dosis.

El único obstáculo posible fue resuelto cuando se compararon muestras de tejido de su cuerpo y el del viejo comprobándose que estaban dentro del margen de compatibilidad. En un tiempo que a él le pareció aterradoramente corto, Meomartino se vio en la sala de operaciones numero 3 diciéndose que era una cosa extraña que él estuviera allí así a pesar de ]a anestesia que Norman Pomerantz le había aplicado, amistosamente y sin dolor, en la nalga.

—Rafe —dijo Pomerantz, como vertiéndole las palabras en la oreja—. ¿Rafe?, ¿me oyes, amigo?

Claro que te oigo trató de decir.

Veía a Kender, que se acercaba a la mesa, y a Silverstone.

«Corta bien, enemigo», pensó.

Contento, por una vez, de dejar a los otros la operación, cerró los ojos y se durmió.

La convalecencia fue lenta e irreal.

La ausencia de Liz se hizo más y más notoria, y ahora la gente parecía dar por supuesto que su matrimonio había terminado.

Tuvo muchos visitantes, que fueron haciéndose menos numerosos a medida que la cosa iba perdiendo novedad. Miriam Parkhurst le dio un breve beso y un cesto de fruta que era demasiado grande. Con el paso de los días, los plátanos se iban ennegreciendo, los melocotones y las naranjas criaban un moho blanco y olían de tal manera que acabó tirándolo todo menos las manzanas.

Su riñón estaba funcionando perfectamente en el cuerpo del viejo.

Él no hizo ninguna pregunta a ese respecto, pero era debidamente informado del desarrollo de la operación.

La televisión le servía de refugio temporal. Un día, estaba hojeando la TV Guide cuando entró en su cuarto Joan Anderson con agua helada.

—El partido de hoy, ¿es en la televisión o en la radio? —preguntó.

—En la televisión. ¿Oyó lo de Adam Silverstone?

—¿Qué es?

—Le dieron el puesto de la Facultad.

—No, no lo sabía.

—Profesor de Cirugía.

—Vaya, me alegro. ¿Por qué canal dan el partido?

—El quinto.

—¿Me lo quiere poner? Vaya, buena chica —dijo.

Pasó mucho tiempo echado y pensando. Una tarde, vio un anuncio en el Massachusetts Physician y lo leyó varias veces con creciente interés, mientras la idea iba cobrando forma en su mente.

El día que le dieron de alta del hospital cogió un taxi y fue al Edificio Federal, donde tuvo una grata conversación con un representante de la Agencia Norteamericana de Desarrollo Internacional, al término de la cual firmó los documentos necesarios para ser cirujano civil durante dieciocho meses.

De vuelta al vacío apartamento, se detuvo en una joyería y compró una caja de terciopelo rojo bastante parecida a la que, siendo él niño, usaba su padre para guardar el reloj. Al llegar a casa se sentó en el silencioso despacho, cogió papel y pluma y comenzó varios borradores, poniendo Mi querido Miguel, y luego cambiándolo por Mi querido hijo, y decidiéndose finalmente por un término medio.

Mi querido hijo Miguel:

Quiero empezar dándote las gracias por haberme dado más felicidad que ninguna otra persona en este mundo. En el corto tiempo de tu vida me has demostrado que posees todas las mejores cualidades de mi familia y ninguna de sus torpes debilidades que, por desgracia, descubrirás tú por ti mismo en el mundo, y en nosotros, sus habitantes, también. Si en el futuro, cuando seas lo bastante mayor para comprender esta carta, te la dan a leer, será porque no habré vuelto del viaje que ahora voy a emprender. Porque, si vuelvo, moveré todos los recursos legales del mundo para conseguir que me devuelvan a mi hijo, y, si esto resultase imposible, veré la forma de visitarte periódicamente y con frecuencia.

Es posible, sin embargo, que leas estas líneas. Por lo tanto, me gustaría convertirlas en código de conducta, en la esencia misma de lo que un padre da a su hijo en el transcurso de su vida, o, por lo menos, en prudencia quintaesenciada que le alivie el precioso dolor de la vida. Por desgracia, esto no me es posible.

Lo único que te aconsejo es que trates de vivir de modo que causes el menor daño posible a los demás. Trata de hacer o de reparar, antes de morir, alguna cosa que, sin tu paso por la tierra, no hubiera podido existir.

Por lo que a mí se refiere, he aprendido que cuando se tiene miedo lo mejor es enfrentarse con lo que le asusta a uno y avanzar hacia ello con resolución. Me doy cuenta de que a un hombre desarmado que se ve las caras con un tigre hambriento este consejo puede parecerle bastante dudoso. Voy a Vietnam a enfrentarme con el tigre y a descubrir si poseo o no armas morales como ser humano y como hombre.

El reloj que te mando con esta carta ha sido pasado de mano en mano a lo largo de muchas generaciones, siempre al hijo mayor. Te ruego, por tanto, que, por intermedio tuyo, continué pasando de mano en mano muchas veces. Saca brillo a los ángeles de vez en cuando y echa un poco de aceite en el mecanismo. Sé bueno con tu madre, que te quiere mucho y necesitará tu cariño y tu apoyo. Recuerda de qué familia procedes y que tuviste un padre que sabía las cosas buenas que vas a hacer.

Con todo mi cariño,

RAFAEL MEOMARTINO.

Envolvió cuidadosamente el reloj, llenando primero la caja con papel del Christian Science Monitor, para protegerlo contra los golpes. Luego escribió una nota breve a Samourian, explicándole el envío.

Cuando hubo terminado estuvo un rato sentado en el cuarto, fresco y grato, pensando en subarrendar el apartamento, pensando en depositar los muebles en un almacén. Pocos minutos después fue al teléfono y llamó a Ted Bergstrom, en Lexington, preguntando por un número de teléfono en Los ángeles, que el otro le dio, aunque con cierta frialdad. Pidió inmediatamente la conferencia pero no había contado con la diferencia de tres horas que hay entre Boston y Los Ángeles.

Hasta las diez de la noche no sonó el teléfono y le contestaron.

—¿Peg? —dijo—. Aquí, Rafe Meomartino. ¿Cómo estás…? Bien. Estoy bien, estupendo. Me he divorciado, o me divorciaré de un momento a otro… Sí, bien… Mira, tengo que pasar por California dentro de un par de semanas, y me gustaría muchísimo verte…

¿Sí? ¡Estupendo! Oye, ¿te acuerdas que una vez me dijiste que tú y yo no teníamos nada en común? Bueno, pues no sabes la gracia que te va a hacer cuando te diga…