16

SPURGEON ROBINSON

Era negro y estaba encorvado, llorando, nada de lo cual era cosa infrecuente en el hospital, pero Spurgeon se detuvo junto al banco.

—¿Está usted bien, amigo?

—Le mataron.

—Lo siento —dijo, con suavidad, preguntándose si se referiría a un hijo o a un hermano, si sería accidente u homicidio.

Al principio no entendió el nombre.

—Le cerraron la boca para siempre. Nuestro jefe, el rey.

—¿Martin Luther King? —preguntó Spurgeon, en voz baja.

—Los blancos. Con el tiempo, acabarán con todos nosotros.

El viejo negro siguió agitándose y llorando. Spurgeon le censuró mentalmente por haber inventado tan monstruosa falsedad.

Pero era verdad. Las radios y los televisores no tardaron en difundirlo por todo el hospital.

Spurgeon quiso sentarse también en el banco y llorar.

—Dios mío, lo siento de verdad —le dijo Adam.

Otros le dijeron cosas parecidas. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que la gente le daba el pésame igual que él se lo había dado al viejo negro, pensando que era una pérdida que, en cualquier caso, les dejaría a ellos más o menos igual que antes. No sintió verdadera rabia por esto hasta más tarde.

Sin embargo, no había tiempo para permitirse el lujo de experimentar el shock. El doctor Kender llamó a todo el personal libre. En el Hospital General del condado de Suffolk sólo había habido conflictos raciales en una ocasión, el año anterior, y entonces la situación les había cogido desprevenidos. Ahora, las salas del hospital quedaban guarnecidas con un mínimo de personal permanente, y las salas de operaciones estaban listas para funcionar.

Cada ambulancia fue equipada con camillas y medicamentos suplementarios.

—Que haya un médico extra en cada vehículo —dijo el doctor Kender—. Si estalla la revolución, no quiero que vuelvan ustedes con un solo paciente si hay dos o incluso tres. —Se volvió a Meomartino y a Adam Silverstone—. Uno de ustedes se queda aquí, en la clínica de urgencia. El otro puede ir con las ambulancias.

—¿Qué prefiere usted? —preguntó Meomartino a Adam.

Silverstone se encogió de hombros y movió la cabeza, mientras Moylan llegaba con noticias de tiroteos desde tejados, localizados por la radio de la Policía.

—Me quedo en la clínica de urgencia —respondió Meomartino, Adam dispuso las tripulaciones de las ambulancias y se asignó a sí mismo con Spurgeon, la de Meyerson. El primer incidente fue decepcionante: una colisión de tres coches en la carretera; dos heridos, ninguno grave.

—Han escogido ustedes un pésimo momento para hacer esto —dijo Meyerson a uno de los conductores cuando volvían en la ambulancia.

De vuelta al hospital, comprobaron que seguía reinando el orden. Las noticias de tiroteos habían resultado falsas. La Fuerza Táctica de la Policía seguía siendo movilizada, pero no ocurrió nada.

La vez siguiente que salieron fue a Charleston, a por una chica que había pisado una botella rota.

Pero el tercer aviso procedía de Roxbury, donde había habido tiros en un bar.

—Yo no voy —dijo Meyerson.

—¿Por qué?

—Lo que gano no lo justifica. Que se maten, si quieren.

—Venga, muévete —apremió Spurgeon.

—Allá tú —dijo Adam, sin alzar la voz—; si no conduces esta noche te echan de aquí, de eso me encargo yo.

Meyerson les miró.

Boy scouts… —dijo.

Se levantó y salió despacio de la clínica. Spurgeon se dijo que a lo mejor se iba a casa, pero abrió la portezuela de la ambulancia y se puso al volante.

Spurgeon dejó que Adam se sentara en medio.

Algunos de los escaparates de las tiendas de la Blue Hill Avenue estaban entablados. Los que seguían iluminados habían sido defendidos con letreros pintados a toda prisa en el cristal: HERMANO DEL ALMA, PROPIEDAD DE NEGRO. EL PROPIETARIO ES UN HERMANO. Pasaron ante una tienda de bebidas que ya había sido saqueada hasta no dejar casi una botella, una carroña mondada por hormigas, niños que salían de los escaparates sin cristales con botellas en las manos.

A Spurgeon se le encogió el corazón al verlos. «¿Es que no sabéis lo que es estar de luto?», les preguntó, sin hablar.

No lejos de Grove Hall tropezaron con la primera muchedumbre; eran tantos que se extendían, cortando la calle, hasta la manzana siguiente, como ganado, grupos que corrían de un lado a otro de la calle, empujando. El ruido que salía de las ventanas abiertas era carnavalesco; se oían insultos y risas brutales.

—Por aquí no pasamos —dijo Meyerson, haciendo sonar el claxon.

—Lo mejor será que salgamos de la avenida y demos la vuelta —propuso Adam.

Detrás de ellos, la calle ya estaba cerrada por la gente.

—¿Qué solución se os ocurre? —preguntó Meyerson.

—Ninguna.

Boy scouts

A la luz de la farola, algunos hombres y muchachos comenzaron a volcar un coche aparcado, negro, de cuatro puertas. Era un modelo pesado, «Buick», pero en poco tiempo lo levantaron como un juguete, dos ruedas al aire a cada empujón, volviendo luego a caer ruidosamente, hasta que, por fin, dio la vuelta entre vítores y todo el mundo quiso escapar de allí a tiempo.

Meyerson hizo sonar la sirena con el pie.

—¡El hombre! —gritó alguien.

Otras voces repitieron esto, e inmediatamente se vieron convertidos en una isla en un mar de gente. Comenzaron a oírse golpes contra los lados metálicos de la ambulancia.

Meyerson cerró la ventanilla.

—Nos van a matar.

Poco después la ambulancia comenzaba a tambalearse.

Spurgeon soltó la portezuela y empujó con el hombro, tirando a alguien al aire. Se apeó del vehículo, luego subió a la capota y estuvo allí en pie, protegiendo a los otros dos con su cuerpo.

—Soy un hermano —gritó a los rostros extraños.

—¿Y ésos que son? ¿Primos? —gritó alguien, entre risotadas.

—Somos médicos, que vamos a por un hombre herido. Necesita nuestra ayuda y nos estáis impidiendo ir.

—¿Es un hermano?

—¡Claro que lo es!

—¡Dejadle pasar!

—¡Que pasen!

—¡Médicos que van a salvar a un hermano!

Se iban pasando la voz.

Spurgeon siguió en la capota: nueve años de educación superior para acabar siendo un ornamento. Dentro, Meyerson le enfocó la luz. Muy despacio, la ambulancia fue avanzando, y la gente se apartaba ante ellos, como si Spurgeon fuera Moisés y ellos el agua.

Pronto salieron de allí.

Meyerson dejó pasar hasta media docena de manzanas antes de parar la ambulancia y decir a Spurgeon que subiera.

Encontraron el bar. El herido yacía cara al suelo y tenía los pantalones empapados en sangre oscura. No había indicios de quién pudiera ser el que le disparó, ni tampoco se veían armas. Los que había allí aseguraron no saber nada.

Spurgeon cortó los pantalones y los calzoncillos ensangrentados.

—La bala atravesó limpiamente el glúteo mayor —dijo un momento después.

—¿Seguro que no está aún allí? —preguntó Adam.

Tocó la herida con la punta del dedo y asintió, mientras el herido gemía.

Pusieron al herido en la camilla, cara abajo.

—¿Es grave? —gimió.

—No —respondió Spurgeon.

—Un tiro en el trasero —dijo Meyerson, gruñendo al levantar la camilla.

En la ambulancia, Adam administró oxígeno al paciente, y Spurgeon se sentó al lado de Meyerson. Maish no hizo funcionar la sirena. Unos minutos después de iniciar el regreso, Spurgeon se dio cuenta de que estaban acercándose a territorio fronterizo, en Dorchester Norte, vecindario inquieto donde la población negra se extendía ya a zonas hasta entonces blancas.

—Vas por la ruta más larga —dijo a Meyerson.

—Es la más corta para salir de Roxbury —dijo Meyerson. Hizo girar el volante y la ambulancia dio la vuelta a una esquina y paró en seco al poner Meyerson el pie en el freno—. ¿Qué diablos pasa? —preguntó.

Un coche aparcado, con la portezuela abierta, bloqueaba la estrecha calle. Al otro extremo la taponaban dos muchachos que tendrían quince o dieciséis años, uno negro y otro blanco, que en pie, de puntillas, estaban pegándose.

Meyerson hizo sonar el claxon y luego la sirena. Ajenos a todo lo que no fuese el enemigo, los chicos seguían zurrándose. No lo hacían con arte; simplemente, se atizaban con toda la fuerza que tenían. No se sabía cuánto tiempo habría durado la lucha. El blanco tenía el ojo izquierdo cerrado. El negro sangraba por la nariz y gemía nerviosamente.

Meyerson suspiró.

—Tendremos que separarlos, o mover el coche —dijo.

Los tres se apearon de la ambulancia.

—Tened cuidado —advirtió Meyerson.

—Separémosles —dijo Adam, al tiempo que los dos se agarraban uno a otro y forcejeaban.

Resultó facilísimo. No ofrecieron más que la resistencia mínima compatible con su amor propio. Evidentemente, los dos se alegraban de que hubiese terminado la pelea.

Había cogido al blanco, sujetándole ambos brazos a la espalda.

—¿Ése es tu coche? —le preguntó.

Él denegó con la cabeza.

—Es suyo —dijo, señalando al otro combatiente.

Spurgeon se dio cuenta entonces de que Adam tenía cogido al chico negro por los brazos, mientras las largas y pálidas manos de Meyerson aferraban el pelo negro y ensortijado, como el de Dorothy, echándole la cabeza hacia atrás.

—Eso no es necesario —dijo, con aspereza.

El chico blanco gimió. Mirando hacia abajo, Spurgeon vio sus propios dedos negros hincados en la carne pecosa. Asombrado, abrió la mano y el chico, como un animal puesto en libertad, dio unos pasos, erguido, con fingida indiferencia El negro, con aire retador, puso en marcha el motor, mientras ellos se subían a la ambulancia.

Spurgeon se sintió de nuevo como el viejo negro que lloraba en el banco.

—Tomamos partido —le dijo a Adam.

—¿Cómo dices?

—La impaciencia que sentía yo por comer al matón blanco, y vosotros dos, valientes, os echasteis sobre el de color.

—No seas tan paranoico, por Dios bendito —cortó Adam.

De regreso al hospital, el herido gemía de vez en cuando, pero ninguno de los que iban en la ambulancia volvió a decir una palabra.

En la clínica de urgencia había tres policías que habían sido apedreados, pero, aparte de esto, no se notaba signo alguno de catástrofe inminente. La ambulancia tuvo que volver a Roxbury a recoger a un carpintero que se había cortado la mano con una sierra automática cortando tablas con que proteger su carpintería. Luego tuvieron que ir a por un individuo que había sufrido trombosis coronaria a la salida de la Estación del Norte. A las nueve y veintidós minutos salieron de nuevo, en busca de alguien que se había caído de una escalerilla pintando el techo de su apartamento.

La llamada siguiente fue a un complejo de edificios de pisos en construcción, en la parte sur. Esperándoles cerca de una gran piscina llena de agua, había un muchacho que tendría más o menos la misma edad que los luchadores callejeros, pero muy delgado y con una sucia chaqueta estilo hindú.

—Por aquí, caballeros —dijo, moviéndose en la oscuridad—. Les llevaré a donde está. Realmente, parece encontrarse muy mal.

—¿Llevamos la camilla? —preguntó Spurgeon.

—¡Eh! —gritó Adam al chico—. ¿Qué piso es?

—El cuarto.

—¿Hay ascensor?

—No funciona.

—¡Diablos! —exclamó Meyerson.

—Quédate aquí —le dijo Silverstone, cogiendo su maletín—. Es demasiado lejos para llevar la camilla, si no nos va a hacer falta. El doctor Robinson y yo vamos a echar una ojeada. Si necesitamos la camilla viene uno de nosotros a ayudarte a llevarla.

El complejo en construcción consistía en una serie de estructuras de cemento en forma de cajas. El edificio numero 11 se levantaba junto a la piscina; era nuevo y ya parecía viejo.

Las paredes de la entrada estaban cubiertas de frases y dibujos a tiza anatómicamente improbables. A causa de la oscuridad reinante no se veía el descansillo superior, y las bombillas habían sido robadas o rotas. En el segundo piso, la oscuridad estaba empapada de olor a basura y a cosas peores.

Spurgeon oyó a Adam respirar y contener en seguida el aliento.

—¿Qué apartamento es? —preguntó.

—Síganme.

Alguien, arriba, estaba tocando algo salvaje, como caballos desbocados al ritmo de un jazz borracho. Se volvía más y más alto a medida que iban subiendo. En el cuarto piso, el muchacho fue por el corredor hasta llegar a la puerta de donde salía la música. Apartamento «D». Llamó y alguien de inmediatamente apagó el gramófono.

—Abre, soy yo.

—¿Vienen contigo?

—Sí, dos médicos.

Le abrió la puerta y el chico de la chaqueta hindú entró, y Adam con él. Spurgeon le siguió justo al oír la advertencia de Adam:

—¡CORR!, ¡SPUR!, ¡SAL…!

Pero ya estaba dentro y la puerta se había cerrado de golpe a sus espaldas. Había una sola luz. En el charco luminoso vio a cuatro hombres: no, cinco, se dijo, al ver a otro que salía de la oscuridad hacia su campo visual, tres blancos y dos negros, sin contar al muchacho.

Reconoció sólo a uno de ellos, un hombre delgado y de tez marrón, con el pelo como un zulú y un bigotito fino como un lápiz, que tenía en la mano un cuchillo de cocina afilado hasta quedar reducido a una hoja delgadísima.

—Hola, Speed —dijo.

Nightingale le sonrió.

—Entra, doctor —dijo.

En el centro del cuarto se enfrentaron con ellos.

Varias manos le sujetaron a él los brazos y se sintió dominado por una sensación familiar. Mientras los negros se le acercaban, el mundo parecía girar en torno suyo y se vio de nuevo a los catorce años, tirando al suelo a un borracho en la Calle 171 Oeste, con sus amigos Tommy White y Fats McKenna, situándose él detrás de la víctima. Él que iba a hacer ahora el papel que entonces desempeñó Fats McKenna era un experto en estas lides, pensó, mientras el poderoso puño chocaba contra su estómago, cortándole la respiración.

Algo le golpeó en un lado de la cabeza, y apenas sintió el resto. Vio, como en sueños, al hombre que él seria ahora, de no haber sido por la gracia de Dios y por Calvin, arrodillado, registrando el maletín y tirando finalmente su contenido al suelo.

—¿Lo tienes, chico? —preguntó una voz.

Spurgeon no llegó a oír si Speed Nightingale lo tenía o no.

Alguien volvió a poner el disco en el gramófono y los caballos desbocados lo atronaron de nuevo todo en torno a él.

—No sabía que ibas a ser tú, melenudo. No hay por qué perder el tiempo. Lo único que quiero es el maletín de amigo.

—¡Qué estupidez! —exclamó Spurgeon—. Una persona que toca el piano tan bien como tú…

Speed se encogió de hombros, pero sonrió, halagado.

—Tenemos un par de colegas en muy mal estado. Necesitamos algo rápidamente. Y, a propósito, tampoco a mí me vendría mal, llevo mucho tiempo sin probarlo.

—Dale el maletín, Adam —dijo Spurgeon.

Pero Adam fue hacia la ventana.

—No hagas tonterías —dijo Spurgeon—, dales el dichoso maletín. —Vio, atemorizado, que Adam estaba mirando a la piscina—. No te arriesgues —dijo—, es demasiado.

Alguien rió.

—Anímate —dijo una voz, en la oscuridad.

—Esa piscina es para patos, amigo —dijo el muchacho.

Speed fue hacia Adam y le quitó el maletín de las manos.

—¿Habéis terminado de perder el tiempo? —dijo, en tono benévolo.

Dio el maletín a Spurgeon.

—Tú nos lo encuentras, doctor.

Lo abrió, encontró un botellín de ipecacuana y lo sacó.

Nightingale lo abrió, metió la punta de la lengua en el botellín y escupió.

—¿Qué es? —preguntó alguien.

—Algo para hacernos vomitar, me figuro.

Miró a Spurgeon, esta vez sin sonreír y se le acercó.

Adam ya estaba pegando, al azar.

Spurgeon trató de asestar un puñetazo, pero se daba peor.

Por dos veces recobró el conocimiento.

La primera vez que abrió los ojos vio a Meyerson.

—No sé —estaba diciendo Maish—, se está volviendo cada vez más difícil conseguir recetas en blanco. Tendré que cobrarle un dólar más. Seis dólares por receta no es excesivo.

—No estamos regateando —dijo Speed—. Suéltelas, nada más; suéltelas de una vez.

—Va a echarlo todo a perder por pegar a esos dos —dijo Meyerson.

—Me tienen sin cuidado —dijo una voz, despectivamente.

Estaba preguntándose cómo saldrían de allí, y mientras las voces iban apagándose sintió una irritada punzada de arrepentimiento.

El rostro que vio la segunda vez era grandote, irlandés y feo.

—El negrazo está bien —decía.

—También el otro, pero me parece que el amor propio lo tiene en muy mal estado.

Cuando se incorporó vomitó débilmente y vio que tenía delante a dos policías.

—¿Estás bien, Adam? —preguntó.

Le dolía la cabeza.

—Sí, ¿y tú, Spur?

—Saldré de ésta.

Speed y sus amigos habían sido detenidos.

—Pero ¿quién les llamó? —preguntó Adam a uno de los policías.

—Un sujeto que decía que era conductor de ustedes, y me dijo que las llaves de la ambulancia están bajo el asiento.

Los dos policías les llevaron al hospital. En la entrada Spur se volvió para darles las gracias y lo que les dijo le dejó sorprendido incluso a él mismo.

—Y no me vuelva a llamar negrazo, so bestia.

Despertó tarde, entre magulladuras y rigideces y la sensación de haber olvidado algo.

El motín.

Pero la radio le informó de que no había verdadero motín ni tiroteos siquiera. Unas pocas tiendas incendiadas, un mínimo de saqueo. Jimmy Brown estaba en Boston, y el alcalde le había dicho que hablase por la televisión. Por eso la gente que, de otra manera, habría salido a incendiar casas ajenas, estaba ahora en la suya propia, viendo a Jimmy por televisión. Los demás estaban ya celebrando mítines, calmándose.

Pasó casi una hora duchándose y secándose la piel. De pronto sonó el teléfono. La Policía había detenido a Meyerson.

Podía ser puesto en libertad bajo fianza de doscientos dólares. Necesitaba veinte dólares, el diez por ciento del fiador.

—Allá voy —dijo Spurgeon.

En la comisaría, en la calle de Berkeley, entregó el dinero y le dieron un recibo.

—Pareces cansado —dijo al ver a Maish.

—¡Malditos colchones!

En la mañana se percibía un poco de calor primaveral, y el aire, a fuerza de sol, era de color limón, pero anduvieron en incómodo silencio hasta llegar a la plaza del Parque.

—Gracias por llamar a la Policía —dijo Spurgeon.

Meyerson se encogió de hombros.

—No lo hice por vosotros. Si os llegan a matar, yo habría sido cómplice.

Eso no se le había ocurrido.

—Te devolveré los veinte dólares —dijo Maish.

—No hay prisa.

—Tengo dinero guardado en mi cuarto, el dinero de las apuestas. Me estaban esperando anoche cuando fui a recogerlo. Te lo mandaré por correo.

—¿Piensas fugarte? —preguntó Spurgeon.

—Tengo historial; esta vez no me libro de ir a la cárcel.

Spurgeon asintió.

—¡Vaya filósofo! —dijo, con tristeza.

Meyerson le miró.

—Soy un vagabundo, ya te lo dije. Pero si tú fueras un negro de verdad no habrías dicho eso.

Iban por la calle de Boyston, hacia Tremont. Se pararon y miraron a un profeta barbudo y descalzo que, desde el Jardín central, se acercó a ellos diciéndoles que si no le daban un dólar no podría desayunar.

—Pues muérete de hambre —dijo Meyerson.

El otro se fue como había venido, sin parecer ofendido.

—No sabes tú lo que es querer tanto ciertas cosas, que harías lo que fuese por conseguirlas —dijo Maish—. Tú eres un shvartzeh[35] blanco, por eso no comprendes a los negros. Esto te sitúa en la misma categoría que nosotros, los blancos, a quienes todo da igual porque vamos a lo nuestro. O quizá seas peor incluso.

«No, no lo soy», se aseguró Spurgeon a sí mismo.

Ni tampoco lo es ninguno.

—¡TODOS NO SON COMO TÚ, MEYERSON! —Gritó—. NO LO SON.

Pero Meyerson ya había desaparecido escaleras abajo.

Una vieja con el pelo gris azulenco le asestó una mirada anglosajona dura como una roca.

Hippies —dijo, moviendo la cabeza.

Contra su voluntad, se sintió atraído por el ghetto.

El viento soplaba del Sur, y antes de cruzar la frontera percibió en el Volkswagen el amargo perfume de los incendios. No todos se habían quedado en casa para ver a Jimmy Brown por televisión.

Conducía muy despacio.

Los tableros que cubrían los escaparates de las tiendas parecían, a la luz del sol, muy poco eficaces. Algunos habían sido arrancados. En una tienda, una puerta metálica protectora había sido desencajada de sus goznes. La luna estaba rota, dentro se veían las alacenas vacías, y el suelo estaba cubierto de ruinas. Un letrero en la fachada decía HERMANO DEL ALMA, pero había sido tachado con una gran equis y sustituido por otro: MENTIROSO.

El primer incendio se produjo no lejos del «As Alto», una casa de apartamentos pobres, sin duda incendiada por alguien que estaba ya harto de ratas y cucarachas.

El segundo incendio que vio estaba a unos tres kilómetros más allá y ya había sido apagado. Media docena de bomberos tenían dos mangueras apuntadas a la escena de una batalla perdida. Lo único que quedaba era el cimiento de ladrillo ennegrecido y algunas ruinas chamuscadas.

Paró y fue andando hacia la ruina.

—¿Qué era esto? —preguntó a un bombero.

El aludido le miró fríamente, pero no dijo nada. «Lástima que no esté aquí Maish», pensó.

—Una tienda de muebles —dijo uno de los bomberos.

—Gracias.

Se sentó en cuclillas y miró un rato los restos humeantes; luego, se levantó y se fue.

Lo mismo ocurría más allá, manzana tras manzana de tiendas entabladas para protegerse del huracán. La mayor parte de las tiendas que no tenían tableros estaban desiertas. Una ostentaba un letrero que le hizo sonreír: CLÍNICA DE URGENCIA. La puerta estaba abierta y él entró, sonriendo, pero al entrar su sonrisa desapareció. No era una broma.

En una caja de cartón había rollos de vendas improvisadas, muy poco asépticas, hechas, sin duda, con tela de camisa y delantales viejos por mujeres negras en sus tugurios, parte del gran plan de algún Napoleón negro, probablemente algún veterano del Vietnam, que estaría ya planeando su próxima campaña.

Se preguntó si tendrían antibióticos, donantes de sangre, gente ducha en cosas médicas, y decidió con tristeza que probablemente no dispondrían más que de unas pocas tiendas vacías, armas escondidas y vendas de artesanía.

Era un local espacioso.

Situado en el centro del barrio negro.

Se acordó de Gertrude Soames, la prostituta del pelo teñido de rojo, que, con carcinoma hepático, había pedido ser dada de alta del hospital porque no se fiaba de las manos blancas que tocaban y hacían daño, de los ojos de hombres blancos que se mostraban indiferentes.

Pensó en Thomas Catlett, Jr., cuyo pequeño trasero negro él había acariciado en la ambulancia, aparcada en el puente, que tenía ocho hermanos y cuyo padre, en paro forzoso, habría ya sembrado indudablemente la semilla de su décimo hijo en el vientre fláccido de Martha Hendricks Catlett, porque el orgasmo era gratis y nadie se había molestado en enseñarles a hacer el amor sin germinar hijos.

Se preguntó si gente echada innecesariamente a perder, como Speed Nightingale, podría ser redimida por alguien del vecindario que estuviese dispuesto a ayudar a los drogadictos a liberarse de su vicio.

El que había escrito el letrero había dejado pedazos de tiza en el suelo. Spurgeon recogió uno y se puso a hacer un pequeño juego, dibujando compartimientos y creando así una sala de espera junto a la puerta, una mesa, una clínica de urgencia, un rincón de Rayos X y, en el excusado, habitado por espesas telas de araña y tres polillas muertas, una cámara oscura.

Luego volvió a sentarse en cuclillas y se puso a estudiar las líneas blancas en el sucio suelo de la tienda vacía.

Aquella tarde anduvo por el departamento del servicio quirúrgico hasta que dio con una persona que conocía, representante de productos farmacéuticos.

Se llamaba Horowitz, simpático y lo bastante ducho en su oficio para saber que los internos jóvenes tenían tendencia a convertirse, a los pocos años, en clientes importantes.

Se sentaron a tomar café en «Maxie’s» y escuchó lo que estaba diciéndole Spurgeon.

—No es tan fantástico —dijo después—. Frank Lahey comenzó la Clínica Lahey en 1923 con sólo una ayudante quirúrgica.

Frunció el ceño y comenzó a escribir cifras en una servilleta de papel.

—Te podría conseguir algunas cosas gratis, porque la industria farmacéutica apoya este tipo de planes. Cierta cantidad de medicinas, vendas. Parte de los instrumentos los podrías comprar de segunda mano. No te harían falta Rayos X, porque podrías enviar a los pacientes al hospital.

—Sí que nos harían falta Rayos X —dijo Spurgeon—. La idea es tener en el barrio negro una clínica a la que la gente iría voluntariamente, fiándose completamente de ella, porque es suya. Y esa gente tiene tuberculosis, enfisema, toda clase de problemas respiratorios. Diablos, viven en el aire contaminado de la ciudad. Hemos de tener Rayos X.

Horowitz se encogió de hombros.

—De acuerdo, Rayos X. Para la sala de espera, podrías comprar muebles viejos. Ya sabes, sillas plegables, una mesa, cosas así, ¿no?

—De acuerdo.

—Te haría falta una mesa de examen y otra de operaciones. Instrumentos quirúrgicos y un autoclave para esterilizarlos. Lámparas para examinar, EKG, diatermia, un par de estetoscopios, un otoscopio, un microscopio, un oftalmoscopio. Cámara oscura y material para revelar. Y probablemente algunas cosas más que ahora no se me ocurren.

—¿Cuánto costaría todo?

Horowitz volvió a encogerse de hombros.

—Es difícil saberlo. No siempre se encuentra todo esto de segunda mano.

—Déjate de segundas manos. Esa gente no tuvo nunca en su vida nada de primera mano. Sillas viejas, de acuerdo. Pero el material médico ha de ser nuevo.

El representante hizo unas sumas y dejó a un lado el bolígrafo.

—Nueve mil dólares —dijo.

—Hum…

—Y una vez que hayas abierto deberá seguir estándolo. Algunos de tus pacientes tendrán sin duda seguro médico, pero la mayoría no. Unos pocos podrán pagar algo por el tratamiento.

—Y luego tenemos el alquiler y la electricidad —dijo Spurgeon—. ¿Crees que con doce mil saldríamos adelante el primer año?

—Yo creo que sí —respondió Horowitz—. Si puedo serte útil en algo, dímelo.

—De acuerdo, gracias.

Estuvo allí sentado un rato más y tomó otra taza de café, y luego una tercera.

Finalmente, pagó y pidió a Maxie un dólar en moneda fraccionaria. Canturreaba mientras marcaba el número, pero tenía el estómago tenso a causa del nerviosismo.

No tuvo ninguna dificultad en establecer comunicación, hasta que llegó al último bastión, la secretaria inglesa de voz gélida, que defendía a Calvin Priest de los mortales.

—Mr. Priest tiene ahora visita, doctor Robinson —le dijo con una voz que siempre parecía estar riñendo—. ¿Es muy importante?

—No, no —dijo, e inmediatamente se sintió descontento de sí mismo—. Bueno, en realidad sí, es importante. ¿Quiere decirle que su hijo está al teléfono y necesita su ayuda?

—Sí, señor. ¿Cuelga o le digo a Mr. Priest que le llame a usted?

—Esperaré a mi padre —dijo él.

Al día siguiente llevó a Dorothy a ver el local. Ya había tenido toda la noche para esclarecer sus dudas e inventar muchos obstáculos, bastantes de los cuales no habían sido superados aún con razones. La casa y el local parecían más deprimentes aún que cuando los había visto por primera vez. Alguien había usado parte de la tiza para pintar en la acera una pareja en diversas posturas sexuales, o quizá fueran varias parejas, una orgía callejera. El artista había dejado allí la tiza, y ahora dos niñas, haciendo caso omiso de la bacanal, estaban jugando con gran seriedad. Dentro, el local parecía más espacioso, y más sucio Ella le escuchó y miró las líneas de tiza del interior.

—Parece una cosa permanente —dijo.

—Sí, claro.

—Comprendo que no podrías hacerlo provisionalmente —prosiguió Dorothy.

Guardaron silencio y se miraron con mutua inquietud, y él veía que Dorothy estaba diciendo adiós a Hawai y a los pequeños nietos con ojos oblicuos.

—Te prometí coronas de flores de franchipán —dijo él, sintiéndose culpable.

—Spurgeon, no las conocería si las viese.

Se echó a reír y un momento después también Spurgeon reía.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Dorothy.

—Sí, ¿y tú?

—Muchísimo.

Se arrojó en sus brazos buscando consuelo, y él cerró los ojos y enterró su cabeza en la lana negra. Las dos niñas les miraban por el escaparate.

Cuando terminaron de besarse, Spurgeon fue al «As Alto» y pidió al barman una escoba, con la que Dorothy barrió el suelo. Mientras él eliminaba las telas de araña y las polillas de la cámara oscura, ella humedeció su pañuelo y borró las figuras de la acera. Luego dio a las niñas una lección de dibujo. Cuando Spurgeon salió, el sol ya había secado el cemento y la acera estaba decorada con flores de tiza. Un campo de lirios.

Cuando llegó abril, fue como si un reloj interior de Gaby estuviese necesitado de cuerda.

Jadeaba un poco al subir la cuesta, parecía menos deseosa de hacer el amor, y comenzó a echar prolongadas siestas por la tarde. Un año antes, las preocupaciones le habrían provocado insomnio y hubiera ido al médico. Ahora se decía a sí misma con firmeza que todo aquello había pasado, que ya no era una hipocondríaca.

Aquel invierno le había parecido excesivamente largo y creía que con la llegada de la primavera había cogido la gripe. No dijo nada a Adam ni al simpático psiquiatra del «Beth Israel», al que visitaba una vez a la semana, y que ahora estaba escuchando la interesante historia de la boda de sus padres, haciendo de vez en cuando alguna pregunta con un tono de voz adormilado y casi indiferente. A veces, una sola respuesta llevaba semanas y dolía increíblemente, ocasionando cicatrices de cuya existencia ella no había estado enterada hasta entonces. Comenzó a odiar menos a sus padres y a compadecerles más. Prescindió de unas pocas clases y esperó a que el buen tiempo cambiase los jardines públicos y los patios de las viviendas de la colina, imprimiendo más verdor a los arbustos y a las flores y más vigor a ella misma. En el apartamento, la planta del aguacate se estaba volviendo amarilla, por lo que Gaby la abonó, y la regó y cuidó solícitamente de ella. Un día, al hacer la cama, se dio un golpe en la espinilla y le quedó un cardenal, que no desaparecía por mucho que lo frotase con crema.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Adam una mañana.

—¿Es que me has oído quejarme?

—No.

—Claro que estoy bien. ¿Y tú?

—Nunca estuve mejor.

—Me alegro, querido —dijo Gaby, en tono de orgullo.

Pero cuando llegó la fecha de la regla y ésta no se presentó, descubrió, con gélida certidumbre, lo que la tenía tan inquieta.

La condenada píldora había fallado y ahora estaban cogidos.

A pesar de que tenía la sensación de sentirse fatigada, pasó la noche sin dormir. Por la mañana, fue al servicio médico de estudiantes y pidió fecha para una consulta.

El médico se llamaba Williams. Tenía el pelo gris y el vientre prominente, y llevaba dos puros en el bolsillo del pecho.

«Más paternal que su propio padre», pensó Gaby. Por lo tanto, cuando le preguntó lo que le pasaba, le dijo con gran tranquilidad que sospechaba haber quedado embarazada.

El doctor Williams había sido médico universitario durante diecinueve años, habiendo trabajado antes otros seis de médico en un colegio de chicas. Por espacio de un cuarto de siglo siempre había acogido esta noticia con simpatía.

—Bueno, veamos —dijo.

Con una gota de su orina, mezclada con una gota de antisuero y dos gotas de antígeno y aglutinada contra un cristal, al cabo de un par de minutos pudo decir a Gaby que no iba a ser madre.

—Pero la regla… —dijo ella.

—A veces se retrasa. Espere y ya verá cómo acaba teniéndola.

Gaby sonrió, aliviada, y ya se disponía a marcharse cuando él hizo un ademán.

—¿A dónde va tan de prisa?

—Doctor —respondió ella—, me siento idiota. Soy una de esas tontas que ustedes los médicos llaman a veces galantemente apacientes demasiado nerviosos. Creí que ya no me asustaba de nada, pero evidentemente no es así.

El doctor Williams vaciló. La había visto ya en varias ocasiones y sabía que lo que estaba diciendo era verdad. Su ficha, en su mesa de trabajo, estaba llena de enfermedades imaginarias que se remontaban a seis años antes, a su primer curso universitario.

—Dígame qué otras cosas ha sentido recientemente —dijo—. Ya que está aquí, podríamos hacerle un pequeño reconocimiento.

—Bueno —dijo Gaby, casi una hora más tarde—, ¿puedo confesarle al psiquiatra que caí otra vez?

—No —dijo él—, se siente usted fatigada porque está anémica.

Ella sintió un absurdo alivio, porque parecía ser que, después de todo, no era tan neurótica como había pensado.

—¿Y qué tengo que hacer? ¿Comer mucho hígado crudo?

—Voy a hacer un examen más.

—¿Tengo que desnudarme?

—Sí, haga el favor.

Llamó a la enfermera, y Gaby no tardó en sentir el frío beso de un trapo empapado en alcohol en la cadera, sobre la nalga izquierda, y el pinchazo de una aguja.

—¿Nada más? —preguntó.

—Aún no lo hice —dijo él, y la enfermera rió—. Le he administrado un poco de novocaína.

—¿Por qué? ¿Dolerá?

—Voy a extraer un poco de médula; la molestará un poco.

Cuando lo hizo, Gaby gimió y se le humedecieron los ojos.

—Hija —dijo él sin alterarse, administrándole un poco—, vuelva dentro de una hora.

Gaby fue mirando escaparates, fijándose en muebles, pero sin ver nada que le gustase.

Compró una felicitación de cumpleaños y se la mandó a su madre.

Cuando volvió a la clínica del doctor Williams le vio muy ocupado con papeles.

—A ver, quiero que se haga transfusiones de sangre.

—¿Transfusiones?

—Sufre usted de una anemia que se llama aplástica. ¿Sabe en qué consiste?

Gaby se cruzó las manos sobre el regazo.

—La médula de sus huesos, por la razón que sea, ha dejado de producir suficientes hematíes y se ha vuelto grasienta. Por eso le van a hacer falta las transfusiones.

Gaby lo pensó un momento.

—Pero si el cuerpo no produce hematíes…

—Tenemos que proporcionárselos por medio de transfusiones.

Su propia lengua le parecía como ajena.

—¿Es grave esa enfermedad? ¿Cuántos años puede vivir una persona en mi situación?

—Pues… años y años.

—¿Cuántos años?

—Eso no se puede predecir así como así. Trataremos de curarla en los primeros tres o seis meses, y luego todo irá como sobre ruedas.

—¿Y la gente que muere, muere en tres o seis meses en la mayor parte de los casos?

Él la miró molesto.

—Hay qué mirar el lado positivo de estas cosas. Mucha gente, pero mucha, se cura completamente de la anemia aplástica. No hay motivo para que no sea usted una de esas personas.

—¿Qué porcentaje se cura? —preguntó ella, a sabiendas de que estaba dificultándole la tarea.

—El diez por ciento.

—Vaya.

«Mi querido Dios», pensó Gaby.

Volvió al apartamento y estuvo allí sentada sin encender ninguna luz, a pesar de que por la única ventana no entraba suficiente claridad.

Nadie llamó a la puerta. El teléfono no sonó. Al cabo de largo rato se dio cuenta de que la pequeña mancha solar que, tres horas todas las tardes, caía sobre el aguacate, había desaparecido. Miró de cerca la planta amarillenta y pensó darle algo más de abono y regarla, pero luego decidió no hacer ninguna de ambas cosas. Eso era lo malo —se dijo—, que la había alimentado demasiado y empapado en agua con exceso; en el fondo del tiesto las raíces debían de estar pudriéndose.

Un momento después vio a Mrs. Krol acercarse a la escalera de la entrada, y entonces cogió la planta de aguacate y corrió a su encuentro.

Bertha Krol la miró.

—Tenga, cuídela, a lo mejor sigue creciendo. Póngala al sol, ¿me entiende?

Bertha Krol no dio muestras ni de entender ni de no entender. Se limitó a quedarse mirando a Gaby, hasta que ésta dio media vuelta y volvió al apartamento.

Se sentó en el sofá, preguntándose por qué habría regalado la planta.

Finalmente, se dio cuenta de que, aunque un momento antes deseaba que llegase la mañana, era evidente que cuando Adam volviese a casa ella no estaría allí para recibirle.

Hizo la maleta, llevándose la ropa, pero dejando todo lo demás. Cuando la hubo cerrado, se sentó y escribió a toda prisa una nota, por miedo a no ser capaz de escribir nada si lo hacía despacio. La dejó en el sofá sujetándola con el tiesto de flores de papel, para que no pudiera dejar de verla.

Salió en coche de la ciudad y cuando miró a su alrededor se encontraba ya en la carretera 128, pero en dirección contraria, hacia el Norte, hacia Nueva Hampshire. ¿Una tendencia instintiva de ir a ver a su padre? «No, gracias», pensó. Dio la vuelta en Stoneham y fue de nuevo hacia el Sur, con el pie bien firme sobre el acelerador. Ni el duro policía que les paró una vez en esta misma carretera, ni ninguno de sus colegas, aparecieron para humillarla, y el «Plymouth» se convirtió en un verdadero proyectil, marchando velozmente por entre los enormes pilares de cemento de los pasos superiores.

Se veían fotografiados en los periódicos y en las pantallas de la televisión, objetos inamovibles, junto con los restos de los vehículos y de la gente que mataban periódicamente pero Gaby sabía que ella tenía la vida garantizada, condenada a ir goteando poco a poco, no a terminar en un relámpago o en un trueno; si trataba de volver ligeramente el volante al acercarse a un paso superior, su mano no obedecería.

Más tarde, a velocidad vertiginosa por entre el intenso tráfico de la carretera 24, se dio cuenta de lo tonta que había sido regalando la planta a Mrs. Krol. Casi con seguridad, Bertha Krol se emborracharía, chillaría y tiraría la planta por la ventana. La tierra fertilizadora, comprada en la tienda a buen precio, se esparciría por la calle de Phillips, junto con la basura de Bertha, y la planta nunca crecería hasta convertirse en árbol.

Adam llamó al ver la puerta cerrada, y luego gruñó, sorprendido, porque el periódico de la mañana no había sido recogido. El apartamento estaba oscuro, pero Adam vio en seguida la nota bajo el tiesto de las flores.

Adam:

Decir que la he pasado bien sería un insulto a nosotros dos. Recordaré estos días mientras viva. Pero nos habíamos puesto de acuerdo en que si alguno de los dos quería poner fin a esto, lo haría, sin más. Y me temo que tengo necesidad, pero verdadera necesidad, de romper. Llevaba algún tiempo queriendo hacerlo, pero no tenía el valor de decírtelo a la cara. No pienses demasiado mal de mí, pero acuérdate de mí de vez en cuando. Sé feliz, querido doctor.

GABY.

Se sentó en el sofá y volvió a leer la nota; luego telefoneó al psiquiatra del «Beth Israel», que no supo decirle nada.

Notó las pocas cosas que se había llevado. Sus libros seguían allí. El televisor, el tocadiscos. La lámpara solar. Todo seguía allí. Sólo se había llevado su ropa y su maleta.

Poco después llamó a Susan Haskell y le preguntó si estaba Gaby allí.

—No.

—¿Me avisarás si sabes de ella?

Una pausa.

—No, no creo.

—¿Qué quieres decir?

—Te ha dejado, ¿no? —En su voz se notaba un deje de triunfo—. Si no, no me vendrías con esas cosas. Bueno, pues si viene aquí no seré yo quien te lo diga.

Le colgó, sin más, pero eso daba igual. Gaby no estaba allí. Pensó un rato más, luego cogió de nuevo el teléfono y llamó a la Universidad Cuando le respondieron de la centralita, dijo que le pusieran con el servicio médico de estudiantes.

Pidió prestado a Spurgeon el Volkswagen. Cuando iba ya por el puente de Sagamore, sentía miedo de lo que encontraría al apearse del coche. Una vez pasado Hyannis, apretó el acelerador, conduciendo como lo hacía ella. Era demasiado temprano para que hubiera mucho tráfico. La carretera estaba prácticamente desierta. Al norte de Truro se metió en la carretera 6 y fue luego, después de pasar junto al faro, por el camino de arena que conducía a la playa.

Cuando el Volkswagen llegó a la cima del promontorio, Adam vio el Plymouth azul aparcado junto a la puerta.

La choza estaba abierta, pero vacía. Salió y se encaminó hacia el acantilado. Desde la altura se veía la playa blanca, extendiéndose varios kilómetros en ambas direcciones, azotada por el viento y cubierta con los restos de las tormentas invernales. Faltaba el banco de arena.

No se veía a nadie.

¿Estaría Gaby allá abajo, bajo el agua? Ahuyentó tal idea de su muerte.

Luego, al volverse hacia la choza, la vio que iba, despacio, siguiendo la cima del acantilado, a cosa de medio kilómetro de distancia. Sintiéndose débil de puro alivio, corrió a su encuentro; antes de alcanzarla, ella pareció intuir su presencia y se volvió.

—Hola.

—Hola, Adam.

—¿Qué le pasó al banco de arena?

—Se ha movido unos centenares de metros. Hacia Provincetown. A veces, las mareas de invierno hacen esto.

Ella comenzó a andar en dirección a la choza, y Adam se puso a su lado. Más adelante, allí habría bayas. Las plantas que ahora pisaba llenarían el aire de aroma de arándano.

—Adam, ¿por qué viniste? Deberías haber dejado la ruptura como estaba, sin… esto.

—Vamos a la casa y charlaremos.

—No quiero ir a la casa.

—Entonces sube al coche e iremos a dar una vuelta.

Se dirigieron hacia donde estaba el Plymouth. Adam abrió la portezuela para que ella subiese por el lado del pasajero y él se puso al volante.

Durante algún tiempo condujo sin hablar volviendo a la carretera y luego al Norte.

—Estuve hablando con el doctor Williams —dijo, por fin.

—Ah.

—Tengo una serie de cosas que decirte, y quiero que escuches con mucha atención.

Pero no supo qué decir. Hasta entonces, nunca había estado enamorado, y ahora se daba cuenta súbitamente de que el amor creaba diferencias en la idea de la muerte inminente, de la misma forma que las creaba en la cama. «Dios —rezó, lleno de pánico—, he cambiado de opinión. En adelante, pensaré en mis pacientes como si los amase, pero ahora ayúdame a escoger bien las palabras».

Ella miraba por la ventanilla.

—Si supieras que yo podía ser victima de un accidente de automóvil, ¿te negarías por ello a ti misma el tiempo precioso que te quedaba de estar conmigo?

Esto le pareció flojo, incluso a él mismo, algo arrogante y no, en absoluto, lo que había estado tratando de decir. Vio que los ojos de ella relucían, y que estaba haciendo esfuerzos por no llorar.

—El doctor Williams me dijo que trataste de obligarle a hacerte poco menos que una profecía. En casos como el tuyo no es raro que el paciente viva todo el tiempo normal de una vida. Podíamos pasar cincuenta años juntos.

—O uno, Adam, o ninguno.

—Eso es, o uno. A lo mejor, no te queda más que un año de vida —dijo él, tajante, pero, diablos, Gaby, ¿no ves lo que eso quiere decir hoy en día? Estamos al borde de la edad de oro. Ya se ha extraído el corazón humano para trasplantarlo a otra persona. Y riñones, y córneas. Y ahora pulmones e hígados. Están inventando una maquinita que dentro de muy poco tiempo hará las veces de corazón. Para un paciente, cada semana es, en la actualidad, muchísimo tiempo. En algún lugar del mundo hay ahora un grupo de investigadores estudiando todos los problemas importantes.

—¿Incluso la anemia aplástica?

—Incluso la anemia aplástica, y los resfriados. ¿No te das cuenta? —dijo, con desesperación—. En realidad, la esperanza es la base misma de la Medicina. Me enteré de eso este año.

—No puede ser, Adam —dijo, con serenidad—. ¿Qué clase de matrimonio iba a ser el nuestro, con eso cerniéndose siempre sobre nosotros? No sólo para ti, sino para mí también.

—Tenemos siempre cosas como ésas cerniéndose sobre nosotros, lo mires por donde lo mires. Yo podría morir el año que viene, o que una condenada bomba explote mañana a mi lado. No hay garantías de ninguna clase. Lo que hay que hacer es vivir mientras se está vivo, apurarlo todo, apurar hasta la última gota.

Gaby no respondió.

—Para eso hace falta tener valor. Quizá te parezca mejor la solución de Raphie: desconectarse. Eso, desde luego, es más fácil.

No tenía más argumentos. Se sentía exhausto e inútil.

Siguió conduciendo en silencio, sin saber cómo conseguir que ella comprendiera.

Poco después vieron algo frente a ellos, una convención de gaviotas, girando y graznando y cayendo hacia el suelo como si se creyeran halcones. Había coches aparcados a lo largo del lado derecho de la carretera.

—¿Qué pasa? —preguntó Adam.

—¿Dónde estamos? ¿En Brewster? Ah, los sábalos, me parece —dijo Gaby.

Aparcaron, se apearon y fueron hacia el río. Adam no había visto nunca nada parecido.

Los peces estaban apretujados casi como en lata, de orilla a orilla, e iban corriente arriba, una fantástica flotilla de aletas dorsales hendiendo la superficie del agua. Bajo las aletas dorsales, se veían los cuerpos de un verde grisáceo plateado iridiscente, cuyas aletas ventrales abanicaban graciosamente; las colas hendidas, cientos de miles de ellas, se agitaban en suave ritmo. Estaban esperando, pero ¿a qué?

—¿Qué son? —preguntó él.

—Sábalos. Mi abuelo solía traerme a verlos todas las primaveras.

Las gaviotas graznaban y estaban dándose un banquete.

En la orilla, los seres humanos, con redes y cubos que no podían dejar de llenarse sacaban del agua los inquietos peces.

Algunos niños se tiraban peces vivos unos a otros.

En cuanto se producía un vacío en la masa casi compacta de peces, se llenaba al instante de nuevos y plateados cuerpos que, nadando lentamente, llegaban del mar.

—¿De dónde vienen esos peces? —preguntó Adam.

Gaby se encogió de hombros.

—De Nueva Brunswick, probablemente. O de Nueva Escocia. Vienen a desovar en el agua dulce donde nacieron.

—Piensa en la cantidad de enemigos naturales con que tienen que enfrentarse para llegar aquí —dijo él, aterrado—: Ballenas, tiburones, toda clase de peces grandes.

Ella asintió.

—Anguilas, gaviotas, seres humanos.

Fue orilla arriba. Adam la siguió, y vio el motivo de que la mayor parte de los peces estuvieran inmóviles. El río se levantaba en una serie de gradas, como una docena, cuyos remansos caían en pequeñísimas cataratas que permitían dejar pasar solamente un pez a la vez. Los sábalos nadaban hacia el chorro de agua, entrando por él en los remansos superiores; y cada grada era más trabajosa de pasar porque los saltos anteriores les habían costado esfuerzo y energía.

—Mi abuelo y yo solíamos escoger un pez y subir con él río arriba.

—¿Por qué no hacemos nosotros lo mismo? —propuso él—. Escoge tú.

—De acuerdo. Éste.

Su pez tendría unos veinticinco centímetros de longitud.

Le observaron esperar pacientemente la oportunidad, saltar entonces y avanzar luego por el agua que caía del remanso inmediatamente superior, donde volvía a esperar. Así subió las primeras seis gradas con aparente facilidad.

—Escogiste un campeón —dijo Adam.

Quizá fuera esta frase lo que dio mala suerte al sábalo.

Cuando trató de subir al remanso siguiente, el agua que caía resultó demasiado torrencial para él: lo frenó en pleno salto y lo llevó de nuevo, aleteando torponamente, al remanso de donde había saltado.

La vez siguiente lo consiguió, pero la otra le costó tres saltos.

—¿Y por qué se esfuerzan tanto, sólo por desovar? —preguntó él.

—La preservación de la especie, me figuro.

Ahora, su pez se movía más lentamente entre salto y salto como si incluso nadar le resultara fatigoso. Cada vez que acertaba, a Adam y Gaby les parecía que era gracias a la fuerza de voluntad de ellos, pero el cuerpo, en forma de torpedo, estaba casi exhausto.

Cuando llegó al penúltimo remanso se quedó en el fondo, descansando casi inmóvil, y sólo las agallas, con su movimiento rítmico, indicaban que seguía vivo.

—Ay —dijo Gaby.

—Ánimo —dijo él.

—Anda, pobrecillo.

Le vieron hacer cuatro intentos vanos de salvar el obstáculo final, y cada vez el intervalo era más largo.

—Me parece que no va a poder —dijo Adam—. Creo que si alargo la mano podría cogerlo y ponerlo arriba.

—Déjalo en paz.

Una gaviota descendió y, pasando junto a ellos, fue hacia el pez.

—¡No, no, no! —gritó Gaby, amenazando al ave con la mano. Estaba llorando—. ¡Déjalo en paz, condenada!

La gaviota se remontó, graznando indignada, y fue río abajo en busca de más fácil presa.

Como sintiendo el peligro recién pasado, el sábalo saltó adelante, pero chocó y cayó grotescamente. Al instante volvió a intentarlo, saltando una vez más y remontándose contra el agua que caía. Cernióse en el aire un momento, ya en la cima, y luego, aleteando, cayó por fin en el agua quieta del remanso más alto.

Gaby seguía llorando.

Un momento después, en un movimiento de éxtasis triunfante, la cola se levantó, y el sábalo desapareció en las aguas profundas del remanso.

Adam tenía a Gaby muy apretada contra sí.

—Adam —dijo ella, como hablando a su hombro—, quiero tener un hijo.

—No sé por qué no lo vas a poder tener.

—¿Me dejas?

—Casémonos en seguida, sin más. Hoy.

—¿Y tu padre?

—Nosotros tenemos nuestras vidas que vivir. Hasta que me sea posible manteneros a los dos, él tendrá que arreglárselas como pueda. Debiera haberme dado cuenta de esto antes.

La besó. Otro sábalo salvó de un salto, como un atleta, el obstáculo cayendo en el remanso final como en ascensor.

Gaby estaba otra vez riendo y llorando al mismo tiempo.

—No tienes idea —dijo a Adam—. Para casarse hay que esperar tres días.

—Tenemos tiempo de sobra —dijo él, dando gracias a Dios y al magullado pez.

El martes por la mañana Gaby bajó la cuesta de Beacon y por el puente de Fiedler fue a la Explanada donde había comenzado todo. Al borde del río abrió el bolso y sacó la cajita de las píldoras. La tiró todo lo fuerte que pudo, y la madreperla falsa relució al sol antes de tocar el agua. La había tirado muy mal, pero era lo mismo. Se sentó en un banco, junto al agua, y le agradó la idea de que la cajita, en el agua lenta del Charles, seria quizá tanteada curiosamente por algún pez o alguna tortuga. Tal vez la marea la llevase al puerto de Boston, y, en tiempos futuros, alguien la encontrara en la orilla, entre almejas y erizos de mar y un caparazón de cangrejo y la mandíbula de una lija y un botellín de «Coca-Cola» pulido por la arena, y acabara siendo puesta en una vitrina, como reliquia del homo sapiens antiguo, del ya lejano siglo XX.

Aquella tarde, como intuyendo que iba a ser un regalo de boda, Bertha Krol llamó por primera vez a su puerta y devolvió la planta de aguacate con el mismo silencio con que la había aceptado. No había tirado el aguacate por la ventana.

Además, el follaje ya no estaba agostado, aunque fue imposible conseguir que dijera una palabra cuando Gaby le preguntó si le había dado algo. Adam pensaba que la había regado con cerveza.

Se casaron el jueves por la mañana, siendo los padrinos Spurgeon y Dorothy. Al volver a casa desde el Ayuntamiento, lo primero que hizo Gaby fue arrancar del buzón la cinta que llevaba su apellido de soltera. En su lugar quedó una marca pálida, no pintada por el tiempo, que ella contempló con afecto mientras siguieron viviendo en el apartamento de la calle de Phillips.

Poco después estando Adam una noche en el laboratorio de experimentación de animales, entró Kender a tomar una taza de café.

—¿Recuerda usted una conversación que tuvimos una vez acerca de mantener con vida al paciente condenado a morir? —preguntó Adam.

—Sí —respondió Kender.

—Pues quería decirle que he cambiado de opinión.

Los ojos de Kender expresaron interés, y asintió, pero no le preguntó el motivo.

Siguieron allí sentados, tomando café en amigable silencio. Adam se contuvo y no le preguntó sobre el puesto de la Facultad; ahora no sólo lo deseaba desesperadamente, sino que lo necesitaba para poder seguir donde gente mejor que él podría defender la vida de Gaby con cuanto fuese necesario.