RAFAEL MEOMARTINO
Cuando Meomartino era pequeño solía acompañar a Leo, el factótum familiar, a San Rafael, una pequeña iglesia enjalbegada de blanco, rodeada por todas partes por campos de caña de su padre, para recibir en la lengua la hostia de manos del padre Ignacio, sacerdote obrero guajiro[32], a quien confesaba periódicamente los pecados de su temprana adolescencia y recibía las respetuosas penitencias de los privilegiados.
He tenido malos pensamientos, padre.
Cinco avemarías y cinco actos de contrición, hijo mío.
He hecho cosas malas, padre.
Cinco avemarías y cincuenta Padre nuestros contra las debilidades de la carne; hijo mío.
Para bodas y funerales la familia prefería la pompa de la catedral de La Habana, pero en circunstancias ordinarias Rafe se sentía más a gusto en la pequeña iglesia, que los obreros de su padre habían empezado a construir el día en que nació él. Arrodillado en el oscuro y húmedo interior, ante la estatua de yeso de su santo patrón, rezaba la penitencia y luego pedía al arcángel que intercediera por él contra un maestro tiránico, que le ayudara a aprender latín, o le protegiera de Guillermo.
Ahora, acostado junto a la dormida esposa a quien una hora antes había dado un amor frío y desesperanzado, Rafe pensaba en San Rafael y deseaba fervientemente volver a tener doce años.
Estando en Harvard había dejado de creer. Hacía mucho tiempo que no se confesaba, años y años que no había hablado con un sacerdote.
San Rafael, dijo, silencioso, en la habitación oscura.
Muéstrame cómo puedo ayudarla.
Ayúdame a ver en qué le he fallado, por qué no la satisfago, por qué se va con otros hombres.
«Silverstone», pensó.
Él era mejor hombre y mejor cirujano, y, sin embargo, Silverstone amenazaba su existencia en ambas direcciones.
Sonrió sin alegría al pensar que Longwood había decidido que hay cosas peores que tener un cubano en la familia. El viejo había quedado totalmente desconcertado al ver a Liz en compañía de Silverstone. Desde aquella noche se había mostrado bastante cálido y amistoso con él, como si tratara de hacerle ver que se hacía cargo de lo difícil que era su sobrina.
Pero ahora Longwood estaba presionando a diario para conseguir que fuese él, y no Silverstone, el que se llevara el puesto de la Facultad.
Meomartino estaba perplejo.
«San Rafael», se dijo.
¿Es que no soy bastante macho? Soy médico, me doy cuenta de que cuando terminamos ella queda satisfecha.
Hazme ver lo que tengo que hacer. Prometo confesarme, comulgar, volver a ser un buen católico.
En la oscura alcoba reinaba el silencio; sólo se oía el ruido de la respiración de ella.
Recordó que, a pesar de tanto arrodillarse ante la imagen, le habían suspendido en latín, y que su cuerpo estaba normalmente negro por las palizas que le daba Guillermo, hasta que creció y se hizo lo bastante fuerte para vencer a su hermano mayor.
Tampoco en esto san Rafael le había ayudado.
Por la mañana, con los ojos soñolientos, fue al hospital y trabajó como pudo. Estaba de pésimo humor cuando, a la cabeza de los cirujanos, fue a hacer las visitas, y se puso peor aún cuando vio a James Roche, un caballero de sesenta y nueve años con carcinoma del colon en estado avanzado, que iba a ser operado a la mañana siguiente.
Mientras las enfermeras y los dietéticos iban por la sala con bandejas, Meomartino, sereno, explicó el caso, que casi todos sus oyentes conocían, e iba a hacer unas cuantas preguntas docentes.
Pero se detuvo a media frase.
—Cristo. No puedo creerlo.
Mr. Roche estaba comiendo. En el plato había pollo, patatas, judías.
—Doctor Robinson, ¿por qué está comiendo este hombre lo que está comiendo?
—No tengo la menor idea —respondió Robinson—. La orden de cambiarle de régimen está en el libro. La escribí yo mismo.
—Por favor, tráigame el libro.
Cuando lo abrió lo vio allí, escrito de puño y letra de Robinson, pero esto no calmó su ira.
—Mr. Roche, ¿qué desayunó usted?
—Lo de siempre. Zumo de fruta, un huevo y un poco de gachas. Y un vaso de leche.
—Borren este nombre del programa de operaciones de mañana —dijo Meomartino—. Pónganle en el de pasado mañana. ¡Diablos!
—Ah —dijo el paciente—, y una tostada.
Meomartino miró a sus oyentes.
—¿Se imaginan ustedes lo que hubiera ocurrido si llegamos al colon de este hombre con tanta materia dentro? ¿Se imaginan lo que sería tratar de contener la sangre con tanta basura? ¿Se imaginan la infección? Háganme caso, no se lo podrán imaginar hasta que no lo hayan visto.
—Doctor —dijo el paciente, inquieto—, ¿dejo el resto de la comida?
—Coma a gusto y que le aproveche —respondió él—. Mañana por la mañana comenzará usted el régimen que debiera haber empezado hoy, régimen líquido. Si alguien trata mañana de darle algo sólido no lo coma, mándeme llamar inmediatamente. ¿Comprende?
El otro asintió.
Misteriosamente, ninguna de las enfermeras sabía quién había servido a Mr. Roche el desayuno y la comida.
Veinte minutos después, Meomartino fue a su despacho y preparó una queja oficial contra la enfermera desconocida que había servido las dos bandejas, la cual firmó con una airada rúbrica.
Aquella tarde, Longwood le llamó por teléfono.
—Estoy descontento con el número de permisos de autopsia de usted.
—Hago lo que puedo por conseguirlos —dijo él.
—Los encargados del servicio quirúrgico de otros departamentos han conseguido hasta el doble de permisos que usted.
—Es posible que en esas secciones haya más defunciones.
—En el servicio de usted, este año hay otro cirujano que ha conseguido muchos más permisos que usted.
No hacía falta que Longwood dijera el nombre del cirujano en cuestión.
—Haré lo que pueda —dijo.
Un rato después, Harry Lee entró en su despacho.
—Acabo de recibir un rapapolvo, Harry. El doctor Longwood quiere más permisos de autopsia en mi servicio. Voy a pasar la buena noticia a todos los que trabajan en mis casos.
—Siempre que perdemos a un paciente hemos presionado cuanto nos ha sido posible a los parientes —dijo el residente chino—. Eso lo sabes de sobra. Cuando aceptan, siempre tenemos su firma. Si aducen poderosos motivos personales para rehusar…
Y se encogió de hombros.
—Longwood me dio a entender que Adam Silverstone ha conseguido muchos más permisos que yo.
—No sabía yo que estuvieseis compitiendo —dijo Lee, mirándole con curiosidad.
—Pues ahora ya lo sabes.
—Sí, ya lo sé. ¿Sabes cómo consiguen permisos en algunos servicios?
Rafe aguardó.
—Asustan a los parientes, debilitando su resistencia con insinuaciones de que la familia entera puede tener alguna tara hereditaria que fue causa de la muerte del paciente, y que lo único que se persigue con la autopsia es salvar la vida de todos.
—Eso es repugnante.
—De acuerdo. ¿Quiere que también nosotros usemos ese método?
Rafe le miró y sonrió.
—No, simplemente que hagáis lo que podáis. ¿Cuántos permisos entregaste este mes?
—Ninguno —repuso Lee.
—Diablos. Eso es exactamente lo que quería decir.
—No sé cómo íbamos a conseguir permisos de autopsia —dijo Lee, con suavidad.
—¿Y por qué demonios no?
—Pues porque el mes pasado no perdimos ningún paciente.
«No me excusaré», pensó.
—Eso quiere decir que te debo un convite.
Lee asintió.
—Así es. Tú o Silverstone.
—Pues pagaré mi deuda —dijo Meomartino—. Tengo un apartamento.
—Al parecer, también Adam tiene ahora un apartamento —dijo Lee—. Por lo menos ya no vive en el hospital.
«De modo que allí es a donde va Liz», pensó, con amargura, Meomartino.
Lee sonrió.
—Une necessité dé amour, quizás. Incluso en Formosa recurrimos a estos métodos.
Meomartino se dio cuenta, con irritación, de que estaba frotando de nuevo los ángeles del reloj de bolsillo con el dedo gordo.
—Puedes difundir la noticia por ahí —dijo—. El convite corre de mi cuenta.
Liz se mostró encantada.
—¡Con lo que me gustan a mí los convites y las fiestas! Ya verás. Seré el tipo de anfitriona que le consigue a su marido el puesto del tío Harland cuando se retire —dijo.
Dobló las largas piernas sobre el sofá, y empezó a hacer en el cuaderno de notas la lista de las cosas necesarias: licores, canapés, flores, servicio…
Meomartino, repentina e incómodamente, se sintió consciente de que la mayor parte del personal de su servicio no estaba acostumbrado a gastar dinero en flores y servidumbre cuando daba una fiesta.
—No exageremos —dijo.
Por fin, se pusieron de acuerdo: un barman y Helga, la mujer que trabajaba de interina en el apartamento.
—Liz —dijo—, te agradecería mucho que no…
—No beberé lo que se dice ni una gota.
—No tanto, mujer; basta con que te moderes.
—Ni una gota, digo. Eso soy yo quien tiene que decidirlo. Quiero demostrarte de lo que soy capaz.
La tregua con la muerte no duró. El viernes, el día antes de la fiesta, Melanie Bergstrom enfermó de pulmonía. Ante la temperatura cada vez más alta y la evidencia de que estaban afectados ambos pulmones, Kender la atiborró de antibióticos.
Peggy Weld estuvo junto a la cama de su hermana, dándole la mano, bajo la tienda de oxígeno. Meomartino buscó excusas para entrar en el cuarto, Pero Peggy no mostró interés por él. Tenía los ojos fijos en el rostro de su hermana. Sólo una vez oyó él su conversación.
—Aguanta, niña —ordenaba Peggy.
Melanie se lamía los labios resecos por su fatigosa respiración.
—¿Cuidarás de ellos?
—¿De qué?
—De Ted y de las niñas…
—Escucha —la interrumpió Peggy—, he tenido que sacarte las castañas del fuego toda mi vida. Vas a ser tú quien cuide de ellos.
Melanie sonrió.
—¡No vas a rendirte así como así!
Pero murió a la mañana siguiente, en la clínica de tratamiento intensivo.
Descubrió el cadáver Joan Anderson, la pequeña enfermera rubia. Estaba serena y lúcida, pero después de informar a Meomartino comenzó a temblar.
—Que la manden a casa —dijo él a Miss Fultz.
Pero la jefa de enfermeras había visto a cientos de muchachas jóvenes descubrir de pronto a la muerte. Durante el resto del día asignó a Miss Anderson el cuidado de los pacientes menos agradables de la sala, hombres y mujeres saturados de amargura que se quejaban de la vida.
Meomartino estaba esperando a Peggy Weld cuando ésta llegó corriendo al hospital.
—Hola —dijo.
—Buenos días. ¿Sabe cómo se encuentra mi hermana?
—Siéntese un momento y hablemos.
—Ha ocurrido, ¿no? —preguntó ella, en voz baja.
—Sí —respondió él.
—¡Pobre Mellie!
Dio media vuelta y se alejó.
—Peg —dijo él, pero ella movió la cabeza y siguió alejándose.
Unas horas más tarde volvió para recoger las cosas de su hermana. Estaba pálida, pero Meomartino vio que tenía los ojos secos, lo que le preocupó. Estaba seguro de que era el tipo de mujer capaz de esperar todo el tiempo que hiciera falta, semanas incluso, hasta verse sola, y entonces volverse completamente histérica.
—¿Se encuentra bien? —preguntó.
—Sí. He estado dando un paseo.
Estuvieron sentados un rato juntos.
—Merecía un fin mejor —dijo ella—, de verdad. Debiera haberla conocido cuando estaba bien.
—Lástima no haberla conocido entonces. ¿Y qué va a hacer ahora? —preguntó, con voz suave.
Ella se encogió de hombros.
—Lo único que sé hacer. Después… de todo… Llamaré a mi agente y le diré que estoy lista para volver a trabajar.
—Eso está bien —dijo él, con cierto alivio en la voz.
Ella le miró con curiosidad.
—¿Qué quiere decir?
—Lo siento. Entreoí una conversación.
Ella le miró y sonrió pensativa.
—Mi hermana era muy poco práctica. Mi cuñado no me querría ni regalada —dijo—. Piensa que soy una mujer perdida. Y, si quiere que le diga la verdad, yo a él tampoco le aguanto.
Se levantó y le alargó la mano.
—Adiós, Rafe Meomartino —dijo, sin tratar siquiera de ocultar la pena que sentía.
Él le tomó la mano y pensó que las vidas humanas se cruzan en ritmos carentes de sentido, preguntándose al mismo tiempo qué habría ocurrido si hubiese llegado a conocer a esa mujer antes de la noche en que Liz había salvado de la lluvia a un extraño ebrio.
—Adiós, Peggy Weld —dijo, dejando que se fuese.
Aquella tarde, con el doctor Longwood ausente y el doctor Kender presidiendo, el servicio se reunió en la Conferencia de Mortalidad y dedicó la sesión entera a examinar el caso de Melanie Bergstrom.
El doctor Kender examinó la cuestión serenamente, atribuyendo la muerte a una infección producida por exceso de fármacos inmunosupresores.
—El doctor Silverstone sugirió dosis de cien miligramos —dijo—, pero yo opté por dosis de ciento treinta miligramos.
—En su opinión, ¿se habría presentado la pulmonía de haberse administrado la dosis de cien miligramos propuesta por el doctor Silverstone? —preguntó el doctor Sack.
—Probablemente no —respondió Kender—, pero tengo una razonable seguridad de que con sólo cien miligramos habría rechazado el trasplante. El doctor Silverstone ha estado realizando estudios con animales y les dirá que no se trata sencillamente de X unidades de peso corporal contra Y unidades de medicamentos. Intervienen en el problema otros factores: la resistencia del paciente, el vigor de su corazón, su energía vital, y, sin duda, también, otras cosas que aún no conocemos.
—¿Y qué deducimos de esto, doctor? —preguntó Sack.
Kender se encogió de hombros.
—Hay una sustancia que se produce inyectando caballos con nódulos linfáticos triturados procedentes de cadáveres humanos. Se llama suero antilinfocito; abreviado, es «ALS». Hay ya informes preliminares de que, en casos como el que nos ocupa, es muy eficaz. Creo que deberíamos comenzar en seguida a experimentarlo con animales.
—Doctor Kender —preguntó Miriam Parkhurst—, ¿cuándo piensa dar un riñón a Harland Longwood?
—Estamos buscando un cadáver —dijo Kender—. Su tipo sanguíneo es B negativo. En cualquier caso, hay pocos donantes, pero aquí tenemos la complicación extra del tipo de sangre poco frecuente.
—¿Ha advertido a otros hospitales que buscamos un cadáver con tipo de sangre B negativo? —preguntó Miriam.
Kender asintió.
—Hay otra cosa que creo deberían saber ustedes —dijo—. Podemos conservar físicamente al doctor Longwood gracias a la máquina de diálisis, pero, psicológicamente, el tratamiento no le va. Por razones psiquiátricas no podrá seguir usando la máquina mucho más tiempo.
—Eso es precisamente lo que yo quería decir —dijo Miriam Parkhurst—. Tenemos que hacer algo. Desde hace años, algunos de nosotros conocemos a este hombre, a este gran cirujano, como maestro y amigo.
—Doctora Parkhurst —dijo Kender, con suavidad—, estamos haciendo todo lo posible. Ninguno de nosotros puede hacer milagros.
Evidentemente, el doctor Kender decidió volver a dar un tono profesional a la reunión, porque se volvió hacia Joel Sack.
—¿Se ha hecho ya la autopsia de Mrs. Bergstrom?
El doctor Sack denegó con la cabeza.
—No he recibido permiso para la autopsia.
—Yo hablé con Mr. Bergstrom —dijo Adam Silverstone—. Se niega a permitir la autopsia.
Kender frunció el ceño.
—¿Y cree que cambiará de idea?
—No, doctor —respondió Silverstone.
—Me gustaría tratar de convencerle —dijo Meomartino de pronto.
Todos le miraron.
—Naturalmente, si el doctor Silverstone no se opone a ello.
—Por supuesto que no. No creo que haya fuerza humana capaz de hacerle firmar el documento, pero si quiere usted intentarlo…
—No se pierde nada con probar de nuevo —dijo Kender, echando una ojeada de aprobación a Meomartino.
Miró a los cirujanos allí reunidos.
—Si no podemos estudiar los resultados de una autopsia será inútil votar en este caso. Pero parece evidente que, dados nuestros conocimientos actuales sobre el fenómeno del rechazo, esta muerte no podía preverse.
Aguardó por si alguien tenía algo que objetar, y luego, ante el acuerdo general, indicó con un movimiento de cabeza que la reunión había terminado.
Meomartino hizo la llamada telefónica desde su despacho.
—¿Sí? —dijo Ted Bergstrom.
—¿Mr. Bergstrom? Soy el doctor Meomartino, del hospital.
—¿De qué se trata? —preguntó Bergstrom.
Y en su voz Meomartino percibió el odio subconsciente del pariente hacia los cirujanos que habían perdido la batalla.
—Es acerca de la autopsia —respondió.
—Ya he dicho bien claro cuando hablé con el otro médico que esto se acabó. Ya hemos sufrido bastante. Está muerta, y asunto terminado.
—Hay una cosa que querría decirle —dijo Meomartino.
—Pues desembuche.
—Tiene usted dos hijas.
—¿Y qué?
—No creo, en absoluto, que corran peligro. No tenemos pruebas serias de que la predisposición a enfermedades del riñón sea hereditaria.
—¡Dios mío! —exclamó Bergstrom.
—Estoy seguro de que una autopsia revelará que no tiene motivo alguno para preocuparse.
Bergstrom guardó silencio. Luego, del otro extremo de la línea, llegó el gemido de un animal dolorido.
—Mandaré en seguida a su casa el documento. Lo único que tiene que hacer es firmarlo —dijo.
Meomartino siguió allí sentado, escuchando el terrible gemido durante mucho tiempo, o tal le pareció. Luego, con suavidad, colgó el auricular.
Aquella tarde, a las ocho y veinte, cuando sonó el timbre indicando la presencia del primer invitado, él mismo fue a abrir la puerta.
—Hola, doctor —dijo Maish Meyerson.
Meomartino hizo pasar al conductor de ambulancia y le presentó a Liz. Aquella mañana Liz había ido a la peluquería, y le había sorprendido volviendo a casa con el pelo negro.
—¿Te gusta? —había preguntado, casi tímidamente—. Dicen que volvería a crecer con su color natural, de modo que apenas se notaria la diferencia.
—Sí, mucho.
Le asustaba un poco. Le parecía aún más ajena, casi como una completa desconocida. Pero había estado instándola a ello desde hacia tiempo y le agradó mucho que por fin hubiese accedido, diciéndose, esperanzado, que era buen signo.
Meyerson pidió «Bourbon[33]». Brindaron.
—¿Y nada para usted, Mrs. Meomartino?
—No, gracias.
Los dos apuraron sus copas, y la impresión les dejó un instante silenciosos.
—¿Qué pasa, Maish? —preguntó Meomartino.
—¿Qué?
—Nada, todo este asunto.
—No tengo la menor idea.
Ambos se sonrieron. Meomartino llenó primero el vaso de Maish y luego el suyo.
Volvió a sonar el timbre y el rostro de Liz expresó alivio, pero sólo un instante. Esta vez era Helen Fultz. Helga le quitó el abrigo y ella se unió al grupo en el cuarto de estar, pero se obstinó en tomar zumo de tomate, sin nada. Los cuatro se sentaron, mirándose y tratando de hablar, hasta que, menos mal, el timbre comenzó a sonar con frecuencia y el cuarto de estar a llenarse. Poco después había gente por todas partes, y el ruido era el que suele haber en las fiestas. Meomartino se preguntó si Peggy Weld habría tenido ya oportunidad de echarse a llorar; luego, como buen anfitrión, comenzó a ahogarse en un mar de gente.
Algunos de los cirujanos estaban casados y llegaron con sus mujeres.
Mike Schneider, de cuyo matrimonio se decía que estaba a punto de disolverse, se presentó con una pelirroja obesa, diciendo que era su prima de Cleveland, Estado de Ohio.
Jack Moylan estaba con Joan Anderson, «cuyos ojos parecían relucir demasiado», pensó Meomartino, aunque su disgusto anterior no había dejado en ella mucha huella.
—Nunca me he emborrachado, Rafe —dijo Joan—. ¿Puedo empezar hoy?
—Haz lo que quieras.
—Empezar es la palabra justa; abajo con el orden establecido —dijo Moylan, llevándola al bar.
Harry Lee, a quien nadie había visto nunca con mujeres, apareció con Alice Tayakawa, la anestesista.
Spurgeon Robinson, acompañado por una Venus negra, a quien presentó fríamente a Meomartino, había llegado con Adam Silverstone y una rubia pequeña, de piel atezada. Meomartino la observó mientras hablaba con la anfitriona.
Liz la miró con curiosidad.
—Encantada —dijo.
—Encantada.
Las dos mujeres se sonrieron.
A las diez y media, Meyerson había ya convencido a Helen Fultz de que se tomase un screwdriver[34], porque el zumo de naranja contenía vitamina C. Harry Lee y Alice Tayakawa estaban sentados en un rincón, discutiendo acaloradamente sobre los peligros del hígado enfermo en relación con cierto tipo de anestesia.
—Toma otro —le decía Jack Moylan a Joan Anderson.
Ésta iba ya lo bastante adelantada en su programa para estar imitando bastante bien el nirvana bajo un cortinaje que llegaba hasta tres palmos del suelo, mientras Moylan y Jack Schneider la observaban clínicamente.
—Pelvis estrecha —observó Moylan.
—Masters y Johnson deberían escribir un ensayo sobre la receptividad fálica de las enfermeras jóvenes como consecuencia de una experiencia inicial con la muerte —dijo Schneider, mientras la chica, arqueando la espalda, pasaba por debajo de la cortina.
Moylan se apresuró a ir al bar a llenarle de nuevo el vaso.
—¿Puedo traerle una copa? —preguntó Meyerson a Liz Meomartino.
Ella le sonrió.
—No, gracias —repuso.
—Y entonces le suturé la herida del deltoides —estaba diciendo Spurgeon—. Fui y le dije: «Claro, en la confusión resultó herida». Y ella a mí: «No, doctor, en el hombro».
Esto dio comienzo a una ronda de anécdotas sobre descripciones de pacientes de sus propias enfermedades: fibroides del útero que se convertían en bolas de fuego, anemia avanzada en anemia desatada, viejas solteronas con glándulas hinchadas que insistían en que tenían indigestión, y niños con sarpullido que era, según ellos, carne de gallina. Meyerson dio otro sesgo a la conversación contando el caso de una señora que había ido a la tienda de comestibles de un tío suyo pidiendo harina para tortitas marca «Tía Vagina».
—¿Piensa volver a Formosa? —preguntó Alice Tayakawa a Harry Lee.
—En cuanto termine mis prácticas.
—¿Cómo es la vida allí?
Él se encogió de hombros.
—Bajo muchos aspectos sigue siendo algo chapada a la antigua. La gente casada y respetable no se reuniría así…
Alice Tayakawa frunció el ceño. Había nacido en Darien, Estado de Connecticut.
—Eres un hombre muy serio —dijo.
Él volvió a encogerse de hombros.
—Querría hacerte una pregunta —prosiguió ella, con tímida seriedad.
—¿Qué es?
—¿Es cierto eso que se dice de los hombres chinos?
Harry la miró sorprendido. Luego, parpadeó.
Con gran sorpresa se dio cuenta de que estaba sonriendo.
«Lo del pelo había sido un completo fracaso», pensó Elizabeth Meomartino, deprimida. Cuando su pelo fue rubio no podía compararse con el bronceado suave y soleado de aquella chica Pender, y ahora que había recobrado su color verdadero el lustre de la muchacha negra lo dejaba en lo que realmente era, paja teñida. Miró con resentimiento a Dorothy Williams; luego, se fijó en que Adam Silverstone y Gaby Pender estaban bailando muy juntos. Gaby sonrió a algo que Adam le estaba susurrando y le rozó la mejilla con los labios.
—Después de todo, voy a tomar un martini, pero muy pequeño —le dijo a Meyerson.
—Aquí hace mucho calor —dijo Joan Anderson.
—Te traigo otra copa —dijo Moylan.
—Estoy mareadísima.
—Vamos a otro cuarto que esté más ventilado.
Cogidos de las manos se dirigieron a la cocina, y de allí a una alcoba.
Había un niño dormido en la cama.
—¿Dónde podemos ir? —murmuró ella.
Él la besó, sin despertar al niño, y fueron por el pasillo a la alcoba grande.
—Creo que debías echarte —dijo Moylan, cerrando la puerta.
—Pero hay abrigos en la cama.
—No los estropearemos.
Se echaron sobre su nido de abrigos y la boca de él encontró el rostro de la chica, la boca, la garganta.
—¿Deberías hacer esto? —dijo ella, al cabo de un rato.
Él ni siquiera se molestó en contestar.
—Si, debes —dijo Joan, como en sueños—. Jack —llamó ella al cabo de unos instantes.
—¿Qué, Joannie? —respondió Moylan, ya completamente seguro de sí mismo.
—Jack…
—No estropeemos las cosas dándonos demasiada prisa.
—Jack, no entiendes, es que voy a vomitar.
Y vomitó.
Sobre su abrigo, vio Moylan, horrorizado.
—¿Hay muchos japoneses en Formosa? —preguntó Alice Tayakawa, apretando la mano de Harry Lee.
Rafe fue al cuarto de Miguel y lo arropó en torno a los hombros pequeños y finos. Se sentó en la cama y contempló al niño mientras del cuarto de estar llegaban ruidos de risa y música y la voz cargada de whisky de la pelirroja, que estaba cantando.
Alguien entró en la cocina. Por la puerta abierta oyó ruido de hielo al caer en vasos, y luego de líquido que se escanciaba.
«Spurgeon Robinson», pensó Meomartino.
—¿Estás solo aquí?
Era la voz de Liz.
—Si, preparándome un par de copas de repecho.
—Eres demasiado guapo para estar solo.
—Gracias.
—Eres muy grande, ¿verdad?
Oyó que ella le murmuraba algo.
—Todo el mundo conoce el talento principal de los negros. —La voz de él se había vuelto de pronto algo monótona—. Eso que dices y el taconeo.
—De taconeos yo no sé nada —dijo ella.
—Mrs. Meomartino. Tengo una dama más dulce y suave en una tierra más verde y limpia.
Hubo un momento de silencio.
—¿Dónde? —preguntó ella—. ¿En África?
Meomartino entró en la cocina.
—¿Tiene todo lo que necesita, Robinson? —dijo.
—Absolutamente todo, gracias.
Robinson se fue de la cocina con las copas.
Meomartino la miró.
—Bueno, ¿qué? ¿Me hiciste ya jefe de cirugía? —preguntó.
Más tarde, cuando se hubo ido todo el mundo, Rafe no podía echarse junto a ella. En lugar de esto, lo que hizo fue coger una almohada y mantas y tumbarse en el sofá, entre la confusión que apestaba a posos de whisky y humo. Cuando estaba ya medio dormido vio el cuerpo de Liz, los muslos maravillosamente pálidos tapados por una serie de espaldas masculinas de diversos colores, algunas de extraños, otras de hombres a quienes Rafe reconocía sin dificultad.
Medio despierto aún la mató en su imaginación, pero se dijo que no podía matarla, como tampoco podía irse sin más del apartamento.
Si fueran drogas, argumentó consigo mismo, ¿podría abandonarla?
Ahora estaba completamente despierto.
«San Rafael», dijo, como hablando con el cuarto oscuro.
Lo estuvo pensando toda la noche, y a la mañana siguiente, después de buscado el número, telefoneó desde el hospital.
—Mr. Kittredge al habla —dijo una voz sin inflexiones.
—Me llamo Meomartino. Querría que me consiguiese usted cierta información.
—¿Quiere venir a mi oficina y hablaremos? ¿O prefiere que nos veamos en algún sitio?
—¿No podemos concretar ahora?
—Nunca aceptamos clientes nuevos por teléfono.
—En fin…, pero lo que pasa es que no podré ir a su oficina hasta eso de las siete.
—De acuerdo —dijo la voz.
Pidió a Harry Lee que le sustituyese de nuevo durante la hora de cenar y fue a la dirección que constaba en la guía telefónica. Resultó ser un edificio muy viejo de la calle de Washington, en el que había varias empresas de joyería al por mayor. Las oficinas eran de lo más corriente, y hubieran podido pertenecer a una compañía de seguros. Mr. Kittredge tendría unos cuarenta años, vestía convencionalmente y llevaba un anillo masónico en el dedo. Daba la impresión de no haber puesto nunca los pies sobre la mesa.
—¿Se trata de un problema doméstico? —preguntó.
—Mi mujer.
—¿Tiene una foto de ella?
Sacó una de la cartera. Había sido hecha poco después de nacer Miguel, una foto de la que siempre se había sentido orgulloso, en la que se veía a Liz riendo, con la cabeza echada hacia atrás. Un excelente logro de los efectos de sol y sombra.
Mr. Kittredge la miró.
—¿Quiere usted divorciarse, doctor?
—No. Bueno, depende de la información que usted me consiga —dijo, fatigado.
Era su primera confesión de derrota.
—Se lo pregunto —dijo Kittredge— porque necesito saber si le van a hacer falta informes por escrito.
—Ah.
—Ya sabe usted, supongo que no hacen falta fotos de cama y tonterías de ésas.
—La verdad es que sé muy poco de estas cosas —dijo Meomartino, con sequedad.
—Lo único que la ley exige es prueba de la hora, el lugar y la oportunidad de cometer adulterio. Y por eso hacen falta informes por escrito.
—Ya —dijo Rafe.
—No cobro nada por los informes.
—Por ahora, bastan informes orales —dijo—. Luego, ya veremos.
—¿Sabe los nombres de algunos de sus amigos?
—¿Es necesario?
—No, pero podrían serme útiles —respondió Kittredge, paciente.
Meomartino sentía náuseas. Las paredes empezaban a echársele encima.
—Un tal Adam Silverstone. Es médico del mismo hospital.
Kittredge tomó nota.
—Cobro diez dólares a la hora, diez más al día por alquiler de coche, y diez centavos por milla. Doscientos dólares como mínimo por adelantado.
«Por eso no aceptaba clientes por teléfono», pensó Meomartino.
—¿Le puedo dar un cheque? —preguntó.
—Si, perfectamente, señor —respondió Mr. Kittredge cortésmente.
Cuando volvió al hospital, Helen Fultz estaba esperándole.
«Sin el estímulo del alcohol —pensó él—, volvía a ser de nuevo la mujer avejentada, oprimida por las preocupaciones».
«Una mujer fatigada», pensó, mirando más allá del uniforme y fijándose en la persona.
—Querría devolverle esto, doctor Meomartino —dijo.
Él cogió el papel y vio que era la queja que había presentado contra la enfermera desconocida que había servido dos comidas a Mr. Roche el día antes de ser operado, en contravención de órdenes escritas.
—¿Y qué quiere que haga con esto?
—Espero que tenga la bondad de tirarlo al cesto de los papeles.
—¿Por qué?
—Sé quién es la chica que sirvió las comidas —dijo—, y puedo ajustarle las cuentas a mi manera.
—Merece un rapapolvo —dijo Meomartino—. Ese viejo está acabado, pero la cirugía puede aliviar un poco el dolor de sus últimos días. Además, como la fulana esa no se tomó la molestia de leer las órdenes, le ha añadido dos días de tortura a su sentencia.
Miss Fultz asintió, mostrándose completamente de acuerdo.
—Cuando yo empecé de enfermera nadie la hubiera contratado. Es un zorrón.
—Entonces, ¿por qué la defiende?
—Porque hay escasez de enfermeras y necesitamos hasta las zorras de que disponemos. Si la queja de usted es aceptada, se irá, y encontrará trabajo a la media hora.
Rafe se quedó mirando el papel que tenía en la mano.
—Hay noches en que me quedo completamente sola —dijo ella, sin alzar la voz—. Hasta ahora hemos tenido suerte porque no nos ha cogido un caso de urgencia en esas circunstancias, pero no debemos tentar a la suerte. Ese zorrón tiene brazos y piernas; no agotemos a las enfermeras que lo son de verdad.
Rafe rompió el papel y tiró los pedazos al cesto.
—Gracias —dijo Helen Fultz—, ya me encargaré yo de que, de ahora en adelante, lea bien las instrucciones antes de servir las comidas.
Le sonrió, contenta.
—Helen —dijo él—, no sé, la verdad, lo que sería de este hospital sin usted.
—Pues funcionaría como siempre —dijo ella.
—Trabaja demasiado. Hace mucho tiempo que cumplió usted los dieciséis años.
—No es usted muy galante, doctor.
—¿Cuántos años tiene? En serio.
—¿Y eso qué más da? —replicó ella.
Rafe se dio cuenta de que estaba demasiado cerca de la edad del retiro para querer hablar de aquel tema.
—No, nada, es únicamente que tiene aspecto fatigado —dijo él, con suavidad.
Helen Fultz hizo una mueca.
—La edad no tiene nada que ver. Probablemente, lo que me pasa es que me está saliendo una úlcera.
Rafe la vio, de pronto, no como Helen Fultz, sino más bien como una vieja cansada, una paciente.
—¿Y por qué piensa eso?
—He tratado suficientes úlceras para conocer bien los síntomas. Ya no puedo comer lo que me gusta y a veces sangro un poco por el recto.
—Vamos a examinarla —dijo él.
—No. Nada de eso.
—Mire, si el doctor Longwood hubiera tomado las precauciones más elementales, ahora estaría bien de salud. El hecho de que sea usted enfermera no la exime de la responsabilidad de cuidarse. Vamos a examinarla, se lo mando.
Rafe, sonriendo, la siguió, dándose cuenta de que estaba enfadada con él.
El reconocimiento resultó difícil, pero no le deparó ninguna sorpresa. Tenía hipertensión, 19 y 9.
—¿Siente dolores en el pecho? —preguntó, auscultándole el corazón.
—Hace nueve años que sé que noto ruido sistólico basilar —contestó ella, con sarcasmo—. Como dijo usted muy bien, hace mucho tiempo que cumplí los dieciséis años.
Durante el examen del recto, que ella soportó en irritado silencio, Rafe vio que tenía almorranas, lo que, indudablemente, era la causa de la sangre.
—¿Qué es? —preguntó ella, recobrada la ropa y la dignidad.
—Probablemente se ha diagnosticado usted bien —respondió Rafe—. Yo diría que es úlcera de duodeno, pero voy a ponerla en la lista para efectuar un examen general.
—¡Cuánta lata! —Helen Fultz movió la cabeza, incapaz de darle las gracias, pero volvió a sonreírle—. Lo pasé muy bien anoche, doctor Meomartino. Su mujer es muy guapa.
—Sí —dijo él.
Inexplicablemente, por primera vez desde la muerte de Guillermo, sintió en el interior de los párpados una súbita punzada salada, de la que hizo caso omiso, hasta que, como pasa con todo, desapareció.