ADAM SILVERSTONE
Adam había hablado con Gaby serena y largamente sentados ambos en el «Plymouth azul», con el calentador en marcha, en el aparcamiento del hospital. Fuera, la nieve iba cayendo y el faro de las ambulancias pestañeaba ante ellos, hasta que una capa de nieve cubrió el parabrisas de tal manera que les aisló del resto del mundo.
—Fue todo culpa mía —dijo él—. No volverá a ocurrir nunca más.
—Casi acabaste conmigo. No podía siquiera hablar con ningún hombre.
Adam guardó silencio.
Pero había que hacer frente a otras cosas desagradables.
—Mi padre es alcohólico. En este momento parece no ir mal, pero ya otras veces se ha derrumbado y probablemente se volverá a derrumbar. Cuando esto ocurra necesitaré todo el dinero de que dispongo para cuidar de él. No puedo casarme hasta tener la posibilidad de ganar un poco de dinero.
—¿Y cuándo será eso?
—El año que viene.
Gaby no tendría nunca la impulsiva sensualidad de Liz, esto él lo sabía, pero, sin embargo, le atraía más. La quería mucho. Había puesto buen cuidado en no tocarla, y aun ahora seguía sin tocarla.
—No quiero esperar hasta el año que viene, Adam —dijo ella, con firmeza.
Adam pensó que seria conveniente hablar con alguien del departamento de Psiquiatría del Hospital, y entonces se acordó de Gerry Thornton, que había sido condiscípulo suyo en el Colegio Médico y ahora estaba en el Centro de Salud Mental de Massachusetts. Le telefoneó y estuvieron cinco minutos saludándose y contándose chismes sobre otros condiscípulos.
—Ah…, ¿querías algo? —preguntó, por fin, Thornton.
—Pues te diré —respondió Adam—. Una amiga mía, una amiga muy intima, tiene un problema, y pensé que no estaría de más hablar de esto con una persona que, además de haber sido psicoanalizada, es amigo de uno.
—La verdad es que todavía me faltan varios años de mi propio psicoanálisis —dijo Thornton, escrupuloso.
Y aguardó.
—Gerald, si estás muy ocupado no tenemos por qué vernos esta semana…
—Adam —le reprochó el otro—, si yo viniera a verte con apendicitis aguda, ¿me pedirías esperar a la semana que viene? ¿Qué te parece el jueves?
—¿Comemos juntos?
—Mejor en mi despacho —dijo Thornton.
—De modo que ya ves —dijo—; lo que me preocupa es la posibilidad de que nuestras relaciones la perjudiquen.
—Bueno, claro es que no conozco a la chica. Pero yo diría que se puede afirmar que si ella se siente seriamente comprometida mientras tú estás pasándolo bien, y perdona…
—No es ésa la cuestión. Lo que yo querría saber, so freudiano, es qué efecto puede tener una larga relación amorosa en una chica que sufre de lo que parece ser hipocondría.
—Ejem… Bueno, no puedo formular un diagnóstico por la misma razón que tú tampoco podrías saber, con sólo hablar por teléfono con él, si un paciente tiene carcinoma —Thornton cogió la bolsa del tabaco y se puso a llenarse la pipa—. ¿Dices que sus padres están divorciados?
Adam asintió.
—Lleva bastante tiempo separada de ellos.
—Eso podría influir, por supuesto. Estamos empezando a aprender algo, poco a poco, sobre enfermedades imaginarias. Algunos médicos han calculado que ocho de cada diez de sus pacientes les consultan por razones psicosomáticas. Su dolor es igual de real que el de los otros pacientes, claro, pero es la mente la que se lo causa, no el cuerpo. —Encendió una cerilla y dio una chupada a la pipa—. ¿Has leído las poesías de Elizabeth Barrett Browning?
—Alguna.
—Pues fíjate en los versos que escribió a su perro, Ftuff.
—Me parece que el perro se llamaba Flush.
Thornton pareció molesto.
—Sí, justo, Flush.
Se dirigió a una estantería y sacó un libro que hojeó.
—Aquí está.
Pero de ti se dirá que vigilaste
la cama día y noche
sin descanso, en una alcoba
cerrada sin sol que rompiera
el cerco en torno al enfermo
solo.
»Todo parece indicar que durante cuarenta años esta mujer fue un caso clásico de hipocondría. En realidad, una inválida, tan grave que tenía que ser bajada y subida en brazos por las escaleras. Entonces fue Robert Browning y se enamoró primero del espíritu de su poesía y después de ella, entrando como un bólido en la fortaleza del viejo Barrett, en la calle de Wimpole. Resultado: a la hipocondría se la llevó el viento, o quizá fuera la noche nupcial quien se la llevó, no lo sé. Elizabeth tuvo un hijo con Robert cuando ya contaba cuarenta años. ¿Cómo se llama tu amiga? —preguntó bruscamente.
—Gaby, Gabrielle.
—Bonito nombre. ¿Y cómo se encuentra ahora?
—Ahora bien, sin síntomas.
—¿Ha sido psicoanalizada?
—No.
—La gente con inquietudes, como ella, puede ser tratada perfectamente, ¿sabes?
—¿Quieres verla tú?
—No, yo no. Creo que sería mejor que la viera un sujeto muy brillante que hay en el «Beth Israel» y que está medio especializado en hipocondríacos. Dime si ella quiere, y lo arreglaré.
Adam le dio la mano.
—Gracias, Gerry.
Gerald, acabarás hecho un pedante, profetizó al salir del despacho entre el humo de la pipa. Luego sonrió. Sin duda, Thornton toleraría pacientemente esta observación, calificándola de «transferencia negativa».
Gaby veía con frecuencia a Dorothy. Se cogieron simpatía desde el principio, y a menudo, cuando Adam y Spurgeon estaban de servicio, las dos chicas se visitaban. Fue Dorothy quien llevó a Gaby al vecindario de la colina de Beacon donde encontró el apartamento.
—Mi hermana vive cerca de aquí —dijo Dorothy—, mi hermana Janet.
—¿Sí? ¿Vamos a verla?
—No, no nos llevamos bien.
Gaby notó que Dorothy estaba preocupada y no hizo más preguntas. Dos días después, yendo con Adam a la colina de Beacon, la emoción le había hecho olvidar por completo el incidente.
—¿A dónde me llevas? —preguntó Adam.
—Ya verás.
El sobredorado de la Casa del Estado parecía, al sol matinal, un arbusto ardiente, pero sin dar calor. Un momento después ella le cogió de la mano y le sacó de los vientos del espacio abierto hacia el relativo refugio de la calle de Joy.
—¿Queda mucho? —preguntó él.
Su aliento se condensaba en el aire helado.
—Ya verás —repitió ella.
Gaby se había puesto una chaqueta roja de esquiar y pantalones elásticos azules que ceñían lo que él, la noche anterior, acariciándola, había llamado la zona glútea más bonita que jamás había sido vista dentro o fuera de una sala de operaciones quirúrgicas. Llevaba también gorro azul de esquiar, de lana, con una borla blanca de la que Adam tiró, a mitad de la cuesta de Beacon, para que se detuviera.
—No me muevo. No doy otro paso hasta que me digas a dónde vamos.
—Por favor, Adam, ya casi hemos llegado.
—Júralo eróticamente.
En la calle de Phillips ya habían dado casi la vuelta a la manzana cuando se detuvieron ante un edificio de apartamentos de cuatro pisos con paredes agrietadas.
—Cuidado con los escalones —dijo ella, indicando la entrada descendente.
—Esto es suicida —murmuró Adam.
Los escalones de cemento estaban cubiertos por casi diez centímetros de hielo sucio, sobre el que había que andar con mucho cuidado. Al llegar al fondo, Gaby sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta.
La única ventana dejaba pasar muy poca luz al cuarto.
—Espera un momento —dijo ella apresuradamente, encendiendo las tres luces al tiempo.
Era una especie de estudio. El papel de las paredes había sido pintado de un marrón demasiado oscuro para tan débil iluminación. Bajo el polvo que cubría el suelo había un piso de asfalto color ladrillo, agrietado en algunos sitios. Había también un sofá relativamente nuevo, que indudablemente se podía convertir en cama, una silla demasiado mullida, tapizada de damasco desvaído, y otra que había sido salvada de un juego de muebles de mimbre de jardín.
Gaby se quitó los guantes y se mordió el dedo gordo. Adam había notado este ademán característico suyo, indicio de que estaba nerviosa.
—Bueno, ¿qué te parece?
Adam le sacó el dedo de la boca.
—¿Qué me parece qué?
—Le dije a la patrona que a las diez le daría una respuesta si me interesa alquilarlo.
—Es un sótano.
—Un piso bajo.
—Hasta el suelo está sucio.
—Lo lavaré y enceraré hasta que reluzca.
—Gaby, ¿hablas en serio? No es ni la mitad de bonito que tu piso de Cambridge.
—Además de esta alcoba-cuarto de estar hay un baño y una cocina. Míralo.
—No me vas a decir que a Susan Haskell le va a gustar este sitio más que donde vive ahora.
—Susan Haskell no va a vivir aquí.
Adam lo pensó un momento.
—¿No?
—Viviremos nosotros. Tú y yo.
Se miraron.
—Cuesta setenta y cinco dólares al mes. Me parece barato, Adam —dijo ella.
—Si, desde luego —convino Adam—. Lo es.
La cogió por la cintura.
—Gaby, ¿estás segura de que es esto lo que quieres?
—Completamente. A menos que no quieras tú.
—Pintaré las paredes —dijo él al cabo de un momento.
—Son feas, pero la situación es estupenda. La estación del «elevado» está a sólo dos manzanas de distancia —dijo Gaby—, y también la cárcel de la calle de Charles. La patrona me dijo que en tres minutos justos se puede ir de aquí al apartamento de la calle de Bowdoin, donde solía vivir Jack Kennedy.
Adam besó su mejilla y notó que estaba húmeda.
—Eso sí que nos vendrá bien —dijo.
Adam tenía poco equipaje. Reunió sus cosas del escritorio en un saquito. Había algo de ropa en los colgadores del armario, y también algunos libros, que metió en un bolso de papel. Al cabo de la calle. El cuarto parecía ahora igual que la noche en que lo había usado por primera vez. No dejaba nada de sí mismo en aquella pequeña celda.
Spurgeon estaba de servicio, de modo que no había nadie de quien despedirse en el sexto piso.
Fueron al apartamento de Cambridge, y Susan Haskell ayudó a Gaby a hacer la maleta, mientras él vaciaba el contenido de dos estanterías en cajas de cartón.
Susan estaba muy triste, pero trató a Adam con gélida cortesía.
—El cubo de plástico es mío —dijo Gaby, culpable—. Compré una serie de cosas, pero se me olvidó comprar un cubo. ¿Te importa que me lo lleve?
—No, mujer, llévate todo lo que es tuyo y no seas tonta.
—Dentro de un par de días comeremos juntas —dijo Gaby—. Ya te telefonearé.
Los dos fueron en silencio hacia el puente de Harvard y luego siguieron a lo largo del río Charles. El cielo estaba ceniciento y su estado de ánimo había bajado algo, pero cuando llegaron a la calle de Phillips la actividad física de descargar el coche les reanimó.
Adam realizó una especie de enérgico ballet por la helada escalera, pero, a pesar del peligro se las arregló para no caer. Cuando dejaron en el suelo del apartamento la última caja de cartón, Gaby había ya limpiado con desinfectante los cajones del escritorio y estaba forrándolos con papel corriente.
—No hay más que esta cómoda —le dijo—. ¿Te importa dónde ponga tus cosas?
—Donde quieras —respondió él, sintiéndose súbitamente mejor—. Yo voy a limpiar de hielo los escalones.
—Excelente idea —dijo Gaby, haciéndole sentirse orgulloso de ser tan hombre de su casa.
Cuando volvió al apartamento, frío pero vencedor de las fuerzas de la Naturaleza, Gaby le dijo que no se quitara el abrigo.
—Vamos a necesitar sábanas para la cama —explicó.
Adam fue entonces a la tienda de Jordan, donde estuvo un momento indeciso entre sábanas blancas o de color, sencillas o con reborde. Finalmente se decidió por el color beige y los rebordes, comprando cuatro, dos para usar y dos para lavar.
Volvió y la encontró a gatas, limpiando el suelo.
—Ponte junto a la pared, querido —dijo—. Dejé sitio para que pases.
Adam circunnavegó el cuarto.
—¿Puedo hacer alguna otra cosa?
—Sí; hay que lavar el suelo del retrete y de la cocina —dijo Gaby—. Hazlo tú mientras termino esto.
—¿Hace falta realmente? —preguntó él, inquieto.
—No podemos vivir en un sitio sin limpiarlo antes —respondió ella, sorprendida.
Entonces, Adam cogió el cubo de plástico, tiró el agua sucia, lo lavó, volvió a llenarlo de agua jabonosa, se puso a gatas y fregó lo que hizo falta. Los dos suelos eran más grandes vistos de cerca, pero él trabajó, cantando.
Cuando terminó ya había oscurecido y los dos tenían hambre. Adam dejó que ella encerara el suelo del cuarto de baño, y aunque estaba sudando a mares permitió que la fuerza de la gravedad llevara sus exhaustas piernas cuesta abajo, por el lado norte y ventoso de la colina de Beacon, hasta el puesto donde vendían rosbif, junto a la cárcel de la calle de Charles.
Compró bocadillos y cerveza, y tuvo la clara sensación de que el del puesto sabía que era para dar de comer a un preso.
Tras haber comido, Adam se disponía a limpiar el armario, pero Gaby le dijo que lavara antes las alacenas de la cocina, mientras ella terminaba el cuarto de baño.
Esta vez no cantó. Hacia el final, los dos trabajaron con mecánica seriedad. Gaby terminó la primera y, mientras se duchaba, Adam se sentó en la silla de jardín, demasiado cansado para hacer otra cosa que respirar. Cuando salió Gaby, en bata, Adam fue a ducharse bajo el fino y caliente chorro que comenzó a enfriarse rápidamente y le obligó a lanzarse a una carrera contra la temperatura descendente, jabonándose y frotándose bien en una milésima de segundo, antes de que el agua se volviese insoportablemente fría.
Gaby había desplegado el sofá y hecho la cama, y ahora estaba echada en ella, en camisón azul, leyendo una revista y marcando las recetas de cocina que le gustaban.
—Mala luz; te vas a estropear los ojos —dijo él.
—¿Por qué no la apagas?
Dio la vuelta por el cuarto, apagando las tres tenues luces, y, al volver, tropezó en la oscuridad, con los zapatos de ella. Se metió en la cama a su lado, conteniendo un gemido porque los músculos se le habían puesto terriblemente rígidos; ya se había vuelto hacia Gaby cuando, en algún sitio, una mujer dio un chillido largo y aterrado, seguido por un golpe sordo, justo a la entrada del apartamento.
—¡Dios mío!
Adam se bajó de la cama de un salto.
—¿Dónde pusiste mi maletín?
—En el armario.
Gaby fue corriendo a buscarlo y se lo tendió a Adam, quien metió los pies descalzos en los zapatos, se echó encima la bata y salió afuera. Hacia mucho frío y no se veía nada. En algún sitio, escaleras arriba, la mujer volvió a chillar. Adam subió por las escaleras delanteras que conducían a la parte superior del edificio y entró en el vestíbulo; la puerta del apartamento número 1 se abrió y se asomó una mujer.
—¿Qué desea?
—He oído ruido. ¿Sabe lo que era?
—No he oído nada. ¿Quién es usted?
—El doctor Silverstone. Acabamos de mudarnos. Abajo.
—Ah, sí. Me alegro de conocerle. —La puerta se abrió más, poniendo al descubierto un cuerpo bajo y chaparro y una cabellera gris en torno a un rostro redondo y fofo, con leves signos de vello en el labio superior—. Soy Mrs. Walters. La patrona. Su mujer es una chica preciosa.
—Gracias —dijo él, y, al instante, volvió a oírse arriba el chillido.
—Ah, ésa es Bertha Krol —dijo la mujer.
—Ah, Bertha Krol.
—Sí, no se preocupe. Se callará en seguida.
La mujer le miró. Adam estaba allí, en pie, con zapatos y sin calcetines, en pijama y una vieja bata, con el maletín en la mano; notó que a la vieja empezaban a temblarle los hombros.
—Buenas noches —dijo, con sequedad.
Al bajar los escalones de la entrada, cayó algo como un bólido y se oyó otro ruido seco. Un saco de basura se rompió contra el suelo en plena calle. Asombrado, Adam observó ahora a la luz de la farola el sucio contenido del primer saco que, pocos minutos antes, había oído caer y romperse. Levantó la vista justo a tiempo para ver una cabeza que se retiraba a toda prisa de la ventana de arriba.
—¡Esto es una vergüenza! —gritó—. ¡Haga el favor de parar, Bertha Krol!
Algo pasó silbando cerca de su cabeza, yendo a chocar metálicamente contra el escalón.
Era una lata de cerveza.
Dentro, Gaby, sentada en la silla, estaba asustada.
—¿Qué era?
—Nada, Bertha Krol. La patrona dijo que callará en seguida.
Volvió a poner el maletín de las medicinas en el armario, apagó las luces, se quitó la bata y los zapatos y ambos volvieron a acostarse.
—Adam.
—¿Qué?
—Estoy rendida.
—También yo —dijo él, aliviado—, y me duele todo.
—Mañana te compraré linimento y te haré fricciones —dijo ella.
—Okay. Buenas noches, Gaby.
—Buenas noches, querido.
Arriba, la mujer seguía chillando. Fuera, se oyó el choque de otra lata de cerveza contra el helado pavimento. Gaby se estremeció ligeramente y Adam se volvió hacia ella y le pasó la mano por los hombros.
Un momento después la sentía temblar bajo su brazo, de la misma manera que habían temblado los hombros de la patrona poco antes, pero no sabía si era de tristeza o de alegría.
—¿Qué te pasa? —preguntó con suavidad.
—Estoy cansadísima, y no hago más que pensar: «esto es lo que es ser una mujer caída».
Adam rió con ella, aunque le dolía en muchos sitios.
Un pie pequeño y frío se frotó contra su empeine. Arriba, la mujer —Adam se preguntó si estaría borracha, o loca de atar— había dejado de chillar. De vez en cuando pasaba un coche por la calle, rompiendo el hielo y hendiendo la basura de Mrs. Krol y lanzando reflejos breves contra la pared. Gaby levantó la mano, que cayó, cálida y ligera, sobre el muslo de él. Estaba dormida y Adam notó que roncaba, pero el sonido sibilante, suave y rítmico, era musical y atractivo, como el gemido de las palomas en los olmos inmemoriales y el murmullo de innumerables abejas[31]. Era un ruido que ya le gustaba mucho.
A la mañana siguiente se despertaron temprano y, a pesar de los dolores musculares y óseos que les atenazaban, en aquel frío y tranquilo cuarto, bajo las gruesas mantas, hicieron deliciosamente el amor; luego, como aún no tenían provisiones en las alacenas de la cocina, se vistieron y fueron cuesta abajo, sobre el suelo que la noche había cubierto de blanca y suave nieve, a desayunar por todo lo alto en una cafetería de la calle de Charles.
Gaby le acompañó a la estación del «elevado» y le dio un beso de despedida hasta dentro de treinta y seis horas. En los rostros de ambos se podía ver lo bien que les parecía aquel nuevo estado de cosas; pero ni él ni ella trataron de expresarlo con palabras, quizá por superstición.
Gaby fue de compras, tratando de ser sensata y frugal, porque la acomplejaba la idea de tener que vivir de su sueldo del hospital, y sabía que no daría mucho de sí si seguía ahora comprando con su generosidad habitual.
Pero cuando vio los aguacates maduros no pudo resistir la tentación y compró dos. A pesar de su prudencia en comprar y de que no eran más que dos personas, Gaby decidió sentar las bases de su despensa y acabó con cinco bolsas grandes llenas. Pensó ir a casa a por el coche, pero luego decidió pedir prestado al tendero una carretilla de mano. Estaba prohibido, pero al hombre le conmovió que hubiera tenido el valor de pedírselo y hasta la ayudó a cargar los bultos. Parecía una buena solución, hasta que tuvo que enfrentarse con el problema de empujar la carretilla cuesta arriba. La nieve dificultaba la tarea, y la carretilla resbalaba, y ella también.
Una chica negra, salida de no se sabía dónde, con nieve en el pelo, se ofreció a ayudarla.
—Usted empuja por un lado y yo por otro —dijo.
—Gracias —jadeó Gaby.
Entre las dos consiguieron llevar los bultos hasta la calle de Phillips.
—Me salvó usted la vida. ¿Quiere una taza de té?
—Okay —respondió la chica.
Llevaron los bultos al apartamento y se quitaron los abrigos, dejándolos sobre la cama. La chica llevaba pantalones largos de un azul desvaído, y una blusa vieja. Tenía los pómulos salientes y la piel de un precioso marrón aterciopelado. Tendría unos diecisiete años.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Ah, sí, dispensa. Gabrielle…
Se interrumpió, preguntándose si añadir Pender o Silverstone.
La chica no pareció darse cuenta.
—Bonito nombre.
—¿Y tú?
—Janet.
Gaby, de puntillas, trataba de alcanzar la tetera.
—No serás la Janet de Dorothy.
—Tengo una hermana que se llama Dorothy.
—¡Pues somos amigas!
—¿Sí? —dijo la chica, sin apenas interés.
Gaby preparó el té en la cocina por primera vez y abrió un paquete de galletas, y las dos tomaron té y varias galletas cada una y charlaron. Janet vivía en la calle de Joy.
—El nombre de la calle fue uno de los motivos de que me fuera a vivir allí. A esa casa tan enorme.
Gaby rió.
—Lo dices como si fuera inmensa.
—Lo es.
—¿Cuántas habitaciones?
—Nunca las conté. Dieciocho, quizá veinte. Necesitamos el sitio. Vivo con una familia muy numerosa.
—¿Cuánta gente?
Se encogió de hombros.
—Depende. A veces unos se van y a veces otros vienen y se quedan. No sé cuántos somos ahora. Bastantes.
—Ah —dijo Gaby, comprendiendo lo que quería decir.
—Funciona bastante bien —dijo Janet, cogiendo otra galleta—. Cada uno hace su cosa.
—¿Qué clase de cosa?
—Pues eso. Carteles. O flores, o sandalias, lo que uno quiera hacer.
—¿Y tú qué haces?
—Merodear. Salgo a por comida.
—¿Y dónde la encuentras?
—En todas partes. En las tiendas y los mercados. Nos dan verdura picada y cosas así. No sabes la sustancia que queda después de eliminar la parte mala. Y la gente de por aquí nos conoce y nos da cosas. Somos cinco los merodeadores de mi familia. Nos va bien.
—Ya —dijo Gaby.
Un poco después cogió las tazas y lo demás y lo dejó en la pila de la cocina.
—Tengo que llevar la carretilla —dijo.
—Yo lo haré yo. Tengo que pasar por ahí.
—No, mujer…
—¿No te fías de mí?
—Sí, claro.
—Pues entonces te la llevo yo.
Gaby fue a la cocina y cogió una jarra de manteca de cacahuete y dos de mermelada y un panecillo y, ¿quién sabe por qué motivo?, uno de los aguacates, metiéndolo todo en una bolsa de papel.
—Te doy esto —le dijo a la chica, sintiéndose avergonzada, sin saber por qué.
Janet se encogió de hombros con indiferencia.
—Tienes muchos libros —dijo, señalando los volúmenes que había en montones en el suelo—. Las cajas de naranjas sirven muy bien como estanterías. Pintadas de distintos colores.
Saludó con la mano y se fue. El apartamento quedó silencioso y vacío. Gaby puso la compra en la alacena, diciéndose que ahora tendría que volver a la tienda a por más manteca de cacahuete, mermelada y pan. Cortó dos pedazos de cinta adhesiva y en uno puso a máquina GABRIELLE PENDER, y en otro ADAM R. SILVERSTONE, DOCTOR EN MEDICINA. Luego los pegó en la puerta, sobre la negra y oxidada estafeta metálica.
En el supermercado compró lo que había dado a la merodeadora y pidió seis cajas vacías de naranjas. Llenaron el Plymouth. Camino de casa, paró ante la ferretería y compró dos brochas, pintura y latas de esmalte negro, blanco y color calabaza.
El resto del día lo dedicó a sus proyectos de decoración. Extendió en el suelo el periódico de la mañana, y trabajó cuidadosa y afanosamente pintando dos cajas de cada color, esforzándose en que quedaran bien, porque quería dar una sorpresa a Adam. Cuando las seis estuvieron pintadas lavó las brochas y las puso bajo la pila de la cocina, con los botes de pinturas. Luego se duchó largo rato y se puso el pijama.
No estaba contenta de la distribución de las cosas en los cajones de la cómoda, por lo que se puso a sacar la mitad del cajón de él y la mitad del de ella, poniéndolo en el otro cajón, de modo que todos los compartimientos resultaron bisexuales. Los calcetines de Adam puritanamente junto a sus medias, y las bragas de ella junto a los calzoncillos. Bajo las blusas y junto a las camisas puso la cajita redonda de madreperla falsa que contenía las píldoras en que se basaban sus relaciones, las pociones mágicas que hacían posible su vida conyugal.
Estudió hasta las diez, luego cerró la puerta con llave, sujetó bien la cadena de la cerradura, tomó una de las píldoras, apagó las luces y se acostó.
«Echada, en la oscuridad, se sentía más solitaria que nunca», pensó al cabo de un rato.
El apartamento apestaba a pintura. Mrs. Krol chilló tres veces pero esta vez no parecía hacerlo con mucho interés, ni tampoco tiró nada por la ventana que hiciera ruido al caer.
Del lado del Hospital General de Massachusetts llegó el bramido de la sirena de una ambulancia, lo que la hizo sentirse más cerca de Adam. Al pasar los coches por la calle de Phillips los faros seguían dibujando monstruos, que se perseguían unos a otros por las paredes.
Ya había comenzado a dormirse cuando alguien llamó a la puerta.
Saltó de la cama y se puso junto a la puerta, en la oscuridad, abriendo sólo un poquitín, lo que daba de sí la cadena.
—¿Quién es?
—Vengo de parte de Janet.
Por la rendija, a la luz de la farola, Gaby vio un hombre, no un muchacho. Era muy alto, con el pelo rubio y largo, que en la oscuridad parecía casi del mismo color que el de Janet.
—¿Qué quiere?
—Le manda una cosa —respondió, mostrando un paquete informe.
—¿Quiere dejarlo ahí? No estoy vestida.
—De acuerdo —dijo él, afablemente.
Lo dejó en el suelo y su sombra osuna se fue a grandes zancadas. Gaby se puso la bata, encendió todas las luces y aguardó mucho tiempo hasta reunir suficiente valor para descorrer rápidamente la cadena, recoger el bulto y cerrar de golpe, volviendo a atrancar la puerta. Luego se sentó en la cama con el corazón latiéndole aceleradamente. Envuelto en una amplia crisálida de periódicos viejos había un ramo de flores de papel de colores. Eran flores grandes, negras, amarillas y de color naranja, de diversos matices. Precisamente los colores que necesitaba.
Volvió a acostarse con las luces encendidas, y estuvo así, admirando el cuarto, menos asustada. Finalmente, dejó de imaginar que oía pasos y no tardó en quedarse dormida, sintiendo por primera vez que estaba en su propio hogar.