11

ADAM SILVERSTONE

Adam echó la culpa de su furia a Meomartino por haberlo sacado de la cama, pero, confuso y pensativo, volvió al trabajo, tendiendo a recordar en los momentos más inoportunos a Gaby Pender, echada al sol con los ojos cerrados, su pequeñez perfecta y urgente, su risa rota y tímida, como si no estuviera segura de cómo hay que reírse.

Trató de ahuyentarla de la mente, llenándola con muchos otros recuerdos.

El doctor Longwood le informó del puesto que habría pronto en la Facultad de Cirugía, y Adam comprendió entonces lo que le había pasado a Meomartino. Se lo dijo a Spurgeon, estando los dos en su cuarto, bebiendo cerveza enfriada en la nieve que cubría el alféizar de la ventana.

—Voy a quedarme yo con ese puesto. Meomartino no lo va a conseguir —dijo.

Sus dedos estrangularon una lata vacía de cerveza, abollándola.

—No será sólo por antipatía —dijo Spurgeon—; no se le puede tener tanta antipatía a nadie.

—Eso no es sino parte del asunto. Es que, además, el puesto me interesa de verdad.

—¿Parte del gran programa cósmico de Silverstone?

Adam sonrió y asintió con la cabeza.

—¿El puesto de prestigio que lleva directamente a dónde está el dinero?

—Acertaste.

—Estás engañándote a ti mismo, amigo. ¿Sabes lo que es en realidad el gran programa cósmico de Silverstone?

—¿Qué? —preguntó Adam.

—Pura tontería.

Adam se limitó a sonreír.

Spurgeon movió la cabeza.

—Si crees que lo tienes todo previsto, te equivocas de medio a medio, amigo.

—Todo lo que cabe prever —dijo Adam.

Una de las cosas que había previsto era que la falta de conocimiento de Spurgeon sobre el proceso odontoideo era indicio de que el interno tenía que estudiar más anatomía. Cuando se ofreció a trabajar con él en esto, Spurgeon aceptó encantado y el doctor Sack les dio permiso para practicar disecciones en el laboratorio de patología. Trabajaban allí varias veces a la semana. Spurgeon aprendía con rapidez y Silverstone lo pasaba bien ejercitándose.

Una noche, Sack entró y les saludó. Habló poco, pero en lugar de irse lo que hizo fue acercar una silla y observarles. Dos noches más tarde repitió la visita, y esta vez, cuando hubieron terminado, dijo a Adam que fuera con él a su despacho.

—En el departamento de patología del hospital nos haría falta un ayudante de vez en cuando —le dijo—. ¿Le interesa?

Este trabajo no le rendiría tanto dinero como el que hacía en la clínica de urgencia de Woodborough, pero tampoco le agotaría tanto ni le quitaría tanto sueño vital.

—Si, doctor —dijo, sin vacilar.

—Jerry Lobsenz le enseñó bien. Supongo que no le gustaría dedicarse a Medicina interna el año que viene, ¿no es así?

Comenzaban a hacerle ofertas; señal de que, después de todo, las cosas no iban a acabar mal para él.

—Me temo que no.

—¿Poco dinero?

—Eso es parte del motivo, pero sólo parte. En efecto, no me gustaría dedicarme por entero a Medicina interna.

No encajaba en el gran programa cósmico de Silverstone.

El doctor Sack asintió.

—Por lo menos es usted franco. Si algún día cambia de opinión, dígamelo.

Al fin y al cabo, no tenía motivos justificados para querer irse del hospital. El viejo complejo de edificios de ladrillo rojo se había convertido en su mundo. Las horas que pasaba en patología eran irregulares, pero no desagradables. Le gustaba trabajar solo en el silencio sonoro del laboratorio blanco, consciente de que era un ambiente en el que cierta gente no sabía manejarse, pero en el que él podía de nuevo desplegar gran eficiencia.

Pasaba el tiempo libre entre el departamento de Patología y el laboratorio de experimentación de animales, donde estaba aprendiendo mucho con Kender. Le tenía intrigado lo distintos que eran los dos hombres que más le habían enseñado. Lobsenz había sido un pequeño judío dado a la introspección, que hablaba con un ligerísimo acento alemán que sólo se le notaba cuando estaba fatigado. Y Kender…

Kender era Kender.

Pero quizás estuviese tratando de hacer demasiadas cosas al mismo tiempo. Por primera vez en su vida solía dormir poco, y volvía a soñar, no el sueño del cuarto del horno, sino el del buceo.

Siempre al comienzo de este sueño estaba subiendo la escala, hacia la luz cegadora del sol. Era muy real: sentía la frescura del marco de acero vibrar en sus manos siempre que le daba el viento en la cara. El viento le preocupaba. Mientras subía miraba directamente a la percha, en la cima donde la escala se estrechaba, muy por encima de él, como la punta de un lápiz, hasta que el sol le hacía llorar y tenía que cerrar los ojos. Nunca miraba hacia abajo. Cuando, finalmente, llegaba a la percha, se subía a ella y miraba al mundo que se extendía a sus pies, treinta metros más abajo; sus muslos estaban tensos, su boca seca, la plataforma se movía, agitándose al viento, la piscina relucía, diminuta y dura, al sol, como una mancha. Saltaba de la plataforma y echaba hacia atrás la cabeza, abriendo los brazos mientras su cuerpo se retorcía, alto, alto, en el aire, y sentía que el viento le cogía como una vela, le empujaba, le desequilibraba, le echaba a un lado. Él trataba desesperadamente de recomponer su postura sabiendo que podría caer fuera de la piscina, en cualquier parte excepto donde había un cojín de tres metros de agua. «Caería mal —pensaba como atontado, colgando, grotescamente suspendido, mientras el agua subía hacia él—. Se haría daño y nunca más volvería a ser cirujano».

Oh, Dios.

El sueño siempre terminaba a mitad del camino entre la cima de la torre y el agua. Adam entonces se despertaba y yacía en la oscuridad, diciéndose que nunca volvería a hacer tal tontería, que ya era cirujano, que nada podía ahora detenerle.

¿Por qué se repetía este sueño?

No se le ocurrió la razón hasta una noche, en el departamento de patología, en que cerró los ojos y, respirando profundamente, se sintió transportado por un olor, el olor a esencia de formaldehído a través del tiempo y la distancia, hasta el laboratorio patológico de Lobsenz, que era donde había tenido por primera vez el sueño del buceo.

Fue durante el tercer curso de Medicina, en Pennsylvania, el periodo de las mayores dificultades económicas de su vida. La vergüenza y el asco de la amante vieja y su dinero pertenecían ya al pasado. El trabajo de carbonero le había ayudado a ir tirando durante el invierno, y duró hasta comienzos de la primavera, cuando comenzó a dormirse habitualmente en plena clase y, en vista de ello, lo dejó, porque, si no, le habrían impedido realizar dos cursos. Llegó a acostumbrarse de tal manera a la desesperación, que la mayor parte de las veces sabía hacer caso omiso de ella. Ya debía seis mil dólares en préstamos de estudiante. Debía renta atrasada de su cuarto aun cuando la patrona estaba dispuesta a esperar. Prescindió del almuerzo so pretexto de que comía demasiado, y durante dos semanas le molestaba el hambre del mediodía y la debilidad de comienzos de la tarde, pero entre primeros de abril y mediados de mayo trabajó en el hospital y, cortejando a las enfermeras, comía lo que ellas le daban gratis.

En junio, pensó aceptar un trabajo de técnico quirúrgico, pero se dio cuenta, apesadumbrado, de que no le era posible, porque la exigua paga no le permitiría ahorrar el dinero suficiente para sobrevivir a lo largo del último curso. Ya había decidido muy a desgana, volver al lugar de vacaciones de Poconos, cuándo vio un pequeño anuncio en el Bulletin de Filadelfia pidiendo buceadores profesionales para un espectáculo acuático en la costa de Jersey. La Feria Acuática de Barney era una atracción con dos filipinos y un mexicano, pero necesitaban cinco buceadores para la función, y Adam fue uno de los dos universitarios aceptados. Le pagaban treinta y cinco dólares diarios, siete días a la semana. Aunque nunca había saltado desde treinta metros de altura, no resultó difícil aprender: uno de los filipinos le enseñó a base de innumerables carreras en seco a echar los brazos hacia atrás en cuanto tocaba la superficie del agua y doblar las rodillas contra el pecho, a fin de deslizarse agua adentro, hasta tres metros de profundidad, en arco, terminando sentado tranquilamente en el fondo.

La primera vez que subió a la torre, la altura fue la parte peor de la experiencia.

La escala de acero parecía demasiado lisa, casi resbaladiza, para asirse bien a ella. Subió muy despacio, asegurándose de que tenía la mano bien cogida al escalón superior antes de soltar el inmediatamente inferior y subir. Trató de mirar derecho, hacia el horizonte, pero el gran sol vespertino estaba frente a él, y le asustaba como un avieso gran ojo dorado. Se detuvo, asiendo el escalón con la parte interior del hombro, mientras con los dedos hacia el signo de los cuernos: scutta mal occhio pu pu pu, y miró hacia arriba decididamente, fijando los ojos en la alta percha, que aumentaba de tamaño y cercanía con penosa lentitud, mientras él subía; pero, finalmente, llegó. Cuando asentó los pies en la plataforma, soltar la escala y volverse resultó difícil, pero lo hizo.

No era más que el equivalente de cinco pisos, se dijo, pero daba la impresión de una mayor altura; no había absolutamente nada entre él y la superficie del agua, y todos los edificios vecinos eran bajos. Él estaba allí, en la cima, mirando a la derecha, donde terminaba el paseo y la costa se hundía, y a la izquierda, donde, lejos y muy bajos, se veían automóviles diminutos a lo largo de una carretera costera en miniatura.

Hola, Dios.

—YA PUEDES —llegó hasta él la voz impaciente de Benson, el director.

Saltó.

Realmente era muy fácil. Ahora tenía mucho más tiempo que cuando lo hacia desde tres metros y medio de altura. Pero nunca hasta entonces se había mantenido rígido en el aire tanto tiempo. Comenzó a hacer los movimientos aprendidos en cuanto tocó el agua con los dedos del pie. Un momento más y ya se había deslizado hacia delante para caer de lado en el fondo, sobre la nalga derecha. Chocó algo, pero no demasiado. Se enderezó y quedó allí sentado, burbujeando y sonriendo; luego se despegó del cemento y subió como un rayo hacia la superficie.

Nadie pareció demasiado impresionado, pero después de dos días de práctica comenzó a participar en el espectáculo, dos veces al día.

El otro recién llegado, que se llamaba Jensen, resultó ser un buceador excelente, ex universitario de Exeter y Brown. Estudiaba literatura en Iowa y trabajaba gratuitamente como actor en un teatrillo cercano. Llevó a Adam a una pensión barata, donde por la noche había ratones tan ruidosos como leones y se oían riñas y peleas. Pero el colchón era bueno. El tiempo siguió sereno, y también sus nervios. Una chica del ballet acuático, de pechos preciosos, comenzó a hablarle con los ojos, y Adam planeó contactos más concretos. Tuvo largas conversaciones con Jensen sobre T. S. Eliot y Ezra Pound, y pensó que, después de todo, a lo mejor se harían amigos. Buceaba como una máquina, pensando mucho en cómo se comportaría cuando volviera al Colegio Médico convertido en millonario.

Las historias de accidentes parecían fábulas. Pero, el quinto día, Jensen se encorvó prematuramente y cayó en el agua de espaldas. Al emerger, estaba blanco de dolor, pero pudo andar solo y llamar un taxi que le llevó al hospital. No volvió al espectáculo. Cuando Adam telefoneó le dijeron que estaba relativamente bien, pero que seguiría allí en observación. El día siguiente amaneció gris, pero sin lluvia, con un viento cambiante que agitaba la escala y hacía oscilar la plataforma. Los que se mantienen en alto tienen que aguantar vientos fuertes. Shakespeare. Adam efectuó sus dos buceos sin incidentes, y a la mañana siguiente se sintió aliviado al ver que el sol había salido, pero no el viento. Aquella tarde hizo su primer buceo casi sin pensarlo. Durante el segundo espectáculo subió y estuvo un momento en la percha, iluminado por los reflectores. Lejos, en el mar, las luces de un barco pesquero le revelaron su misteriosa y distante presencia, mientras que las del paseo parecían joyas desperdigadas.

«Idiota», se dijo a sí mismo.

No es que tuviera miedo físico, pero de pronto se dijo, sencillamente, que no saltaría, pues por lo que le iban a pagar aquel verano no valía exponerse a quedar incapacitado para ser médico o cirujano. Se volvió y comenzó a bajar por la escala.

—¿TE ENCUENTRAS BIEN? —Preguntó Benson por el altavoz— ¿QUIERES QUE SUBA ALGUIEN Y TE AYUDE A BAJAR?

El murmullo de la muchedumbre llegaba hasta él como el zumbido de un insecto.

Se detuvo y comunicó que se encontraba perfectamente y no necesitaba ayuda, pero esto le obligó a mirar hacia abajo por primera vez, y de pronto se dio cuenta de que no se encontraba perfectamente ni mucho menos. Se puso a descender con gran cuidado. Estaba ya a menos de la mitad del camino cuando comenzó a oír abucheos y mofas; había mucha gente joven entre los espectadores.

Benson estaba furioso cuando llegó a tierra.

—¿Estás malo, Silverstone?

—No.

—Pues ya estás volviendo a subir. Todo el mundo coge miedo de vez en cuando. Te aplaudirán más si ahora vuelves a subir y te tiras.

—No.

—No volverás a bucear profesionalmente, cobardón, cerdo judío. De eso me encargo yo.

—Muchas gracias —dijo Adam, cortés y sinceramente.

A la mañana siguiente, cogió el autobús de vuelta a Filadelfia, y al otro día ya estaba trabajando en el hospital como técnico quirúrgico, trabajo que, además, le daba la oportunidad de aprender a conducirse en la sala de operaciones.

Tres semanas antes de comenzar el semestre otoñal, vio un anuncio en el tablero del Colegio médico.

Si te interesa la anatomía y necesita dinero, quizá yo pueda darte trabajo. Pregunte en el despacho del forense.

Gerald M. Lobsenz, doctor en Medicina. Examinador médico.

Condado de Filadelfia, Pennsylvania.

El depósito de cadáveres del condado era un edificio de piedra de tres pisos, cuya fachada necesitaba una buena limpieza; el despacho del forense, en el primer piso, era una pieza de museo, abarrotado de cosas diversas. Una escuálida chica negra estaba sentada a una mesa de roble, escribiendo ruidosamente a máquina.

—¿Qué desea?

—Querría ver al doctor Lobsenz, por favor.

Sin dejar de escribir, la chica movió la cabeza, indicándole a un hombre que estaba trabajando en mangas de camisa ante una mesa situada en la parte posterior del cuarto.

—Siéntese —le dijo.

Estaba fumando un cigarro puro, ya apagado, y escribiendo. Adam se sentó en una silla de madera de respaldo recto y miró a su alrededor. Los escritorios, las superficies de las mesas y los alféizares de las ventanas estaban literalmente cubiertos de libros y papeles, algunos de ellos amarillentos. Una planta relucía cromáticamente en un tiesto de plástico. Junto a ella había un poco de follaje moribundo que Adam no consiguió identificar, raíces secas que se alargaban desesperadamente hacia una pulgada de agua sucia, en el fondo de una retorta de laboratorio. Una botella de whisky medio llena se levantaba sobre un montón de libros. El suelo aparecía cubierto de hule gastado. Las ventanas estaban sucias y no tenían cortinas.

—¿Qué quiere?

Los ojos del doctor Lobsenz eran azules y apagados, pero muy directos. El cabello era gris. Se había afeitado mal y la camisa blanca que se había puesto aquella mañana era del día anterior.

—Vi su anuncio en el Colegio. Vengo a ver si me da trabajo.

El doctor Lobsenz suspiró.

—Es usted el quinto candidato. ¿Cómo se llama?

Adam se lo dijo.

—Tengo un poco de trabajo. ¿Quiere venir conmigo? Le examinaré sobre la marcha.

—Sí, doctor —dijo Adam.

Se preguntó por qué estaría sonriendo la chica negra que escribía a máquina.

El doctor Lobsenz le llevó al sótano, a dos docenas de escalones de profundidad y a otros tantos grados de temperatura por lo menos.

Había cadáveres sobre mesas y camillas, algunos cubiertos con tela otros no. Se detuvieron junto al cadáver de un viejo muy delgado, con los pies muy sucios. Lobsenz le señaló los ojos con el puro apagado.

—¿Ve el borde blanco de la córnea? Arcus senilis. Fíjese en la mayor profundidad del pecho, es enfisema senil. —Se volvió a Adam y le miró—. ¿Recordará estas cosas la próxima vez que las vea?

—Sí.

—Ejem… Veremos.

Fue a uno de los cajones que cubrían la pared, lo abrió y miró al cadáver que había dentro.

—Muerto en un incendio. Unos cuarenta y cinco años de edad. ¿Ve el color sonrosado? Esto quiere decir dos cosas. La una es frío. La otra, monóxido de carbono en la sangre. Dondequiera que haya humo o llama amarilla hay monóxido de carbono.

—¿Cómo murió?

—Incendio en un bloque de apartamentos. Entró a salvar a su madre. De la madre no se encontraron más que restos imposibles de diferenciar de los otros.

Llevó a Adam a un ascensor y subieron en silencio al tercer piso.

—¿Sigue interesándole el empleo?

—¿Qué empleo es?

—Cuidar de los cadáveres.

Indicó con la cabeza hacia el sótano depósito de cadáveres.

—Sí, de acuerdo —dijo Adam.

—Y ayudar en las autopsias. ¿Ha visto alguna vez autopsias?

—No.

Siguió a Lobsenz y entraron en un cuarto con azulejos blancos. Había una figura diminuta en la mesa de disección. «Un muñeco» pensó Adam, pero se dio cuenta de que era una niña negra de no más de un año de edad.

—Encontrada muerta en la cuna. No sabemos de qué falleció. Miles de niños mueren así cada año; es un misterio. El imbécil del médico de la familia, muy joven, claro, trató de administrarle la respiración artificial. Esperó un día y empezó luego a ponerse nervioso pensando que a lo mejor la niña había muerto de algo muy contagioso. Hepatitis, tuberculosis, mil cosas. Bien merecido se lo tiene si le pasa algo, por estúpido.

Se puso unos guantes de goma, movió los dedos, luego cogió un bisturí y practicó una incisión desde cada hombro al esternón y después hasta el vientre.

—En Europa hacen esto desde la barbilla, en línea recta. Nosotros preferimos la «Y».

La piel oscura se abrió como por arte de magia. «Debajo había una capa de grasa infantil amarilla —pensó Adam, un poco a la ligera—, y, más abajo, tejido blanco».

—Lo que hay que recordar —dijo Lobsenz, con cierta afabilidad— es que esto no es carne. Ya no es un ser humano. Lo que convierte al cuerpo en persona es la vida, la personalidad, el alma divina. Lo demás es arcilla, una especie de material plástico hecho por un fabricante muy eficiente.

Mientras hablaba, sus manos enguantadas exploraban, el bisturí cortaba, sacaba muestras, un tanteo aquí, otro allá, un pedacito de esto, una tajada de lo otro.

—El hígado está precioso. ¿Vio jamás un hígado más bonito? La hepatitis lo habría hinchado, probablemente con hemorragia. No parece tampoco tuberculosis. Tiene suerte ese médico. Le enseñaré sobre la marcha, trabajando.

—De acuerdo —dijo Adam.

Puso las muestras en frascos, para ser examinadas en el laboratorio; luego volvió a colocarlo todo en su sitio, en la cavidad, y cosió la incisión pectoral.

«No me causó la menor impresión —se dijo Adam—. ¿No es más que esto?».

Lobsenz le llevó por el pasillo, a otra sala de disección, casi idéntica a la anterior.

—Cuando hay exceso de trabajo, el ayudante prepara una sala mientras yo trabajo en la otra —le explicó.

Sobre la mesa había una vieja de cuerpo agotado, rostro arrugado, pechos fláccidos. Dios mío, está sonriendo. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Lobsenz los abrió, gruñendo por el esfuerzo.

—Los libros de texto dicen que el rigor mortis comienza en la mandíbula y va descendiendo cuerpo abajo a una progresión regular, pero, hágame caso, no hay nada de eso.

Cuando la hubo abierto no se produjo milagro alguno.

Adam tenía la mandíbula bien cerrada —rigor vitae—, respirando con la menor frecuencia posible, notando que su abdomen se rebelaba contra el estómago vacío. ¿Quién fue el que incluyó el estar enfermo entre los placeres de la vida? Samuel Butler. «No voy a pasarlo bien», se dijo con firmeza.

Finalmente, Lobsenz volvió a coser el pecho.

Cuando volvieron al despacho de abajo el examinador médico cogió dos vasos grandes de cristal del cajón mediano de su mesa y sirvió dos fuertes dosis de la botella de whisky.

El marbete decía Espécimen número 2: Elliot Johnson. Bebieron el whisky puro.

—Voy al retrete —dijo Lobsenz, cogiendo una llave que colgaba de un clavo, en la pared.

Cuando salió, la chica negra le habló sin levantar la vista de la máquina de escribir.

—Le ofrecerá setenta y cinco dólares al mes y cuarto para dormir. No acepte menos de cien dólares. Le dirá que tiene otros aspirantes, pero sólo se presentó uno, que vomitó a la mitad de la autopsia —la máquina seguía resonando—. Es un tipo estupendo, pero muy lioso.

El doctor Lobsenz volvió, frotándose las manos.

—Bueno, ¿qué dice? ¿Le interesa el empleo? Aquí podrá aprender más sobre el cuerpo humano que en cuatro Colegios. Tenemos un buen cuarto para usted. Setenta y cinco dólares al mes.

—Quiero el cuarto y cien dólares.

La sonrisa de Lobsenz desapareció. Miró receloso a la chica, que seguía dándole a la máquina de escribir.

—Tengo más aspirantes.

Quizá fuera el whisky, que precisamente en aquel momento empezaba a golpearle el estómago vacío como un puño cerrado, haciéndole sentir la cabeza más grande y más ligera, como un globo.

—Doctor, si no consigo trabajo, aquí y ahora, dentro de un par de meses estaré muerto de hambre. De no ser por eso le aseguro que no desearía en absoluto aceptar su empleo.

Lobsenz le miró y súbitamente sonrió.

—Vamos, Silverstone, le invito a comer —dijo.

El cuarto del segundo piso parecía desde fuera una oficina más, a juzgar por la puerta de cristal opaco, pero había en él una camita y un escritorio. Las sábanas las podía cambiar con la frecuencia que quisiese, pues para sus necesidades personales tenía acceso a la lavandería del condado, maravilloso extra que el doctor Lobsenz había olvidado mencionar. La limpieza del cuerpo se consideró siempre derivada directamente de la veneración a Dios. Francis Bacon.

Sus cometidos no eran excesivos para una persona que había hecho ya dos años de Medicina. Al principio, los olores siguieron molestándole y le irritaba intensamente el raspar de la sierra al penetrar en el cráneo. Pero Lobsenz le enseñaba mientras trabajaba y era buen maestro. Durante su primer año de Colegio Médico, Adam había compartido, con otros seis estudiantes, un cadáver «en conserva» llamado «Cora» en un laboratorio de anatomía. Cuando «Cora» le tocó a él, sus partes y órganos estaban ya tan cortados y estudiados que no había manera de reconocerlos. Ahora, Adam observaba constantemente y escuchaba con gran atención a Lobsenz que, notando su interés, estaba contento, aunque refunfuñase que debía cobrar por dar lecciones. En su fuero interno, Adam estaba convencido de que era así, de que estaba recibiendo lecciones particulares de anatomía de primerísima categoría.

Al principio, las noches eran duras. El teléfono nocturno estaba en su cuarto. De siete a ocho y media, los empresarios de pompas fúnebres telefoneaban constantemente, solicitando los treinta y cinco dólares que el condado les pagaba cada vez que enterraban sin ceremonias, en ataúd de madera sin pintar, algún cuerpo no reclamado por nadie; era el mismo precio que pagaba Benson por dos buceos.

La primera noche respondió a las llamadas, estudió dos horas, puso el despertador, se echó, y se durmió, soñando con sus buceos.

Cuando despertó, se echó a reír solo, en la oscuridad. «Qué tonto soy —pensó—, mira que no preocuparme en absoluto cuando estaba buceando, y ahora, en la cama, temblar por lo que pudo haberme pasado».

La segunda noche habló por teléfono con los empresarios de pompas fúnebres estudió hasta medianoche, puso el despertador, apagó la luz y siguió allí, echado, a oscuras, sin dormirse.

Contó ovejas hasta llegar a cincuenta y seis, que fue cuando todas ellas se unieron en un solo cuerpo y flotaron lentamente sobre el portazgo, mientras él volvía a contar al revés, empezando por cien y llegando dos veces a uno sin sentir el menor síntoma de sueño. Sus ojos seguían escrutando la oscuridad que le rodeaba.

Pensó en su abuela, recordando cómo le apretaba contra su pecho liso para dormirle en la cocina. Fa la nanna, fa la nanna.

Duérmete, Adamo. Reza a san Miguel y él espantará al demonio con la espada.

Era un edificio grande. Había ruidos, el viento golpeaba el cristal de las ventanas, crujidos, gemidos, una especie de tintineo, ruido de pasos.

¿Tintineo?

¿Ruido de pasos?

Él estaba solo en el edificio, o eso le habían dicho. Bajó de la cama y encendió la luz para encontrar la ropa. No eran los fantasmas lo que le inquietaba: naturalmente como hombre de ciencia no creía en lo sobrenatural. Pero la puerta delantera y la entrada de las ambulancias estaban cerradas con llave. Él mismo las había cerrado. Por lo tanto, quizás alguien hubiera entrado de alguna manera, por Dios sabe qué motivo.

Salió del cuarto, encendió las luces al ir por el edificio, primero escaleras arriba, a las salas de disección y luego por las oficinas del segundo y el primer piso. No había nadie.

Finalmente, bajó a la frescura del depósito de cadáveres, tanteando apresuradamente en busca de la llave de la luz. Había cuatro cadáveres sobre las mesas, fuera de los cajones; uno de ellos era el de la vieja en cuya autopsia él había ayudado al doctor Lobsenz. Miró la sonrisa helada.

—¿Quién fuiste, tía?

Se dirigió hacia un chino muy delgado, probablemente tuberculoso.

—¿Moriste muy lejos de tu tierra? ¿Tienes hijos en el ejército comunista? ¿O primos en Formosa?

«Seguramente aquel sujeto habría nacido en Brooklyn», se dijo. Esta idea le hizo ver lo absurdo de la situación. Volvió por donde había venido, apagó las luces, entró de nuevo en su cuarto y puso la radio, un precioso concierto de Haydn.

Pensó que les oía bailar y se lo imaginó: la vieja, desnuda inclinándose ante el oriental los otros mirando desde sus cajones congelados, abiertos, el Arlequín, silencioso, en pie, con su multicolor vestido de luces, sonriendo y moviendo la cabeza al compás de la música.

Y resonando el gorro de cascabeles.

Poco después volvió a salir y encendió de nuevo todas las luces. Cerró con llave la puerta del depósito de cadáveres.

Puso el despertador en las seis de la mañana, con objeto de poder apagar a tiempo todas las luces y abrir el depósito antes de que empezara a llegar gente; luego se durmió y soñó con el buceo.

La noche siguiente dejó las luces apagadas, pero no soñó. A la otra noche se olvidó de cerrar con llave el depósito de cadáveres pero el sueño volvió. Finalmente, aprendió a identificar ruidos de tuberías y cristales sueltos y otros perfectamente explicables; el sueño no volvió a turbarle, y ahora de nuevo dormía bien. El ritmo de su existencia volvió a parecerle de lo más ordinario. A los dos meses de empezar este trabajo como ayudante del doctor Lobsenz, forcejeando con una estudiante en su cuarto, le divirtió que ella dejara de resistir y hundiera de pronto la cabeza en su pecho.

—Tienes el olor más cachondo del mundo —le dijo.

—También tú, guapa —respondió él, con toda sinceridad, sin preocuparse de explicar que era el olor leve, indestructible del formaldehído.

Trabajando en el laboratorio de Patología del doctor Sack, Adam se volvió a acostumbrar al olor acre de los preservadores químicos y acabó dejando de soñar. Ahora nadie se le acercaba lo suficiente para aspirar la esencia del formaldehído. Pensó vagamente en salir con la pequeña enfermera rubia, Joan Anderson, pero sin llegar a tomar medidas concretas en este sentido.

Intentó telefonear a Gaby.

Había sido informado por Susan Haskell, su compañera de cuarto, fría y repetidamente, de que Gaby no estaba en la ciudad y no era posible dar con ella.

Sobre todo para el doctor Silverstone, había dado a entender el tono de voz de la muchacha.

Le había escrito cinco días después de volver de Truro:

Gaby:

Una y otra vez he comprobado que soy un completo imbécil.

¿Quieres hacerme el favor de contestar a una llamada telefónica mía, o responder a esta nota?

Estoy llegando a la conclusión de que es completamente distinto cuando es con alguien a quien uno quiere.

ADAM.

Pero no había recibido contestación, y siempre que le telefoneaba la respuesta era la misma.

Había llegado el invierno. La nieve caía y era ensuciada por el humo de la metrópoli, volvía a caer y era ensuciada nuevamente; el ciclo urbano se concretaba finalmente en una serie de capas blancas y grises cuando las palas municipales penetraban en ellas.

Una mañana, en la sala de los cirujanos, Meomartino contó a los que estaban tomando café lo que había dicho su hijo cuando le llevó a ver a Santa Claus, en la tienda de Jordan Marsh.

—¿Es usted un hombre? —había preguntado Miguel.

La figura barbuda había asentido.

—¿Un hombre de verdad?

Nuevo asentimiento.

—¿Tiene pene y todo?

Los cirujanos rompieron a reír, y hasta Adam se sonrió.

—¿Y qué respondió a eso Santa Claus? —preguntó Lew Chin.

—No se rió —respondió Meomartino.

Los comerciantes de Boston habían tomado nota de las necesidades de la estación. Los escaparates de los grandes almacenes florecían con ramas de acebo y cobraban vida con escenas invernales, y en los ascensores del hospital colgaban coronas de laurel de plástico de color verde. Las enfermeras canturreaban villancicos, y el doctor Longwood reaccionó ante el júbilo general como si confirmara sus temores sobre la fragilidad humana de los cirujanos jóvenes.

—Me da la impresión de que Longwood está en baja —dijo Spurgeon a Adam.

—Yo creo que es un gran hombre.

—Es posible que haya sido un gran hombre, pero ahora no puede operar porque está enfermo, y, a pesar de todo sigue actuando como si fuera la personificación del Comité de la Muerte. Este sujeto ve errores siempre que alguien se muere. Se nota siempre que va a haber Conferencia de Mortalidad; toda la gente se vuelve hipersensible y nerviosa.

—Y nosotros somos los que pagamos su mala suerte con los nervios. Es poco precio si así sigue viviendo un poco más de tiempo —dijo Adam.

Ella echó la cabeza hacia atrás y le miró, y Adam notó que apartaba su cuerpo del suyo.

—Me ha hablado de ti, la competencia.

—Sí.

—Pobre Rafe —dijo ella—. ¿Qué tal estás?

Le besó, y su boca estaba cálida y amarga de ginebra.

—Muy bien —contestó Adam, cortésmente.

Esta vez también él la besó, y la idea estaba ya en su mente antes incluso de besarla. Mirándola en aquel momento se dio cuenta de que era perfectamente posible, una destrucción absurdamente clásica de la dignidad de Meomartino y en el castillo mismo de su adversario, mientras Spurgeon esperaba abajo, en el coche, y en cualquier momento la criada podía entrar y sorprenderles.

Desde otra parte del apartamento se oyó la risa feliz del niño.

Además, la dama estaba borracha.

—Dispénseme —dijo.

Se apartó de ella y recogió las placas, dejándola allí, sola, en la habitación. El niño había terminado de cenar y estaba viendo la televisión.

—Adiós —le dijo, sin apartar la vista de Bozo el Payaso.

—Adiós —dijo Adam.

Dos días después fue ella al hospital.

Volvían todos al despacho de Adam, después de una serie de visitas, y cuando éste abrió la puerta lo primero que vio fue el abrigo de visón tirado sobre la silla. Llevaba un elegante vestido negro y parecía una versión para revista erótica de una Joven matrona.

—Liz —dijo Meomartino.

—Me dijeron que te encontraría aquí, Rafe.

—No creo que conozcas a estos caballeros —dijo Meomartino—, Spurgeon Robinson.

—Hola —dijo Spurgeon, dándole la mano.

—Adam Silverstone.

Ella alargó la mano y Adam la cogió como si fuera fruto prohibido.

—¿Qué tal?

—¿Qué tal? —repitió ella.

No podía mirar a Meomartino. Cuernos, cuernos. O palabra malhadada para una oreja casada[29]. Shakespeare. Murmuró un adiós mientras los otros seguían las presentaciones, volvió a la sala del hospital y trabajó de firme, pero sin conseguir apartar de sí el recuerdo de la mujer, vestida con el pijama de su marido, ofreciéndose a sí misma.

A media tarde, cuando le llamaron al teléfono, sabía quién era antes incluso de oír su voz.

—Hola —dijo ella.

—¿Qué tal estás? —murmuró él, inseguro, con las palmas de las manos húmedas.

—Me dejé algo en tu oficina.

—¿Qué era?

—Un guante de cabritilla, negro.

—No lo vi, lo siento.

—¡Qué lata! Si lo encuentras me lo dices, ¿eh?

—Sí, por supuesto.

—Gracias. Adiós.

—Adiós.

Cuando quince minutos después, volvió a su despacho se puso a gatas y lo encontró debajo del escritorio, donde indudablemente lo había tirado ella misma. Lo recogió y permaneció unos momentos sentado, frotándose el guante entre los dedos. Cuando se lo llevó a la nariz, el perfume pareció acercarla a él.

«Ahora está serena», pensó.

Miró el número en la guía y lo marcó, y ella contestó inmediatamente, como si hubiera estado esperando.

—Lo encontré —dijo.

—¿Qué cosa?

—El guante.

—Vaya, menos mal —dijo. Y esperó.

—Se lo puedo dar a Rafe.

—Es muy distraído, se le olvidará traerlo a casa.

—Mañana tengo libre. Si quieres, paso un momento y te lo doy.

—Mañana tenía intención de salir de compras —dijo ella.

—También yo tengo compras que hacer. ¿Por qué no nos vemos en algún sitio y te devuelvo el guante, y de paso te invito a una copa?

—De acuerdo. ¿A las dos?

—¿Dónde?

—¿Conoces ese sitio que se llama «parlor»? No está lejos del «Prudential Center».

—Lo encontraré —dijo él.

Adam llegó antes de la hora. Se sentó en un banco de piedra, en el «Prudential Center», y observó a los que patinaban en la pista de hielo, hasta que el trasero y los pies se le entumecieron; entonces se fue a dar un paseo por la calle de Boston y entró en el bar. De noche, indudablemente se bebía allí de lo lindo, y había buscones y busconas pero ahora no se veían más que estudiantes, que comían tarde. Pidió un café.

Llegó ella con las mejillas enrojecidas por el frío. Notó por segunda vez que tenía muy buen gusto. Lucía una chaqueta de tela bordeada de piel de castor, y cuando la ayudó a quitársela vio con aprobación que debajo llevaba un vestido de color beige, de corte sencillo, y una sola joya, un alfiler rematado por un camafeo, que parecía antiguo.

—¿Quieres una copa? —preguntó él.

Ella miró su café y movió negativamente la cabeza.

—Demasiado temprano para empezar, ¿no crees?

—Sí.

Pidió también café y Adam llamó al camarero, pero cuando se lo trajeron dijo que no lo quería.

—¿Vamos a dar una vuelta en coche? —propuso ella.

—No tengo coche.

—Ah. Bueno pues podemos dar un paseo.

Se pusieron el abrigo y se fueron del bar, yendo en dirección a la plaza de Copley. Adam pensó que no podía llevarla al «Ritz», o al «Plaza», o a ningún sitio de ésos, porque era seguro que tropezaría con alguien conocido. Hacia frío y los dos empezaban a tiritar. Miró a su alrededor desesperadamente, buscando un taxi.

—Tengo que ir al lavabo. ¿Te importa esperar?

Enfrente estaba el «Regent», un hotel de tercera categoría, y Adam la miró, lleno de admiración.

—En absoluto —dijo.

Mientras ella iba al lavabo, Adam encargó habitación. El empleado asintió con indiferencia cuando él dijo que su equipaje estaba al llegar del aeropuerto de Logan. Cuando salió ella al pequeño vestíbulo, Adam la cogió del brazo, acompañándola suavemente hacia el ascensor. No se hablaron. Ella tenía erguida la cabeza y miraba al vacío. Cuando Adam abrió la puerta de la habitación 314 y hubieron entrado y cerrado bien, se volvió hacia ella y los dos se miraron.

—Se me olvidó traer el guante —dijo Adam.

Más tarde, ella dormía, mientras él, a su lado, en el cuarto demasiado caldeado, estaba echado, fumando. Finalmente, despertó y le sorprendió mirándola. Alargó la mano y le quitó el cigarrillo de entre los labios, apagándolo cuidadosamente contra el cenicero que había junto a la cama. Luego se volvió hacia él y volvieron a celebrar el rito, mientras, fuera, la luz gris se iba haciendo más oscura.

A las cinco, ella se levantó y se puso a vestirse.

—¿Tienes que irte?

—Casi es hora de cenar.

—Podemos llamar. Aparte de que yo casi ya ni siquiera cenaba.

—Tengo un niño pequeño en casa —dijo ella—; hay que darle de cenar y acostarle.

—Ah.

A medio vestir se le acercó, se sentó en la cama y le besó.

—Espérame aquí —dijo—; vuelvo.

—De acuerdo.

Cuando se hubo ido Adam trató de dormir, pero no podía respirar siquiera, porque en el cuarto hacia demasiado calor. Olía a semen, a humo de cigarrillo y a ella. Abrió una de las ventanas, para que entrase el aire polar; luego, se vistió, bajó, y tomó un bocadillo, que no le apetecía, y una taza de café. Después se encaminó hacia la plaza de Copley y se sentó en la Biblioteca Pública de Boston, poniéndose a leer números atrasados de la Saturday Review.

Cuando volvió, a las ocho, ya estaba ella de vuelta, entre las sábanas. La ventana estaba cerrada y volvía a hacer demasiado calor. Las luces estaban apagadas, pero, fuera, la muestra del hotel parpadeaba, y su luz daba a la alcoba un aspecto de cuadro surrealista. Le había traído un bocadillo de ensalada de huevo. Lo comieron juntos, a las once, y el olor a huevo duro entró de esta manera a formar parte de la rica y compleja combinación de aromas que ancló aquel día a su memoria.

El día de Navidad por la mañana, Adam trabajó solo en la sala de operaciones como cirujano de urgencia. Estaba echado en el largo banco de la cocina, escuchando el ruido solitario de la cafetera, cuando sonó el teléfono.

Era Meomartino.

—Esta tarde va a tener que hacer una amputación. Para entonces yo ya me habré ido.

—De acuerdo —dijo Adam, fríamente—. ¿Cómo se llama el paciente?

—Stratton.

—Le conozco bastante —dijo, hablando consigo mismo más bien que a Meomartino.

La semana anterior habían tratado de practicar un corto circuito arterial para devolver la circulación a la pierna de Mr. Stratton. El plan inicial había consistido en exponer la vena safena y usarla a manera de injerto arterial, de modo que las válvulas se abrieran en la misma dirección que el flujo arterial. Pero las venas de Mr. Stratton habían resultado ser pésimas, de sólo dos décimas de centímetro de diámetro, o sea una cuarta parte del diámetro normal. Tuvieron que cortar la gran placa arteriosclerótica que bloqueaba la circulación y empalmaron la arteria con un injerto de plástico, que hubiera servido, en el mejor de los casos, un año o dos pero que funcionó mal desde el principio. Ahora, la pierna era un objeto blanco y muerto que ponía en peligro la vida del paciente y tenía que ser amputada.

—¿A qué hora lo hacemos?

—No sé. Estamos tratando de localizar a su abogado, para que firme los documentos. Mr. Stratton está casado, pero su mujer se encuentra gravemente enferma en el «Beth Israel», de modo que no puede firmarlos ella. Supongo que será en cuanto demos con el abogado. Desde anoche están tratando de localizarlo.

Adam suspiró y colgó, cogió un traje verde de un montón que había en una mesa y fue a la sala de los cirujanos bisoños a mudarse. El traje verde de campaña le sentaba bien y era cómodo. Cogió también un par de botas negras de plástico, tirando de la parte superior hasta arrancarla y poniéndose las cintas de plástico así obtenidas entre el calcetín y el zapato antes de sujetarse las botas a los tobillos con bandas elásticas. Luego, listo para el trabajo y conectado con tierra contra la posibilidad de una chispa eléctrica que hiciera volar la sala de operaciones cargada de oxigeno, volvió al banco de la cocina y a su libro, pero su paz no duró mucho tiempo.

Esta vez le llamaban de la clínica de urgencia.

—Le mandamos un infarto mesentérico. Vaya haciendo los preparativos. El doctor Kender está buscando gente.

—Louise —llamó a la enfermera, que estaba sentada junto a la ventana haciendo calceta.

—Felices Pascuas —dijo ella.

Era agradable saber que podía congregarse tanto talento quirúrgico en tan poco tiempo. Había allí catorce personas, entre enfermeras, cirujanos y anestesistas, apretujados en la pequeña sala de operaciones, junto con gran variedad de maquinaria electrónica. El paciente, de pelo gris, estaba sin afeitar y en estado comatoso. Parecía tener entre los cincuenta y los sesenta años, robusto, pero con mucha tripa fofa. Se sabía que era cardiaco y aficionado a tomar digitalina. La policía le había encontrado en su apartamento en estado comatoso, y se daba por supuesto que su circulación había sido perjudicada por causa de la dosis de digitalina, aunque no se sabía cuánta había tomado, ni cuándo.

Le habían traído recibiendo ya líquidos intravenosos. Un anestesista residente, con una bolsa de aire, ayudaba a respirar. Ahora Adam observaba a Spurgeon, que estaba preparando el pecho del paciente.

—Eh —dijo Spurgeon, haciéndole una seña.

Era un tatuaje. Adam miró también, sintiéndose ridículamente como un creyente en la iglesia.

¿Qué clase de vida podía inspirar la dosis de desesperación necesaria para inducir a un ser humano a ponerse este pensamiento como una armadura? Lo aprendió de memoria, mientras Spurgeon lo borraba con betadina. Si era una cita, su computadora mnemónica no conseguía localizar la fuente.

Al paciente le habían colocado ya un marcapasos. Otros aparatos estaban situados cerca de la mesa, entre ellos uno para medir los gases de la sangre, una máquina para aquilatar el volumen de la sangre y un monitor electrocardiográfico, que sonaba rítmicamente como un frenético animal de cristal y metal, y cuyos sonidos se reflejaban en la pantalla mientras el corazón del paciente seguía luchando.

Kender esperaba con impaciencia mientras acababa de esterilizar los apósitos; luego fue a un lado de la mesa, tomó el bisturí que le tendía Louise y practicó rápidamente la incisión. Adam se ocupaba de la succión, y el receptáculo de la pared comenzó a rugir como las cataratas del Niágara mientras el líquido peritoneal pasaba a él desde la cavidad abdominal del paciente.

Una mirada le bastó para darse cuenta de que se trataba de peritonitis y gangrena. Las manos de Kender tantearon y se movieron sobre la víscera hinchada y descolorida, como un hombre acaricia a una serpiente pitón enferma.

—Llamen por teléfono al doctor Sack, a su casa —dijo a un estudiante de cuarto curso—. Dígale que tenemos un vientre gangrenado, del colon inferior para abajo. Pregúntele si puede venir al hospital inmediatamente con los instrumentos.

—¿Qué clase de instrumentos?

—Él ya lo sabe.

Bajo la dirección de Kender le inyectaron sustancia de contraste para que los Rayos X revelaran lo que le estaba ocurriendo a la circulación sanguínea intestinal del paciente. Trajeron una máquina más, un aparato portátil de Rayos X.

Adam notó que la sangre de la zona operada era muy oscura. Los músculos del antebrazo del paciente comenzaron a moverse como un caballo que espanta las moscas.

—Se diría que está teniendo dificultades con el oxígeno —dijo.

—¿Cómo está? —preguntó Kender al anestesista.

—Apenas tiene tensión sanguínea, y los latidos del corazón son tremendamente arrítmicos.

—¿Cuál es el Ph[30]?

Spurgeon lo comprobó.

—De 0,9.

—Que tengan listo bicarbonato de sosa —dijo Kender—. Este hombre está a punto de sufrir un paro cardiaco.

Los rítmicos sonidos del monitor, reflejados en amarillo en la pantalla, se volvían cada vez menos frecuentes, y las pequeñas olas de luz aparecían como líneas débiles, hasta que, finalmente, desaparecieron.

—Dios, se acabó —dijo Spurgeon.

Kender comenzó a reforzar, con el borde de la mano, la presión intermitente contra la pared torácica.

—Bicarbonato —dijo.

Adam lo inyectó en una vena de la pierna. Miró al doctor Kender.

Aprieta.

Levanta.

Aprieta.

Levanta.

La presión regular y firme, la figura del cirujano, moviéndose hacia delante y luego hacia atrás, le recordaba… ¿Qué? De pronto, recordó que su abuela italiana se movía así para amasar el pan casero. En la cocina (persianas rotas, cortinas blancas amarillentas, un crucifijo sobre la repisa, II Giornale de la semana anterior junto a la vieja máquina de coser «Singer», y el condenado canario siempre gorjeando); amasando el pan sobre una vieja tabla cubierta de cicatrices de cuchillo, siempre llenas de pasta de macarrones endurecida. Harina en los brazos atezados. Una maldición para su padre en los labios sicilianos, ligeramente velludos.

Al diablo, se dijo, volviendo a concentrar su atención en el paciente.

—Epinefrina —dijo Kender.

La enfermera cogió la ampolla de cristal y la rompió con los dedos. La jeringa de Adam succionó la hormona y la inyectó en otra vena de la pierna.

«Venga, condenado músculo —dijo, silenciosamente—, late de una vez».

Miró el reloj de la sala de operaciones, tan quieto como el corazón parado. Los relojes de las salas de operaciones eran inútiles. Una leyenda del hospital afirmaba que durante años habían sido cuidados por un viejo relojero del condado que sabía hacerlos andar, pero cuando se retiró los relojes se retiraron también.

—¿Cuánto tiempo lleva ya?

Una de las enfermeras, que podía llevar reloj de pulsera por no haber sido esterilizada, miró la hora.

—Cuatro minutos y diez segundos.

«Dios. En fin, hicimos lo que pudimos, seas quien seas», pensó. Ahora miraba a Kender, deseando que dejara de esforzarse. Después de cuatro minutos sin sangre oxigenada lo que había sido cerebro se convertía en un objeto encerrado en un cráneo. Aun cuando lo volvieran a la vida, este cuerpo no podría pensar ya más, ni realmente vivir.

Kender parecía no haber oído. Siguió con su movimiento rítmico; el borde de la mano apretaba y rebotaba.

Otra vez.

Otra.

Y…

—Doctor… —dijo Adam, por fin.

—¿Qué pasa?

—Son ya casi cinco minutos…

Deje al pobre hombre que se muera, era lo que él hubiera querido decir.

—Más bicarbonato.

Inyectó en la vena una vez más. El doctor Kender seguía a su ritmo, como si nada.

Los segundos seguían pasando.

—El corazón late —dijo el anestesista.

—Échenle un poco más de adrenalina —dijo Kender, como quien manda tirar una bomba de napalm.

Adam obedeció; tenía los ojos deliberadamente inexpresivos, y la boca, hosca, oculta detrás de la máscara.

En la pantalla del monitor apareció una nova, y luego otra, y reaparecieron pequeñas intermitencias luminosas. Recobraron el viejo ritmo, los músculos se contraían, refrescados, latiendo, latiendo de una manera que habían estado a punto de olvidar para siempre.

«Ha resucitado», pensó Adam.

Llegó el doctor Sack con dos máquinas fotográficas, una para placas, y la otra para película en color.

—Mantengan abierta la incisión —ordenó Kender.

Adam obedeció. La máquina comenzó a funcionar y él, convertido en actor de cine, dio un paso atrás.

A los pocos momentos las máquinas fueron dejadas a un lado y todos ellos volvieron a ser cirujanos. Adam observó cómo cortaron el ganglio celiaco, inyectando fármacos para combatir el espasmo muscular y tratar de renovar la circulación sanguínea. Por supuesto, el intestino no podía operarse.

Le hicieron el honor de cerrarle el abdomen con suturas de alambre.

Terminada la operación, Adam y Spurgeon limpiaron con alcohol el campo operatorio. Al lavar la sangre con betadina reaparecieron lentamente las letras:

—Que se queden aquí dos hombres permanentemente para echarle una mano —estaba diciendo Kender.

Adam les ayudó a poner al paciente en la camilla y, quitándose la máscara de tela del rostro sudoroso, vio que el anestesista le apretaba la bolsa de aire para que respirase por ella, mientras se llevaban de allí al vegetal resucitado.

Había días en los que practicaba la cirugía de la vida. Las operaciones que realizaban eran para los vivos, procedimientos que harían sus vidas más fáciles, sus existencias más cómodas, exentas de dolor. Otros días practicaba la cirugía de la muerte y la desesperación, abriendo el envoltorio humano para poner al descubierto células enloquecidas y de una fealdad que sólo cabía tapar de nuevo y esconder, trabajando desesperadamente para coordinar el cerebro y las manos con la certidumbre de que lo mejor que podía él hacer era insuficiente para impedir grandes sufrimientos, y, finalmente, la muerte.

Y aquél era uno de estos días; lo sentía.

Tarde ya, Mr. Stratton fue traído a la sala de operaciones. Venía con él un hombre, indudablemente el abogado cuyo permiso había hecho falta para realizar la operación. El hombre llevaba un traje marrón arrugado; tenía el cuello de la camisa sucio y el nudo de la corbata era demasiado grueso. Su expresión era de fatiga y corría pareja con el sombrero, que tenía manchas en la badana del forro. No parecía un gran abogado, ciertamente. Se quedó en el pasillo, a la entrada de la sala de operaciones, hablando en voz baja con Mr. Stratton, hasta que Adam le dijo que se fuera, lo que él hizo al instante, tratando de no mostrar gratitud ante tal orden.

—Hola, Mr. Stratton —dijo Adam—. Vamos a cuidarle muy bien.

El paciente cerró los ojos y asintió.

Helena Manning, la residente de primer año, llegó seguida de Spurgeon Robinson. Adam decidió permitirle la experiencia de efectuar ella la amputación. Como sólo había una enfermera ayudante, le dijo a la profesional que ayudase, y a Spurgeon le preguntó si le importaría encargarse de la preparación. En el cuarto contiguo había otra buena noticia: el agua caliente no podía bregar con las viejísimas tuberías, y ahora, como solía ocurrir varias veces a la semana, con frecuencia durante una hora incluso, el grifo del agua caliente manaba agua fría como el hielo. Profiriendo maldiciones, los tres cirujanos, durante los diez minutos de rigor, se lavaron las manos y los brazos con aquel líquido helado, y luego, con las manos entumecidas en alto, se congregaron en la sala de operaciones.

La enfermera era relativamente nueva y, confesó, inquieta, que estaba nerviosa porque era la primera vez que se veía sola en aquella sala.

—No es nada, ya verá —dijo Adam, sombrío por dentro.

Spurgeon abrió la caja de instrumentos para la amputación y los preparó en hileras ordenadas y relucientes, con los ligamentos y las suturas bajo una toalla esterilizada, de modo que pudieran ser sacados uno a uno cuando se necesitaran. La residente se situó junto al paciente y, bajo la vigilancia del anestesista, comenzó a administrarle una inyección intraspiral.

Mr. Stratton gimió.

Helena Manning preparó la pierna y, ayudada por Adam, la cubrió con tela.

—¿Dónde? —preguntó Adam.

Con el dedo índice enguantado, ella marcó la ruta de la incisión, bajo la rodilla.

—De acuerdo. Haga una larga incisión anterior, y otra corta posterior en la piel. De modo que cuando cure y se le repliegue pueda apoyar el muñón con piel. Adelante.

Spurgeon le tendió el bisturí y comenzó luego a ayudar a Adam, que estaba conteniendo la sangre mientras ella cortaba. Trabajaban con gran concentración, hasta que la incisión quedó bordeada por diez o doce pinzas. Entonces pararon y sujetaron el reborde de piel, quitando las pinzas.

—La luz —dijo Helena a la enfermera.

La enfermera subió a un taburete y ajustó la lámpara. Al girar ésta en torno a su eje la cascada de fino polvillo que flotaba del techo descendía hacia la mesa de operaciones. Las lámparas de la sala de operaciones, como los relojes y el agua caliente de esas salas, eran restos del pasado, que vinculaban al Hospital General del condado de Suffolk a otra época.

Desde que Adam llegó de Georgia se estaba preguntando cómo era posible que respetables cirujanos universitarios pudieran gastar tanto tiempo y tanta paciencia limpiando, desinfectando y ocupándose de tantos otros detalles antisépticos, para luego, indiferentemente, bañar el campo de operaciones de polvo al ajustarse la lámpara del techo.

Helena no lo estaba haciendo bien, seccionaba demasiado bajo.

—No —le dijo él—, tiene que conseguir la línea áspera un poco más arriba. Si empuja el periostio hacia arriba se reosificará, dejando marca.

Ella volvió a cortar, esta vez más arriba, añadiendo minutos a la duración de la operación. Zumbaba el aparato de acondicionamiento de aire. El monitor mantenía su soñoliento bip-bip-bip. Adam sintió una suave sensación de somnolencia y tuvo que hacer un esfuerzo para concentrar la atención. Pensaba, anticipándose a las necesidades de la cirujana.

—Tráigame algo de alcohol absoluto —le dijo a la enfermera.

—Dios mío —dijo la chica, mirando, inquieta, a su alrededor—. ¿Y para qué lo quieren?

—Para inyectar en el nervio.

—Ah.

La residente había localizado la arteria femoral sujetándola. Ahora volvía la enfermera, a tiempo, con el alcohol. Helena había encontrado ya el nervio ciático; lo apretó, y lo ligó y le inyectó alcohol.

—Cera de huesos, por favor —dijo Adam.

—Ah.

Poniéndose a la altura del nuevo problema, la enfermera desapareció nuevamente.

Adam pasó la sierra a Helena. En este momento, con gran alegría por su parte, la médico se volvió mujer. No sabía asir la sierra. Cogiéndola con gran cuidado y dignidad, la pasó una y otra vez por el hueso. La hoja temblaba.

—Poca maña se da —le dijo él.

Ella le miró, con los dientes muy apretados, y con gran determinación, siguió serrando.

Volvió la enfermera.

—No tenemos cera de huesos.

—¿Y cómo enceran las suturas?

—Con aceite.

—Al diablo. Va a necesitar cera de huesos. Mire en Ortopedia, por favor.

Aquello era el final de sus cálidas relaciones profesionales, pero, así y todo, la enfermera obedeció. Pocos minutos después volvió con la cera.

—¿No había cera?

—Arriba no.

—Bueno, muchísimas gracias.

—De nada —dijo ella fríamente, y se fue.

Helena cosió bien la piel, demostrando la experiencia que había adquirido cosiendo vestidos para sus muñecas.

—Mr. Stratton —decía el anestesista—, ya puede despertar, Mr. Stratton.

El paciente abrió los ojos.

—Todo fue a las mil maravillas —le dijo Adam.

Mr. Stratton miró sorprendido el techo de la sala de operaciones, y sus ojos se entrecerraron, pensando sin duda en las delicias navideñas de no tener más que una pierna, mientras su esposa estaba en otro hospital, tan enferma que ni firmar un documento podía.

La enfermera había envuelto la pierna en dos sábanas.

Adam se volvió a vestir de blanco y la cogió, junto con el informe patológico de Helena, aguardó al ascensor y, cuando, por fin, llegó, se metió en él. El departamento de Patología estaba en el cuarto piso. En el primer piso entraron en el ascensor bastantes personas, y, mientras subían, Adam vio que una dama de mediana edad, el tipo de señora que habla como los niños a los perros de presa, estaba mirando el envoltorio que llevaba en brazos.

—¿Me deja mirar a la criatura? Sólo un poco —preguntó, alargando la mano hacia la parte superior de la sábana.

—De este niño me encargo yo, Wordswoorth.

—No —respondió Adam, dando rápidamente un paso hacia atrás—; podría despertarse.

Hasta el cuarto piso acarició tiernamente la pantorrilla de Mr. Stratton.

No sabía nada de Gaby. Telefoneó una y otra vez, y siempre era Susan Haskell quien se ponía al aparato, separándole de ella; ya le tenía verdadero odio.

Se sentía culpable por causa de Liz Meomartino, dándose cuenta de que la había utilizado en su sucio juego de rivalidad con su marido, exactamente igual que en otros tiempos había usado a la griega.

No quería volver a telefonearle, se decía a sí mismo, con alivio. Era un episodio indigno de él. No era una cualquiera, tenía educación, belleza, buen gusto, dinero, y era tan maravillosamente sensual…

—Sí —dijo la voz de Liz.

—Es Adam —dijo él, cerrando la portezuela de la cabina telefónica.

Hicieron la misma maniobra. Se vieron en el «Parlor», y anduvieron por entre la nieve sucia, hasta el «Regent». Adam pidió la misma habitación.

—¿Piensa quedarse mucho tiempo, señor? —preguntó el empleado.

—Sólo esta noche.

—Es que dentro de tres o cuatro horas vamos a estar completamente llenos. Una convención nacional de la Legión Norteamericana, que se reúne en el Auditorio del Memorial de la Guerra, al otro extremo de la calle. Pensé que sería mejor advertírselo, por si pensaba quedarse la habitación el resto de la semana.

Se abrió la puerta del lavabo de señoras y la vio salir de nuevo al vestíbulo.

¿Y por qué no? No tenía ninguna obligación de permanecer en el hospital cuando no estaba de servicio.

—Bueno, resérvemela para toda la semana —dijo.

Aquella tarde estuvieron acostados en la habitación 314, acompañados por una orquestación de gritos y risas procedentes de los hombres invisibles tocados con gorros azules y dorados, que se gritaban insultos y recados por los pasillos del hotel y tiraban botellas vacías y bolsas de plástico llenas de aire por el tubo de la ventilación.

—¿De qué color era antes? —preguntó él, acariciándole el pelo color pajizo.

—Negro —respondió ella, frunciendo el ceño.

—No debieras habértelo teñido.

Liz movió la cabeza.

—Calla. Es lo que siempre me está diciendo él.

—Eso no quiere decir necesariamente que no tenga razón. Deberías dejarlo de su color natural —dijo Adam, con suavidad—. Es tu único defecto.

—Tengo otros —dijo ella.

Y poco después añadió:

—No creía que me telefonearas.

En el vestíbulo se oía ruido de desfiles: estaban pasando lista a los reunidos. Adam, que estaba fumando, miró al techo.

—No pensaba hacerlo —dijo, encogiéndose de hombros—, pero no conseguí olvidarte.

—A mí me pasa lo mismo. He conocido a muchos hombres. ¿Te molesta eso? No —le tapó la boca con la punta de los dedos—, no contestes.

Adam besó los dedos.

—¿Has estado en México? —preguntó ella.

—No.

—Cuando yo tenía quince años, mi tío me llevó con él a un congreso médico —dijo—. En Cuernavaca. En las montañas. Casas de vistosos colores. Un clima maravilloso, y flores todo el año. Una plaza pequeña y bonita. Si no limpian las aceras, la policía les reconviene.

—No hay nieve —dijo él.

Fuera, nevaba.

—No. Está a muy poca distancia de Ciudad de México, sólo ochenta kilómetros solamente. Muy internacional, como París. Grandes hospitales. Mucha vida social. Un doctor norteamericano con talento puede ganar allí muchísimo dinero. Tengo dinero suficiente para comprarte cualquier tipo de clientela que te interese.

—¿Qué estás diciendo?

—Tú y yo y Miguel.

—¿Quién?

—Mi hijo.

—Estás loca.

—No. Mi hijo no te importaría. No podría dejarle.

—No… No es que me importe, es que es imposible.

—Prométeme que lo pensarás.

—Mira, Liz…

—Por favor. Piénsalo, nada más.

Adam jugaba: melones, moras, melocotón, almizcle.

—Te enseñaré el palacio de Cortés —dijo ella.

El domingo, temprano, Kender devolvió a la sala de operaciones el caso de peritonitis, y cuando lo reabrieron encontraron que las medidas que habían tomado el sábado por la mañana habían, evidentemente, estimulado la circulación. Suficiente tejido estaba ahora libre de gangrena para permitirles hacer una resección. Extrajeron la mayor parte del intestino delgado y parte también del grueso. Durante la operación el paciente durmió el sueño del comatoso permanente.

El lunes por la mañana, mientras desayunaba, Adam se enteró de que el hombre había sufrido dos ataques cardíacos más. Estaba siendo objeto de intensos cuidados. Kender recurría a todo cuanto estaba en su mano para mantenerle técnicamente vivo. Siempre tenía al lado, como mínimo, a dos médicos, observando signos de vida, administrándole oxígeno y medicamentos, respirando por él, vertiéndole líquidos revitalizadores en las venas.

Aquella tarde Adam pasó por la cocina de la sala de operaciones y vio a Kender sentado en una silla, en un rincón, dormido o simplemente reposando con los ojos cerrados; era difícil saberlo con exactitud. Procurando no hacer ruido, se preparó una taza de café.

—Una para mí, por favor.

Adam se la pasó al segundo jefe de Cirugía y los dos bebieron en silencio.

—Profesión curiosa, esta de cirujano —dijo Kender—. He pasado años trabajando como un negro en esto de los trasplantes. El año que viene habrá una nueva Facultad de Cirugía en el Colegio Médico y quieren dársela a un especialista en trasplantes, pero no seré yo. Para entonces seré jefe de cirugía.

—¿Y lo lamenta? —preguntó Adam.

Kender sonrió, fatigado.

—La verdad es que no. Pero me estoy dando cuenta de que el doctor Longwood no tenía una sinecura ni mucho menos. Ahora soy yo quien le lleva los casos.

—Ya lo sé —dijo Adam.

—¿Y sabe también el promedio de mortalidad en los casos de los doctores Longwood y Kender en estos tres últimos meses?

—Si me hace la pregunta será porque es elevado. No lo sé. ¿El cincuenta por ciento?

—Diga el ciento por ciento —respondió Kender, en voz baja, metiéndose la mano en el bolsillo y sacando un puro— durante tres meses. Es mucho tiempo sin que un solo paciente salga vivo. Muchas operaciones.

—¿Y por qué ha ocurrido eso?

—Demonios, pues porque las operaciones fáciles se las pasamos a ustedes. En un lugar como éste, los jefes sólo se ocupan de los casos sin remedio.

Por primera vez en su vida Adam se dio cuenta de esto.

—La próxima vez que me toque una hernia o una apendicetomía le pediré ayuda.

Kender sonrió.

—Se lo agradecería —dijo—, y mucho.

Encendió el puro y exhaló el humo hacia el techo.

—Hace unos momentos perdimos a ese hombre del estómago gangrenado —dijo.

La compasión que sentía Adam se desvaneció.

—En realidad, le perdimos cuando se le paró el corazón durante seis minutos. ¿No le parece, doctor?

Kender le miró.

—No, yo no diría eso —repuso. Se levantó y se dirigió hacia la ventana—. ¿Ve ese mausoleo, al otro lado de la calle, grande, de ladrillos rojos?

—El laboratorio de experimentación de animales.

—Fue construido hace muchísimo tiempo, antes de la Guerra de Secesión. Allí Oliver Wendell Holmes solía experimentar con gatos.

Adam esperó, nada impresionado.

—Bueno, pues usted y yo y Wendell Holmes no somos los únicos que hemos trabajado allí. Durante largo tiempo, el doctor Longwood y el doctor Sack y alguna otra gente han estado experimentando con perros que morían de gangrena en sus partes vitales, y haciendo con ellos lo que hicimos con ese hombre que teníamos en la sala de operaciones se ha podido salvar a algunos de esos perros.

—Pero éste era un hombre —dijo Adam—, no un perro.

—Durante estos dos últimos años hemos tenido dieciséis pacientes de este tipo. Todos ellos han muerto, pero cada uno vivió un poco más de tiempo que el anterior. El último ha vivido cuarenta y ocho horas. En su caso, los procedimientos experimentales dieron resultado. Convirtieron un estado gangrenoso inoperable en uno que podía ser resuelto quirúrgicamente. ¿Quién sabe si el próximo paciente tendrá más suerte y no se le parará el corazón?

Adam miró al veterano cirujano. Diversas impresiones sintió simultáneamente en aquel momento.

—Pero ¿cuándo uno se dice a sí mismo: Éste la palmó; como no podemos volverle a la vida, dejémosle morir en paz y con dignidad?

—Eso lo tiene que decidir por sí mismo cada médico. Yo nunca lo digo.

—¿Nunca?

—¡Diablos, joven amigo! —Exclamó Kender—. Eche una ojeada a lo que ocurrió a bien poca distancia de este hospital. Hay gente que trabaja aquí y que todavía lo recuerda. En 1925, un joven médico llamado Paul Dudley White comenzó a tratar a una niña de quince años, de Brockton. Tres años después, la niña estaba muriéndose porque tenía el corazón oprimido por una bolsa pericárdica como de cuero. White la envió ocho o nueve veces al Hospital General de Massachusetts, y todos la miraron y la trataron, pero nadie podía hacer nada por ella. La mandó a su casa, a sabiendas de que moriría si no se conseguía extraerle el pericardio de la forma que fuese. Pensando en esto, se le ocurrió enviar a Katherine al Hospital General de Massachusetts una vez más, la última, esperando que se pudiese encontrar alguna manera de salvarla. Entonces, por pura suerte, o como quiera usted llamarlo, un joven cirujano llamado Edward Delos Churchill había vuelto al Hospital General de Massachusetts de un viaje por Europa, después de un año o dos de prácticas avanzadas de cirugía torácica, en el transcurso de los cuales tuvo la oportunidad de trabajar una temporada bajo la dirección del gran Ferdinand Sauerbruch, de Berlín. Naturalmente, Churchill iba a ser más tarde jefe de Cirugía del Hospital General de Massachusetts.

»Bueno, pues el doctor White topó con él en el viejo pasillo de ladrillo y le convenció de que fuera con él a ver a Katherine. Nadie en los Estados Unidos había conseguido hasta entonces curar la pericarditis constrictiva, ni con el bisturí ni con medicamentos. El doctor White propuso al doctor Churchill que hiciera la prueba y… —Kender se encogió de hombros— la niña estaba muriendo lentamente.

»Bueno, en fin pues que la operó. Y vivió. De hecho, hoy en día ya es abuela. Y mucha gente con pericarditis constrictiva ha sido intervenida con éxito en estos últimos cuarenta años.

Adam no dijo nada. Se limitó a seguir sentado, bebiendo el café.

—¿Quiere otro caso? El doctor George Minot, brillante investigador médico de Boston, casi murió de diabetes cuando no había cura para esa enfermedad. Un día, poco antes del fin, recibió una de las primeras remesas de una hormona nueva descubierta por dos canadienses, los doctores Frederick C. Banting y Charles H. Best: la insulina. Y no murió. Y como no murió se dedicó a ganar el Premio Nobel por haber descubierto una manera de curar la anemia perniciosa, y, además muchísima gente se salvó de paso, quién sabe cuántos de ellos justo antes de una muerte que parecía inevitable. —Dio una fuerte palmada a Adam en el muslo y le echó humo del puro en el rostro—. Por eso, amigo mío, no me gusta rendirme así como así ante la muerte, por eso prefiero luchar hasta el fin, aunque sea feo y duela.

Adam movió la cabeza. No estaba convencido.

—Queda sin resolver la cuestión de si conviene prolongar unos terribles dolores y una existencia absurda cuando la derrota es inevitable.

Kender le miró, sonriente.

—Es usted joven —dijo—; será interesante ver si no cambia de idea con el tiempo.

—Lo dudo.

Kender le disparó una nube de apestoso humo de puro.

—Veremos —dijo.

En plena noche, envuelto en un jersey, enguantado y con bufanda y botas, corriendo sobre la blanda nieve recién caída, que relucía bajo la luz de las farolas como cristal molido, dando la vuelta una y otra vez, como una órbita, en torno al hospital, hasta que el frío del espacio exterior comenzó a corroerle los pulmones y a punzarle en su centro vital, Adam se decía que Spurgeon Robinson tenía razón: el gran plan cósmico de Silverstone era pura tontería. Liz Meomartino le ofrecía ahora el gran plan cósmico de Silverstone en bandeja de plata, y era evidente que no era aquello lo que él quería.

Lo que deseaba desesperadamente era llegar a ser, en veinte años o así, una mezcla de Lobsenz, Sack, Kender y Longwood, y la transformación no iba a tener lugar en Cuernavaca, ni en ningún otro sitio en compañía de Liz Meomartino.

Le telefoneó por la mañana y le dijo, lo más delicadamente que le fue posible, que todo había terminado.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Quiero verte, Adam.

«Pensaba poder hacerle cambiar de idea», se dijo él.

—No, mejor que no, Liz.

—Rafe estará en casa esta noche, pero, no obstante, saldré. Lo único que quiero es despedirme.

—Adiós, Liz. Buena suerte.

—Ven donde siempre, por favor —dijo ella, y colgó.

Adam trabajó todo el día como un negro que ha recibido la libertad y trabaja por su propia cuenta. Quedó libre a las seis, cenó con buen apetito y pasó varias horas en el laboratorio de experimentación de animales. Fue al sexto piso, se duchó, se echó en la cama en calzoncillos y leyó tres revistas médicas; luego, se vistió de calle. Estaba buscando un pañuelo cuando sus manos tocaron algo que había en el cajón, y lo estuvo mirando y dándole vueltas, como si no hubiese visto un guante de cabritilla negro en toda su vida.

Esta vez, el «Regent» estaba abarrotado de miembros de la Legión Norteamericana y sus mujeres, por lo que Adam tuvo que abrirse paso a codazos por el vestíbulo.

—Felix, ¿tienes los billetes? —gritó una mujer gorda que vestía un arrugado uniforme de servicios auxiliares.

—Si —repuso el marido, hincándole a Adam en el trasero una aguijada de ganado.

Adam dio un salto, que provocó risotadas generales, pero por fin, empujado por la gente, consiguió entrar en el ascensor.

Había gente en el pasillo, en las escaleras, por todas partes. A Adam le parecía tener gente incluso entre los dedos.

Introdujo la llave en la cerradura, y al abrir la puerta de la habitación 314 el letrero luminoso que había junto a la ventana se agitó, mostrándole otra fotografía surrealista, cuyo objeto central era el gorro azul y oro de los veteranos de ultramar que estaba sobre el tocador.

Adam cogió el ridículo gorro. El hombre que estaba en la cama le miró con recelo. Vietnam, no. Y demasiado viejo incluso para Corea. «Segunda Guerra Mundial», pensó Adam. Los viejos soldados, no se sabe por qué, parecen más asequibles que los viejos marinos. Hawthorne.

Evidentemente, aquel hombre estaba asustadísimo.

—¿Qué quiere usted? ¿Dinero?

—Que se vaya de aquí. Nada más.

Adam le tendió el gorro y abrió la puerta, mientras el otro se ponía los pantalones y huía con manifiesto alivio.

Ella le miró. Se veía que había estado bebiendo.

—Pudiste haberme salvado —dijo.

—No sé siquiera si podré salvarme a mí mismo.

Recogió sus medias y las metió, con el guante negro, en el bolso.

—Vete —dijo ella.

—Tengo que llevarte a casa, Liz.

—Es demasiado tarde —sonrió—. Les dije que iba a comprar cigarrillos.

Tenía puesta la combinación, pero el vestido resultaba difícil. Adam no recibió la menor ayuda y tardó un rato en poner las cosas en su sitio. A mitad de camino, la cremallera se atascó. Sudando, forcejeó con ella, pero era inútil, no quería ni retroceder ni seguir cerrando.

«El abrigo lo cubrirá», pensó.

Cuando le puso los zapatos y la hizo ponerse en pie, Liz se tambaleó. Rodeándole la cintura con el brazo, mientras ella se le asía al cuello, se dirigió hacia la puerta, como quien ayuda a andar a un paciente.

En el pasillo, los generales distribuían cerveza y copas.

—No, gracias —dijo Adam, cortésmente, inclinándose sobre el timbre del ascensor.

Cuando llegaron al vestíbulo de bajo miró al individuo de la aguijada de ganado, dispuesto a hacer reír a la gente.

—Felix, si nos toca usted con eso —dijo—, le prometo que se lo pongo de collar.

Felix pareció ofendido.

—¿Oíste al tipo ese? —preguntó a la mujer gorda.

—Ya te dije que aquí la gente es tan fría como el clima —respondió ella, mientras Adam seguía adelante, con su peso a cuestas—. A ver si otra vez me hacen caso y nos reunimos en Miami.

Fuera, la nieve seguía cayendo, como gachas. Adam no se atrevía a dejarla apoyada contra la pared; sujetándola bien, marcharon los dos, tambaleándose, sobre el fango nevoso.

—¡Taxi! —gritó.

Los coches, varios de los cuales eran taxis, pasaban a su lado.

—Me fallaste —dijo ella.

—No te quiero —contestó Adam—, lo siento.

Tenía ya el pelo empapado; la nieve se le fundía en el cuello y le mojaba el de la camisa.

—Y, además, no sé cómo puedes pensar que me quieres, si apenas nos conocemos.

—Eso no importa.

—¡Pues claro que importa! Tenemos que conocernos, por Dios bendito. ¡Taxi! —aulló, a un bulto que pasó a su lado.

—Me refiero al amor. Se exagera su importancia. Me gustas mucho.

—Dios —dijo él.

Volvió a gritar, dándose cuenta esta vez de que iba a quedarse ronco. Milagrosamente paró un taxi, pero, antes de que Liz se moviera, un ex cabo astuto, con gorro y todo, saltó y cerró la portezuela. El vehículo arrancó.

Se acercó otro taxi, que, a tres metros de distancia, paró y bajaron de él dos hombres.

—Anda, anda —dijo Adam, tirando de ella—, antes de que se vaya.

Gritó, tratando de acercarse de cualquier manera, pero los dos ocupantes ya iban hacia él y Adam vio que uno era Meomartino y el otro el doctor Longwood. «El viejo no debiera salir en una noche como ésta», pensó.

Dejó de tirar de Liz. Se pararon y esperaron. Meomartino les miró, pero no dijo nada.

—¿Dónde has estado? —Preguntó el doctor a Liz—. Te estuvimos buscando por todas partes —echó una ojeada a Adam—. ¿Dónde la encontró?

—Aquí —respondió Adam.

Se dio cuenta de que Liz tenía aún el brazo en torno a su cuello y él el suyo en torno a su cintura. Se desasió y se la pasó a Meomartino, que estaba silencioso como una piedra.

—Muchas gracias —dijo Longwood, con sequedad—. Adiós.

—Buenas noches.

Compartiendo el peso, su marido y su tío la subieron al taxi. La portezuela se abrió y volvió a cerrarse. El motor rugió y giraron las ruedas traseras. Al pasar, le salpicó, como un castigo, manchándole la pernera derecha de fango y nieve, pero ya estaba empapado, de modo que le daba igual. Se acordó de la cremallera atascada.

—Taxi —murmuró, al echársele encima un vehículo ocupado, que había salido de pronto de la oscuridad.

Durante los días siguientes, agobiado por un tremendo resfriado, Adam esperó la embestida de Longwood. El viejo podía, de bastantes maneras, destruirle. Pero, dos días después de la catástrofe a la entrada del hotel, Meomartino le paró en la sala de cirujanos.

—Mi mujer me ha dicho que estando enferma tuvo usted la bondad de tomarse muchas molestias por conseguirle un taxi.

Sus ojos eran desafiantes.

—Pues yo…

—Fue buena cosa que diera con usted. Quiero darle las gracias.

—¡Por Dios…!

—Estoy seguro de que ya no volverá a necesitar su ayuda.

Meomartino le saludó con un movimiento de cabeza y se fue, victorioso en cierto modo. Nunca había sentido Adam tanto rencor y al tiempo tanto respeto. «¿Qué habría sido de su venganza?», se preguntó.

La cólera de Longwood no cayó sobre él. Adam trabajó mucho, sin apenas salir del hospital, pasando las horas libres en su cuarto o en los laboratorios de patología o de experimentación de animales. Heredó una serie de casos quirúrgicos, una apendicetomía, una extracción de vesícula biliar, varias gastrectomías, más injertos epidérmicos para Mr. Grigio.

Mrs. Bergstrom recibió un regalo de Navidad: un riñón. La penúltima noche de diciembre, una súbita tormenta dominguera descargó diez centímetros de limpia blancura sobre la sucia ciudad. Al otro lado del río, en Cambridge, el hijo de dieciséis años de un renombrado erudito, embrutecido por las drogas, robó un automóvil y, huyendo de la Policía que le perseguía en coche, con cuidado para no derrapar por la nieve, chocó contra una masa de cemento armado y murió instantáneamente. Sus afligidos padres, que sólo pidieron un anonimato protector contra la publicidad, hicieron donativo de las córneas del muchacho al Hospital de Ojos y Oídos de Massachusetts y de un riñón a los hospitales de Brigham y Adam discutió con Kender el difícil problema de qué dosis inmunosupresora había que administrar a Mrs. Bergstrom con el riñón nuevo.

Kender se decidió por ciento treinta miligramos de imurán.

—Su función renal es muy baja —dijo Adam, dubitativo—. ¿Por qué no bastaría con cien miligramos?

—Le di noventa miligramos la última vez —respondió Kender— y el rechazo del riñón fue total. No quiero que vuelva a ocurrir.

La operaron después de medianoche, y el riñón estaba ya emitiendo orina cuando la sacaron de la sala de operaciones.

El día de Año Nuevo Adam estaba también en la sala de operaciones, preparándose para hacer una esplenectomía a uno de los conductores borrachos que habían tenido el buen sentido de romperse el brazo en plena carretera, a dos manzanas de distancia del hospital. Estaba esperando a Harry Lee, con las manos ya enguantadas cruzadas sobre el pecho, porque iba a ser su asistente. Norm Pomerantz aplicaría la anestesia general, que sería ligera, pero complicada, porque el paciente ya se había anestesiado a sí mismo a fuerza de alcohol.

En la sala de operaciones reinaba absoluto silencio.

—Son las doce, Adam —dijo Lee.

—Pues feliz Año Nuevo, Harry.

A la noche siguiente, inquieto por la dosis que Kender había administrado a Mrs. Bergstrom, pasó revista al programa, pero no halló en él nada tranquilizador, y acabó rindiéndose y quedándose dormido con la cabeza entre las manos. Soñó con la habitación 314 y con la mujer, y el recuerdo de ésta ofreciéndosele se fundía con otro, que iba volviéndose más sazonado, hasta verse haciendo el amor con Gaby, en lugar de un acto ritual con Liz Meomartino.

Cuando despertó se rió de sí mismo.

«En cierto modo —pensó—, había adquirido la experiencia de que el hombre que acabase conquistando a Gaby Pender no tendría que preocuparse cuando mandase a otro médico a su casa a recoger unas placas».

Pero, claro es, Gaby tenía otros problemas. Menos mal que se había quitado de encima a aquella pájara loca.

Una hora después fue al teléfono y marcó su número. Esperaba oír la voz de Susan Haskell, pero en su lugar oyó la de Gaby.

—¿Gaby?

—Sí.

—Soy Adam.

—Ah.

—¿Cómo estás?

—Bien. Bueno, no lo estuve durante algún tiempo, pero ahora ya estoy bien.

—¿De verdad? —preguntó él, pensativo.

—Sí.

—Pues yo no. Feliz Año Nuevo, Gaby.

—Feliz Año Nuevo, Adam.

—Gaby, yo…

—Adam…

Habían hablado al mismo tiempo, y ahora los dos aguardaron.

—Tengo que verte —dijo él.

—¿Cuándo?

—Esta noche trabajo. Escucha, ven al aparcamiento del hospital a las nueve. Si no aparezco a esa hora, espérame.

—¿Y por qué te crees que voy a ir corriendo en cuanto me lo mandes tú? —dijo ella, fríamente—. ¿Y encima esperar?

Adam sintió alarma, inquietud, arrepentimiento.

—Adam, tampoco yo estoy bien —explotó ella. Estaba riendo y llorando al mismo tiempo. Adam no conocía a ninguna otra chica capaz de hacer ambas cosas a la vez—. Iré, querido, querido Adam.

Y colgó.