RAFAEL MEOMARTINO
Meomartino volvió a casa aquella noche cuando, en la Televisión Huntley se despedía de Brinkley. Liz, vestida de casa, estaba echada en el sofá del cuarto de estar. Había dejado los zapatos en el suelo y tenía el pelo algo despeinado; su fatiga acentuaba las leves arrugas en torno a los ojos. Volvió la cabeza y le ofreció la mejilla.
—¿Qué tal el día?
—Pésimo —respondió él—. ¿Dónde está el niño?
—Acostado.
—¿Tan temprano?
—No le despiertes. Está agotado, y me ha agotado también a mí.
—¿Papá? —llamó Miguel desde su cuarto.
Fue a verle y se sentó en la cama.
—¿Cómo te encuentras?
—Muy bien —respondió el muchacho.
Le daba miedo la oscuridad y por eso le tenían la lámpara de su escritorio, con una bombilla de pocos vatios, siempre encendida.
—¿No te duermes?
—No puedo.
Sacó la mano de debajo de las mantas y Rafe notó que estaba sucia.
—¿No te bañaste?
Miguel movió negativamente la cabeza. Rafe fue al cuarto de baño y dio el agua caliente, hasta llenar la bañera. Luego levantó al niño de la cama, le desnudó y le bañó con gran cuidado. De ordinario, Miguel jugueteaba en el baño, salpicándolo todo, pero ahora tenía sueño y se estuvo quieto en la bañera. Estaba empezando a crecer de verdad, más de lo que su carne podía dar abasto. Se le marcaban los huesos de las caderas, y tenía los brazos y las piernas muy delgados.
—Estás empezando a ser mayor —dijo Rafe.
—Como tú.
Rafe asintió. Le frotó con la toalla, le puso un pijama limpio y lo llevó de nuevo a la cama.
—Haz una tienda de campaña.
Rafe vaciló, fatigado y hambriento.
—Por favor… —suplicó el niño.
Fue a su despacho y volvió con un montón de libros. Cogió una manta de la cama y la extendió en el espacio entre ésta y el escritorio, sujetando cada esquina a la manta con cuatro o cinco libros. Entonces apagó la luz y él y su hijo se metieron a rastras bajo la tienda. La alfombra era más suave que la tierra. El niño se acomodó junto a él y le cogió por el brazo.
—Cuéntame lo de la lluvia. Ya sabes.
—Fuera, está lloviendo mucho. Todo está frío y húmedo —dijo Rafe, obediente.
—¿Qué más? —dijo el niño, bostezando.
—En el bosque los animales pequeños tiemblan de frío y se refugian bajo las hojas y la tierra para calentarse. Los pájaros se han metido la cabeza bajo el ala.
—Ay.
—Pero ¿estamos nosotros fríos y mojados?
—No —murmuró el muchacho.
—¿Por qué?
—Por la tienda de campaña.
—Justo, por eso.
Besó la mejilla todavía suave y comenzó a acariciar a su hijo entre los omóplatos, medio caricias, medio golpecitos.
Poco después, el silencio y la respiración acompasada le indicaron que el niño se había dormido. Se desasió de él con cuidado, salió de la tienda, la desmanteló y devolvió a Miguel a la cama.
En el cuarto de estar, Liz seguía echada en el sofá.
—No debiste hacer eso —le dijo.
—¿Qué cosa?
—Bañarle. Le hubiera bañado yo por la mañana.
—No me importa bañarle.
—No está abandonado. Hay cosas que me salen bien y cosas que me salen mal, pero soy buena madre.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó él.
—Preparé un cocido en una cacerola; no hay más que ponerlo a calentar en el horno.
—Quédate ahí, ya lo hago yo.
Esperando a que se calentara la cena, Rafe pensó que una copa les reanimaría a los dos. Estaba buscando el bitter en la alacena de la cocina cuando vio la botella de ginebra escondida detrás de una caja redonda de harina de avena. La tocó: todavía estaba fría; evidentemente, había sido sacada del frigorífico poco antes de llegar él a casa.
«Llega un momento —pensó—, en que hay que enfrentarse con las cosas».
Puso la botella en una bandeja con dos vasos y fue con todo ello al cuarto de estar.
—¿Un martini?
Ella miró la botella sin decir nada. Rafe sirvió la copa y se la tendió.
Tomó un sorbo.
—Debiera estar más frío —dijo—, pero, aparte de eso, no lo habría preparado mejor yo misma.
—Liz —dijo él—, ¿a qué viene esta escena de comedia de Chejov? ¿Quieres beber durante el día? Pues hazlo; no tienes por qué esconder botellas para que yo no las vea.
—Cógeme en brazos —dijo ella un momento después—, por favor.
Rafe la cogió en brazos, manteniéndose en equilibrio al borde del estrecho sofá.
—¿Por qué has estado bebiendo?
Ella se echó hacia atrás y le miró.
—Me ayuda —dijo.
—¿A qué?
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—Ya no me necesitas.
—Liz…
—Es cierto. Cuando te conocí, me necesitabas terriblemente. Ahora ya te has vuelto muy fuerte. Te bastas a ti mismo.
—¿Es que tengo que ser débil para necesitarte?
—Sí —respondió—. Voy a echarlo todo a perder, Rafe. Lo sé. Siempre me pasa así.
—Tonterías, Liz. ¿No te das cuenta de las tonterías que estás diciendo?
—Antes de conocerte, no importaba. Después de echarlo todo a perder con Bookstein nos divorciamos y me sentí incluso mejor. Pero me aterra la idea de volverlo a echar todo a perder.
—No vamos a echar nada a perder —dijo él, impotente.
—Cuando estás en casa conmigo todo va bien. Pero el condenado hospital te retiene cada treinta y seis horas. El año que viene, cuando abras consulta, será peor.
Rafe le pasó la punta del dedo por los labios, pero ella apartó la cabeza.
—Si pudieras acostarte con el hospital no te vería nunca aquí —dijo.
—El año que viene las cosas irán mejor —dijo él—, no peor.
—No —insistió Elizabeth—, cuando me acuerdo de tía Frances la veo esperando a que mi tío volviese a casa. Casi nunca le veía. Vendió su consulta y después de muerta ella fue a trabajar al hospital, cuando ya era demasiado tarde.
—Tú no te pasarás la vida esperándome —dijo Rafe—, te lo prometo.
Los brazos de Liz le apretaban. Para no caer del sofá Rafe tenía que asirse a ella por donde se ensanchaba la parte posterior del muslo, buen asidero. Poco después su respiración aminoró de ritmo y se hizo más igual contra su cuello. «Se ha quedado dormida como el niño», pensó. Sintió deseo, pero no hizo nada, no queriendo estropear aquel momento de agradable intimidad. Poco después también él dormía, soñando inexplicablemente que de nuevo era pequeño y estaba dormido en la casa grande, en La Habana. Era un sueño increíblemente claro y realista hasta en la certidumbre de que sus padres estaban en la gran cama de madera tallada, en la alcoba grande del otro extremo del pasillo, y Guillermo dormía en el dormitorio contiguo al suyo.
El silbido de la cocinilla del apartamento de Boston les despertó al tiempo a los dos, la familia soñada y el hombre cuya esposa de carne y hueso se levantó de un salto para apagar el horno antes de que el ruido despertara también al niño.
Meomartino siguió echado en el sofá.
La televisión seguía dando el programa de noticias y mostraba entonces a un sudvietnamita de trece años que, contra la voluntad de sus padres, había sido adoptado por un regimiento norteamericano de Infantería. Los soldados habían dado al muchacho cigarrillos, cerveza y un fusil, con el que ya había matado a dos del Vietcong.
—¿Qué sensación te dio matar a dos hombres? —le preguntaba el locutor de la televisión.
—Buena, eran malos —respondió el muchacho.
Nunca había visto a aquellos dos compatriotas suyos hasta momentos antes de apretar con el dedito el gatillo norteamericano; y el fusil automático, fabricado para funcionar con tanta facilidad que la inteligencia del usuario no entraba para nada en el proceso, había disparado.
Rafe se levantó y desconectó el televisor.
«No sabe una palabra de mí», pensó.
A veces, ahora, volvía a soñar con la guerra.
Las pesadillas siempre comenzaban con la Bahía de Cochinos, y siempre estaba en el sueño Guillermo, pero solían terminar con Vietnam. Como ciudadano norteamericano y médico de profesión, Rafe estaba expuesto a ser llamado en cualquier momento a filas en cuanto terminase el último año como residente. Muchos de los jóvenes médicos que habían estado en el hospital el año anterior se hallaban ahora en Vietnam. Uno había muerto ya y otro estaba herido. «Era una guerra que no respetaba a los médicos», pensó, sombríamente. Se enviaban a primera línea cirujanos en lugar de médicos, y los hospitales de Saigón estaban tan expuestos al fuego enemigo como los de primeros auxilios en el frente.
Su mujer tenía razón, decidió. Se había vuelto más fuerte.
Pero ahora ya se había acostumbrado a enfrentarse valerosamente con el hecho indudable de que era un cobarde.
No era normal. La nota decía simplemente: ¿Estás libre para almorzar conmigo?, y la firmaba Harland Longwood. Sin titulo alguno. Si fuera para algo profesional habría escrito a máquina debajo de la firma: jefe de Cirugía. Esto quería decir que iban a hablar de algo relativo a Liz. El único problema personal que Rafe discutía con el tío de su esposa era precisamente su esposa. Fue al despacho del viejo y le dijo a su secretaria que tenía libre el almuerzo. Sólo en una ocasión había comido a solas con el doctor Longwood, cinco días antes de su boda. Habían ido al bar de hombres de «Locke-Ober», donde, entre tanto peltre y caoba pulida, el doctor Longwood había tratado de sugerir, delicada y sombríamente, que, aunque Liz era demasiado buena para un extranjero, tenía una serie de problemas: alcohólico, sexual, y otros que se limitó a insinuar; Y el doctor Meomartino haría un gran favor a todos, y sobre todo a sí mismo, dejando de verla inmediatamente.
Esta vez, Longwood le llevó a comer a «Pier Four». Los cangrejos de concha blanda sabían muy bien. El vino era pastoso y había sido enfriado al punto. Esto animó a Meomartino a seguir la conversación.
Al tomar el café, que fue él el único en pedir, perdió la paciencia.
—¿Qué es lo que está tratando de decirme, doctor?
El doctor Longwood tomó un sorbito de coñac.
—Siento curiosidad por saber a dónde irá usted el año que viene.
—Probablemente abriré consulta. Si es que, por un milagro, no me llaman a filas.
—Su mujer tiene problemas. Le hace falta estabilidad —dijo Longwood.
—Sí, ya lo sé.
—¿No ha hecho todavía ningún preparativo para el año que viene?
Esto reveló instantáneamente a Rafe el motivo de la invitación a almorzar. El viejo temía que fuera a llevar a Liz y al niño al extranjero.
«Longwood comenzaba a parecer realmente enfermo», pensó Rafe, con lástima. Apartó la vista, pasándola por el abarrotado restaurante.
—No, todavía no he hecho preparativos, aunque me figuro que ya es hora de comenzar. En Boston hay demasiados cirujanos, y si abro consulta aquí tendría que competir con algunos que cuentan entre los mejores del mundo. Podría tratar de asociarme con alguno. ¿Conoce usted a alguno, con mucha clientela, que esté tratando de encontrar socio?
—Hay uno o dos —sacó una cigarrera de un bolsillo interior, la abrió, se la ofreció a Rafe, que rehusó, extrajo un puro, lo cortó y se inclinó hacia Rafe, que se lo encendió, dando luego las gracias con un movimiento de cabeza—. Usted tiene renta propia; no le hace falta comenzar con un sueldo. ¿Ha pensado en la posibilidad de…?
—En setiembre vamos a nombrar un profesor de cirugía.
—¿Y me ofrece a mí el puesto?
—No —precisó el doctor Longwood, cuidadosamente—. Tendremos que examinar a varios candidatos; pienso que su único rival serio sería Adam Silverstone.
—Es un buen elemento —dijo Meomartino, a desgana.
—Tiene buena reputación, lo mismo que usted. Si se presenta usted candidato yo, naturalmente, trataría de no influir en la selección, pero, así y todo, pienso que tiene excelentes posibilidades, basadas únicamente en su mérito personal.
Rafe notó, con cierto regocijo interior, que el viejo le elogiaba con la misma falta de entusiasmo que mostraba al elogiar a Adam.
—Un puesto universitario requiere investigación —dijo—. Silverstone ha estado trabajando con los perros de Kender. Yo, la verdad, he descubierto que no soy investigador.
»No tiene necesariamente que requerir investigación —añadió—. En la rebatiña de las becas y los subsidios, los Colegios Médicos han olvidado su verdadera razón de ser: formar estudiantes, y ahora comienzan a darse cuenta de ello. Los buenos profesores se volverán más y más importantes, porque la enseñanza será cada vez más difícil.
—A pesar de todo, hay que tener en cuenta mi servicio militar —dijo Rafe.
—Nosotros solicitamos prórrogas para la gente del Cuerpo facultativo —dijo el doctor Longwood—, y las prórrogas se renuevan anualmente.
Sus ojos no decían nada, pero Rafe tenía la incómoda sensación de que ahora Longwood estaba sonriendo para sus adentros.
—Tengo que pensarlo —dijo.
Durante los dos días siguientes trató de decirse a sí mismo que probablemente no solicitaría el puesto.
Luego llegó la mañana de la Conferencia de Mortalidad. Rafe se sentó, silencioso y avergonzado, mientras Longwood crucificaba a Spurgeon Robinson contra la pared de la biblioteca, aunque sabía que podría compartir el tormento con él con sólo decir que el interno le había llamado por teléfono antes de dar de alta a la mujer.
Hubiera bastado con una sencilla frase. Después trató débilmente de convencerse a sí mismo de que si no obró así fue porque el doctor Longwood parecía tan enfermo que era mejor que la reunión terminase lo más rápidamente posible.
Pero sabía que su silencio había sido en realidad el primer paso hacia su candidatura.
Aquella misma tarde, camino del comedor, tropezó con Adam Silverstone, que salía del ascensor.
—Ya veo que ha salido de su lecho de dolor —dijo—. ¿Se encuentra mejor?
—Saldré de ésta.
—¿Por qué no reposa un poco más de tiempo? Esos virus son a veces muy perniciosos.
—Escuche, sé perfectamente que dejó en la estacada a Spurgeon Robinson esta mañana.
Meomartino le miró sin decir nada.
—Es sumamente vulnerable a esta especie —dijo Silverstone—. A partir de ahora, cualquier cosa haga a él es como si me la hiciera a mí.
—Es usted un héroe —dijo Meomartino, sin alzar la voz.
—En casos como éste, yo tengo armas con que defenderme; eso es todo.
—Lo tendré en cuenta.
—Mi lema es: «No irritarse, pasar la cuenta» —dijo Adam.
Le saludó con un movimiento de cabeza y se encaminó hacia el comedor.
Meomartino no le siguió. En lugar de hambre, lo que sentía era una especie de oscuridad en el alma que ya tenía casi olvidada. «Necesitaba calor familiar», se dijo; quizá la reacción de Liz a la noticia de que iba a solicitar el puesto docente mejorase la situación.
Telefoneó y pidió a Harry Lee que le sustituyese mientras él iba a casa a comer.
Era una petición sin precedentes, y el residente, al acceder, no consiguió disimular del todo su sorpresa. «Debería hacerlo con más frecuencia —se dijo Rafe—. El niño va a acabar por no conocer a su propio padre».
La hora punta había pasado hacía ya tiempo, y el tráfico aunque no escaso, era más fluido. Salió de la ciudad en el coche y luego volvió a entrar para ir directamente al aparcamiento de la calle de Charles, dejando el vehículo de modo que casi bloqueaba, aunque no del todo, el futuro tráfico de la angosta calle. Al subir Rafe las escaleras, su reloj marcaba las siete y cuarenta y dos minutos. «Tengo tiempo —pensó—, de comer un bocadillo, besar al niño, abrazar a mi mujer y volver al hospital sin que se me eche en falta».
—Liz —llamó, al abrir la puerta con su llavín.
—No está en casa.
Era la que cuidaba del niño en su ausencia, y cuyo nombre no conseguía recordar. Un joven estaba sentado junto a ella, en el sofá. Los dos estaban algo despeinados y evidentemente habían sido interrumpidos. «Perdonen ustedes, niños[26]», pensó.
—¿Pues dónde está?
—Dijo que si llamaba le dijera que fue a cenar con su tío.
—¿El doctor Longwood?
—Sí.
—¿Y dijo cuándo regresaría?
—No lo dijo —la chica se levantó—. Doctor, permítame que le presente a mi amigo Paul.
Rafe asintió, preguntándose si sería buena cosa para su hijo que la encargada de cuidar de él tuviera en casa esta clase de compañías. Probablemente Paul pensaba irse antes de la vuelta de Liz y su tío.
—¿Dónde está Miguel?
—Acostado, acaba de dormirse.
Rafe fue a la cocina y se quitó la chaqueta, dejándola en la silla y sintiéndose como un intruso en su propia casa, mientras en el cuarto de estar la conversación se convertía en una serie de frases sueltas, murmuradas, y risitas contenidas.
Había pan, algo duro, y los ingredientes para un bocadillo de jamón y queso. Había también una botella de ginebra, más que mediada, con martinis ya mezclados. Rafe se dijo que Liz probablemente pensaba sacarla del frigorífico antes de su vuelta habitual del hospital, a la mañana siguiente.
Se hizo el bocadillo y sacó un botellín de cerveza de jengibre y lo llevó todo, cruzando el cuarto de estar, al dormitorio de su hijo, cerrando la puerta ante las miradas curiosas de la pareja sentada en el sofá.
Miguel estaba dormido, con una larga serpiente color naranja llamada Irving contra el rostro, y la almohada en el suelo. Puso el bocadillo y el botellín sobre el escritorio, recogió la almohada y estuvo un rato mirando a su hijo a la semioscuridad de la luz de cabecera. ¿Quitaría de allí al animal disecado? Sabía perfectamente que no había peligro de asfixia, pero, así y todo, lo quitó, lo que, de paso, le dio la oportunidad de mirar el rostro infantil. Miguel se movió, pero no se despertó. El pelo del niño era áspero y oscuro, cortado a la moda de los Beatles, aunque sólo tenía dos años y medio de edad, largo por atrás y por delante en cerquillo, como le gustaba a Liz, pero no a Rafe, en absoluto. Al tío de Liz este corte de pelo le gustaba menos todavía que el «nombre extranjero» del niño, que solía sustituir por el más aceptable de «Mike». Miguel tenía unas orejas grandes, feas y abiertas, que eran motivo de disgusto para su madre. Aparte de esto era guapo, fuerte y musculoso, y tenía la piel clara de su madre y las facciones cálidas y delicadas de su abuela. La señora, mamacita[27].
Sonó el teléfono.
Lo cogió antes que la encargada de cuidar a Miguel, y reconoció la voz de Longwood sin necesidad de que se identificase.
—Pensé que esta noche estaría usted en el hospital.
—Vine a casa a cenar.
Longwood preguntó por varios casos y Rafe le informó, dándose ambos cuenta de que no era posible que el jefe de Cirugía asumiera la dirección personal del bienestar de cada paciente. Contra la oreja, en el fondo, se oían ruidos de restaurante, un murmullo de voces y sonido de cristal contra metal.
—¿Puedo saludar a Elizabeth? —dijo Longwood cuando Rafe hubo terminado.
—¿No está con usted?
—Santo cielo. ¿Tenía que verla yo hoy?
—Sí, a cenar.
Se produjo un breve silencio; luego, el viejo hizo lo que pudo.
—Condenada secretaria, esa chica está siempre confundiéndome las citas. No sé como voy a excusarme con Elizabeth. ¿Me hará el favor de ofrecerle mis más humildes excusas?
La confusión y el embarazo de su voz eran sinceros, pero había algo más, y Rafe se dijo con súbita irritación que se notaba también un deje de compasión.
—Lo haré —dijo.
Colgó, volvió al bocadillo y la cerveza de jengibre y cenó sentado al pie de la cama de su hijo, pensando al mismo tiempo en muchas cosas, mientras el pecho de Miguel subía y bajaba suavemente al ritmo de su respiración. El parecido del niño con la señora[28] era notable, sobre todo a la media luz.
Poco después se fue del apartamento, dejándoselo a los jóvenes amantes y volvió al hospital.
Al día siguiente, de madrugada, el doctor Kender y Lewis Chin fueron al dormitorio de Mrs. Bergstrom y le extrajeron un pedazo de carne estropeada que había sido riñón de Peggy Weld. No necesitaron ningún informe patológico para llegar a la conclusión de que el órgano desperdiciado había sido completamente rechazado por el cuerpo de Mrs. Bergstrom.
Después, en la sala de los cirujanos, se sentaron a tomar café cargado y sin azúcar.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Harry Lee.
Kender se encogió de hombros.
—Lo único que se puede hacer es intentarlo de nuevo, con el riñón de algún cadáver.
—La hermana de Mrs. Bergstrom tendrá que ser informada —dijo Rafe.
—Ya se lo dije yo —manifestó Kender.
Salieron de la sala, y Rafe fue al cuarto de Peggy Weld, a quien encontró haciendo el equipaje.
—¿Se va del hospital?
Ella asintió. Tenía los ojos enrojecidos, pero estaba serena.
—El doctor Kender dijo que aquí ya no hago falta.
—¿Y a dónde va?
—A Lexington. No me muevo de Boston hasta que lo de mi hermana se resuelva de una forma o de otra.
—Me gustaría que saliéramos una noche —dijo él.
—Está usted casado.
—¿Cómo lo sabe?
Ella sonrió.
—Pregunté.
Él guardó silencio.
Peggy sonrió.
—Su mujer no le comprende, me figuro.
—Soy yo quien no la comprende a ella.
—Eso no es asunto mío.
—No, es cierto —la miró—. Hágame un favor.
Ella aguardó, sin hablar.
—No se maquille tanto. Es usted muy hermosa. Siento lo del riñón. Y también haber sido yo quien la persuadió a darlo.
—También yo lo siento —dijo—, pero no lo sentiría si no lo hubiera rechazado su organismo. De modo que ya puede dejar de lamentarlo porque soy quien toma las decisiones que me conciernen. Incluso por lo que se refiere a mi maquillaje.
—¿Puedo serle útil en algo?
Ella denegó con la cabeza.
—Tengo mi programa hecho —le tocó la mano, sonriendo—. Doctor, una chica con un solo riñón no puede permitirse el lujo de caer en brazos del primero que quiera complicarle la vida.
—Yo no quiero complicar nada —dijo él, sin convicción—. Me gustaría conocerla mejor.
—No tenemos nada en común.
La maleta se cerró de golpe con un clic fuerte y final.
Rafe fue a su despacho y telefoneó a Liz.
—¿Cenaste bien?
—Sí, pero lo estúpido del caso es que me confundí de fecha, y no tenía que cenar con el tío Harland.
—Ya lo sé —dijo él—. ¿Y qué hiciste?
—Acabé llamando a Edna Brewster. Menos mal que Bill tenía que trabajar hasta tarde, de modo que las dos cenamos en «Charles’s» y luego fuimos a su apartamento y cotilleamos. ¿Vienes a casa?
—Sí —respondió él.
—Se lo diré a Miguel.
Rafe despejó la mesa; cerró la puerta y se quitó la ropa blanca. Luego se sentó y miró en la guía el número de teléfono de Edna Brewster.
Era amiga de Liz, no suya, y pareció sorprendida, pero contenta, de oír su voz.
—He estado pensando en algún regalo original para Liz para estas Navidades —dijo—, pero vosotras lo tenéis todo.
Ella gimió.
—Pues yo soy la menos indicada para este tipo de consejos.
—No quiero consejo, querría que te fijes bien cuando estés con ella y trates de averiguar qué es lo que realmente le gustaría que le regalen.
Ella prometió investigar fielmente y Rafe le dio las gracias.
—¿Cuándo la vas a ver? Liz decía el otro día que hace siglos que no salen.
—Meses. ¿Verdad que es estúpido? —dijo ella—. Nunca tiene una tiempo para ver a la gente que le apetece. A ver si los cuatro nos reunimos un día de éstos a jugar al bridge. Di a Liz que le telefonearé, o, mejor dicho, no le digas que me llamaste, que sea nuestro secreto. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —repitió él.