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ADAM SILVERSTONE

Las estrellas se habían ido escondiendo lentamente en el cielo blanquecino. Cuando el asmático camión salió del portazgo de Massachusetts marchando roncamente por los desiertos suburbios la larga hilera de farolas callejeras que bordeaba el río relucieron dos veces para hundirse luego en la oscuridad. El día se acercaba caluroso, pero la pérdida de la hilera de luces daba un frescor engañoso y triste al amanecer.

Adam miró por el polvoriento parabrisas. Boston se iba acercando a él, y pensaba que aquélla era la ciudad que había forjado a su padre, rompiéndole y pisoteándole luego en el polvo.

Eso a mí no me lo harás, les dijo a los edificios que pasaban a su lado, al cielo, al río.

—Pues no parece una ciudad muy dura —dijo.

El conductor del camión le miró con sorpresa. La conversación de ambos había ido desenmarañándose en zigzag y terminando en un silencio fatigado de trece kilómetros, entre Hartford y Worcester, como consecuencia de un desacuerdo tenso, breve, sobre la Sociedad John Birch[3]. Ahora, el otro le dijo algo poco claro, cuyo significado se perdió a causa del persistente ronquido del motor del camión.

Adam movió la cabeza.

—Dispense, no le oí bien.

—¿Pues qué le pasa? ¿Está sordo?

—Un poco, pero sólo del oído izquierdo.

El otro frunció el ceño, husmeando sorna.

—Le pregunté si tiene ya trabajo en Boston.

Adam asintió.

—¿Y qué tipo de trabajo?

—Soy cirujano.

El conductor le miró con desagrado, seguro ahora de que sus peores sospechas se confirmaban.

—Sí, so vagabundo. Y yo soy astronauta.

Adam abrió la boca para darle una explicación, pero luego lo pensó mejor y se dijo que al diablo con aquel sujeto; la volvió a cerrar y concentró su atención en el paisaje. Emergiendo de entre la oscuridad, al otro lado del río Charles, se veían espiras blancas, indudablemente de Harvard. Por allí cerca estaría el colegio universitario de Radcliffe y también estaría allí Gaby Pender, durmiendo como una gata perezosa», pensó, preguntándose cuánto tiempo pasaría para que se decidiese a llamarla. ¿Se acordaría de él? Le vino vagamente a la memoria una frase inesperada: algo sobre cuántas veces tiene necesidad el hombre de ver a una mujer; una es suficiente, pero la segunda vez lo confirma.

Dentro de su cabeza, la pequeña computadora le dijo quién era el autor de estos versos. Como de costumbre, su gran memoria para cosas no médicas le llenaba de descontento y no de orgullo. Malgastador de palabras, parecía oír decir a su padre. Adamo Roberto Silverstone, se dijo, mira lo útil que es la memoria cuando tratas de recordar algo de la Cirugía anatómica, de Thorek, o de la Obstrucción intestinal, de Wangensteen.

Poco después el hombre dio media vuelta al volante y el camión salió a trompicones del Paseo de Storrow para subir por una cuesta. De pronto, se vieron ante las ventanas iluminadas de un almacén: camiones, coches, gente, un distrito mercantil. El conductor hizo bajar el camión por una calle empedrada de adoquines, junto a una casa de comidas cuya muestra de neón aún lucía, y luego por otra, también adoquinada, parando ante BENJ. MORETTI E HIJOS, HORTALIZAS. En respuesta al claxon salió de allí un hombre que les miró desde la plataforma de carga y descarga. Grandote y un poco calvo, con una camisa blanca, les miró con el aire de los patólogos del hospital de Georgia donde Adam había hecho sus prácticas como interno y el primer curso como residente.

—Eh, paisano.

—¿Qué traes?

El conductor eructó con un ruido como de alfombra que se desgarra.

—Melones, melocotones.

El hombre de blanco asintió y desapareció.

—Se acabó el trayecto, amigo.

El conductor abrió la portezuela y bajó pesadamente del camión.

Adam buscó detrás del asiento, sacó la maleta usada y se unió al otro, en tierra.

—¿Puedo ayudarle a descargar?

El conductor frunció el ceño y le miró con recelo.

—Ellos se encargan de eso —dijo, señalando con la cabeza hacia el almacén—. Si lo que quieres es trabajo, ve y díselo a ellos.

Él se había ofrecido por mera gratitud, pero vio, con alivio, que era innecesario.

—Gracias por el viaje —dijo.

—De nada.

Fue con la maleta hacia la casa de comidas; pesaba mucho. Adam era pequeño, zanquituerto, demasiado grande para jockey, pero no lo suficiente para otros deportes, excepto, quizás, el buceo, que, por lo que a él se refería, había dejado de ser deporte cinco años antes. A veces, como en aquel momento, Adam lamentaba no ser más parecido a los hermanos de su madre, altos y fuertes. Le repugnaba estar a la merced de alguien o de algo, aunque fuese una maleta.

Dentro, se percibían olores a comida, muy agradables, y reinaba un ambiente ruidoso y loco: charlas y risas, el ruido sordo de los cacharros llegaban desde la ventanilla que daba a la cocina, y el sonido fuerte de las tazas de café contra el mostrador blanco de mármol, y de cosas que se retorcían, crujientes, en la parrilla. Cosas caras, se dijo.

—Un café, solo.

—Diez centavos —dijo la muchacha de pelo amarillento.

Estaba muy bien desarrollada, y sus carnes eran firmes, pero la piel parecía pálida y lechosa; tendría problemas de obesidad antes de los treinta años. Vestida de blanco, bajo su pecho izquierdo manchas de roja mermelada contrastaban como estigmas.

El café se desbordó de la taza al acercárselo la chica, que aceptó hoscamente su monedita y le volvió la espalda con un insultante movimiento de caderas.

Al diablo.

El café estaba muy caliente y Adam lo bebió despacio, atreviéndose de vez en cuando a tomar un buen sorbo y sintiéndose victorioso al comprobar que no le había quemado la lengua. La pared que había al fondo, más allá del mostrador, estaba cubierta de cristal. Mirándole, frente a él, había un sujeto mal vestido, con aire de vagabundo, sin afeitar, con el pelo revuelto, cubierto con una camisa de faena azul sucia y muy usada. Cuando terminó el café se levantó, cogió la maleta y se fue al retrete. Miró los grifos y los abrió: tanto del que decía CALIENTE como del que decía FRÍO salía agua fresca, circunstancia que no le produjo sorpresa alguna. Volvió al comedor, con la maleta, y pidió a la chica una taza de agua caliente.

—¿Para sopa o para té?

—No, para agua.

Ella, con aire de paciente irritación, dejó de hacerle caso y Adam, finalmente, se rindió y pidió té. Cuando lo hubo pagado y sacado del agua el saquito lo tiró sobre el mostrador y fue con la taza de agua caliente al retrete de caballeros. El suelo estaba cubierto de varias capas de arena y de algo que, a juzgar por el olor, parecía orina reseca. Puso la taza en el borde del sucio lavabo y, dejando la maleta en equilibrio sobre el radiador, la abrió y sacó las cosas de aseo. Recogiendo agua fría con la mano y añadiendo agua caliente de la taza consiguió jabonarse las cerdas y empaparse la cara con agua lo bastante caliente para suavizarlas. Cuando terminó de afeitarse, el rostro que le miraba desde el espejo moteado tenía un aspecto más civilizado. Era el doctor Silverstone. Ojos oscuros. Nariz que él prefería calificar de romana, no realmente grande, pero acentuada por su poca altura. Boca ancha como una cínica hendidura en el rostro fino. La cara era innegablemente clara de tez, a pesar de lo tostado que se había puesto, y estaba coronada por una cabellera castaña y revuelta. Un color poco apetecible. Pesado. Sacó un cepillo de la maleta y se disciplinó un poco el pelo. Aquel color le había hecho sentirse siempre levemente culpable. «Los niños deberían ser del color de la aceituna, no del limón o de la sémola», había oído decir a su madre una vez. Él era de color sémola, un término medio entre su padre rubio y su madre italiana.

Su madre había sido una mujer de ojos negros, de párpados increíblemente pesados, los ojos eróticos de un santo terrenal. Adam apenas recordaba ya su rostro, pero para ver de nuevo aquellos ojos no tenía más que cerrar los suyos. Cuando su padre volvía de noche a casa borracho-apóstata Myron Silber Stein, ahogándose en la Strega[4] que había adoptado junto con algunas frases italianas para mostrar la democracia que presidía su vida matrimonial, reverberante de alcohólicos gritos de socorro «O puttana nera!, O troia scura! O donna!, O Nafkeh![5]». El niño yacía despierto en la oscuridad, temblando ante el ruido enfermizo de los puños de su padre contra la carne de su madre, la bofetada de la palma de ella contra el rostro masculino, ruidos que con frecuencia tomaban otro carácter muy distinto, cálido y frenético, líquido y urgente, mientras él yacía rígido, odiando la noche.

Cuando estaba empezando la escuela secundaria y su madre llevaba ya cuatro años muerta, Adam, habiendo descubierto la historia de Gregor Johann Mendel y los guisantes, se puso a reconstruir su propio esquema hereditario, esperando, sin confesarlo, que su cabello y sus ojos oscuros fueran genéticamente imposibles, que el pelo rubio de su padre le perteneciera a él por derecho propio, y que quizá, después de todo, fuese hijo bastardo, producto de la bella madre muerta y un macho desconocido poseedor de todas las nobles virtudes que tan evidentemente le faltaban al hombre a quien él llamaba papá.

Pero los libros de biología le dijeron que la mezcla de luz lunar y sombra suele dar por resultado sémola.

Qué le vamos a hacer. En cualquier caso, para entonces él ya se sentía unido a Myron Silberstein por lazos de cariño, tanto como de odio.

Para demostrarlo, so tonto, le dijo al rostro que le miraba desde el espejo, reúne doscientos dólares y luego déjale que te los pida y te los quite y te deje sin un centavo. ¿Qué era lo que había relucido en los ojos de su padre cuando sus manos, aquellas manos de portero, de violinista hebreo, con polvillo de carbón incrustado en los nudillos, se cerraron sobre su dinero?

¿Amor? ¿Orgullo? ¿La promesa de la mejor sorpresa de la vida, una borrachera inesperada? ¿Buscaba el viejo aún los goces del amor? Era dudoso. La impotencia a mediana edad es corriente en los alcohólicos. Tarde o temprano, ciertas cadenas nos atan a todos, incluso a Myron Silberstein.

Sólo una persona, la abuela, su vecchia, había conseguido achantar a su padre. Rosella Biombetti había sido una mujercita pequeña, del sur de Italia, con el cabello blanco en moño, y todo lo demás, por supuesto, negro: zapatos, medias, vestido, pañolón, incluso, a veces, el genio, como de luto por el mundo entero. Había hoyos en su rostro oliváceo, dejados allí desde los cuatro años, en la aldea de Petruno, y todos y cada uno de los ocho hijos de su padre habían tenido vaiolo, la temida viruela. La enfermedad no mataba a nadie pero dejó llenos de señales a siete de los niños y destruyó al octavo, llamado Muzi, cuya mente se diluyó por completo en la fiebre, dejándole convertido en una cosa que acabó volviéndose hombre viejo, en la parte oriental de Pittsburgh, Pennsylvania, y pasándose el día jugando con cucharas y tapones de botella, siempre envuelto en un jersey harapiento, incluso cuando el infierno de julio hacía hervir la avenida de Larimer.

En cierta ocasión, Adam había preguntado a la abuela por qué era así su tío abuelo.

L’Arlecchino —dijo ella.

No tardó en enterarse de que el Arlequín era el temor interno que había perseguido a la abuela durante toda su vida, el mal universal, una herencia de la Europa de diez siglos atrás.

¿Muere un niño a causa del súbito ataque de una enfermedad inesperada? Se le llevó el Arlequín, que persigue a los niños. ¿Se vuelve una mujer esquizofrénica? El demoníaco amante, delgado y diabólicamente bello, la ha seducido y ha raptado su alma. ¿Se encoge un brazo por la parálisis, va muriéndose un hombre poco a poco bajo el peso de la tuberculosis?

El Arlequín está chupándole la vida a su victima, saboreando su viva esencia como un caramelo.

Al tratar de echar de casa al Arlequín, la vieja le había convertido en un miembro de la familia. Cuando las primas de Adam se hicieron mujeres y florecieron y comenzaban a hacer experimentos con lápices de labios y sostenes corniveletos, la vieja les gritaba que iban a atraer al Arlequín, amigo de robar virgos por la noche. Poco a poco, escuchando a la vecchia año tras año, Adam fue acopiando detalles. El Arlequín llevaba pantalones y chaqueta de remiendos multicolores, y era invisible, excepto cuando hacía luna llena, que le convertía el vestido en un reluciente traje de luces. Era mudo, pero su presencia se notaba por el tintineo de las campanillas y abalorios de su gorro de bufón. Llevaba una espada mágica de madera, una especie de porra de farsante que usaba a modo de varita mágica.

El muchacho pensaba a veces que sería una maravillosa aventura ser el Arlequín, tan deliciosa y omnipotentemente malo. Cuando cumplió los once años y tuvo sus primeros sueños húmedos en torno a la lujuriante Lucy Sangano, que tenía ya trece, Adam, una víspera de Todos los Santos, decidió convertirse en Arlequín. Mientras los otros niños corrían de puerta en puerta en busca de aguinaldos, él fue deambulando, en la oscuridad súbitamente propicia, e imaginándose bellas escenas en las que le era permitido golpear las nalgas tiernas y jóvenes de Lucy Sangano con su espada de madera, ordenándole silenciosamente: Enséñamelo todo.

Rosella expulsaba el mal de ojo de cuatro maneras, de las que sólo dos, asperjar agua bendita e ir todos los días a misa, le parecían inocentes a Adam. Su costumbre de untar los pestillos de las puertas con ajo era muy molesta porque dejaba las manos pegajosas, y el olor cortante le ponía en ridículo en el colegio, por más que él, personal y secretamente, encontrase agradables los últimos efluvios en la palma sudorosa de la mano cuando, de noche, se la llevaba a las ventanillas de la nariz.

La más poderosa defensa contra el Arlequín consistía en pasar los dos dedos del medio bajo el pulgar, extendiendo el índice y el meñique para simular los cuernos del demonio, escupiendo sin saliva por entre ellos y diciendo a continuación las palabras de rigor: afuera, mal de ojo, scutta mal occhio, pu pu pu. Rosella hacía este rito varias veces al día, lo que también le ponía nervioso a Adam; para algunos de los amigos de Adam, este signo con los dedos era secreto e indicaba otra cosa, una expresión despectiva de incredulidad, resumida con una palabra rápida y poco grata. Los no iniciados encontraban graciosísimo ver a la abuela de Adamo Silverstone hacer su signo secreto y salaz. Esto le costó su primer puñetazo en la nariz y mucho resentimiento.

Su joven alma estaba dividida entre las pías supersticiones de la vieja y el padre que todos los días de Yom Kippur[6] cuidaba de no emborracharse y con tan fausto motivo se iba de pesca. La superstición y la religión de la vieja tenían sus atractivos, pero mucho de lo que decía era verdaderamente estúpido. La mayor parte del día Adam votaba silenciosamente a favor de su padre, quizá porque buscaba en aquel hombre algo que le permitiera admirarle.

Y, a pesar de todo, cuando, a los ochenta años, teniendo él quince, la vieja enfermó y comenzó a decaer, Adam estuvo angustiado por ella. Cuando el Packard largo y negro del doctor Calabrese comenzó a parar, con creciente regularidad, ante la casa de pisos proletarios de la avenida de Larimer, el muchacho rezaba por ella. Cuando murió, una mañana, con una coqueta sonrisa en los labios, lloró, dándose cuenta por fin de la verdadera identidad del Arlequín. Ya no quiso hacer más el papel de bufón enamorado que era la muerte; en su lugar decidió que algún día tendría un coche largo y nuevo como el del doctor Calabrese, y combatiría al Arlequín con todas sus armas.

Adam se despidió de la vieja en el funeral más fastuoso que podía ofrecer la casa de seguros de la muerta, Los hijos de Italia, pero nunca se separó completamente de él. Años más tarde, cuado ya era todo un médico y todo un cirujano y había hecho y visto cosas con que ella jamás soñara en Petruro o incluso en Pittsburgh, su reacción instintiva ante la desgracia seguía siendo una búsqueda inconsciente e instantánea del Arlequín. Si tenía una mano en el bolsillo, involuntariamente los dedos se ponían en forma de cuerno. Su padre y su abuela habían dejado en él un conflicto interno interminable: tonterías, se burlaba el hombre de ciencia, mientras el muchachito estaba murmurando: scutta mal occhio, pu pu pu.

Ahora, en el retrete de caballeros de la casa de comidas, metió de nuevo sus cosas de aseo en la maleta, y, como una torpona ave acuática, levantando primero una pierna y luego la otra a modo de precaución contra el repulsivo peligro del sucio suelo, fue quitándose los pantalones de algodón y la camisa azul de faena. La camisa y el traje que sacó de la maleta estaban algo arrugados, pero presentables. La corbata ya no tenía tan buen aspecto como dieciocho meses antes, cuando todavía era seminueva, comprada de segunda mano a un estudiante de tercer curso que se entrampaba jugando al póquer. Los zapatos oscuros con que sustituyó los de gimnasia que llevaba puestos conservaban aún cierto brillo.

Al salir de nuevo al comedor, se dio cuenta que la vaca de detrás del mostrador le miraba como preguntándose si no se habrían visto antes.

Fuera, hacia más sol. Un taxi zumbaba una suave canción mecánica junto a la cuneta; el taxista, perdido en la contemplación de un boleto de apuestas de las carreras de caballos, soñaba el eterno sueño de la riqueza inesperada. Adam le preguntó si el Hospital General del condado de Suffolk estaba muy lejos.

—¿El hospital del condado? Desde luego.

—¿Cómo se puede ir hasta allí? El taxista le sonrió:

—A patita y andando. Cruzando la ciudad entera. Es demasiado temprano para los autobuses y no hay ninguna boca del Metro cerca.

Dejó a un lado el boleto, seguro de contar con un cliente.

¿Cuánto tendría en la cartera? Desde luego, menos de diez dólares. Ocho, nueve. Y faltaba un mes para cobrar el sueldo.

—¿Me lleva por un dólar?

Una mirada de asco.

Recogió la maleta y fue calle abajo, llegando hasta BENJ. MORETTI E HIJOS, HORTALIZAS. Entonces el taxi pasó junto a él y se detuvo.

—Siéntese atrás —dijo el taxista—, es mi trayecto habitual. Si me para alguien, usted se baja. Por un dólar.

Subió, agradecido. El taxi iba por las calles a poca velocidad, y Adam, asomado a la ventana abierta, se imaginaba la clase de hospital que le esperaba. Las calles eran viejas y tristes, flanqueadas por casas de pisos miserables, con escalones rotos y cubos de basura desbordantes, vecindario de gente pobre, apiñada en un derroche de pobreza. Sería un hospital cuyos bancos clínicos se llenaban todas las mañanas de enfermos y tullidos, víctimas de una de las trampas que la sociedad se ha tendido a sí misma.

—Es duro —dijo silenciosamente a las víctimas que dormían detrás de las ventanas ciegas, mientras el taxi seguía su camino—. Pero para mi bien; un hospital donde quizás aprender‚ algo de cirugía.

El complejo del hospital se levantaba como un monolito en la mariana perlina, con grandes farolas de aparcamiento aún encendidas y amarillas en torno a la plaza desierta del patio de ambulancias.

La entrada interior era sombría y anticuada. Un viejo de mejillas arrugadas y fofas y pelo absurdamente negro estaba sentado en la portería. Adam miró la carta que había recibido del administrador cuatro semanas antes, y luego preguntó por el encargado del servicio quirúrgico, doctor Meomartino.

—Ah, italianos —pensó—; estamos por todas partes.

El otro consultó una lista.

—Cuarto servicio quirúrgico. A lo mejor está dormido —dijo, dubitativo—. ¿Quiere que le llame?

—No, por Dios.

Le dio las gracias y salió. Al otro lado de la calle una luz relucía aún a la entrada de una cafetería, y Adam fue hacia allá. En el mostrador, un hombre pequeño y oscuro añadía agua a la fuente del café; pero la puerta estaba cerrada y el hombrecillo ni miró siquiera cuando Adam la golpeó. Volvió al hospital y preguntó al hombre del pelo teñido por dónde se iba al cuarto servicio quirúrgico.

—Baje por este pasillo, todo derecho, más allá de la clínica de urgencia, y luego suba al piso siguiente. Sala de Quincy. No tiene pérdida.

Al acercarse a la clínica de urgencia se le pasó por la imaginación la idea de ofrecer sus servicios. Menos mal que la desechó sin más, antes incluso de entrar en la gran sala y no ver en ella un solo paciente. Un interno, en una silla, leía. Una enfermera estaba sentada en el otro extremo del cuarto, haciendo calceta, medio dormida. En una litera, en la esquina, yacía un ayudante dormido como un oso, con la boca ligeramente abierta.

Subió al piso de arriba, hacia la sala de Quincy, pasando por las salas silenciosas.

Sólo vio a un interno rubio y delgaducho, cuyo cuello abierto caía contra la barbilla cubierta de acné como bandera en día sin viento.

Excepto por las luces nocturnas, la sala estaba a oscuras. Los pacientes yacían en hileras, algunos como bultos, pero otros inquietos, y poseídos, en el sueño, por los diablos.

«Habéis sido llamado, ¡oh, Sueño!, el amigo del dolor, pero sólo los felices os han llamado así. Southey[7]», dijo la computadora.

De una de las camas le llegó el ruido de una mujer que lloraba. Se detuvo.

—¿Qué le pasa? —preguntó, con suavidad, al rostro escondido.

—Tengo mucho miedo.

—No hay ningún motivo.

«Sal de aquí —se dijo a sí mismo, furioso— a lo mejor hay motivos sobrados».

—¿Quién es usted?

—Soy médico.

La mujer inclinó la cabeza.

—También Jesús lo era.

Esto le dio la oportunidad de alejarse.

En el cuarto de las enfermeras dio con una veterana acostumbrada a ver médicos nuevos. Le dio café y panecillos frescos y duros y mantequilla de la cocina de la sala, todo ello deliciosamente gratis.

—Todo lo que quiera, doctor; este condado es rico. Me llamo Rhoda Novak —de pronto se echó a reír, y añadió—: Pues tiene suerte de que esta noche no estuviese de servicio Helen Fultz; ésa no da ni los buenos días.

Se fue antes de que Adam terminase de comer los panecillos. Quería otro más, pero se sintió agradecido por lo que se le había dado. Un hombrón con ropa de sala de operaciones entró en el cuarto y suspiró al taponar una silla con su enorme trasero. Por debajo del gorro quirúrgico le salía el pelo rojizo, y a pesar de su tamaño tenía el rostro suave y sin formar, como de niño. Saludó a Adam con un movimiento de cabeza, e iba a acercarse a la cafetera cuando sonó el aparatito de avisos que llevaba en la solapa.

—¡Ah! —exclamó.

Se dirigió hacia el teléfono y llamó, dijo unas pocas palabras y salió corriendo.

Adam dejó los posos del café y fue detrás del hombrón de verde, bajando por una laberíntica serie de pasillos, hasta llegar a la zona quirúrgica.

En el hospital de Georgia la cirugía era limpia, brillantemente luminosa, libre de obstáculos. Esta luz era, en el mejor de los casos, incierta. Los pasillos parecían depósitos de muebles sobrantes, como camillas, estanterías y piezas sueltas de maquinaria; durante las horas de mayor actividad probablemente ponían también aquí a los pacientes antes y después de la operación. Las puertas de las salas de operaciones estaban gastadísimas a ambos lados, donde habían chocado y raspado los bordes de innumerables camas, dejando al descubierto capa tras capa de madera terciada, como calculadoras de tiempo o anillos arbóreos.

Había una escalera y Adam subió por ella, hasta el observatorio anatómico, que estaba a oscuras y empapado de un jadeo extraño y sonoro. Era el jadeo del aparato intercomunicador, que había sido conectado y dejado demasiado alto. Incapaz de dar con la luz, Adam fue tanteando hasta un asiento de primera fila, donde se dejó caer. A través del cristal veía al hombre echado en la mesa, como de cuarenta años, casi calvo y con aire de animal arrinconado, y evidentemente dolorido, que miraba a la enfermera preparar los instrumentos. Tenía los ojos como empañados: probablemente había recibido un calmante antes de venir aquí, sin duda escopolamina.

Pocos minutos después, entró, limpio y enguantado, el hombrón que había estado tomando café en la cocina.

—Doctor —dijo la enfermera.

El gordo asintió sin interés y comenzó a anestesiar. Sus dedos como salchichas juguetearon con el brazo izquierdo hasta encontrar sin la menor dificultad la vena antecubital sirviéndose entonces del catéter intravenoso. Luego enrolló el otro brazo con una correa y comenzó a tomar la tensión.

—Con esto sí que no contábamos —dijo la enfermera.

—Y podíamos haber prescindido de él perfectamente —dijo el gordo.

Administró el relajador muscular con una dosis de pentotal, luego entubó la tráquea del paciente y pasó la tarea de respirar de éste a un ventilador.

Entró el interno, el sujeto delgado y alto que Adam había visto ya. Ni el anestesista ni la enfermera parecieron darse cuenta de su presencia. Comenzó a preparar el abdomen, limpiándolo con antisépticos. Adam observaba con interés, deseoso de ver cómo se hacían las cosas. Parecía que el interno ponía en práctica una solución sencilla. En el hospital de Georgia tenían que lavar primero con éter, luego con alcohol, y después, por tercera vez, con betadina.

—Ya habrá notado usted lo bien que está afeitado, Mr. Peterson —dijo el interno—. A su lado, el culo de un niño es una selva virgen.

—Richard, ya sé que eres buen barbero —dijo el gordo.

El llamado Richard terminó de lavar el vientre y comenzó a cubrir al paciente con telas esterilizadas, dejando al descubierto nueve decímetros cuadrados de carne, enmarcados en un campo de tela.

Entró un extraño. Meomartino, el encargado del servicio de cirugía, supuso Adam, pero no estaba seguro, del todo, porque nadie le había saludado. Era un hombre corpulento, con la nariz aquilina, y una antigua cicatriz, casi invisible, en la mejilla. Bostezó y se estiró, con un súbito escalofrío.

—Estaba teniendo unos sueños maravillosos —dijo—. ¿Qué tal va la úlcera perforada? ¿Sangra el paciente?

—Creo que no —respondió el gordo—. Los latidos cardíacos son noventa y seis, y la respiración, treinta.

—¿Y la tensión?

—Máxima once y mínima diez.

—Pues vamos. Te apuesto a que es como una quemadura de cigarrillo.

Adam le vio coger el bisturí que le tendía la enfermera y hacer acertadamente la incisión paramedial, cortando a propósito la carne de modo que se formasen dos labios donde antes había habido un vientre fofo. Meomartino cortó la piel y el tejido subcutáneo graso y amarillo. Adam vio con interés que al interno le habían enseñado a contener la hemorragia con esponjas en lugar de pinzas, usando al mismo tiempo la presión de la esponja para ampliar el margen de la herida, de modo que se pusiese al descubierto el reluciente envoltorio gris de la aponeurosis.

«Esto está muy bien» —pensó—; nunca se le había ocurrido a él hacerlo de esta manera. Por primera vez sintió una punzada de felicidad. Aquí hay cosas que aprender.

Meomartino había hecho la incisión lenta y cuidadosamente pero ahora cortó la aponeurosis rápida y limpiamente. Hacerlo así, de un solo golpe, sin cortar el músculo recto que está justo debajo, significa que este hombre tiene que haberlo hecho bien muchas veces; esto Adam lo veía perfectamente. Durante un estúpido momento se permitió sentir cierto resentimiento por la facilidad y pericia de aquel detalle. Casi se puso en pie para ver mejor, pero el animal del interno movía la cabeza y los hombros entre él y el campo operatorio, reduciéndole la zona de visibilidad.

Se retrepó en el asiento y cerró los ojos en la oscuridad. Veía mentalmente lo que estaría haciendo ahora el cirujano: levantaría la aponeurosis y la inclinaría con el borde cortante del bisturí, apartándola luego con el borde romo, de manera que quedase al descubierto la intersección media del recto. Luego levantaría el músculo y efectuaría una retracción lateral para dirigirlo por el peritoneo y penetrar en la cavidad abdominal.

En la cavidad abdominal. Para una persona como él, que quería dedicarse a la cirugía general, donde se presentan tantos casos abdominales, ésa era la frase clave.

—Bueno, ahora es tu turno, Richard, ahí lo tienes —dijo el cirujano un momento después.

«Su voz era grave, y su inglés, un poco demasiado preciso» —pensó Adam—, como un segundo lenguaje, aprendido.

—Tiene que ser precisamente a través de la pared anterior del duodeno, ¿qué hacemos ahora?

—¿Dar puntadas?

—¿Y después?

—¿Vagotomía?

—Richard, hijo, por Dios, no acabo de creerlo. Ser tan joven y tan brillante y tener casi razón, hijo mío. Una vagotomía y un procedimiento de drenaje. Entonces sí que se curaría como Dios manda. Vamos, una pica en Flandes.

Después de este diálogo trabajaron en silencio y Adam sonreía a sus espaldas, en la oscuridad sintiendo como suyo propio el disgusto del interno, igual que él mismo lo había sentido tantas veces en situaciones parecidas. Hacía calor en el anfiteatro, que era del color de una matriz. Se adormiló y tuvo de nuevo una vieja pesadilla: dos hornos que había tenido que alimentar de combustible durante sus veladas de primer curso, hasta acabar odiando aquellas bocas sonrosadas y abiertas, siempre hambrientas de más y más carbón, más del que él podía darles de un solo golpe.

Sentado en el oscuro anfiteatro, gimió entre sueños; luego, se despertó sobresaltado, sintiéndose rígido y desgraciado, momentáneamente inseguro de por qué había cambiado tanto su estado de ánimo. Y de pronto recordó, se relamió los labios y sonrió; era aquella condenada pesadilla. Hacía mucho tiempo que no la tenía. Debíase, sin duda, al hospital nuevo, a la situación insólita en que se encontraba.

Más abajo, a sus pies, el equipo quirúrgico seguía trabajando.

—Ayúdame a cerrar el vientre, Richard —dijo el residente principal—. Yo hago las suturas y tú los ligamentos. A ver si queda como a mí me gusta, bien tirante.

—Se lo voy a dejar tan tirante como el de su primer amor —dijo Richard, hablando a Meomartino, pero mirando a la enfermera, que no dio muestras de haber oído.

—Más tirante todavía, doctor —dijo Meomartino.

Cuando, por fin, asintió, satisfecho, y se apartó de la mesa de operaciones, Adam corrió escaleras abajo, para cogerle antes de que saliese de allí.

—Doctor Meomartino.

El encargado del servicio quirúrgico se detuvo. Era más bajo de lo que le había parecido a vista de pájaro. «Debiera de haber sido hijo de mi madre», pensó Adam, ilógicamente, al acercarse a él. Pero no era italiano, decidió; quizás español. Color de aceituna, ojos oscuros, piel atezada a pesar de la palidez, habitual en los hospitales, el pelo, bajo el gorro quirúrgico, oscuro de humedad, pero casi completamente gris. «Este individuo es más viejo que yo», pensó.

—Soy Adam Silverstone —dijo, jadeando suavemente—. Soy el nuevo residente principal. Mientras los ojos escrutadores le disecaban una mano que parecía un tarugo de madera asió la suya.

—Llega usted con un día de anticipación, y me doy cuenta de que va a ser un rival serio —dijo Meomartino con una leve sonrisa.

—Vine como pude, haciendo autostop. Salí un día antes por precaución y luego resultó que no me hizo falta.

—Ya. ¿Y tiene dónde vivir?

—Aquí. La carta dice que el hospital facilita un cuarto.

—De ordinario el residente principal lo usa sólo las noches que está de servicio. Usted y yo estaríamos demasiado disponibles aquí.

—Pues yo no tendré más remedio que estarlo.

Meomartino asintió sin aparentar sorpresa.

—No tengo atribuciones para asignarle un cuarto, pero le encontraré uno donde podrá caerse muerto lo que queda de noche.

El ascensor era lento y viejo. «En caso de emergencia dé tres timbrazos», aconsejaba un letrero junto al timbre. Adam se dijo que estar a merced de aquel monstruo lento y crujiente en caso de emergencia sería más que arriesgado.

Llegó por fin y les subió al sexto piso. El corredor era muy angosto y oscuro. El número del cuarto era 6-13, lo que, se dijo Adam, no podía ser un augurio. El techo estaba ladeado, porque el cuarto se hallaba debajo del alero del viejo edificio. Las persianas estaban bajadas. A la luz incierta vio una aterradora grieta en una de las paredes, que le parecieron de color de excremento. Bajo la grieta y frente a las dos camas había una silla de madera flanqueada por un escritorio y una mesa, ambos de color de mostaza. Sobre una de las camas yacía un hombre vestido de blanco, con el New England Journal of Medicine abierto sobre el pecho y abandonado a favor del sueño.

—Harvey Miller. Un préstamo que nos ha hecho esa institución de fantasía que hay al otro lado de la ciudad[8] —dijo Meomartino, sin molestarse en bajar la voz—. No es un mal hombre[9] para este lugar.

Su tono de voz creaba un vacío en torno a él. Bostezando hizo un ademán y fue hacia la puerta.

En el cuarto, el aire era pesado. Adam fue a la ventana y levantó unos centímetros la persiana, que inmediatamente comenzó a agitarse; la levantó un poco más y se quedó quieta. El que estaba sobre la cama se movió ligeramente, pero sin llegar a despertarse.

Cogió el New England Journal que yacía sobre Harvey Miller y se echó. Trató de recordar el rostro de Gaby Pender, pero se dio cuenta de que no le era posible juntar sus diversas partes; recordaba sólo una tez muy oscura y un lunar maravilloso que tenía en el rostro, y también que el conjunto pertenecía a una chica que le había gustado mucho. El colchón era fino y tenía bultos, un desecho de las salas del hospital sin duda. En alas del aire, procedente de la ventana abierta del piso de abajo, llegó un sonido de dolor, más que un gemido pero menos que un grito. Harvey Miller se acarició la ingle entre sueños, ignorante aún de que su retiro había sido violado.

—Alice —dijo, con absoluta claridad.

Adam pasó las hojas de los anuncios por palabras de la revista, imaginándose un mundo futuro que le ofrecería todos los lujos de la vida que él nunca había disfrutado por falta de dinero además de permitirle seguir dándoselo en suficiente cantidad a la mano abierta de Myron Silberstein, que, de esta forma, dejaría de constituir una amenaza a su supervivencia. Pasó ciertos anuncios sin leerlos, o los leyó despectivamente: invitaciones a solicitantes de estudios posdoctorales, gastos pagados, pero sin sueldo o apenas sin sueldo; avisos de becas de siete mil dólares al año; cátedras con sueldos de hasta diez mil dólares descripciones falsamente atractivas de clientelas médicas a la venta por poco dinero en Chicago, Los Ángeles, Boston, Nueva York, Filadelfia, donde había médicos acreditados listos para atar de pies y manos al principiante y mandarle, de mendigo, a las compañías de seguros a trabajar a destajo a seis dólares la hora.

De vez en cuando, un anuncio le interesaba hasta el punto de leerlo varias veces:

Adam se dijo que un año después él necesitaría una región muy apartada del agobiante ambiente médico de los hospitales docentes, lejos de la competencia estatuida. Lo ideal seria ponerse en contacto con un cirujano achacoso o entrado en años, en algún lugar remoto, dispuesto a beneficiarse poco a poco de la transferencia gradual de su clientela a un asociado más joven. Este tipo de acuerdo podría producir desde el principio cosa de treinta y cinco mil dólares, y posiblemente, hacia el final, hasta setenta y cinco mil.

En las raras ocasiones en que se había parado a analizar sus ideas sobre la Medicina, llegaba a la conclusión de que lo que él quería era ser curandero y, al tiempo, capitalista; Jesucristo y al tiempo cambista, todo junto. Bueno, ¿y por qué no? La gente que puede pagar sus cuentas enferma exactamente igual que los pobres. Nadie le había pedido a él que hiciese voto de pobreza. Ya había tenido bastante pobreza sin necesidad de votos.