18. Noah y el viejo

—Qué suerte haber tenido un padre como el suyo —comentó Noah—. Si yo quisiera hacer algo parecido, mis padres no me lo permitirían.

—Eso no lo sabes con certeza. ¿Se lo has preguntado?

—Bueno, no —admitió Noah—. Pero es que nadie ha llamado a la puerta para invitarme a formar parte del equipo olímpico. Después de todo, sólo tengo ocho años.

—Y sólo ganaste la medalla de bronce en los quinientos metros en el colegio.

—¡El tercer puesto no está mal! ¿Por qué no para ya de decir eso?

—Yo no era mucho mayor que tú cuando el señor Quaker vino en mi busca —repuso el viejo encogiéndose de hombros—. Aunque eran otros tiempos, supongo.

El niño suspiró y dejó la marioneta del señor Quaker en la mesa junto a las del príncipe, el señor Wickle y la señora Shields. Se quedaron ahí, mirándolo y sin parecer muy cómodas tan cerca unas de otras. Noah pensó que llevaban tanto tiempo juntas en el cofre que agradecerían un poco de libertad, pero no se las veía muy contentas.

Sin previo aviso, un cuco entró volando por la ventana, se detuvo en el aire entre Noah y el viejo, los miró un instante, soltó un par de graznidos y salió volando de nuevo para desaparecer en una nube.

—Oh, Dios santo —exclamó el hombre consultando el reloj—. No puede ser ya tan tarde, ¿no?

—Ese cuco… —dijo Noah levantándose de un brinco para asomarse a la ventana y ver adónde se dirigía el pájaro—. ¿Hace eso cada vez? O sea, lo de anunciar la hora.

—Por supuesto —contestó el viejo como si fuera lo más natural del mundo—. Es un reloj de cuco. En el sitio del que vienes también tenéis, ¿no?

—Sí. En casa tenemos uno en la sala de estar, al lado de la foto de la tía Joan, pero no se parece en nada a ése. No sabía que hicieran eso en la vida real.

—Claro que lo hacen, si se les adiestra como es debido. En realidad es el segundo reloj de cuco que he tenido —comentó el viejo con cierta pena—. Su padre hizo ese mismo trabajo durante muchos años, pero sufrió un desafortunado accidente un día que olvidé dejar la ventana abierta. —Titubeó un instante y luego levantó las manos con las palmas bien abiertas—. ¡Pataplaf! —añadió con gesto de resignación. Lo lamenté mucho y pensé que ahí acababa mi relación con esa familia, pero por suerte su hijo pequeño comprendió que había sido una desgracia involuntaria y me perdonó. Desde entonces viene siempre.

—¿Y lo despierta por las mañanas?

—Bueno, lo intenta. Aunque suelo estar levantado cuando llega. A veces desayunamos juntos, pero puede estar de muy mal humor a esas horas tempranas. Siempre tengo que valorar si es conveniente hablarle o no. Me levanto muy temprano, por cierto; siempre lo he hecho. Cuando era un chaval solía salir a correr muy pronto por las mañanas. Ahora ya no puedo hacerlo, por supuesto. Mis piernas no lo aguantarían. Aunque sólo yo tengo la culpa de eso, claro.

—Difícilmente es culpa suya —opinó Noah—. No puede evitar hacerse viejo.

—Ahora ya no puedo, eso es verdad —admitió el anciano, asintiendo con la cabeza—. Pero yo no tenía que envejecer. Fue una decisión que tomé.

—¿Cómo puede haber…? —empezó Noah, pero ahora fue el viejo quien miró por la ventana.

—El sol va a ponerse muy pronto —comentó—. Recuerdo una vez que vi ponerse el sol en la bahía de Watson, en Sídney, y esa misma noche corrí hasta la punta más al sur de España para verlo salir otra vez.

—Debió de cansarse mucho —dijo Noah con cara de asombro.

—Bueno, sí; no soy más que un ser humano —contestó el viejo sonriendo.

—Yo sólo he visto salir el sol una vez —dijo Noah en voz baja—. En mi casa, por supuesto.

—Ah, ¿tú también eres madrugador? —bromeó el anciano.

—Qué va. A veces mi padre me amenaza con arrojarme un cubo de agua si no me levanto. Es extraño… siempre me quejo cuando es hora de irme a la cama, pero luego me quejo aún más a la hora de levantarme. No tiene mucho sentido, ¿no?

—Ésa —dijo el viejo dando golpecitos con un dedo sobre la mesa— es una de las grandes paradojas de la vida. ¿Fue memorable ese amanecer que viste?

Noah tragó saliva y apartó la mirada. Esperó un rato antes de responder, y al final lo hizo casi en un susurro:

—Sí. Creo que jamás lo olvidaré.