Fue Pettine el que encontró a Ashbery, pero fue Eigerman quien reconoció los restos del hombre que fuera una vez. El sacerdote aún tenía algo de vida, hecho que —dada la gravedad de sus heridas— rozaba lo milagroso. Las dos piernas le fueron amputadas en los días que siguieron y uno de los brazos hasta medio bíceps. No se despertó del coma tras las operaciones, pero tampoco murió, aunque todos los cirujanos opinaron que sus posibilidades de sobrevivir eran virtualmente nulas. Pero el mismo fuego que le había lisiado, le había prestado una fortaleza sobrenatural. Contra todo pronóstico, resistió.
No estaba solo en las noches y los días de inconsciencia. Eigerman estaba a su lado veinticuatro horas al día, esperando como un perro espera junto a la mesa a que caiga alguna migaja, seguro de que el cura podría ayudarle a redimir el mal que había causado en sus vidas.
Recibió más de lo convenido. Cuando Ashbery finalmente emergió de las profundidades, después de dos meses oscilando en la pendiente de la extinción, emergió dicharachero. Dijo el nombre de Baphomet. Dijo el nombre de Cabal. Contó, en la lengua jeroglífica de los lunáticos irremisibles, cómo los Engendros habían dividido a su deidad en fragmentos para ocultarla. Más aún. Dijo que podría volver a encontrarles. Tocado por el fuego del Bautista y sus supervivientes, quería volver a tocarles.
—Puedo oler a Dios —decía una y otra vez.
—¿Puede llevarnos hasta Él? —le preguntó Eigerman.
La respuesta siempre era sí.
—Yo seré sus ojos entonces —ofreció Eigerman—. Iremos juntos.
Nadie más quería la prueba que Ashbery ofrecía, había habido demasiados sinsentidos que relatar, sin olvidar la dura realidad. Las autoridades le cedieron gustosamente a Eigerman la custodia del sacerdote. Se merecían el uno al otro; ésta era la opinión general. Entre los dos, no reunían una sola célula sana.
Ashbery quedó definitivamente dependiente de Eigerman: incapacitado, al menos en un principio, para alimentarse, cagar o lavarse sin ayuda. Por repugnante que resultara su imbecilidad, Eigerman sabía sin embargo que Ashbery era un don divino. A través de él se vengaría por las humillaciones recibidas en las últimas horas de Midian. Entre las frases codificadas de Ashbery había claves para encontrar al enemigo. Con el tiempo lograría descifrarlas.
Y cuando lo hiciera —oh, cuando lo hiciera— sería un día de ajustar cuentas que haría palidecer a las trompetas del Juicio Final.
Los visitantes llegaron de noche, furtivamente, y se refugiaron donde pudieron.
Sus antecesores habían propiciado que revivieran algunas obsesiones; pueblos bajo amplios cielos donde los creyentes aún cantaban en domingo y las verjas eran repintadas cada primavera. Otros escogieron las ciudades: Toronto, Washington o Chicago, esperando que entre las calles atestadas y la corrupción del comercio, fuese más difícil detectarles. En lugares así, su presencia podía pasar desapercibida durante un año, dos o tres. Pero no para siempre. Tanto si se refugiaban en los desfiladeros, la ciudad, los pantanos o los terrenos yermos, ninguno pretendía que aquélla fuese una residencia permanente. Serían descubiertos con el tiempo, y desarraigados. Había una nueva locura muy extendida, particularmente entre sus viejos enemigos los cristianos, que constituían un espectáculo diario, hablando de su martirio y pidiendo purgas en su nombre. En cuanto descubrieran a los Engendros habitando entre ellos, reemprenderían las persecuciones.
La discreción era pues su proverbio. Sólo comerían carne cuando el hambre fuese irresistible y sólo cuando sus víctimas no pudieran ser echadas de menos. Tendrían cuidado en no infectar a otros, para no advertir así de su presencia. Si encontraban a uno solo, ninguno más se expondría a acudir en su ayuda. Eran leyes duras, pero no tan duras como las consecuencias si las rompían.
El resto era paciencia y estaban avezados a cultivarla. Su liberador llegaría alguna vez y si podían sobrevivir hasta entonces, esperarían.
Pocos tenían ninguna pista sobre la forma en que se presentaría. Pero todos conocían su nombre.
—Cabal —le llamaban—. El que deshizo Midian.
Sus plegarias estaban llenas de él. Llegará cuando cambie el viento. Si no es hoy, será mañana.
No habrían rezado tan apasionadamente si hubieran sabido el cambio de mareas que su llegada acarrearía. No habrían rezado en absoluto si hubieran sabido que se rezaban a sí mismos. Pero éstas eran revelaciones para un día posterior. De momento, tenían preocupaciones más simples. Vigilar a los niños que de noche subían a los tejados, cuidar que los afligidos no llorasen demasiado alto, que en verano, los jóvenes no se enamorasen de los humanos. Era toda una vida.