XXIV. CABAL

1

Perdido en el páramo, Ashbery fue encontrado por una luz que parpadeaba hacia arriba por entre las piedras del agrietado pavimento. Sus rayos eran amargamente fríos, y pegajosos como ninguna luz, adhiriéndose a su manga y a su mano antes de desvanecerse. Intrigado, investigó la fuente de una erupción a otra, y a cada punto se volvía más y más brillante que antes.

Erudito en su juventud, habría conocido el nombre de Baphomet si alguien se lo hubiera susurrado. Habría comprendido por qué la luz, saltando desde la llama de la deidad, ejercía tal atracción sobre él. Habría conocido a la deidad como dios y diosa en un solo cuerpo. Habría sabido también cómo habían sufrido sus adoradores por su ídolo, quemados por herejes o a causa de crímenes contra natura. Habría temido un poder que merecía tal homenaje, y sensatamente.

Pero no había nadie para decírselo. Sólo estaba la luz, arrastrándole.

2

Boone no encontró al Bautista solo en su cámara. Contó once de los Engendros a lo largo de las paredes, arrodillados dándole la espalda a la llama. Entre ellos estaban mister Lylesburg y Rachel.

A la derecha de la puerta, en el suelo, yacía Lori. Tenía sangre en el brazo y en la cara y los ojos cerrados. Pero incluso cuando acudió en su ayuda, la cosa de la llama fijó sus ojos en él, envolviéndole con su helado tacto. Tenía asuntos pendientes con él y no podían posponerse.

Acércate —le dijo—. Por tu propia voluntad.

Él estaba asustado. Desde el suelo, la llama había duplicado su tamaño desde que él había entrado, golpeando el techo de la cámara. Fragmentos de tierra convertidos en hielo o cenizas caían en una lluvia deslumbrante que se derramaba sobre el suelo. De pie, a unos metros de la llama, la acometida de aquella energía era brutal. Pero Baphomet le invitaba a acercarse más.

Estás a salvo —le decía—. Vienes envuelto en la sangre de tu enemigo. Eso te dará calor.

Dio un paso hacia el fuego. Aunque a lo largo de su vida después de la muerte, había sufrido el impacto de las balas y el corte de los cuchillos sin sentir nada, ahora sintió el frío de la llama de Baphomet. Le aguijoneaba en su desnudez, dibujando franjas ante sus ojos. Pero las palabras de Baphomet no eran una vana promesa. La sangre que llevaba se calentó a medida que el aire se volvía más frío a su alrededor. Se reconfortó así y osó dar los últimos pocos pasos.

El arma —dijo Baphomet—. Descárgala.

Había olvidado el cuchillo que llevaba en el cuello. Lo separó de su carne y lo arrojó junto a él.

Más cerca aún —dijo el Bautista.

La furia de la llama se aplacó y sólo se vislumbró su carga, pero fue suficiente para confirmar lo que su primer encuentro con Baphomet le había enseñado: que su deidad había forjado criaturas en su propia imagen en las que nunca había puesto los ojos. Ni siquiera la materia de los sueños, nada se parecía al Bautista. Era uno y único.

Súbitamente, una parte de él le alcanzó, fuera de la llama. No veía si era un miembro, o varios o tal vez un órgano. Se asió a su nuca y a su pelo y le empujó hacia el fuego. La sangre de Decker ya no le caldeó y el hielo le escarchó la cara. Pero no luchó para liberarse. Sumergió la cabeza en la llama, que le agarró en seguida. Sabía que aquél era el instante en que el fuego se cernería sobre su cabeza: el Bautizo.

Y para confirmar su creencia, la voz de Baphomet resonó en su cabeza.

Tú eres Cabal —le dijo.

El dolor menguaba. Boone abrió la boca para tomar aliento y el fuego le atravesó la garganta hacia su vientre y sus pulmones, y luego por su cuerpo entero. Llevaba su nombre con él, bautizándole en su interior.

Ya no era Boone. Era Cabal. Una alianza de muchos.

Desde aquella purificación sería capaz de dar calor y sangre, de engendrar hijos: estaba en el don de Baphomet y la deidad se lo había dado. Pero también sería frágil, o más frágil. No porque flotase, sino porque estaba cargado de objetivo.

Debo ocultarme esta noche —dijo Baphomet—. Todos tenemos enemigos, pero los míos han vivido más y han aprendido más crueldad que la mayoría. Debo ser sacado de aquí y escondido de ellos.

Entonces cobró sentido la presencia de los Engendros. Se quedaban atrás para llevarse consigo una fracción del Bautista y protegerlo de las fuerzas que fuesen en su busca.

Es tu obra, Cabal —dijo Baphomet—. No te acuso. Estaba escrito. Ningún refugio es para siempre. Pero te encargo…

—¿Sí? —dijo él—. Dime.

Reconstruye lo que has destruido.

—¿Un nuevo Midian?

No.

—¿Entonces?

Debes descubrirlo para nosotros en el mundo de los humanos.

—Ayúdame —dijo él.

No puedo. De ahora en adelante serás tú el que debe ayudarme a mí. Tú has acabado con nuestro mundo. Ahora debes rehacerlo.

Hubo estremecimiento en la llama. Los ritos del Bautismo casi se habían acabado.

—¿Por dónde empezar? —dijo Cabal.

Cúrame —replicó Baphomet—. Encuéntrame y cúrame. Sálvame de mis enemigos.

La voz que ya una vez se dirigiera a él había cambiado totalmente de naturaleza. Toda huella de exigencia había desaparecido. Sólo había una súplica de ser curado y salvado del dolor, entregado suavemente a su oído. Incluso la trailla de su cabeza se había soltado, dejándole mirar a izquierda y derecha. Una llamada que él no había oído congregó a los asistentes de Baphomet desde el muro. A pesar de llevar los miembros plegados, avanzaban con paso firme hacia el borde de la llama, que había perdido casi toda su fiereza. Levantaron los brazos envueltos en sudarios y la pared de la llama se rompió, mientras los fragmentos del cuerpo de Baphomet eran envueltos en los brazos de los viajeros para ser envueltos inmediatamente y apartados de la vista.

Aquella división pieza por pieza era una agonía. Cabal sintió el dolor como suyo propio, un dolor que le llenaba haciéndose casi insoportable. Para escapar, empezó a retirarse de la llama.

Pero al hacerlo así, una pieza apareció ante su vista frente a su rostro. La cabeza de Baphomet. Se volvió hacia él, blanca y vasta, con una fabulosa simetría. Su cuerpo entero se levantó ante ella: mirada, saliva y pene. Su cabeza empezó a latir curándole el ala dañada con su primera pulsación. Su sangre congelada se liquefió como la reliquia de un santo, y empezó a fluir. Sus testículos se tensaron y el esperma atravesó su pene. Eyaculó en la llama, y las perlas de semen atravesaron sus ojos para tocar la cara del Bautista.

El encuentro había llegado a su fin. Salió del fuego mientras Lylesburg —el último de los que se habían congregado en la cámara— recibía la cabeza de las llamas y la envolvía.

Sus porteadores partieron y la ferocidad de la llama se duplicó. Cabal se tambaleó como su desatado yo, con un vigor terrorífico…

Arriba, sobre el suelo, Ashbery sintió la fuerza construirse e intentó distanciarse, pero su mente estaba llena de lo que había espiado desde arriba, y su peso hacía disminuir su marcha. El fuego le atrapó, barriéndole hacia arriba como si le proyectase hacia el cielo. Él gimió al sentir su contacto y el sabor de Baphomet fluyendo por su cuerpo. Sus múltiples máscaras se habían borrado. Primero las ropas, luego el encaje que había sido incapaz de quitarse ni un solo día de su vida adulta. Luego la anatomía sexual que nunca había acabado de disfrutar. Y finalmente, su carne, limpiándole. Cayó a la tierra más desnudo de lo que había estado en el vientre de su madre, y ciego. El impacto le fragmentó brazos y piernas irremisiblemente.

Abajo, Cabal sintió el shock deslumbrante de la revelación. El fuego había hecho un agujero en el techo de la cámara y se extendía en todas direcciones. Consumiría la carne tan fácilmente como la tierra o la piedra. Tenían que salir de allí antes de que les alcanzase. Lori estaba despierta. Por la sospecha de sus ojos al acercarse, se hizo claro que había visto el Bautismo y que le temía.

—Soy yo —le dijo él—. Todavía soy yo.

Le ofreció su mano. Ella la cogió y él la cogió en brazos.

—Yo te llevaré —le dijo.

Ella asintió. Sus ojos se habían movido de él a algún punto del suelo. Él siguió su mirada. La hoja de Decker yacía cerca de la fisura, donde el hombre que él había sido antes del Bautismo se había desvanecido.

—¿Lo quieres? —le preguntó.

—Sí.

Protegiéndose la cabeza de las ruinas, él volvió sobre sus pasos y lo recogió.

—¿Está muerto? —le preguntó ella cuando volvió a su lado.

—Está muerto.

No había ningún rastro del cadáver para comprobarlo. El túnel, colapsado, le había enterrado como a todo lo de Midian. Una tumba para las tumbas.

Con casi todo derruido era difícil abrirse camino hacia las puertas principales. No vieron ningún signo de los habitantes de Midian en su camino. El fuego, las ruinas y la tierra habían cubierto sus restos.

Justo al salir, en un lugar donde forzosamente debían encontrarlo, había un recuerdo para Lori de Babette, por cuya salvación tanto había rezado. La muñeca de Babette, tejida con hierbas y coronada de prímulas, yacía en un pequeño anillo de piedras. Cuando los dedos de Lori tomaron contacto con el juguete le pareció ver un momento final a través de los ojos de la niña, un paisaje moviente con alguien dándose prisa para salvarla. La visión fue demasiado fugaz. No tuvo tiempo de rezar una oración por su buena suerte, pues la visión se desvaneció al oír un ruido a sus espaldas. Se volvió a tiempo para ver los pilares que sostenían Midian empezando a derrumbarse. Cabal la cogió del brazo mientras las dos losas de piedra chocaban una contra la otra, oscilando cabeza contra cabeza como dos luchadores simétricos, y luego cayeron contra el suelo donde momentos antes habían estado Lori y Cabal.

3

Aunque no tenía reloj para saber la hora, Cabal tenía un claro sentido —un don de Baphomet, quizá— del tiempo que había pasado desde el alba. En los ojos de su mente veía el planeta, como una cara de reloj decorada con los mares y la mágica división de la noche y el día reptando alrededor.

No tenía miedo de la aparición del sol en el horizonte. Su Bautismo le había dado una fuerza que les era negada a sus hermanos y hermanas. El sol no le mataría. Él lo sabía y no dudaba. Sabía que le haría sentirse mal. La salida de la luna siempre sería más bienvenida que el alba. Pero su trabajo no podía limitarse a las horas nocturnas. No necesitaría esconder su cabeza del sol del modo en que sus compañeros Engendros se veían obligados a hacer. Incluso ahora estarían buscando un lugar para refugiarse antes de que rompiera la mañana.

Se los imaginó en el cielo sobre América o corriendo junto a sus autopistas, separándose cuando algunos de ellos se sentían cansados o encontraban un refugio probable, y el resto seguían avanzando desesperadamente. En silencio les deseó un viaje feliz y un puerto seguro.

Más: prometió que les encontraría de nuevo con el tiempo. Los reuniría como había hecho Midian. Sin querer, les había hecho daño. Ahora tenía que aliviar el mal aunque le costara tiempo.

—Tengo que empezar esta misma noche —le dijo a Lori—. O sus huellas se enfriarán. Entonces nunca los encontraría.

—No irás sin mí, Boone.

—Ya no soy Boone —le dijo.

—¿Por qué?

Se sentaron sobre la colina que dominaba la metrópolis y él le contó todo lo que había aprendido con el Bautismo. Duras lecciones, que tenía que comunicar en pocas palabras. Ella estaba cansada y se estremecía, pero no quería dejarle detenerse.

—Vamos… —seguía diciendo cuando él se callaba—. Tienes que contármelo todo.

Ya sabía la mayor parte. Había sido instrumento de Baphomet tanto como él o más. Parte de la profecía. Sin ella, él nunca hubiera vuelto a Midian para salvarlo y fracasar en el intento. La consecuencia de aquel retorno y aquel fracaso era la tarea que tenía ante él.

Pero ella se rebelaba.

—No puedes dejarme —dijo— después de todo lo que ha pasado.

Le puso la mano en la pierna.

—Recuerda lo de la celda… —murmuró.

El la miró.

—Me dijiste que me perdonara. Y fue un buen consejo. Pero eso no significa que vuelva la espalda a lo que ha pasado aquí. Baphomet, Lylesburg, todos ellos… Yo he destruido el único hogar que nunca había tenido.

no lo has destruido.

—Si no hubiera venido todavía estaría en pie —replicó—. Tengo que compensar ese daño.

—Pues llévame contigo —dijo ella—. Iremos juntos.

—No puede ser. Tú estás viva, Lori. Yo no. Tú aún eres humana. Yo no.

—Tú puedes cambiar eso.

—¿Qué estás diciendo?

—Puedes hacerme igual que tú. No es difícil. Un solo mordisco y Peloquin te cambió para siempre. Cámbiame.

—No puedo.

—Querrás decir que no quieres.

Señaló la punta del cuchillo de Decker en la inmundicia.

—No quieres estar conmigo. Es tan simple como eso, ¿verdad? —esbozó una leve sonrisa curvando las comisuras hacia arriba—. ¿No tienes coraje para decírmelo?

—Cuando acabe mi trabajo… —contestó él—. Quizás entonces.

—Ah, dentro de cien años o así… —murmuró ella, y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Entonces vendrás a buscarme, ¿verdad? A desenterrarme. A besarme. A decirme que hubieras querido venir antes pero los días habrán pasado volando.

—Lori.

—Calla —dijo ella—. No me des más excusas. Son insultantes —observó la hoja, no a él—. Tendrás tus razones. Yo creo que no son buenas, pero tú puedes seguir con ellas. Necesitarás aferrarte a algo.

Él no se movió.

—¿A qué esperas? No seré yo quien te diga lo que está bien. Vete. No quiero volver a verte nunca más.

Él siguió de pie. Su enfado le dolía, pero era más fácil que las lágrimas. Retrocedió tres o cuatro pasos y luego, comprendiendo que ella no le sonreiría y ni le miraría siquiera, se volvió.

Sólo entonces lo miró ella. Él no la miraba. Ahora o nunca. Puso la punta del cuchillo de Decker en su vientre. Sabía que no podría llevarlo hasta su objetivo con una sola mano, de modo que se arrodilló, clavó el mango entre las ruinas y dejó que el peso de su cuerpo la llevase hasta el cuchillo. Le hacía un daño horrible. Gritó de dolor.

Él se volvió para encontrarla retorciéndose con su sangre derramándose en el suelo. Corrió hacia ella volviéndola en si. Los espasmos de la muerte aún la sacudían.

He mentido —murmuró—. Boone…, te he mentido. Tú eres lo único que quiero ver.

—No te mueras —dijo él—. Oh Dios del cielo, no te mueras.

—Pues páralo.

—No sé cómo.

—Mátame. Muérdeme. Dame el bálsamo.

El dolor le contrajo el rostro. Abrió la boca.

—O déjame morir, si no quieres llevarme contigo. Es mejor que vivir sin ti.

Él la acunó mientras las lágrimas afloraban a sus ojos. Sus pupilas se levantaban bajo los párpados. Al cabo de unos segundos se habría ido, él lo sabía. Una vez muerta, volver a llamarla estaría más allá de su poder.

—¿Es… que… no? —dijo ella. Ya no le veía.

Él abrió la boca para responder, levantándole el cuello para morderle. La piel le olía ácida. Mordió fuerte el músculo, notó su sangre sustanciosa en la lengua y el bálsamo subió por la garganta de él para entrar en la corriente sanguínea de ella. Pero los estremecimientos de su cuerpo habían cesado ya. Ella se desplomó entre sus brazos.

Él levantó la cabeza de su desgarrado cuello, devolviendo lo que había mordido. Había esperado demasiado. ¡Condenado fuese! Ella había sido su mentor y su confesor, y la había dejado caer. La muerte se la había llevado antes de que él tuviera tiempo de clavar su aguijón y salvarla.

Consternado por su último y más lamentable fracaso, la dejó yacer en el suelo frente a él.

Cuando apartó los brazos de su nuca, ella abrió los ojos.

—Nunca te abandonaré —le dijo.