En la celda de Shere Neck, a Boone le habían atormentado los recuerdos del laberinto de Midian. Cerraba los ojos al sol y se encontraba allí perdido, para abrirlos otra vez y encontrar de nuevo el eco del laberinto en las yemas de sus dedos o las venas de sus brazos. Venas por las que no corría ningún calor, como Midian, imagen de su vergüenza.
Lori había roto aquel hechizo de desesperación, viniendo a él no a perdonarle sino a pedirle que se perdonara a sí mismo.
Ahora, de vuelta a las avenidas en las que había nacido su condición de monstruo, sentía su amor por él como la vida que no poseía desde hacía mucho tiempo.
Necesitaba su sensación reconfortante en medio de aquel pandemónium. Los Engendros no sólo estaban hundiendo Midian, sino borrando además todo vestigio de su naturaleza o recuerdo de su pasado. Los veía manos a la obra en todas partes, intentando completar el trabajo que el flagelo de Eigerman había empezado. Recogiendo los pedazos de sus muertos y arrojándolos a las llamas, quemando sus lechos, sus ropas, todo lo que no podían llevarse consigo.
No eran sólo los preparativos para huir. Él vio a los Engendros en formas que nunca había tenido el honor de contemplar: alas desplegadas, miembros estirados. Uno convirtiéndose en muchos (de un hombre, una multitud), muchos convirtiéndose en uno (de tres amantes, una nube). Por todas partes se veían los ritos de la partida.
Ashbery estaba aún al lado de Boone, lleno de curiosidad.
—¿Adónde van?
—He llegado demasiado tarde —dijo Boone—. Se van de Midian.
La piedra que cubría una tumba se abrió y una forma espectral emergió ante ellos como un cohete en el cielo nocturno.
—Hermoso —dijo Ashbery—. ¿Qué son? ¿Por qué nunca les había conocido?
Boone sacudió la cabeza. No se le ocurría ninguna forma de describir a los Engendros excepto las antiguas. No pertenecían al infierno, pero tampoco al cielo. Eran lo que la especie a la que él perteneciera una vez no podía soportar ser. La anti-gente, la anti-tribu, un saco de humanidad revuelta y unida junto a la luna.
Y ahora, antes de que él tuviera la oportunidad de conocerlos —y de conocerse a sí mismo a través de ellos— les estaba perdiendo. Transportaban lo que había en sus celdas y salían hacia la noche.
—Demasiado tarde —repitió, y el dolor de su partida le llenó los ojos de lágrimas.
Las salidas se estaban llenando por momentos. En ambos lados, las puertas estaban totalmente abiertas y las cerraduras quitadas. Mientras los espíritus ascendían en innumerables formas. No todos volaban. Algunos habían tomado forma de cabras o tigres, corriendo a través de las llamas hasta las puertas. Muchos iban solos, pero algunos —cuya fecundidad no había menguado ni con la muerte ni con la influencia de Midian— llevaban consigo familias de seis o más miembros, llevando a los más pequeños en brazos. Él sabía que estaba presenciando el paso de una era, cuyo final se había iniciado en el momento en que él pisó el suelo de Midian. Él era el causante de aquella devastación, aunque no hubiera prendido el fuego ni destruido ninguna tumba. Él había traído hombres a Midian. Al hacerlo, la había destruido. Ni siquiera Lori podía persuadirle de que se perdonase por ello. Aquella idea le hubiera atraído hacia las llamas si no hubiera oído a la niña llamarla por su nombre.
Sólo era lo bastante humana como para usar palabras, el resto de su cuerpo era animal.
—Lori —dijo.
—¿Qué le pasa a Lori?
—La máscara la ha atrapado.
¿La máscara? Sólo podía referirse a Decker.
—¿Dónde?
Cerca, cada vez más cerca.
Comprendiendo que no podía escapar de él, ella intentó asustarle, dirigiéndose hacia el lugar adonde él no quería ir. Pero él estaba demasiado ávido de acabar con su vida como para asustarse. La siguió al territorio donde el suelo estallaba como un volcán bajo sus pies y llovía piedra humeante a su alrededor.
Pero no fue su voz la que pronunció su nombre.
—¡Lori! ¡Por aquí!
Ella aventuró una mirada desesperada y allí —¡Dios le bendijera!— estaba allí haciéndole señas. Ella se desvió de su camino o de lo que quedaba de él dirigiéndose hacia Narcisse, que estaba agachado entre dos mausoleos mientras rompía su sucio cristal y una corriente de sombras horadada por ojos dejaba su escondite dirigiéndose a las estrellas. Era como un pedazo del cielo nocturno y ella se maravilló al verlo. Pertenecía a los cielos.
Aquella visión le hizo disminuir su marcha de un modo fatal. La máscara recorrió el espacio que les separaba y la agarró por la blusa. Ella se echó hacia delante para evitar el cuchillazo que seguiría y la tela se desgarró mientras ella caía. Aquella vez la había atrapado. Incluso cuando ella logró asirse a la pared para levantarse, sintió su mano enguantada en la nuca.
—¡Hijo de puta! —gritó alguien.
Ella alzó la vista para ver a Narcisse al otro extremo del pasillo entre los mausoleos. También atrajo la atención de Decker. La mano se relajó en su nuca. Esto era suficiente como para liberarse, pero si Narcisse podía seguir atrayendo su atención lograría su propósito.
—Tengo algo para ti —dijo y sacó las manos de los bolsillos para desplegar las garras de plata de sus pulgares.
Las hizo chocar una contra otra y centellearon.
Decker dejó que el cuello de Lori se deslizase de sus dedos. Ella escapó de su alcance y empezó a tambalearse hacia Narcisse. Éste se acercaba a ella por el pasaje, o más bien hacia Decker, en quien había fijado los ojos.
—No —dijo ella—. Es peligroso.
Narcisse la oyó —se rió de su aviso— pero no contestó. La dejó pasar para interceptar al asesino.
Lori miró hacia atrás. Cuando estuvieron a un metro de distancia entre sí, la máscara sacó de su chaqueta un segundo cuchillo con una hoja tan grande como la de un machete. Antes de que Narcisse tuviera la oportunidad de defenderse, el carnicero dio un impulso certero a su arma que cortó la mano izquierda de Narcisse separándola de su muñeca de un solo golpe. Narcisse movió la cabeza y dio un paso atrás, pero la máscara avanzó con él y alzó el machete por segunda vez para llevarlo al cráneo de su víctima. El corte dividió la cabeza de Narcisse desde el cuero cabelludo hasta el cuello. Era una herida a la que ni siquiera un hombre muerto podía sobrevivir. El cuerpo de Narcisse empezó a temblar y entonces —como Ohnaka cuando fue atrapado bajo la luz— cayó con un crujido, y emergió un coro de aullidos y suspiros hacia el cielo.
Lori sollozó, pero ahogó los siguientes. No había tiempo de lamentarse. Si esperaba a derramar una sola lágrima, la máscara la alcanzaría y el sacrificio de Narcisse habría sido en vano. Empezó a retroceder, con las paredes estremeciéndose a ambos lados de ella, sabiendo que sólo debía correr pero incapaz de alejarse de aquella escena que reflejaba la perversidad de la máscara. En medio de la carnicería, separaba la mitad de la cabeza de Narcisse de la más fina de sus hojas y luego ponía el cuchillo en su hombro, como un trofeo, antes de reemprender su persecución.
Entonces ella echó a correr, fuera de las sombras de los mausoleos y volviendo a la avenida principal. Aunque su memoria hubiese podido guiarla por aquellos alrededores, todos los monumentos habían desaparecido convirtiéndose en ruinas idénticas, y ella no podía diferenciar el Norte del Sur. Todo era uno y lo mismo. Tomara el camino que tomara, volvía a la misma ruina y se encontraba con su mismo perseguidor. Si seguía persiguiéndola eternamente —y lo haría—, ¿de qué servía vivir temiéndole? Le dejaría que acabase con ella a su encarnizada manera. El corazón le latía demasiado fuerte como para seguir con aquella tensión.
Pero cuando ya se resignaba a caer bajo su cuchillo, la franja de pavimento que la separaba de su carnicero se agrietó súbitamente y una nube de humo se elevó entre los dos. Un instante después, se abría la avenida entera. Ella cayó. No al suelo. No había suelo. Sino a la tierra.
—¡Cae! —dijo la niña.
El shock estuvo a punto de caer de la espalda de Boone. Él subió las manos para sujetarla y ella le agarró el pelo con fiereza.
—¿Lista? —le dijo.
—Sí.
Ella no había querido que Ashbery les acompañase. Lo habían dejado que se las arreglase solo en aquel maelstrón mientras ellos buscaban a Lori.
—Adelante —dijo ella dirigiendo a su montura—. No muy lejos.
Los fuegos se estaban extinguiendo tras devorar todo lo posible con sus lenguas. Contra el frío ladrillo sólo podían lamerlo y volverlo negro para luego extinguirse. Pero los temblores de abajo no habían cesado. Los movimientos todavía levantaban las piedras. Y tras las reverberaciones había otro sonido que Boone no oía tanto como sentía: en sus tripas, sus testículos y sus dientes.
La niña le hizo volver la cabeza con sus riendas.
—Por ahí —le dijo.
Los menguantes fuegos progresaban rápidamente; su brillo no era digno del de los ojos de Boone. Ahora él iba más deprisa, aunque las avenidas habían sido derruidas por el terremoto y pisaba tierra revuelta.
—¿Más lejos? —preguntó.
—Calma —le dijo ella.
—¿Qué?
—Estate quieto.
—¿Tú también lo has oído? —dijo él.
—Sí.
—¿Qué es?
Al principio, ella no contestó, sino que volvió a escuchar.
Luego dijo:
—Baphomet.
En sus horas de enclaustramiento, él había pensado más que cuando visitara la cámara del Bautista en el tiempo helado que había pasado en presencia del dividido Dios. ¿Acaso no le había revelado profecías, susurrando en su cabeza y pidiéndole que le escuchara? Él había visto aquella ruina. Le había dicho que la hora final de Midian era inminente. No había habido acusaciones, aunque debía de saber que estaba hablando con el responsable. Al contrario, le había hablado íntimamente, lo cual le había aterrado más que ningún ataque. Él no podía ser confidente de las divinidades. Había ido a apelar a Baphomet como uno de los recién muertos, para solicitarle un lugar en la tierra. Pero había sido recibido como el actor de un drama futuro. Incluso le había llamado por otro nombre. Él no quería nada de aquello. No quería nombres ni augurios. Había luchado contra ellos, volviéndole la espalda al Bautista, alejándose, sacudiéndose los susurros de la cabeza.
No lo había conseguido. Sólo al pensar en la presencia de Baphomet, sus palabras y aquel nombre volvían a él como furias.
—Tú eres Cabal —le había dicho.
Él lo había negado, lo negaba aún ahora. Por más que se compadecía de la tragedia de Baphomet, sabiendo que no podría escapar de aquella destrucción en su condición herida, tenía deseos más fuertes que sus simpatías.
No podía salvar al Bautista. Pero podía salvar a Lori.
—¡Allí está! —dijo la niña.
—¿Por dónde?
—Justo hacia delante. ¡Mira!
Sólo se veía caos. La avenida que se extendía frente a ellos se había derruido y las llamas y el humo se elevaban del suelo roto. No había signos de vida.
—No la veo —dijo él.
—Está bajo tierra —replicó la niña—. En el hoyo.
—Condúceme hacia ella.
—No puedo avanzar más.
—¿Por qué no?
—Ponme en el suelo. Te he llevado lo más lejos que podía —un pánico apenas contenido—. Ponme en el suelo —insistió.
Boone se agachó y la niña se deslizó hacia abajo.
—¿Qué pasa? —le preguntó él.
—No debo ir contigo. No me está permitido.
Después de la devastación que habían atravesado, la desazón de ella iba en aumento.
—¿De qué tienes miedo? —le dijo él.
—No puedo mirar —dijo ella—. No puedo mirar al Bautista.
—¿Está aquí?
Ella asintió, alejándose de él mientras nuevas fuerzas ahondaban aún más la fisura que había ante ellos.
—Ve con Lori —le dijo ella—. Llévatela. Tú eres todo lo que tiene.
Luego se fue, con las dos piernas convirtiéndose en cuatro mientras huía, dejando a Boone en el hoyo.
Lori perdió la conciencia al caer. Segundos después, cuando se dio la vuelta, yacía a medio camino de una escarpada pendiente. El techo que había sobre ella aún estaba intacto pero muy agrietado y las grietas seguían abriéndose mientras ella lo miraba augurando un colapso total. Si no se movía rápidamente sería enterrada viva. Miró hacia la cima de la pendiente. El túnel estaba abierto al cielo. Empezó a arrastrarse hacia allí, con la tierra cayéndole sobre la cabeza y las paredes crujiendo como si estuvieran a punto de rendirse.
—Todavía no —murmuró—. Por favor, todavía no…
Sólo cuando llegó a casi dos metros de la cima, sus abotargados sentidos reconocieron la pendiente. Había arrastrado a Boone una vez por aquella cuesta, alejándole del poder que residía en la cámara situada al fondo. ¿Estaba aún allí, mirándola mientras trepaba? ¿O aquel cataclismo era la prueba de su marcha, la despedida del arquitecto? No sentía su vigilancia, pero apenas podía sentir nada. Su cuerpo y su mente funcionaban sólo porque su instinto los guiaba. Había poca vida en la cumbre de la pendiente. Ella se arrastraba centímetro a centímetro por las ruinas para llegar hasta allí.
Un minuto después alcanzó el túnel o lo que quedaba del canal sin techo. Se apoyó boca arriba un momento, mirando al cielo. Una vez hubo tomado aliento, se levantó y examinó su brazo herido. Sus cortes se habían cubierto de polvo y barro, pero al menos, la sangre había cesado de manar.
Cuando consiguió mover las piernas, algo cayó frente a ella, mojado en lo sucio. Narcisse la miró con media cara. Ella gimió su nombre, volviendo los ojos para encontrarse con la máscara. El atravesaba el túnel como un enterrador y luego bajó a su encuentro.
La escarpia apuntaba a su corazón. Si ella hubiera estado más fuerte habría dado en el blanco, pero en la cima de la pendiente, la tierra se abrió tras ella, y ella no pudo evitar caer con la cabeza sobre los talones, por la inclinación…
Su grito orientó a Boone. Él se abrió paso hacia ella, sobre los escombros de pavimento en los túneles abiertos, luego a través del montón de paredes derruidas y brasas agonizantes. Pero no fue su figura la que vio frente a él volviéndose a su encuentro con los cuchillos preparados. Era el doctor, al fin.
Desde el precario equilibrio de la pendiente, Lori vio a la máscara darle la espalda, distraído de su propósito. Ella había logrado detener su caída agarrándose a una grieta de la pared con la mano buena, y esto fue lo bastante largo como para avistar a Boone en el canal, más arriba. Ella había visto lo que el machete le había hecho a Narcisse. Incluso los muertos tenían su mortalidad. Pero antes de que pudiera proferir ninguna palabra de aviso a Boone, una ola de poder frío subió la colina tras ella. Baphomet no había abandonado su llama. Aún estaba allí y apenas alcanzaba los dedos de ella en la pared.
Incapaz de resistirse, ella se deslizó hacia abajo de la pendiente, a la cámara en erupción.
El éxtasis de los Engendros no había contaminado a Decker. Fue a por Boone como el trabajador de un matadero a acabar la carnicería que le habían encargado: sin jactancia ni pasión.
Eso le hacía peligroso. Golpeaba deprisa, sin anticipar en nada sus movimientos. La fina hoja fue directa al cuello de Boone.
Para desarmar al enemigo, Boone simplemente saltó fuera de su alcance. El cuchillo se deslizó de los dedos de Decker, todavía prendido en la carne de Boone. El doctor no intentó cogerlo. Cogió uno de doble hoja y lo llevó a la hendidura del cráneo. Esta vez profirió un sonido: un leve quejido que rompió en jadeos mientras se inclinaba hacia delante para eliminar a su víctima.
Boone se agachó para esquivar el corte y la hoja se clavó en la pared del túnel. A ambos les cayó tierra encima cuando Decker rescató el cuchillo. Luego intentó volver a clavárselo, y esta vez erró el blanco por apenas un dedo de distancia.
Boone perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer, y sus ojos cabizbajos vieron el trofeo de Decker. No podía olvidar aquella cara lisiada. Narcisse cortado y muerto en el barro.
—¡Bastardo! —rugió.
Decker se detuvo un momento y miró a Boone. Luego habló. No con su propia voz, sino con la de otro. Un extraño silbido en vez de voz.
—Puedes morir —le dijo.
Mientras hablaba balanceó la hoja arriba y abajo, sin intentar tocar a Boone, simplemente para demostrar su poderío. La hoja silbaba como la voz, la música de una mosca en el interior de un ataúd, zumbando y dando vueltas a través de los muros.
Boone se retiró ante el despliegue con un terror mortal en las tripas. Decker tenía razón. Los muertos podían morir.
Tomó aliento por la boca y sintió una punzada en la garganta. Había cometido un error casi fatal, seguir en forma humana en presencia de la máscara. ¿Y por qué? Por alguna absurda idea de que aquella confrontación final debía de ser de hombre a hombre, de que intercambiarían palabras mientras luchaban y de que él podría trastornar el ego del doctor antes de que el doctor acabara con su vida.
No sería así. Ésta no era la venganza de un paciente contra su médico corrompido. Eran una bestia y un carnicero, enfrentados a cuchillo.
Exhaló, y la realidad de sus células le llegó dulcemente. El goce inundó sus nervios y su cuerpo latió mientras se expandía. Nunca en su vida se había sentido tan vivo como en aquel momento, despojándose de su humanidad y vistiéndose para la noche.
—Basta… —dijo, y dejó que la bestia saliese de él hacia todas partes.
Decker alzó el machete para acabar con el enemigo antes de que el cambio se completase. Pero Boone no esperó. Aún transformándose, tiró de la cara del carnicero, le arrancó la máscara, botones, cremallera y todo, para descubrir las deformidades de detrás.
Decker aulló al ser desenmascarado y se llevó la mano a la cara para protegerla de la mirada de la bestia.
Boone recogió la máscara del suelo y empezó a romperla, desgarrando la tela con sus garras. Los aullidos de Decker subieron de tono. Dejando de cubrirse la cara con la mano, empezó a acuchillar a Boone con loco abandono. La hoja se clavó en el pecho de Boone y lo abrió, pero cuando volvía para cortarle por segunda vez, Boone se sujetó los jirones bloqueando el ataque y arrastró el brazo de Decker contra la pared con tal fuerza que le rompió los huesos. El machete cayó al suelo y Boone alcanzó el rostro de Decker.
El aullido exagerado se detuvo cuando las garras se acercaron a él. La boca se cerró. Los rasgos se distendieron. Por un instante, Boone miró el rostro que había observado durante horas, dependiendo de cada palabra suya. Con esa idea, desplazó la mano de la cara al cuello y alcanzó la tráquea de Decker, que había guardado tantas mentiras. Cerró el puño y sus garras se clavaron en la garganta de Decker. Luego apretó. La maquinaria saltó con un flujo de sangre. Los ojos de Decker se vaciaron, fijos en su silenciador. Boone apretó más y más. Los ojos se volvieron opacos. El cuerpo se convulsionó una y otra vez, luego empezó a aflojar.
Boone no lo soltó. Lo sostenía como en un baile y destrozó la carne y el hueso como había hecho con la máscara, de modo que algunos grumos de su cuerpo chocaron contra las paredes. En la mente de Boone sólo estaban presentes los crímenes que Decker cometiera contra él. Lo destruyó con celo propio de un Engendro, sintiendo una monstruosa satisfacción por un acto monstruoso. Cuando acabó su trabajo, recogió los restos de la tierra y terminó la danza pisoteando a su pareja.
No habría retorno en la tumba de aquel cuerpo. Ni esperanza de una resurrección terrenal. Incluso en pleno arrebato de su ataque, Boone había evitado el mordisco que hubiera permitido al sistema de Decker vivir después de la muerte. Su carne pertenecía sólo a las moscas y sus criaturas, su reputación de extravagancias a aquellos que quisieran contar su historia. A Boone no le importaba. Si alguna vez había dado importancia a los crímenes que Decker le había colgado del cuello, apenas le importaban ahora. Ya no era inocente. Con aquel carnicero, se había convertido en el asesino que Decker le decía que era. Al matar al profeta había convertido la profecía en realidad.
Dejó el cuerpo yaciente y se fue en busca de Lori. Sólo había un lugar a donde hubiera podido ir: bajo la pendiente, a la cámara de Baphomet. Aquello seguía una norma, pensó. El Bautista la había llevado allí, deshaciendo la tierra que había bajo sus pies hasta que Boone llegase después.
La llama ocupada por su cuerpo dividido arrojó un cálido resplandor a su rostro. Él miró pendiente abajo hacia él, vestido con la sangre de su enemigo.