XXII. TRIUNFO DE LA MÁSCARA

1

Si nunca vivía otro día como aquél, pensó Eigerman, no podría quejarse ante Dios cuando le llamase. Primero, la visión de Boone encadenado. Luego el haber llevado al bebé ante las cámaras sabiendo que su rostro saldría en la portada de todos los periódicos del país al día siguiente por la mañana. Y ahora aquello: la gloriosa visión de Midian en llamas.

Había sido una iniciativa de Pettine, una idea condenadamente buena, echar gasolina en las tumbas, obligando a salir a todo lo que hubiera bajo tierra. Había funcionado mucho mejor de lo que ninguno de ellos se imaginaba. Una vez el humo empezó a espesarse y las llamas a extenderse, el enemigo no tuvo otra opción que salir de su agujero al aire libre, donde el buen sol divino dejó fuera de combate a muchos de ellos.

Aunque no a todos. Algunos habían tenido tiempo de prepararse para su salida, protegiéndose de la luz con los recursos más inverosímiles que pudieron encontrar. Estas iniciativas resultaron vanas. La pira fue sellada: las puertas bloqueadas, los muros fortificados. Incapaces de echar a volar hacia el cielo y con las cabezas cubiertas contra el sol, fueron conducidos de vuelta a la conflagración.

En otras circunstancias, Eigerman no se habría permitido disfrutar tan abiertamente del espectáculo. Pero aquellas criaturas no eran humanas y eso se veía incluso a una distancia prudencial. Eran jodidas y deformes cabezas, no había dos iguales, y él estaba convencido de que los mismos santos se habrían reído al ver aquella exhibición. Al fin y al cabo, humillar al diablo era el deporte preferido de Dios.

Pero no podía durar siempre. Pronto anochecería. Cuando esto se produjera, su mayor defensa contra el enemigo se desvanecería y las cosas podrían cambiar de rumbo. Tenían que dejar que el incendio se prolongase durante la noche y volver al alba para desenterrar a los supervivientes de sus nichos y acabar con ellos. Protegiendo los muros y las puertas con cruces y agua bendita, habría pocas posibilidades de que alguno escapara antes del anochecer. No estaba seguro de cuál era la fuerza que les estaba ayudando a vencer a los monstruos: el fuego, el agua, la luz del día o la fe, todos juntos o una combinación de ello no importaba. Lo único que le preocupaba era que tuviera el poder suficiente como para romperles la cabeza.

Un grito desde el pie de la colina, rompió el hilo de pensamientos de Eigerman.

¡Tiene que detener esto!

Era Ashbery. Parecía que hubiera estado demasiado cerca de las llamas. Tenía la cara colorada y bañada en sudor.

¿Parar qué? —gritó Eigerman.

—Esta masacre.

—No veo ninguna masacre.

Ashbery estaba a un par de metros de Eigerman, pero todavía tenía que gritar a causa del ruido de abajo: el ruido ensordecedor de los monstruitos y los disparos, que se alternaban con ruidos más fuertes cuando el calor rompía una losa o derribaba un mausoleo.

¡No se les da ninguna oportunidad! —exclamó Ashbery.

—No la merecen —subrayó Eigerman.

—… ¡Usted no sabe a quién está matando!

El jefe hizo una mueca.

—Lo sé condenadamente bien —dijo, con una expresión en los ojos que Ashbery sólo había visto en perros locos—. Estoy matando a muertos, así que, ¿cómo va a estar mal? ¿Eh?

Contésteme, Ashbery. ¿Cómo puede estar mal hacer que los muertos yazgan y sigan muertos?

—Hay niños ahí abajo, Eigerman —replicó Ashbery, extendiendo un dedo en dirección a Midian.

—Oh, sí. ¡Con ojos como bombillas! ¡Y dientes! ¿Ha visto los dientes de esos jodidos? Son los hijos del diablo, Ashbery.

—Usted no está en sus cabales.

—¿No tiene balas para confirmar eso, verdad? ¡No tiene balas!

Dio un paso hacia el sacerdote y le agarró la negra sotana.

—Quizás usted se parezca más a ellos que nosotros —dijo—. ¿Es así, Ashbery? Sentir la llamada del salvaje, ¿no es así?

Ashbery arrancó su ropa de manos de Eigerman. La tela se rasgó.

—De acuerdo… —dijo—. He intentado razonar con usted. Si tiene usted seres temerosos de Dios entre esos ejecutores, entonces quizás un hombre de Dios pueda detenerles.

—¡Deje en paz a mis hombres! —dijo Eigerman.

Pero Ashbery ya estaba a medio camino del pie de la colina y el tumulto se llevaba su voz.

¡Basta! —aulló—. ¡Bajad las armas!

Situado en el centro de las puertas principales, era visible para un buen número de hombres de Eigerman, y aunque pocos de ellos —o tal vez ninguno— habían pisado una iglesia después de su boda o su bautismo, ahora le escuchaban. Querían alguna explicación de las escenas que les había proporcionado aquella última hora, escenas de las que afortunadamente habían podido huir, pero que un impulso que apenas podían reconocer como propio mantenía presentes, con plegarias de la infancia en sus labios.

Eigerman sabía que su lealtad era sólo suya por defecto. Ellos no le obedecían porque amasen la ley. Le obedecían porque les daba más miedo retirarse delante de sus compañeros que acabar el trabajo. Obedecían porque no podían desafiar la fascinación de contemplar cómo aquellas cosas inermes eran golpeadas. Obedecían porque era más fácil obedecer que desobedecer.

Ashbery podía hacerles cambiar de idea. Tenía las ropas y la retórica necesarias. Si no le detenía podía estropearle el día.

Eigerman sacó su pistola de la funda y siguió al cura hacia abajo de la colina. Ashbery le vio venir y vio la pistola en su mano.

Levantó aún más la voz.

—¡Eso no es lo que Dios quiere! —gritó—. Y tampoco es lo que vosotros queréis. No queréis que vuestras manos se manchen de sangre inocente.

Ha llegado tu fin, pensó Eigerman sintiéndose culpable.

—Calla la boca, marica —le gritó.

Ashbery no tenía ni la más mínima intención de hacerlo, y menos, teniendo a su público en la palma de la mano.

—¡Ahí no hay animales! —dijo—. Hay gente. Y los estáis matando sólo porque os lo dice este lunático.

Sus palabras pesaban incluso entre los ateos. Estaba formulando en voz alta una duda que más de uno se había planteado, pero que nadie se había atrevido a expresar. Media docena de los no uniformados empezaron a retirarse hacia sus coches, evaporado su entusiasmo de exterminación. Uno de los hombres de Eigerman también se retiró de su puesto en la puerta y su lenta retirada se convirtió en una carrera cuando el jefe disparó en su dirección.

¡Quédate en tu puesto! —aulló. Pero el hombre se había ido, perdiéndose entre el humo.

Eigerman volvió su furia hacia Ashbery.

—Tengo malas noticias —dijo, avanzando hacia el sacerdote.

Ashbery miró a izquierda y derecha buscando a alguien que le defendiera, pero nadie se movió.

—¿Vais a seguir mirando cómo me mata? —suplicó—. Por Dios, ¿nadie quiere ayudarme?

Eigerman levantó la pistola. Ashbery no tenía intención de esquivar la bala. Cayó de rodillas.

—Padre Nuestro… —empezó.

—Estás en tu derecho, lamepollas —espetó Eigerman—. Nadie te escucha.

—No es verdad —dijo alguien.

—¿Eh?

El orador se detuvo.

Yo le estoy escuchando.

Eigerman volvió la espalda al cura. Una figura apareció entre humo a unos diez metros de él. Él apuntó su arma en dirección al recién llegado.

—¿Quién es usted?

—El sol está a punto de ponerse —dijo el otro.

—Un paso más y le disparo.

—Pues dispare —dijo el hombre, y dio un paso hacia la pistola. Las oleadas de humo que se cernían sobre él se aclararon y el prisionero de la celda quinta apareció ante los ojos de Eigerman, con la piel y los ojos brillantes. Estaba totalmente desnudo. Tenía un agujero de bala en medio de su pecho y más heridas decorando su cuerpo.

—Muerto —dijo Eigerman.

—Puede apostar a que sí.

—¡Dios mío!

Retrocedió un paso, luego otro.

—Veinte minutos quizá para la puesta de sol —dijo Boone—. Luego el mundo es nuestro.

Eigerman movió la cabeza.

—¡No me cogerás! —dijo—. ¡No dejaré que me cojas!

Sus pasos atrás se multiplicaron y de pronto se alejó a toda velocidad, sin mirar atrás. Pero aunque lo hubiera hecho. Boone no tenía interés en perseguirle. Se dirigía hacia las puertas vigiladas de Midian. Ashbery aún estaba allí, en el suelo.

Levántate —le ordenó Boone.

—Si vas a matarme, ¿por qué no lo haces de una vez? —dijo Ashbery—. Acaba ya.

—¿Por qué iba a matarte? —dijo Boone.

—Soy un sacerdote.

—¿Y?

—Tú eres un monstruo.

—¿Y tú no lo eres?

Ashbery miró a Boone.

—¿Yo?

—Llevas encaje bajo la ropa —dijo Boone. Ashbery se arregló la rasgadura de la sotana—. ¿Por qué ocultarlo?

—Déjame en paz.

—Perdónate a ti mismo —le dijo Boone—. Yo lo he hecho.

Dejó atrás a Ashbery hacia las puertas.

—¡Espera! —dijo el sacerdote.

—Yo de ti no iría. En Midian no les gustan las sotanas. Malos recuerdos.

—Quiero ver —dijo Ashbery.

—¿Por qué?

—Por favor. Llévame contigo.

—Si quieres arriesgarte.

—Sí.

2

Desde lejos era difícil saber lo que estaba sucediendo al otro lado de las puertas del cementerio. Pero el médico estaba seguro de un par de cosas: Boone había vuelto y de alguna forma había vencido a Eigerman. Ante el primer anuncio de su llegada, Decker se había ocultado en uno de los dos vehículos policiales. Allí estaba sentado, con el maletín en la mano, planeando el próximo golpe de efecto.

Era muy difícil, con dos voces que le aconsejaban cosas diferentes a la vez. Su yo público le exigía la retirada antes de que los acontecimientos se volvieran más peligrosos.

Déjalo, le decía, lárgate con el coche. Déjales que se mueran.

Había sensatez en aquel consejo. Con la noche al caer y Boone dispuesto a unirse a ellos, los huéspedes de Midian aún podían triunfar. Si lo lograban y encontraban a Decker, le arrancarían el corazón del pecho.

Pero había otra voz reclamando su atención.

Quédate —le decía.

La voz de la máscara se elevaba desde el maletín que tenía en el regazo.

Ya me lo negaste otra vez —decía.

Era verdad, lo había hecho sabiendo que habría tiempo para reparar la deuda.

—Ahora no —susurró.

Ahora —insistió.

Él sabía que los argumentos racionales no tenían peso contra la avidez de la máscara, ni tampoco las súplicas.

Usa los ojos —le dijo la máscara—. Hay trabajo por hacer.

¿Qué veía la máscara que él no viese? Miró por la ventanilla hacia fuera.

¿No la ves?

Ahora la vio. En su fascinación por Boone, que estaba desnudo ante las puertas, no se había fijado en alguien que acababa de entrar en escena: la mujer de Boone.

¿Ves a la perra? —dijo la máscara.

—La veo.

Es el momento perfecto, ¿a que sí? Y en este caos, ¿quién va a darse cuenta de que acabo con ella? Y una vez eliminada, no quedará nadie que sepa nuestro secreto.

—Todavía quedará Boone.

Él nunca testificará —la máscara se rió—. Es un hombre muerto, por Dios… ¿Qué vale la palabra de un zombi, eh?

—Nada —dijo Decker.

Exactamente. No es ningún peligro para nosotros. Pero la mujer sí. Déjame silenciarla.

—Supón que te ven.

Supón que me ven —dijo la máscara—. Pensarán que soy uno del clan de Midian.

—No, tú no —dijo Decker.

La idea de su precioso Otro Yo confundiéndose con los degenerados de Midian le producía náuseas.

—Tú eres pura —le dijo.

Déjame demostrarlo —le persuadió la máscara.

—¿Sólo la mujer?

Sólo la mujer. Luego nos iremos.

Él sabía que aquello tenía más sentido. Nunca tendrían una oportunidad mejor de acabar con aquella perra.

Empezó a abrir el maletín. En su interior, la máscara saltaba agitada.

Deprisa o se nos escapará.

Sus dedos se deslizaron por el dial marcando los números de la cerradura.

Rápido, maldito seas.

El dígito final llegó a su sitio. La cerradura se abrió.

El Viejo Cara de Botón nunca había estado tan hermoso.

3

Aunque Boone le había advertido a Lori que se quedase con Narcisse, la visión de Midian en llamas era suficiente como para arrastrar a su compañero lejos de la seguridad de la colina hacia las puertas del cementerio. Lori fue con él durante un trecho, pero su presencia parecía entrometerse en su pesar, de modo que retrocedió unos pasos, y en el humo y la creciente luz crepuscular, pronto quedó lejos de él.

La escena que se desarrollaba ante ella era de una gran confusión. Todos los intentos de completar el asalto a la necrópolis habían cesado desde que Boone hiciera huir despavorido a Eigerman. Tanto sus hombres como los civiles que les apoyaban se habían retirado de los muros. Algunos se habían marchado en coche, la mayoría temiendo lo que sucedería cuando el sol desapareciese tras el horizonte. Con todo, la mayor parte permanecía, preparados para una rápida retirada si se hacía necesario, pero hipnotizados por el espectáculo de destrucción. La mirada de Lori iba de uno a otro, buscando algún signo de lo que sentían, pero sus rostros eran opacos. Parecían máscaras de muerte, pensó, sin ninguna reacción. Pero ahora ella conocía a los muertos. Había paseado con ellos, hablado con ellos. Les había visto sentir y llorar. ¿Quiénes eran los auténticos muertos? ¿Aquellos cuyo corazón no latía, que aún conocían el dolor, o sus torturadores de ojos opacos?

El humo se rompió descubriendo el sol, oscilando a la orilla del mundo. La luz rojiza la deslumbró. Ella cerró los ojos.

En la oscuridad oyó una respiración a sus espaldas. Abrió los ojos y empezó a volverse, sabiendo que se acercaba algo malo. Era demasiado tarde para esquivarlo. La máscara estaba a un metro de ella y se acercaba.

Apenas tuvo unos segundos antes de que el cuchillo la alcanzara, pero le bastó para ver la máscara como nunca la había visto. Allí estaba la opacidad perfecta de los rostros que había observado antes, la perversión humana convertida en mito. No servía de nada llamarle Decker. No era Decker. No servía de nada llamarle nada. Estaba por encima de los nombres y por encima de su poder de domesticar.

Le acuchilló el brazo. Una y otra vez.

Esta vez no hubo palabras para ella. Había venido sólo a eliminarla.

Las heridas se abrieron. Ella se llevó la mano hacia éstas instintivamente y su movimiento le dio la oportunidad a la máscara de patearle las piernas. Ella no tuvo tiempo de frenar su caída. El impacto le vació los pulmones. Gimiendo en busca de aliento, volvió la cabeza hacia el suelo para escapar al cuchillo. La tierra pareció estremecerse bajo ella. Seguramente era una ilusión. Pero volvió a repetirse.

Miró a la máscara. Él también había sentido los temblores y estaba mirando hacia el cementerio. Su distracción era la única oportunidad, tenía que aprovecharla. Rodó fuera de su sombra y se levantó. No había rastro de Narcisse o Rachel, ni podía esperar mucha ayuda de las máscaras de muerte, que habían abandonado su vigilancia y corrían huyendo del humo mientras los temblores se intensificaban. Con los ojos fijos en la puerta por donde había desaparecido Boone, ella corrió tambaleándose pendiente abajo, con el polvoriento suelo bailando bajo sus pies.

La fuente de la agitación era Midian. Su señal, la desaparición del sol y de la luz que atrapaba a los Engendros bajo tierra. Era su ruido lo que hacía temblar la tierra mientras destruían su refugio. Lo que había abajo no podría permanecer abajo por mucho tiempo.

Los Engendros de la Noche se estaban alzando.

El conocimiento de esto no la hizo detener su carrera. Fuera lo que fuese lo que quedase dentro, ella había hecho las paces con ello hacía tiempo, y podía esperar su merced. Del horror que dejaba atrás y que caminaba tras ella zancada tras zancada, nada podía esperar.

Sólo los fuegos de las tumbas iluminaban ahora, un camino abierto entre los escombros del asedio: latas de gasolina, palas y armas descargadas. Casi había llegado a las puertas cuando vio a Babette de pie cerca del muro, con el rostro lleno de terror.

¡Corre! —le gritó, temiendo que la máscara pudiera herir a la niña.

Babette así lo hizo y su cuerpo pareció mezclarse al de la bestia mientras corría a atravesar las puertas. Lori iba unos pasos detrás, pero cuando atravesó el umbral, la niña ya había desaparecido, perdida entre las humeantes avenidas. Los temblores eran lo bastante fuertes como para mover las losas de piedra y los mausoleos, como si una fuerza bajo tierra —Baphomet, quizás, El que Fundó Midian— estuviera agitando sus cimientos para convertir el lugar en ruinas. Ella no había esperado tanta violencia. Sus posibilidades de sobrevivir al cataclismo eran escasas.

Pero era mejor ser enterrada en los escombros que sucumbir a la máscara. Y se sintió halagada finalmente de que el Destino le hubiera ofrecido al menos elegir cómo se extinguiría.