¿Por qué tenía que despertarse? ¿Por qué tenía que haber una llegada? ¿No podía simplemente yacer para siempre en la nada en la que se había refugiado? Pero la nada no la quería. Se despertó sin querer y volvió al viejo dolor de la vida y la muerte.
Las moscas se habían ido. Al menos, eso era algo. Se levantó con el cuerpo pesado, desconcertada. Mientras intentaba limpiarse el polvo de sus ropas oyó una voz que la llamaba por su nombre. Parecía que no se había despertado del todo. Alguien la había llamado. Durante un fantasmagórico momento, pensó que era la voz de Sheryl, que las moscas habían tenido éxito en su empeño y la habían hecho enloquecer. Pero cuando la oyó por segunda vez, le puso otro nombre a la voz: Babette.
La niña la estaba llamando. Volviendo la espalda a la cocina, recogió su bolso y empezó a abrirse paso a través de los escombros hacia la calle. La luz había cambiado desde que la había cruzado por primera vez, habían pasado horas mientras se debatía con el sueño. Pero su reloj, roto por la caída, se negaba a decirle cuántas.
Todavía se estaba muy bien en la calle, pero el calor del mediodía había pasado hacía rato. La tarde estaba llegando a su fin. No debía faltar mucho para que anocheciera.
Empezó a andar, sin mirar ni una sola vez hacia el restaurante. Fuera cual fuese la crisis de realidad que había sufrido allí, la voz de Babette la había llamado, y ella se sentía extrañamente viva, como si se hubiera aclarado algo sobre el modo en que funcionaba el mundo.
Ella sabía lo que era sin tener que pensar mucho. Alguna de sus partes vitales, corazón o cabeza o ambos, habían hecho las paces con Midian y todo lo que contenía. Nada de lo que había ocurrido en sus cámaras había sido tan terrible como aquello que había encontrado al enfrentarse al edificio incendiado: la soledad del cuerpo de Sheryl, el hedor de la decadencia y la descomposición, la inevitabilidad de todo aquello. Comparado con aquello, los monstruos de Midian —transformándose, reorganizándose, embajadores de la carne del mañana y recuerdo de la del ayer— parecían llenos de posibilidades. ¿No tenían aquellas criaturas facultades que ella envidiaba? ¿Poder de volar, de transformarse, conocimiento de la condición animal, posibilidad de desafiar la muerte?
Todo lo que había codiciado o envidiado en otros de su especie parecía volar sin valor. Los sueños de poseer una anatomía perfecta, el rostro de una actriz, el cuerpo magnífico, la habían distraído con promesas de auténtica felicidad. Promesas vanas. La carne no podía conservar su hermosura ni los ojos su brillo. Pronto se desvanecerían.
Pero los monstruos eran para siempre. Parte de su yo prohibido. Su oscuro yo, capaz de transformarse a medianoche. Anhelaba ser uno de ellos.
Todavía faltaba mucho para que asumiera no sólo el apetito por la carne humana, sino lo que había presenciado en el Sweetgrass Inn. Pero aprendería a comprenderlo. La realidad es que no tenía elección. Había sido alcanzada por un conocimiento que había cambiado su paisaje interior hasta lo irreconocible. No había camino de retorno hacia los verdes prados de la adolescencia y los primeros años de su condición de mujer. Tenía que seguir adelante. Y aquella noche, quería decir seguir por la calle vacía para ver qué le reservaba la próxima noche.
El ruidoso motor de un coche en el lado opuesto de la calle atrajo su atención. Le echó un vistazo. Las ventanas estaban totalmente cerradas, a pesar del calor del aire, y esto le sorprendió. No podía ver al conductor, las ventanas y el parabrisas estaban demasiado llenos de mugre. Pero una incómoda sospecha se abría paso en ella. Estaba claro que el ocupante estaba esperando a alguien. Y dado que no había nadie más en la calle, aquel alguien debía de ser ella.
Si era así, el conductor sólo podía ser un hombre, el único que tenía una razón para estar allí. Decker.
Echó a correr.
El coche se puso en marcha. Ella miró hacia atrás. El coche se movía lentamente de su lugar de aparcamiento. No tenía motivo para correr. No había señales de vida en la calle. Sin duda podía conseguir ayuda, pero tenía que saber en qué dirección correr. Pero el coche ya había salvado la distancia que había entre los dos. Aunque sabía que el coche podía alcanzarla, echó a correr en una dirección cualquiera, mientras el motor sonaba más y más alto tras ella. Oyó cómo las llantas rozaban la acera. Luego el coche se puso a su lado, guardando unos metros de distancia.
La puerta se abrió. Ella echó a correr. El coche le cortó el paso mientras la puerta golpeaba la pared.
Desde dentro le llegó la invitación.
—Suba.
El muy bastardo estaba tan sereno.
—Suba, por favor, antes de que nos detengan.
No era Decker. No se dio cuenta lentamente, sino de un modo súbito. No era Decker el que hablaba desde el coche. Se detuvo y el cuerpo le pesaba con el esfuerzo de recuperar el aliento.
El coche también paró el motor.
—Suba —volvió a decir el conductor.
—¿Quién…? —intentó decir ella, pero sus pulmones estaban demasiado celosos de su aliento como para alimentar sus palabras.
La respuesta llegó de todos modos.
—Un amigo de Boone.
Ella siguió agarrada a la puerta abierta.
—Babette me ha dicho cómo encontrarla —continuó el hombre.
—¿Babette?
—¿Quiere subir? Tenemos mucho que hacer.
Ella se acercó a la puerta. Cuando lo hizo, el hombre le dijo:
—No grite.
Ella no tenía fuerzas para emitir ningún sonido, pero la verdad es que sintió esa inclinación cuando sus ojos se posaron sobre aquel rostro en la penumbra del coche. Sin duda era una de las criaturas de Midian, pero no un hermano de las cosas fabulosas que había visto en los túneles. La apariencia del hombre era horrenda, su rostro burdo y rojo como hígado crudo. Si hubiera sido de otra forma hubiera desconfiado de él, sabiendo lo que sabía sobre pretendientes. Pero aquella criatura no pretendía nada: su herida era un vicio honesto.
—Me llamo Narcisse —dijo—. ¿Quiere cerrar la puerta, por favor? Así se apaga la luz. Y no entran moscas.
Su historia, o al menos lo esencia de ésta, se alargó mientras recorrían dos manzanas y media. Cómo había conocido a Boone en el hospital, cómo había vuelto a Midian y reencontrado a Boone, cómo habían quebrantado juntos las leyes de Midian saliendo de bajo tierra. Tenía un recuerdo de aquella aventura, le dijo, una herida en el vientre que una señora como ella nunca debía ver.
—¿Entonces le exiliaron como a Boone? —preguntó ella.
—Lo intentaron —le dijo—. Pero yo me quedé allí esperando ganarme el perdón. Entonces llegaron los policías, creo. Bueno, vayamos al asunto. Tengo que encontrar a Boone y tenemos que acabar con lo que hemos provocado.
—¿El sol no le mata?
—Quizá no estaría muerto mucho tiempo, pero no puedo soportarlo.
—¿Sabe que Boone está en la cárcel?
—Sí, ya lo sé. Por eso la niña me ha ayudado a encontrarla a usted. Creo que juntos podremos sacarle de allí.
—¿Y cómo demonios vamos a lograrlo?
—No lo sé —confesó Narcisse—. Pero tenemos que intentarlo. Y rápido. Ahora tienen gente cavando en Midian.
—Aunque consigamos liberar a Boone, no sé qué podemos hacer.
—Él estuvo en la habitación del Bautista —replicó Narcisse, y su dedo fue de los labios al corazón—. Habló con Baphomet. Por lo que he oído, sólo Lylesburg lo había hecho antes y había sobrevivido. Me imagino que el Bautista tendrá recursos para vencer. Algo que nos ayude a parar la destrucción.
Lori recordó el rostro aterrado de Boone cuando salió de la cámara del Bautista.
—No creo que Baphomet le dijese nada —dijo Lori—. Estuvo a punto de no sobrevivir.
Narcisse se rió.
—Sobrevivió, ¿verdad? ¿Usted cree que el Bautista lo hubiera permitido si no hubiera tenido una razón?
—De acuerdo… ¿Cómo llegamos hasta él? Lo han encerrado de por vida entre cuatro paredes.
Narcisse sonrió.
—¿Qué es lo gracioso?
—Se olvida de cómo es él ahora —dijo Narcisse—. Tiene poderes.
—No lo olvido —dijo Lori—. Simplemente no lo sé.
—¿Él no se lo ha dicho?
—No.
—Fue a Midian porque pensó que había derramado mucha sangre…
—Yo también lo creía.
—Era falso, desde luego. Era inocente. Lo que le convertía en carne.
—¿Quiere decir que le atacaron?
—Casi le matan. Pero escapó y llegó hasta la ciudad.
—Donde le estaba esperando Decker —dijo Lori acabando la historia, o empezándola—. Tuvo una suerte increíble de que ninguno de los disparos le matase.
La sonrisa de Narcisse, que había persistido más o menos desde el comentario de Lori de que Boone estaba encerrado de por vida, se desvaneció.
—¿Qué quiere decir…? —dijo—. ¿Que ninguno de los disparos lo mató? ¿Por qué se cree que volvió a Midian? ¿Por qué cree que la segunda vez le abrieron las puertas de las tumbas?
Ella le miró sin entender.
—No le sigo —dijo, esperando no comprender demasiado—. ¿Qué me está usted diciendo?
—Peloquin le mordió —dijo Narcisse—. Le mordió e infectó. El bálsamo le llegó a la sangre —se detuvo—. ¿Quiere que siga?
—Sí.
—El bálsamo le llegó a la sangre. Le dio poderes. Le dio hambre. Y le permitió escapar del encierro e irse andando.
Sus palabras habían avanzado suavemente hasta el fin, respondiendo al shock que se reflejaba en el rostro de Lori.
—¿Está muerto? —murmuró ella.
Narcisse asintió.
—Creí que ya lo sabía —dijo—. Creí que estaba bromeando acerca de, de que él sea…
La observación se interrumpió haciéndose el silencio.
—Es demasiado —dijo Lori. Su puño se había cerrado en torno a la manilla de la puerta, pero le faltaba fuerza como para apretarla—. Demasiado.
—Morir no es malo —dijo Narcisse—. Es sólo diferente. Es… sorprendente.
—¿Habla por experiencia?
—Sí.
Su mano soltó la puerta. Las últimas fuerzas le habían abandonado.
—No me deje ahora —dijo Narcisse.
Muertos, todos muertos. En sus brazos. En su mente.
—Lori. Hábleme. Dígame algo. Aunque sea adiós.
—¿Cómo… puede… bromear sobre esto? —le preguntó ella.
—Si no es divertido, ¿qué puede ser? Triste. No quiero estar triste, ¿y usted? Tenemos que salvar a su amor, usted y yo.
Ella no respondió.
—¿Debo tomar su silencio como asentimiento?
Ella todavía no respondió.
—Entonces lo haré yo.