Para Eigerman, las ideas brillantes y la evacuación estaban indisolublemente unidas. Siempre se le ocurrían sus mejores ideas con los pantalones bajados. Más de una vez, desde el water, le había explicado a alguien que escuchaba que la paz del mundo y el remedio definitivo contra el cáncer podrían lograrse durante una noche si los sabios y los justos quisieran sentarse a cagar juntos.
En realidad, la idea de compartir la más privada de las funciones humanas le hubiera consternado. El retrete era un lugar para la soledad, donde todos aquellos abrumados por el peso de las elevadas responsabilidades podían abandonarlo todo y sentarse unos instantes a meditar sobre sus problemas.
Observó los graffiti que había en la puerta frente a él. No había nada nuevo entre las obscenidades, y eso era reconfortante. Sólo las guarradas de siempre que había que raspar. Aquello le dio valor frente a sus problemas.
Sus problemas tenían una doble vertiente. Primero, tenía bajo custodia a un hombre muerto. Esto, como los graffiti, era una vieja historia. Pero los zombis pertenecían definitivamente al cine, como la sodomía a las paredes de los lavabos. No tenían lugar en el mundo real. Esto le llevó al segundo problema: la llamada de pánico de Tommy Caan, informando que algo malo estaba ocurriendo en Midian. Reflexionando, añadió un tercero: el doctor Decker. Llevaba un traje bueno y hablaba muy bien, pero había algo enfermizo en él. Eigerman no había querido admitir que sospechaba de él hasta aquel preciso momento en que se había sentado a cagar, pero en su cabeza de policía se hizo claro en cuanto empezó a pensarlo. El bastardo sabía mucho más de lo que estaba diciendo, no sobre el muerto llamado Boone, sino sobre Midian y lo que estaba pasando allí. Si le había engañado con lo de Shere Neck, llegaría el momento de ajustar las cuentas, eso era tan seguro como la mierda, y le haría arrepentirse.
Mientras, el jefe tenía que tomar algunas decisiones. Había empezado el día como un héroe, dirigiendo el arresto del asesino de Calgary, pero el instinto le decía que los acontecimientos podían escapársele de las manos rápidamente. Había algunos imponderables en todo aquello, algunas preguntas para las que no tenía respuesta. Desde luego, había una salida fácil. Podía llamar a sus superiores de Edmonton y pasarles todo aquel maldito asunto para que lo resolvieran. Pero si abandonaba el problema sería a costa de renunciar también a la gloria. La alternativa era actuar ahora, antes de que anocheciese, como había repetido Tommy, y apenas le quedaban… ¿cuántas? Tres o cuatro horas para arrancar a aquellos seres abominables de Midian. Si tenía éxito, los aplausos y apoyos se multiplicarían. En un solo día, no sólo habría entregado a la justicia a un malhechor humano, sino que habría limpiado aquel hoyo de inmundicia sin necesidad de pedir refuerzos.
Pero de nuevo, las respuestas a las preguntas volvieron a su mente y ofrecían un panorama difícil. Si había que creer a los médicos que habían examinado a Boone y hacer caso a los informes que llegaban de Midian, entonces aquel día se harían realidad cosas que sólo se conocían en las novelas. ¿Realmente quería luchar contra hombres muertos que andaban y bestias a las que mataba la luz del sol?
Sentado, cagó y sopesó las alternativas. Tardó media hora pero finalmente tomó una decisión. Como solía pasar, después de tanto sudor, parecía muy fácil. Quizás el mundo de aquel día no era el mismo que había conocido hasta entonces. Mañana, si Dios quería, todo volvería a su cauce: los muertos estarían muertos y la sodomía se quedaría en la pared de los retretes, donde debía estar. Si no aprovechaba la oportunidad para forjarse un destino, no se presentaría otra hasta que fuera demasiado viejo como para hacer otra cosa aparte de cuidar sus hemorroides. Aquella oportunidad era un don divino para mostrar su temple. No podía desperdiciarla.
Con nueva convicción en sus tripas, se limpió el culo, se subió los pantalones, tiró de la cadena y salió a enfrentarse al reto.
—Quiero voluntarios, Cormack, ¿quién va a venir a Midian conmigo a cavar?
—¿Cuándo los necesita?
—Ahora. No tenemos mucho tiempo. Empiece con los bares. Llévese a Hollyday con usted.
—¿Para qué decimos que es?
Eigerman meditó un momento: qué se podía decir.
—Diga que estamos buscando ladrones de tumbas. Eso reunirá a un grupo considerable. Cualquiera que tenga una pistola y una pala aceptable. Los quiero reunidos en una hora. Y si es posible antes.
Cuando Cormack salió, Decker sonrió.
—¿Está contento ahora? —le preguntó Eigerman.
—Estoy contento de ver que siguen mi consejo.
—Su consejo. Mierda.
Decker siguió sonriendo.
—Láguese de aquí —dijo Eigerman—. Tengo trabajo que hacer. Vuelva cuando encuentre una pistola para usted.
—Eso iba a hacer.
Eigerman le miró salir y luego cogió el teléfono. Había un número que había pensado marcar desde que se había decidido a entrar en Midian, un número que no había tenido que marcar en mucho tiempo. Ahora lo marcó. En unos segundos, el padre Ashbery estaba al otro lado del hilo.
—Suena como si estuviera sin aliento, padre.
Ashbery sabía quién era el que le llamaba sin necesidad de decírselo.
—Eigerman.
—El mismo. ¿Qué estaba haciendo?
—He estado corriendo.
—Buena idea. Así se sudan y expulsan los malos pensamientos.
—¿Qué quiere?
—¿Qué cree que quiero? Un sacerdote.
—Yo no he hecho nada.
—No es eso lo que he oído.
—No tengo nada que pagar, Eigerman. Dios me perdonó ya mis pecados.
—No lo dudo.
—Pues entonces déjeme en paz.
—¡No cuelgue!
Ashbery captó rápidamente la súbita ansiedad que había en la voz del policía.
—Bueno, bueno —dijo.
—¿Qué?
—Tiene un problema.
—Quizá lo tengamos los dos.
—¿A qué se refiere?
—Le quiero aquí en seguida, con todo lo que tenga en plan de crucifijos y agua bendita.
—¿Para qué?
—Confíe en mí.
Ashbery se rió.
—Ya no estoy a su disposición, Eigerman. Tengo un rebaño al que vigilar.
—Entonces hágalo por ellos.
—¿De qué me está hablando?
—Usted predica sobre el Juicio Final, ¿verdad? Bueno, pues la gente que hay en Midian lo está anunciando.
—¿Quiénes son?
—No sé quién ni por qué. Lo único que sé es que necesitamos un poco de santidad de su parte, y usted es el único cura que tengo.
—Es su responsabilidad, Eigerman.
—No creo que me esté escuchando. Mierda, le estoy hablando de algo serio.
—No quiero jugar a ninguno de sus malditos juegos.
—Ashbery, quiero decir que si usted no viene por su propia voluntad, le obligaré a venir.
—Quemé los negativos, Eigerman. Soy un hombre libre.
—Tengo copias.
Hubo un silencio. Luego el padre habló:
—Usted juró que no.
—Le mentí —fue la respuesta.
—Es usted un bastardo, Eigerman.
—Y usted lleva ropa interior de encaje. Bueno, ¿cuánto tardará en llegar?
Silencio.
—Ashbery. Le he hecho una pregunta.
—Déme una hora.
—Tiene cuarenta y cinco minutos.
—Que le den.
—Eso es lo que me gusta: una piadosa damita.
Debía de ser el calor, pensó Eigerman cuando vio cuántos hombres habían logrado reunir Cormack y Holliday en el espacio de sesenta minutos. El calor siempre volvía a la gente turbulenta: para fornicar o para matar. Tal como estaba Shere Neck, y como fornicar no era tan fácil de conseguir al momento, el ansia de hacer algo disparando estaba en alza aquel día. Había veinte hombres reunidos fuera, bajo el sol, y tres o cuatro mujeres venían de camino, además de Ashbery y su agua bendita.
En aquella hora, había habido dos llamadas más de Midian. Una de Tommy, a quien se le había ordenado volver al cementerio para ayudar a Pettine a contener el enemigo hasta que llegasen los refuerzos, y la segunda del propio Pettine, informando a Eigerman de que se había escapado uno de los ocupantes de Midian. Se había deslizado por la puerta principal mientras sus cómplices les distraían con unas maniobras. La naturaleza de estas maniobras no sólo explicaba la alteración de Pettine mientras informaba de los hechos, sino también del por qué habían fracasado en alcanzarle. Alguien había quemado las llantas de los coches. El fuego se había apoderado rápidamente de los coches, incluyendo la radio desde la que se hacía el informe. Pettine estaba explicando que no podría haber más llamadas cuando se cortó la comunicación.
Eigerman se guardó para sí esta información, por miedo a enfriar el ansia de aventuras de alguien. Matar estaba muy bien para todos, pero no estaba seguro de que hubiera tantos dispuestos a seguir adelante si se enteraban de que alguno de los bastardos estaba dispuesto a luchar.
Mientras salía el convoy, él miró su reloj. Tenían tal vez dos horas y media de plena luz hasta que la oscuridad empezara a asentarse. Tardarían tres cuartos de hora en llegar hasta Midian, lo que significaba que les quedaban una hora y tres cuartos para tratar con aquellos cabrones hasta que el enemigo tuviera a la noche de su parte. Era bastante si se organizaban. Mejor hacerlo con método, pensó Eigerman. Sacar a los hijos de mala madre a la luz y ver qué ocurría. Si se resquebrajaban de la apestosa forma que había descrito Tommy, sería la prueba suficiente para demostrar ante un juez que aquellas criaturas eran tan profanas como el infierno. Si no era así —si Decker estaba mintiendo, Pettine había vuelto a las drogas y eran sólo unos locos vagabundos—, tendría que encontrar a alguien contra el que disparar para no perder el día. Podían darse una vuelta y atravesar a balazos al zombi de la celda quinta, el hombre que no tenía pulso ni sangre en el cuerpo.
De todas formas, no quería dejar que el día acabase sin lágrimas.