—¿Qué me dice? ¿Que hay más gente implicada? ¿Una especie de secta?
Decker contuvo el aliento antes de expresar por segunda vez su advertencia sobre Midian a aquel hombre. Sus tropas le llamaban de todo a sus espaldas y nunca por su nombre. Cinco minutos en su presencia le bastaron a Decker para saber la razón; cinco más y Decker ya estaba planeando su desmembramiento. Pero no sería hoy. Aquel día necesitaba a Irwin Eigerman: y ahora sabía que Eigerman le necesitaba a él. Mientras hubiese luz del día Midian sería vulnerable, pero tenían que actuar con rapidez. Era casi la una. El crepúsculo aún estaba lejos, pero también lo estaba Midian. Sacar de allí un Ejército para despejar el lugar era una tarea de varias horas; cada minuto perdido en discusiones era tiempo que se quitaba a la acción.
—Bajo el cementerio —dijo Decker volviendo a empezar por el mismo sitio que una hora y media antes.
Eigerman ni siquiera hizo amago de escuchar. Su euforia se había incrementado en proporción directa al número de cuerpos que habían sacado del Sweetgrass Inn, en un número que hasta el momento llegaba a dieciséis. Él tenía esperanzas de encontrar más. El único superviviente humano era un bebé de un año envuelto en unas sábanas empapadas de sangre. Él lo había sacado del edificio para que las cámaras pudieran fotografiarlo. Mañana todo el país sabría su nombre.
Nada de eso hubiera sido posible sin el aviso de Decker, por supuesto, por eso le seguía dando cuerda al hombre, aunque a esta altura de las investigaciones, con el ruido de reporteros y flashes, él maldecía para sus adentros por tener que perseguir a unos pocos locos a los que les gustaba la compañía de los cadáveres, que era lo que Decker le estaba sugiriendo.
Sacó un peine y se puso a rastrillar su débil cabellera con la esperanza de engañar a las cámaras. Sabía que no era una belleza. Y por si acaso si se le olvidaba, tenía a Annie para recordárselo. Pareces un cerdo, solía decirle con orgullo antes de irse a la cama los sábados por la noche. Pero la gente veía lo que quería. Después de hoy, les parecería un héroe.
—¿Me escucha? —dijo Decker.
—Le oigo. Hay unos tipos que asaltan tumbas. Le oigo.
—No violan tumbas, y no son tipos.
—Locos —dijo Eigerman—. Los he visto.
—Pero no son como éstos.
—¿No estará diciendo que alguno de ésos estaba en el Sweetgrass, verdad?
—No.
—¿Tenemos al responsable aquí mismo?
—Sí.
—Bajo llave.
—Sí, pero hay otros en Midian.
—¿Asesinos?
—Probablemente.
—¿No está seguro?
—Sólo tiene que llevar a su gente hasta allí.
—¿Por qué tanta prisa?
—Ya se lo he dicho más de un millón de veces.
—Pues vuélvamelo a contar.
—Hay que cogerlos a la luz del día.
—¿Pero qué son? ¿Una especie de vampiros? —se rió para sí—. ¿Es eso lo que son?
—En cierto modo, sí —replicó Decker.
—Pues también en cierto modo, le diré que tenemos que esperar. Hay gente que me quiere entrevistar, doctor. No puedo hacerme rogar, no sería muy correcto.
—A la mierda la educación. ¿No tiene ayudantes? ¿Es que sólo hay un poli en toda la ciudad?
Eigerman encajó el golpe.
—Sí que los tengo.
—¿Puedo sugerirle entonces que mande algunos a Midian?
—¿Para hacer qué?
—Cavar.
—Eso es tierra consagrada, señor —replicó Eigerman—. Tierra santa.
—Lo que hay debajo no lo es —replicó Decker con tal seriedad que Eigerman se quedó mudo—. Usted ha confiado en mí una vez, Irwin —dijo—. Y ha cazado a un asesino. Vuelva a confiar en mí. Tiene que registrar Midian de pies a cabeza.
Había sufrido terrores, sí, pero los viejos imperativos permanecían: el cuerpo tenía que comer y tenía que dormir. Después de dejar Sweetgrass Inn, Lori satisfizo la primera de las necesidades. Vagó por las calles hasta que encontró la tienda apropiada, un lugar anónimo y bullicioso, compró una comida instantáneamente gratificante: dónuts, chirimoyas, manzanas, chocolate con leche y queso. Luego se sentó al sol y se puso a comer. Su abotargada mente era incapaz de pensar en otra cosa que no fuese morder, masticar y tragar. La comida le dio tanto sueño que no pudo evitar que se le cerrasen los párpados. Cuando se despertó, el lado de la calle en que se hallaba, antes soleado, estaba en sombra. La piedra estaba fría y le dolía el cuerpo. Pero la comida y el descanso, aunque precario, le habían sentado bien. Su pensamiento estaba un poco más en orden.
Tenía pocas razones para el optimismo, eso era cierto, pero la situación había sido más desoladora aún cuando llegó a aquella ciudad por vez primera, de camino hacia el lugar donde había caído Boone. Entonces aún creía que el hombre al que amaba estaba muerto y la suya había sido la peregrinación de una viuda. Ahora al menos estaba vivo, aunque sólo Dios sabía el horror que le poseía desde su estancia bajo las tumbas de Midian. Dado aquel hecho, quizá fuese mejor que estuviera a salvo en manos de la Ley, cuyo lento proceso le daría tiempo a ella para pensar en sus problemas juntos. El más urgente era encontrar un modo de desenmascarar a Decker. Nadie podía matar a tanta gente sin dejar ningún rastro de pruebas. Quizá volviendo al restaurante donde había matado a Sheryl. Dudaba que él hubiera conducido a la Policía allí como había hecho llevándoles al motel. Conocer todos los lugares del delito hubiera implicado mostrar demasiada complicidad con el acusado. Seguramente esperaba que el otro cadáver fuese hallado accidentalmente, convencido de que el crimen le sería imputado a Boone. Esto significaba que quizás el lugar estuviera igual y quizás ella pudiera encontrar alguna pista para incriminarle, o al menos, para abrir una grieta en su respetabilidad.
Volver al lugar donde había muerto Sheryl y donde ella misma había sufrido las provocaciones de Decker no sería ningún plato de gusto, pero era la única alternativa que tenía para derrotarle.
Fue rápidamente. A la luz del día, tenía la esperanza de reunir el suficiente coraje como para atravesar el umbral de aquella puerta chamuscada. De noche hubiera sido muy distinto.
Decker observó a Eigerman instruyendo a sus hombres, cuatro hombres que tenían el mismo aspecto de pendencieros redimidos que su propio jefe.
—Ahora confiamos en nuestra fuente —dijo magnánimamente volviéndose a mirar a Decker—. Y si él me dice que algo malo está ocurriendo debajo de Midian, creo que será mejor escucharle. Quiero que cavéis un poco por los alrededores y veáis lo que haya que ver.
—¿Qué estamos buscando exactamente? —quiso saber uno de los números. Su nombre era Pettine. Un cuarentón con el rostro amplio y vacío de un Policía de película cómica, una voz demasiado alta y una barriga demasiado gruesa.
—Ningún fantasma —le dijo Eigerman.
—¿Gente que se mezcla con los muertos? —preguntó el más joven de los cuatro.
—Algo así, Tommy —contestó Eigerman.
—Es algo más que eso —interrumpió Decker—. Creo que Boone tiene buenos amigos en el cementerio.
—¿Un cabrón como ése tiene amigos? —dijo Pettine—. Vamos a ver qué pinta tienen esos bastardos.
—Traedlos para acá, chicos.
—¿Y si no quieren venir?
—¿Qué me estás preguntando, Tommy?
—¿Les reducimos por la fuerza?
—Reducidles vosotros, chico, antes de que os reduzcan ellos.
—Son buenos chicos —le dijo Eigerman a Decker cuando el cuarteto desapareció—. Si hay algo que encontrar allí, ellos lo encontrarán.
—Muy bien.
—Voy a ver al prisionero. ¿Quiere venir?
—He visto a Boone mucho más de lo que quisiera.
—No hay problema —dijo Eigerman, y dejó a Decker sumido en sus cálculos.
Él casi hubiera preferido ir con los agentes a Midian, pero tenía mucho trabajo que hacer allí preparando el terreno para las revelaciones que haría más adelante. Habría revelaciones. Aunque Boone había declinado responder siquiera a las preguntas más simples, seguro que rompería el silencio en alguna ocasión y cuando lo hiciese Decker tendría preguntas que hacerle. No había ninguna posibilidad de que las acusaciones de Boone fueran creídas, pues le habían encontrado con carne en la boca, ensangrentado de pies a cabeza. Pero había elementos de los acontecimientos recientes que habían confundido incluso a Decker, y él tendría miedo hasta que cada pieza del entramado fuese localizada y comprendida.
Por ejemplo, ¿qué le había ocurrido a Boone? ¿Cómo había podido el cabeza de turco, con el cuerpo lleno de balas y dado por muerto, convertirse en aquel monstruo rapaz que había estado a punto de acabar con él la noche anterior? Boone le había dicho que estaba muerto, por Dios, y en el terror del momento, Decker casi había compartido su psicosis. Ahora veía con mayor claridad. Eigerman tenía razón. Los freaks existían, por extraño que pudiera parecer. Cosas que desafiaban a la Naturaleza, y que debían ser desenterrados de bajo las piedras y rociados en gasolina. Por suerte, él dirigía el cotarro.
—¡Decker!
Dejó sus pensamientos para encontrar a Eigerman cerrando la puerta a la muchedumbre de periodistas que esperaban fuera. Toda huella de su confianza anterior había desaparecido. Estaba sudando profusamente.
—Sí. ¿Qué coño pasa?
—Tenemos un problema, Irwin.
—Mierda, ¿cuál es el problema? ¿Boone?
—Por supuesto, Boone.
—¿Qué?
—Los médicos acaban de examinarle. Es parte del procedimiento.
—¿Y?
—¿Cuántas veces le dispararon? ¿Tres? ¿Cuatro?
—Sí, más o menos.
—Bueno, pues tiene las balas dentro todavía.
—No me sorprende —dijo Decker—. Ya le he dicho que no estamos tratando con gente ordinaria. ¿Qué dicen los médicos? ¿Que debería estar muerto?
—Está muerto.
—¿Cuándo ha sido?
—No quiero decir que yazga muerto, mierda —dijo Eiserman—. Quiero decir que está sentado en mi jodido suelo, pero muerto. Quiero decir que no le late el corazón.
—Eso es imposible.
—Dos cabrones han venido a decirme que el hombre estaba andando muerto y me han invitado a escucharlo por mí mismos. ¿Qué tiene que decirme ahora de esto, doctor?