El sol salió como un desnudista, guardando su gloria oculta por una nube como si no fuera a mostrarse nunca, y luego fue asomando sus rayos uno a uno. A medida que la luz aumentaba, aumentaba la desazón de Boone. Revolviendo en la guantera, Lori encontró unas gafas de sol con las que Boone se resguardó sus sensibilizados ojos. Aun así, tuvo que bajar la cabeza desviando el rostro del resplandeciente Este.
Apenas hablaron. Lori estaba demasiado preocupada intentando concentrar su agitada mente en la tarea de conducir, y Boone no intentó romper el silencio. Pensaba en muchas cosas, pero ninguna que pudiera expresar a la mujer que había a su lado. En el pasado, Lori había sido de gran ayuda para él, lo sabía, ahora, contactar con aquellos sentimientos no estaba a su alcance. Se sentía muy lejos de su vida con ella y de la vida en general. A través de sus años de enfermedad, se había fijado siempre a las consecuencias que veía en la vida: cómo una acción daba lugar a otra, y en los sentimientos que le producía. Había pasado por ello, casi a pasos tambaleantes, viendo cómo el camino que quedaba tras él se convertía en el camino hacia delante. Ahora no podía avanzar ni retroceder, excepto nebulosamente.
Lo más claro en su mente era Baphomet, el Dividido. Uno de los ocupantes de Midian era el más poderoso y el más vulnerable, al margen de antiguas enemistades pero protegido, sufriendo y sufriendo en la llama que Lylesburg había llamado el Fuego Mortificador. Boone había ido al hoyo de Baphomet esperando defender su caso, pero era el Bautista el que había hablado, oráculos de una severa cabeza. No podía recordar sus palabras, pero sabía que sus nuevas habían sido sombrías.
Entre sus recuerdos, el más intenso era el de Decker. Podía unir múltiples fragmentos de su historia juntos, y aunque sabía que debía enfurecerle, no podía ya odiar al hombre que le había conducido a las profundidades de Midian, como tampoco amar a la mujer que le había sacado de ellas. Eran parte de alguna otra vida, no de la suya.
No sabía hasta qué punto conocía Lori su condición, pero sospechaba que ignoraba la mayor parte. Fuera lo que fuese lo que ella sospechaba, parecía contenta de aceptarle como era, y en un modo simple, animal, él necesitaba su presencia demasiado como para arriesgarse a contarle la verdad, suponiendo que hubiera encontrado palabras para hacerlo. Él era como era. Hombre. Monstruo. Muerto. Vivo. En Midian había visto todos aquellos estados en una sola criatura, probablemente todos se cumplían en él. La única gente que podía haberla ayudado a comprender que aquellas contradicciones podían coexistir en él se habían quedado atrás, en la necrópolis. Apenas habían iniciado el largo, larguísimo proceso de educarle en la historia de Midian cuando él les había desafiado. Ahora estaba desterrado de su presencia para siempre y nunca llegaría a saber.
Había una paradoja. Lylesburg le había avisado con suficiente claridad cuando estaban juntos en los túneles y escuchaban los gritos de socorro de Lori. Le había dicho inequívocamente que si salía al aire libre rompería su acuerdo con los Engendros.
—Recuerda lo que eres ahora —le había dicho—. No puedes salvarla y seguir refugiándote aquí. Tienes que dejar que muera.
Pero él no podía. Aunque Lori pertenecía a otra vida, una vida que él había perdido para siempre, no podía dejarla en manos del loco. Lo que aquello significaba, si significaba algo, estaba más allá de su capacidad de comprensión, incluso ahora. Aparte de aquellos pensamientos, estaba marcado, y en aquel momento estaba viviendo, y al momento siguiente y al otro, moviéndose segundo tras segundo a través de su vida como el coche se movía por la carretera, ignorando el lugar donde había estado y a ciegas, sin saber a dónde se dirigía.
Cuando estaban a punto de llegar a Sweetgrass Inn, a Lori se le ocurrió que si habían encontrado el cuerpo de Sheryl en el Hudson Bay Sunset, era posible que la Policía estuviese allí.
Paró el coche.
—¿Qué pasa? —preguntó Boone.
Ella se lo dijo.
—Quizá sería más seguro que fuera yo sola —dijo—. Será más seguro que vaya a buscar mis cosas y luego vuelva a por ti.
—No —dijo él—. No sería buena idea.
Ella no podía ver sus ojos a través de sus gafas de sol, pero había temor en su voz.
—Iré muy deprisa —dijo.
—No.
—¿Por qué?
—Es mejor que estemos juntos —replicó él. Se cubrió el rostro con las manos como había hecho en la entrada de Midian—. No me dejes solo —dijo, y su voz se sosegó—. No sé dónde estoy, Lori. Ni siquiera sé quién soy. Quédate conmigo.
Ella se inclinó hacia él y le besó el dorso de la mano. Él le besó la mejilla y luego la boca. Se dirigieron juntos al motel.
De hecho, sus temores resultaron infundados. Si el cuerpo de Sheryl había sido localizado durante la noche, lo que era improbable dada su situación, no se había establecido ninguna relación con el motel. No sólo no había Policía para cortarles el paso, sino que apenas había señales de vida. Sólo un perro ladrando en una de las habitaciones de arriba y un bebé llorando en alguna parte. Incluso el vestíbulo estaba desierto, y el recepcionista demasiado ocupado con el espectáculo de la mañana como para quedarse en su puesto. El sonido de risas y música les acompañó a través del vestíbulo y las escaleras hasta el primer piso. A pesar de lo fácil que había sido, a Lori le temblaban las manos cuando llegaron a la habitación y apenas podía meter la llave en la cerradura. Se volvió para que Boone la ayudase, pero descubrió que él se había quedado rezagado allí cerca, en el rellano de la escalera, mirando a ambos lados del corredor. Ella maldijo de nuevo las gafas de sol, que le impedían ver sus sentimientos con mayor claridad. Luego, él se puso contra la pared, buscando con los dedos aunque no había nada que coger.
—¿Qué pasa, Boone?
—Aquí no hay nadie —dijo él.
—Bueno, eso es mejor para nosotros, ¿no?
—Pero huele a…
—¿A qué huele?
Él movió la cabeza.
—Dímelo.
—Huele a sangre.
—¡Boone!
—Huelo mucha sangre.
—¿Dónde? ¿De dónde?
Él no contestó ni la miró, pero miró hacia el fondo del corredor.
—Iré muy deprisa —le dijo ella—. Quédate donde estás y en seguida vuelvo.
Agachándose, ella introdujo torpemente la llave en la cerradura, luego se incorporó y abrió la puerta. No olía a sangre en la habitación, sino al perfume rancio de la otra noche. Aquello le recordó instantáneamente a Sheryl y a los buenos ratos que habían pasado juntas, incluso en medio de todo lo malo. Menos de veinticuatro horas antes, se había estado riendo en aquella misma habitación y hablando de su asesino como del hombre de sus sueños.
Pensando en esto, Lori miró hacia atrás buscando a Boone. Todavía estaba apoyado contra la pared, como si fuera la única forma de estar seguro de que el mundo no se volcara. Lo dejó y volvió a la habitación a por su equipaje. Primero al baño para recoger el neceser y luego otra vez a la habitación, para recoger su desparramada ropa. Sólo cuando puso su maleta en la cama para guardarlo todo, vio la grieta en la pared. Era como si alguien hubiera dado un golpe desde el otro lado, con muchísima fuerza. El yeso había caído a trozos y llenaba el suelo entre las dos camas. Miró el agujero durante un momento. ¿Había sido tan tumultuoso como para que empezaran a tirar los muebles contra las paredes?
Curiosa, se acercó a la pared. Era algo más que yeso lo que se había quebrado. El impacto del otro lado había hecho un agujero en el tabique, quitó un trozo de yeso y miró por el orificio.
Las cortinas de la habitación contigua aún estaban echadas, pero el sol era lo bastante fuerte como para atravesarlas, tiñendo el aire de un resplandor ocre. La fiesta de anoche debía de haber sido aún más alocada que la de la anterior, pensó. Manchas de vino en las paredes y los festejantes aún dormidos en el suelo.
Pero el olor no era de vino.
Se apartó de la pared con el estómago revuelto.
La fruta no desprendía aquel jugo…
Otro paso.
La sangre, sí. Y si era sangre lo que olía y sangre lo que veía, entonces los durmientes no estaban durmiendo porque, ¿quién yace en un matadero? Sólo los muertos.
Fue rápidamente hacia la puerta. En el corredor, Boone ya no estaba de pie, sino agazapado contra la pared, abrazándose las rodillas. Cuando se volvió a mirarla, vio que su cara estaba llena de tics nerviosos.
—Levántate —le dijo.
—Huelo a sangre —dijo él suavemente.
—Tienes razón. Levántate. Deprisa. Ayúdame.
Pero él estaba rígido, pegado al suelo. Conocía su postura de los viejos tiempos: agachado en un rincón, temblando como un perro apaleado. En el pasado, ella tenía palabras reconfortantes que ofrecer, pero ahora no había tiempo para aquel alivio. Quizás alguien hubiera sobrevivido al baño de sangre de la habitación contigua. Si era así, ella tenía que ayudar, con o sin Boone. Giró el picaporte de la habitación de la carnicería y la abrió.
Cuando le llegó el olor a muerte, Boone empezó a gemir.
—… sangre —le oyó decir.
Sangre por todas partes. Se quedó de pie durante un minuto, mirando, hasta que se forzó a atravesar el umbral para buscar algún signo de vida. Pero incluso sus miradas más penetrantes a cada uno de los cuerpos confirmaron que la misma pesadilla les había atacado a los seis. Ella conocía su nombre también. Tres de los seis habían sido pillados in fraganti. Dos hombres y una mujer, semidesnudos y caídos en la cama unos sobre otros, en una maraña fatal. Los demás habían muerto inhalando fármacos alrededor de la habitación, sin llegar a despertarse de su letargo. Tapándose la boca para mantener el olor fuera y los sollozos dentro, se retiró de la habitación, con aquel sabor en el estómago y en la garganta. Cuando salió al corredor, su visión periférica alcanzó a Boone. Ya no estaba sentado, sino moviéndose hacia ella por el pasillo.
—Tenemos…, tenemos que… irnos —dijo ella.
No dio señales de haber oído su voz, pero pasó de largo hacia la puerta abierta.
—Decker… —dijo ella—. Ha sido Decker.
Él tampoco respondió.
—Háblame, Boone.
Él murmuró algo.
—Quizás esté aquí todavía —dijo ella—. Tenemos que darnos prisa.
Pero él estaba entrando a ver la carnicería más de cerca. Ella no quería volver a verlo. Volvió a la habitación contigua para acabar su apresurado equipaje. Mientras lo hacía, oyó a Boone moverse por la otra habitación, con un jadeo casi doloroso. Asustada de dejarle más tiempo solo, acabó de recoger las cosas más significativas —sobre todo fotografías y una agenda entre ellos—, y una vez terminó, salió al corredor.
El aullido de las sirenas de la Policía le llegó a los oídos y se llenó de pánico. Aunque los coches sonaban aún lejos, no cabía duda de cuál era su destino. Cada vez más alto, estaban acercándose al Sweetgrass, el lugar más caliente de culpa.
Ella llamó a Boone.
—¡Ya he acabado! —gritó—. ¡Vámonos!
No hubo respuesta de la otra habitación.
—¡Boone!
Ella fue a la puerta intentando apartar los ojos de los cadáveres. Boone estaba en la parte más alejada de la puerta y su silueta se recortaba contra las cortinas. Su aliento ya no era audible.
—¿Me oyes? —dijo ella.
Él no movió ni un músculo. No pudo distinguir ninguna expresión en su rostro, pues estaba demasiado oscuro. Pero sí vio que se había quitado las gafas de sol.
—No tenemos mucho tiempo —le dijo—. ¿Quieres venir?
Mientras ella hablaba, él exhalaba. No era una respiración normal, ella lo supo incluso antes de que el humo empezara a salir de su garganta. Mientras el humo subía, él levantó las manos hacia la boca como si quisiera detenerlo, pero al llegar a la altura de la barbilla, las manos se detuvieron y empezaron a agitarse convulsivamente.
—Vete —le dijo, con el mismo aliento del que salía el humo.
Ella no pudo moverse ni apartar sus ojos de él. La oscuridad no era tan densa como para impedirle ver el cambio que se iniciaba, su rostro reorganizándose tras el velo, la luz quemando sus brazos y trepando a su cuello en oleadas que llegaban a los huesos de su cabeza.
—No quiero que lo veas —le pidió, con una voz que se iba distorsionando.
Era demasiado tarde. En Midian, había visto al hombre que tenía fuego en la piel, y al pintor con cabeza de perro y además, Boone tenía todas las heridas en su sistema mientras disolvía su humanidad ante los ojos de ella. Él estaba hecho del mismo material de las pesadillas. No era extraño que aullase, con la cabeza echada hacia atrás mientras su propio rostro se perdía.
Pero el sonido fue casi ahogado por las sirenas. Ya no tardarían más de un minuto en llegar a la puerta. Si salía ahora tal vez aún tuviera tiempo de escapar de ellos.
Frente a ella, Boone ya estaba totalmente hecho, o deshecho. Bajó la cabeza y ráfagas de humo se evaporaron en torno a él. Entonces empezó a moverse y sus nuevos tendones le llevaban con ligereza, como si fuera un atleta.
Todavía entonces, ella esperaba que él entendiera el peligro que corría y se acercarse a la puerta para salvarse. Pero no. Se movió hacia los muertos, hacia donde yacía el ménage á trois y antes de que a ella se le ocurriera mirar a otro lado, una de sus garras cogía a un cuerpo del montón y se lo llevaba a la boca.
—¡No, Boone! —gritó ella—. ¡No!
Su voz le llegó, o al menos a una parte de lo que había sido Boone, perdida en el caos de aquel monstruo. Soltó la carne y la miró. Todavía tenía los ojos azules y estaban llenos de lágrimas.
Ella le miró.
—No lo hagas —le pidió.
Por un instante, pareció como si sopesara amor y apetito. Luego la olvidó y llevó la carne humana a sus labios. Ella no quería ver sus mandíbulas cerrarse, pero el ruido la alcanzó y lo único que podía hacer era seguir consciente, oyéndole llorar y masticar.
Desde abajo llegaba el sonido de los frenos chirriando y las puertas cerrándose. En pocos momentos habrían rodeado el edificio y bloqueado todas las salidas, momentos después subirían por las escaleras. Ella no tenía otra opción que dejar a la bestia entregada a sus apetitos. Boone estaba perdido para ella.
Decidió no marcharse por donde había venido y tomar la escalera posterior. La decisión fue acertada, pues cuando doblaba la esquina hacia el pasillo de arriba, oyó a la Policía en el otro extremo, golpeando las puertas. Inmediatamente después oyó un ruido arriba forzando alguna puerta y exclamaciones de disgusto. No podía ser que hubieran encontrado a Boone, él no tenía la puerta cerrada. Estaba claro que habían descubierto otra cosa en el pasillo de arriba. No necesitaba escuchar las noticias de la mañana para saberlo. Su instinto le decía alto y fuerte cómo había pasado la noche Decker. Había un perro ladrando en alguna parte, y había olvidado a un bebé en su arrebato, pero el resto habían caído. Había venido directamente después de su fracaso en Midian y matado a todo bicho viviente de aquel lugar.
Arriba y abajo, los agentes de investigación descubrían el mismo hecho, y el shock les volvía ineficaces. Ella no tuvo ninguna dificultad en deslizarse fuera del edificio hasta los matorrales que había en la parte posterior. Sólo cuando llegaba a la protección de los árboles, uno de los agentes apareció por una esquina del edificio, pero tenía otras cosas que hacer en vez de buscar por allí. Una vez fuera de la vista de sus colegas, vomitó el desayuno en las basuras, luego se limpió escrupulosamente la boca con su pañuelo y volvió al trabajo que tenía entre manos.
Seguro que no empezarían a buscar fuera hasta que no hubieran terminado dentro, pensó ella. ¿Qué harían con Boone cuando le encontraran? Lo más probable era que le disparasen. Ella no podía imaginar cómo evitarlo. Pero pasaron los minutos, y aunque se oían exclamaciones desde dentro, no hubo ningún ruido de disparos. Tenían que haberle encontrado ya. Quizá desde la parte delantera del edificio vería mejor lo que había ocurrido.
El motel estaba rodeado de setos y árboles por tres lados. No le era difícil abrirse camino a través de los arbustos hacia el lado, pero su movimiento se detuvo por una afluencia de agentes armados de rifles que tomaban posiciones en la salida trasera. Dos coches patrulla más aparecieron en escena. El primero contenía más tropas armadas, el segundo una selección de agentes especializados. Dos ambulancias tipo camioneta iban detrás.
Necesitarán más, pensó ella sombríamente. Muchos más.
Aunque la congregación de tantos coches y hombres armados había atraído a un público de paseantes, la escena frontal era discreta, casi indiferente. Había tantos hombres de pie, mirando al edificio como entrando y explorándolo. Ahora se daba cuenta de lo que había. El edificio era un ataúd de dos pisos. Probablemente habían asesinado a más gente allí, en una sola noche, que en todas las muertes violentas que habían tenido lugar en toda la historia de Shere Neck. En aquella radiante mañana, cualquiera que estuviese allí era parte de aquella historia. El conocimiento les serenaba.
Su atención se desvió de los testigos a un grupo de gente que había de pie en torno al coche guía. El círculo se abrió súbitamente y le permitió ver de modo fugaz al hombre que había en el centro. Decker presidía. ¿Qué estaba reclamando? ¿Una posibilidad de convencer a su paciente de que saliera a la luz? Si éste era su juego, era contestado por el único miembro del círculo que llevaba uniforme, probablemente el jefe de Policía de Shere Neck, que denegaba aquella petición con un gesto de la mano y al fin desestimó totalmente la idea. Desde la distancia en que se hallaba, Lori no podía entender la respuesta de Decker, pero parecía controlarse perfectamente, inclinándose a hablarle al oído a uno de los otros, quien asentía sensatamente a la susurrante observación.
La noche pasada, Lori había visto a Decker, el loco desenmascarado. Ahora quería desenmascararle otra vez. Romper su fachada de civilización. ¿Pero cómo? Si salía de su escondite y le desafiaba, intentaba empezar a explicar todo lo que había sentido y experimentado en las últimas veinticuatro horas, le habrían tomado medidas para una camisa de fuerza antes de que hubiera respirado por segunda vez.
Él era el mejor vestido, con su traje bien cortado, con su doctorado y sus amigos influyentes, él era el hombre, la voz de la razón y el análisis, mientras que ella ¡era una simple mujer! ¿Qué credenciales tenía? ¿Amante de un lunático que se volvía animal? El rostro de medianoche de Decker estaba a buen recaudo.
Hubo una repentina erupción de exclamaciones en el interior del edificio. A una orden del jefe, las tropas de fuera apuntaron sus armas hacia la puerta frontal, el resto se retiró a unos metros de distancia. Dos agentes, apuntando las pistolas hacia dentro, salieron por la puerta. Un poco después, Boone, con las manos esposadas ante él, fue empujado hacia la luz. Casi le cegó. Intentó protegerse de su brillo y volver a la sombra, pero dos hombres armados le seguían y le empujaron hacia delante.
No había nada en él que recordase a la criatura en la que Lori le había visto convertirse, pero sí quedaban restos de su hambre. La sangre le empapaba la camiseta en el pecho y le impregnaba el rostro y los brazos.
Hubo un aplauso del público, uniformado y sin uniforme, a la vista del asesino encadenado. Decker se unió a ellos, asintiendo y sonriendo, mientras se llevaban a Boone, que ocultaba la cabeza del sol, y le hicieron sentarse en la parte de atrás de uno de los coches.
Lori vigilaba la escena con un montón de sentimientos intentando captar la atención de su mente. Aliviada de que no hubieran tiroteado a Boone allí mismo, horrorizada por lo que ahora sabía de Boone, furiosa por la actuación de Decker y disgustada por todos aquellos a quienes éste había engañado.
Muchas máscaras. ¿Era ella la única que no tenía vida secreta, ningún otro yo en el núcleo de su mente? Si no, entonces quizá no hubiera lugar para ella en aquel juego de apariencias. Quizá Boone y Decker eran ahí los verdaderos amantes, intercambiando golpes y caras, pero necesitándose el uno al otro.
Y ella había abrazado a aquel hombre, pidiéndole que la abrazase, había puesto los labios en su rostro. Nunca más podría volver a hacerlo, sabiendo lo que había tras sus labios, tras sus ojos. Nunca podría besar a la bestia.
¿Entonces por qué aquel pensamiento hacía que su corazón latiese como un martillo?