Le despertó el ruido de un animal. Sus gruñidos se abrían camino entre sus sueños flotantes y le llamaban hacia la tierra. Abrió los ojos y se sentó. No podía ver al perro, pero aún lo oía. ¿Estaba detrás de él? La proximidad de las tumbas hacía retumbar los ecos por todas partes. Muy despacio, volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro. La oscuridad era profunda, pero no podía ocultar a una bestia grande, aunque era imposible adivinar a qué especie pertenecía. De todas formas, no había duda respecto a la amenaza que salía de su garganta. A juzgar por el tono de sus gruñidos, no le gustaba su inspección.
—Eh, chico —dijo él suavemente—. Está bien.
Empezó a levantarse y le crujieron los ligamentos. Sabía que si se quedaba en el suelo, el animal le llegaría fácilmente a la garganta. Los miembros se le habían entumecido de estar echado en el suelo frío, se movía como un viejo. Quizá gracias a eso el animal no le atacaba, pues simplemente le miraba, y las lunas de los blancos de sus ojos —el único detalle que podía distinguir— se ensanchaban mientras le veía cambiar a una posición erecta. Una vez de pie, se volvió para enfrentarse a la criatura, que empezaba a moverse hacia él. Había algo en su modo de avanzar que le hizo pensar que estaba herido. Podía oírle arrastrar uno de sus miembros tras él. Llevaba la cabeza gacha y su paso era irregular.
Tenía palabras de consuelo en los labios cuando un brazo le rodeó el cuello, ahogando palabras y respiración.
—Muévete y te saco las tripas.
Con esta amenaza, un segundo brazo se deslizó por su cuerpo y los dedos le oprimieron el vientre con tal fuerza que no dudó de que el hombre cumpliría su amenaza con la mano desnuda.
Boone respiró profundamente. Incluso este movimiento menor intensificó la tensión de la garra mortal en torno a su cuello y en el abdomen. Sintió la sangre corriendo por su vientre y bajo sus pantalones vaqueros.
—¿Quién coño eres tú? —preguntó la voz.
Boone mentía muy mal; era más seguro decir la verdad.
—Me llamo Boone, He venido…, he venido buscando Midian.
¿Se aflojaría un poco la presión que le oprimía el vientre cuando le oyera nombrar su meta?
—¿Por qué? —preguntó ahora una segunda voz. Boone no tardó más que un latido del corazón en darse cuenta de que la voz venía de las sombras que había frente a él, donde estaba la bestia herida. Venía de la bestia.
—Mi amigo te ha hecho una pregunta —le dijo la voz en el oído—. Contéstale.
Boone, desorientado por el ataque, fijó su mirada de nuevo en lo que ocupaba las sombras y se encontró sin dar crédito a sus ojos. La cabeza de su interlocutor no era sólida, parecía casi como si estuviera inhalando sus profusos rasgos, cuya sustancia se oscurecía y huía a través de sus cuencas, sus agujeros de la nariz y su boca de vuelta a sí mismo.
Toda idea sobre el peligro que corría desapareció. Le invadió el júbilo. Narcisse no había mentido. Allí estaba la verdad transformadora.
—He venido a estar entre vosotros —dijo, contestando a la pregunta milagrosa—. He venido porque aquí es donde pertenezco.
Una pregunta surgió de la suave risa que se oía tras él.
—¿Qué aspecto tiene, Peloquin?
La cosa había sorbido su cabeza de animal. Tras ella, tenía rasgos humanos, colocados sobre un cuerpo más parecido al de los reptiles que al de un mamífero. El miembro que arrastraba tras de sí era la cola, una cola herida que se movía como la de una lagartija. Esto también era provisional, pues el estremecimiento de un nuevo cambio le recorría su acentuada columna.
—Parece un Natural —replicó Peloquin—. Aunque eso no quiere decir mucho.
¿Por qué no miraba por sí mismo a su atacante? se preguntó Boone.
Miró a la mano que había en su vientre. Tenía seis dedos y no terminaban en uñas sino en garras que ahora se enterraban en sus carnes.
—No me matéis —dijo—. He tenido que recorrer mucho camino para llegar hasta aquí.
—¿Has oído eso, Jackie? —dijo Peloquin saltando sobre el suelo con sus cuatro piernas para situarse de pie frente a Boone. Sus ojos, ahora al mismo nivel que los de Boone, eran azul brillante. Su aliento era tan caliente como la ráfaga exhalada por un horno abierto.
—¿Qué tipo de bestia eres tú, entonces? —quiso saber. La transformación no había terminado, ni mucho menos. El hombre que había tras el monstruo era muy normal. Cuarentón, delgado y de piel pálida.
—Deberíamos llevarle abajo —dijo Jackie—. Lylesburg querrá verlo.
—Probablemente —dijo Peloquin—. Pero creo que perderá el tiempo. Es un Natural, Jackie. Lo huelo.
—He derramado sangre… —murmuró Boone—. He matado a once personas.
Los ojos azules le escudriñaron. Había sorna en ellos.
—No lo creo —dijo Peloquin.
—No somos nosotros quienes tienen que decidirlo —interrumpió Jackie—. Tú no puedes juzgarle.
—Tengo ojos en la cara, ¿no? —dijo Peloquin—. Conozco a un hombre limpio en cuanto lo veo —señaló a Boone con el dedo—. Tú no eres un Engendro de la Noche —dijo—. Tú eres comida. Esto es lo que eres. Comida para las bestias.
Mientras hablaba, la sorna desapareció de su expresión y fue remplazada por el hambre.
—No podemos hacer eso —protestó la otra criatura.
—¿Quién se va a enterar? —dijo Peloquin—. ¿Quién lo sabrá nunca?
—Eso es infringir la ley.
Peloquin parecía indiferente a esa cuestión. Enseñó los dientes, mientras un humo oscuro rezumaba de las aberturas y se elevaba hacia su rostro. Boone sabía lo que vendría después. El hombre estaba exhalando lo que momentos antes había inhalado: su yo de lagarto. Las proporciones de su cabeza ya empezaban a alterarse sutilmente, como si su cráneo se estuviera desmantelando y reorganizando tras el caparazón de su carne.
—¡No podéis matarme! —exclamó—. Soy uno de vosotros.
¿Hubo una negativa detrás del humo que había frente a él? Si era así se había perdido a medio camino. No habría más discusión. Las bestias iban a intentar devorarle…
Sintió un agudo dolor en el vientre y miró hacia abajo para ver cómo las garras de aquella mano le desgarraban la carne. La presión de la nuca se suavizó y la criatura que había tras él dijo:
—Vamos.
No necesitaba que le convencieran. Antes de que Peloquin completase su reconstrucción, Boone escapó del abrazo de Jackie y echó a correr. Su sentido de la orientación se había enajenado con la desesperación del momento, una desesperación alimentada por el rugido de furia de la bestia hambrienta, y el ruido —casi instantáneo, o así le pareció— de su persecución.
La necrópolis era un laberinto. Corrió a ciegas, girando a derecha e izquierda cuando veía una salida, pero no necesitaba mirar por encima del hombro para saber que su devorador estaba cerca. Oía su acusación en su mente mientras corría:
No eres un Engendro de la Noche. Eres comida. Comida para las bestias.
Las palabras le procuraban una agonía más profunda que el dolor de sus piernas o sus pulmones. Incluso allí, entre los monstruos de Midian, sentía que él no pertenecía. Y si no era de allí, ¿de dónde entonces? Corría, como la presa corre siempre cuando tiene al hambriento en los talones, pero era una carrera que no podía ganar.
Se detuvo. Se volvió.
Peloquin estaba a cinco o seis metros de él, todavía con su cuerpo humano, desnudo y vulnerable, pero con la cabeza enteramente animal, las fauces abiertas y llenas de dientes afilados como espinas. Él también dejó de correr, quizás esperando que Boone sacara un arma. Cuando vio que no pasaba nada, alzó los brazos hacia su víctima. Tras él, Jackie apareció tambaleante y Boone pudo ver por primera vez al hombre. ¿O eran varios hombres? Había dos rostros en su abultada cabeza y los rasgos de ambas estaban totalmente distorsionados; ojos desorbitados que parecían mirar a cualquier sitio menos hacia delante, bocas aplastadas en una sola hendidura, narices partidas y sin huesos. Era el rostro de un feto sacado de un espectáculo de horror.
Jackie intentó su última súplica, pero los brazos extendidos de Peloquin se estaban transformando en garras hasta los codos y su delgadez daba paso a una fuerza formidable.
Antes de que se fijaran sus músculos, fue hasta Boone, saltando para tirar a su víctima al suelo. Boone cayó antes que él. Era demasiado tarde para lamentar su pasividad. Sintió los garfios desgarrándole la chaqueta para desnudar la tierna carne de su pecho. Peloquin levantó la cabeza y esbozó una mueca, una expresión para la que su boca no estaba hecha, luego le mordió. Los dientes no eran muy largos, pero eran muchos. Hacían menos daño de lo que Boone se había imaginado hasta que Peloquin se echó hacia atrás, llevándose una bocanada de músculos, junto con la piel y los pezones.
El dolor sacó a Boone de su resignación. Empezó a agitarse bajo el peso de Peloquin. Pero la bestia escupió el mordisco de sus fauces y volvió a por más, exhalando el olor de la sangre en el rostro de su presa. Había un motivo para la exhalación; en su siguiente aliento aspiraría el corazón y los pulmones de Boone. Él gritó pidiendo socorro y lo consiguió. Antes de que llegase la inspiración fatal. Jackie agarró a Peloquin y lo arrancó de su presa. Boone sintió aliviarse el peso de la criatura y a través de la nebulosa de su agonía, vio al campeón luchando con Peloquin, con sus viles miembros entrelazados. No esperó para vitorear al vencedor. Oprimiendo la palma de la mano contra su pecho herido, se levantó.
No había salvación para él. Seguramente, Peloquin no era el único habitante del lugar al que le gustaba la carne humana.
Sentía que otros le acechaban mientras se tambaleaba por la necrópolis, esperando a que vacilase y cayese para poder cogerle impunemente.
Su sistema, traumatizado como estaba, aún no le falló. Había un vigor en sus músculos que no había sentido desde que no se había inflingido daño a sí mismo, una idea que ahora le repugnó como nunca. Incluso su herida, palpitándole bajo la mano, estaba llena de vida y lo celebraba. El dolor se había desvanecido y no había dado paso al agarrotamiento sino a una sensibilidad que era casi erótica, que tentaba a Boone a arrancarse el corazón del pecho. Sumido en aquellos absurdos, dejó que el instinto guiara sus pies y así llegó a la doble puerta. El picaporte pudo con sus sangrientas manos, así que trepó, escalando las puertas con una facilidad que le hizo reír. Estaba fuera, hacia Midian, y no corría por temor a la persecución sino por el placer de sentir sus miembros en movimiento y sus sentidos a toda velocidad.