II. ACADEMIA

1

Decker era el acusador más benigno que ningún acusado pudiera esperar. Las horas que pasó con Boone tras aquel primer día se llenaron de preguntas planteadas cuidadosamente mientras juntos examinaban, asesinato por asesinato, la prueba de la vida secreta de Boone. A pesar de la insistencia del paciente de que él había cometido los crímenes, Decker aconsejó cautela. Admitir la propia culpabilidad no era una prueba definitiva. Tenían que asegurarse de que la confesión no se debía simplemente al esfuerzo de las tendencias autodestructivas de Boone, admitiendo el crimen por su ansia de ser castigado.

Boone no estaba en posición de discutir. Decker le conocía mejor que él mismo. Tampoco había olvidado la observación de Decker de que si lo peor resultaba ser cierto, su reputación como psiquiatra caería en picado: ninguno de los dos podía permitirse el lujo de equivocarse. El único método seguro era analizar los detalles de los asesinatos —nombres, fechas y lugares— con la esperanza de que Boone estuviera dispuesto a recordar. O bien que descubrieran que uno de los asesinatos se había producido mientras Boone estaba indiscutiblemente en compañía de otras personas.

La única parte del proceso que Boone eludió fue el reexaminar las fotografías. Durante cuarenta y ocho horas, resistió la amable presión de Decker, accediendo tan sólo cuando la amabilidad se debilitó y Decker le acorraló, acusándole de cobardía y engaño. Aquello no era más que un juego, arguyó Decker, un ejercicio de automortificación que acabaría ayudándoles a los dos. Así Boone podría sacar de su oficina aquel infierno y dejar que otros se ocuparan de ello.

Boone accedió a examinar las fotografías.

No había nada en ellas que le refrescara la memoria. Muchos de los detalles de las habitaciones habían desaparecido con el flash de la cámara y lo que quedaba era muy común. La única visión que podría haber obtenido una respuesta por su parte —los rostros de las víctimas— había sido borrada por el asesino, acuchillada hasta hacerse irreconocible, pues ni el forense más experto habría podido recomponer aquellas caras destrozadas.

Así que todo se basaba en los pequeños detalles de dónde había estado Boone esa noche o aquella otra, con quién estaba y qué hacía. Él no escribía ningún diario, así que era difícil verificar los hechos, pero la mayor parte del tiempo —exceptuando las horas en que había estado con Lori o con Decker, que no coincidían en ningún caso con las noches de los asesinatos—, él estaba solo y sin coartada. Al finalizar el cuarto día, el caso contra él empezó a parecer muy persuasivo.

—Ya es suficiente —le dijo a Decker—. Ya hemos hecho bastante.

—Me gustaría repasarlo todo una vez más.

—¿Para qué? —dijo Boone—. Quiero acabar con esto de una vez.

Durante los últimos días —y noches—, muchos de sus viejos síntomas, los signos de la enfermedad de la que él se creía casi curado para siempre, habían vuelto. No podía dormir siquiera unos minutos seguidos sin que aparecieran visiones que le desvelaban y desconcertaban, no podía comer bien, durante cada minuto del día le temblaban hasta las entrañas. Quería acabar con todo aquello, confesar la historia y ser castigado.

—Déjame un poco más de tiempo —le dijo Decker—. Si vamos a la Policía, te llevarán con ellos, fuera de mi alcance. Probablemente ni siquiera me dejarán verte. Estarás solo.

—Ya lo estoy —replicó Boone. Desde que había visto las fotografías se había aislado de todo contacto, incluso de Lori, temiendo su capacidad de hacer daño.

—Soy un monstruo —dijo—. Los dos lo sabemos. Esa es la única prueba que necesitamos.

—No es sólo una cuestión de pruebas.

—¿Y de qué si no?

Decker se apoyó en el marco de la ventana, como si su voluminoso cuerpo fuese una carga.

—No te entiendo, Boone —le dijo.

La mirada de Boone fue del hombre hacia el cielo. Aquel día soplaba un viento del sudeste. Jirones de nubes corrían ante él. Qué vida maravillosa sería, pensó Boone, estar allí arriba, más ligero que el aire. Allí abajo todo era pesado; la carne y la culpa doliéndole en la columna vertebral.

—Me he pasado años tratando de comprender tu enfermedad, esperando que podría curarla. Y creía que lo estaba logrando. Creía que había una posibilidad de que todo se aclarase…

Se quedó en silencio, en el hoyo de su fracaso. Boone no estaba tan inmerso en su agonía como para no darse cuenta de cómo sufría aquel hombre. Pero él no podía hacer nada para aliviar su herida. Simplemente, contempló las nubes que pasaban allí arriba, junto a la luz, y supo que en adelante sólo vendrían tiempos sombríos.

—Cuando la Policía te detenga… —murmuró Decker—. No sólo tú estarás solo, Boone. Yo también estaré solo. Tú serás el paciente de otro: algún psicólogo criminalista. Ya no podré verte más. Por eso te estoy preguntando… Dame un poco más de tiempo. Déjame entender en lo posible antes de que todo se acabe entre nosotros.

Hablaba como un enamorado, pensó Boone vagamente, como si lo que había entre ellos fuese su vida.

—Sé que estás sufriendo —continuó Decker—. Tengo medicación para ti. Las píldoras te ayudarán a soportar lo peor. Hasta que terminemos.

—No confío en mí —dijo Boone—. Puedo hacerle daño a alguien.

—No —replicó Decker con una grata certeza—. Los fármacos te dejarán dormido toda la noche. El resto del tiempo estarás conmigo. Conmigo estarás a salvo.

—¿Cuánto tiempo necesitas?

—Unos pocos días como máximo. No es mucho tiempo para preguntar, ¿verdad? Necesito saber por qué hemos fracasado.

La idea de rehacer aquel camino sangriento era espantosa, pero tenía que pagar una deuda. Con la ayuda de Decker había vivido con un rayo de esperanza de nuevas posibilidades, y ahora le debía al doctor la posibilidad de sacar algo de las ruinas de aquella visión.

—Intenta que sea rápido —le dijo.

—Gracias —contestó Decker—. Esto significa mucho para mí.

—Y necesitaré las pastillas.

2

Tuvo las pastillas. Decker se aseguró de que así fuera. Pastillas tan fuertes que apenas se las tomaba era difícil que pudiera pronunciar su nombre correctamente. Pastillas que le facilitaban el sueño, y al despertar tenía que vivir experiencias que le alegraba abandonar de nuevo. Pastillas a las que en cuarenta y ocho horas se había hecho adicto.

La palabra de Decker se cumplió. Cuando pedía más, se las suministraban, y bajo su soporífera influencia volvían al trabajo de las pruebas, y el doctor volvía una y otra vez a los detalles de los crímenes de Boone, en la esperanza de comprenderlos. Pero no se aclaraba nada. Todo lo que la cada vez más pasiva mente de Boone pudo rescatar de esas sesiones eran vagas imágenes de puertas que había atravesado y escaleras que había subido en la realización de los asesinatos. Cada vez era menos consciente de Decker, que aún luchaba para salvar lo mejor de la mente de su paciente. Ahora Boone sólo era consciente de su sueño, de la culpa y de la esperanza, cada vez más apremiante, de un final para los dos.

Sólo Lori, o más bien el recuerdo de ella, aguijoneaba su régimen de drogas. A veces oía su voz en su oído interior, clara como una campana, repitiendo palabras que le había dirigido en conversaciones casuales y que él recuperaba en su rastreo del pasado. Aquellas frases no tenían nada en sí mismas, pero quizá se asociaban a una mirada o una caricia que él atesoraba. Ahora ya no podía recordar las miradas ni las caricias, pues las drogas habían alterado casi totalmente su capacidad de imaginar. Sólo quedaban aquellas frases inconexas que le inquietaban, no sólo porque las oía como si alguien las murmurase a sus espaldas, sino porque no tenían ningún contexto que él pudiera recordar. Y lo peor era que le recordaban a la mujer que había amado y a la que no volvería a ver, salvo quizás en el pasillo de un juzgado. Una mujer a la que él había hecho una promesa que había roto al cabo de unas pocas semanas. En su desgracia, su mente apenas podía convencerle de que aquella promesa rota no fuese tan monstruosa como los crímenes de las fotografías. Le condenaría al infierno para siempre.

O a la muerte. La muerte era preferible. Ya no sabía muy bien cuánto tiempo había pasado tratando con Decker, intercambiando su estupor durante unos días más de investigación, pero estaba seguro de que había cumplido su parte del trato. Había hablado. Ya no quedaba más que decir, ni que escuchar. Sólo quedaba entregarse a la ley y confesar sus crímenes, o hacer lo que el estado ya no podía hacer, matar al monstruo.

No se atrevió a alertar a Decker sobre su plan. Sabía que el doctor haría todo lo que estuviera en su poder para evitar el suicidio de su paciente. Así que continuó representando el papel durante un día más. Luego, tras prometerle a Decker que estaría en la oficina a la mañana siguiente, volvió a su casa y se preparó para matarse.

Había otra carta de Lori esperándole, la cuarta desde que él desapareciese, preguntándole qué ocurría. La leyó con la escasa receptividad que su aturdida mente le permitía y luego intentó escribir una respuesta, pero no pudo dar sentido a las palabras que trataba de escribir. En vez de continuar, se guardó la carta de ella en el bolsillo y salió a la oscuridad buscando la muerte.

3

El camión que le atropello no fue benévolo. Le quitó la respiración, pero no la vida. Magullado y sangrando por los arañazos y cortes, fue recogido y transportado al hospital. Más tarde, llegaría a comprender cómo habían ido las cosas y que la muerte le había sido denegada bajo las ruedas del camión con un objetivo preciso. Pero sentado en el hospital, esperando frente a una habitación blanca, lo único que podía hacer era maldecir su mala fortuna. Había podido arrebatar otras vidas con increíble facilidad, pero la suya se le resistía. Incluso en esto estaba dividido contra sí mismo.

Pero aquella habitación —aunque él lo ignoraba cuando fue conducido a ella— albergaba una promesa que sus desnudas paredes parecían desmentir. En ella había oído un nombre que con el tiempo le convertiría en un hombre nuevo. A su llamada, él acudiría de noche, como el monstruo que era, e iría al encuentro del milagro.

El nombre era Midian.

Aquel nombre y él tenían mucho en común, al igual que compartían el poder de hacer promesas. Pero mientras sus declaraciones de amor eterno habían demostrado quebrarse en cuestión de semanas, Midian hacía promesas —a medianoche, como la suya, en lo más profundo de la medianoche—, que ni siquiera la muerte podía romper.