CAPÍTULO 9

Según el color del cristal con que se mira

El día siguiente amaneció encapotado, los rayos del sol a duras penas podían traspasar aquel manto plomizo que condenaba a Calablanca a sufrir unos altísimos niveles de humedad; pero los habitantes del pueblo sabían que, por muy negro que estuviera, aquellas nubes no tenían intenciones de descargar la siempre beneficiosa lluvia. Ada, ataviada con un grueso impermeable, fue la última en llegar al espigón. Venía tan risueña que sus amigos, al verla, le preguntaron inmediatamente el porqué de tanta felicidad.

—¡Pues que mi padre se ha puesto bien! —informó la muchacha, alborozada.

Sus tres compañeros quedaron sorprendidos por la noticia.

—¿Cómo ha sido eso? —preguntó Lore, contenta de ver sonreír de nuevo a su amiga.

—¡Fue ayer por la noche, mientras cenábamos! —respondió con su aguda vocecita.

Les contó con todo detalle cómo había sucedido todo, sin olvidar el inquietante incidente del rostro en la ventana que tanto ella como su madre, habían visto… o habían creído ver.

—¡Es imposible que nadie se asomara a la ventana de la habitación de tus padres! —razonaba Gabi, rascándose el mentón—. ¡No hay nada para encaramarse, y si alguien hubiera puesto, por ejemplo, una escalera, no hubiera tenido tiempo de bajar y esconderla!

—¡Eso mismo es lo que pensé yo! —reconocía Ada—. ¡Pero estoy segura de que vi a alguien… y mi madre también! ¡No sabéis el susto que nos dio!

—¿No os lo habréis imaginado? —insistía, escéptico, el chico—. Tal vez algún reflejo de la luna con algún árbol… yo que sé, cualquier cosa que, estando bajo tensión, podría haberos hecho creer que visteis lo que no era.

—¡Te juro que las dos lo vimos perfectamente, y te digo que no era ningún reflejo! —se defendía la niña—. ¡Era la cara de un tío…! ¡Hasta aseguraría que llevaba gafas!

—¡Otro misterio que añadir a la lista! —apuntó resoplando Max—. ¿Qué está pasando este año? ¿Qué fuerzas misteriosas se ciernen sobre nuestro tranquilo y, habitualmente, aburrido pueblo?

Gabi, sin hacer ningún comentario, realizó un gesto negativo con la cabeza para dejar constancia de su incredulidad.

—¡Seguro que todo tiene una explicación lógica! —murmuró.

—¡Yo sí sé de una cosa que tiene lógica! —anunció Lore. Miró a su hermano y a sus amigos con una intrigante mirada—. ¡Chicos, creo que he descubierto cómo funciona «El Ojo»! —su expresión delataba lo satisfecha que estaba consigo misma y la conclusión a la que había llegado.

La miraron asombrados e incrédulos. Ni siquiera Gabi tenía la más mínima idea del descubrimiento que pudiera haber hecho su hermana; no le había comentado nada aquella mañana, ni siquiera había dado una pista respecto a su pretendido descubrimiento. Lore había preferido esperar a que estuvieran los cuatro juntos para hacer públicas sus conjeturas, reservándose así su particular momento de gloria.

Orgullosa y satisfecha por sentirse el centro de la atención, continuó con sus explicaciones:

—Veréis, he estado toda la noche machacándome el cerebro pensando de qué manera se podía utilizar «El Ojo»… —hablaba con aires de suficiencia, intentando imitar a los adultos expertos en alguna materia, a los que había visto por televisión exponiendo sus teorías—. Y he llegado a una conclusión —hizo una pausa para mirar a los otros tres, que estaban totalmente pendientes de ella, y comprobar el grado de estupefacción en que les había dejado, antes de continuar—. Pensé : «Si es un ojo, debe servir para ver» —clavó de nuevo la mirada en sus tres oyentes—. ¿Tengo razón o no? —asintieron, no muy convencidos—. Pues entonces, ¿por qué no miramos a través de él como si fueran unas gafas? —su cara de satisfacción aumentó una vez hubo dicho esto.

—¡Vaya cosa! —exclamó Max, haciendo un gesto con la mano y restándole importancia al descubrimiento—. Yo, lo primero que hice cuando Úrsula nos entregó «El Ojo», fue mirar a través de él, y lo único que vi fue el paisaje de color amarillo borroso y distorsionado; así que perdona, Lore, pero tu teoría acaba de irse al traste. Todavía manteniendo su digno porte, Lore le rebatió:

—¡Sí, tal vez tengas razón, pero lo que creo que tenemos que mirar a través de eso, es a la gente que esté «atacada», no el paisaje!

Entonces, tanto Max como su hermano y Ada se quedaron mudos. ¿Cómo no se les había ocurrido antes? Max ahora se maldecía por no haber llegado a esa evidente conclusión, él, que se las daba de ser el más imaginativo, perspicaz y fantasioso de todos. ¡Y no había tenido en cuenta esa posibilidad. ¡Estaba perdiendo facultades!

Fue Gabi el primero en reaccionar:

—Entonces, quieres decir que si vemos a alguien «atacado», miramos por el cristal… ¿y entonces qué crees que pasará?

Lore se encogió de hombros, no había llegado a dilucidar ese punto.

—Eso ya no puedo decirlo… pero podremos averiguarlo si hacemos la prueba. ¿Qué os parece?

Decidieron que no tenían nada que perder, y se dispusieron a recorrer el pueblo e intentar dar con alguien que mostrara los síntomas que tan bien conocían.

Pero después de haber dado varias vueltas, no se encontraron con ninguno. De hecho, el pueblo parecía vacío. El mal tiempo había acobardado a sus habitantes, que por lo visto preferían no salir de sus casas, y mucho menos siendo domingo, día que la mayoría de la población no tenía obligaciones que cumplir, excepto los de las inmobiliarias, los cuales precisamente era este el día en que atendían más visitas de posibles compradores o arrendatarios procedentes de la ciudad.

Frustrados después de dos horas de búsqueda infructuosa, tuvieron que regresar cada uno a su casa para comer. Antes de separarse, quedaron en encontrarse a las cuatro y media, de nuevo en el espigón, para seguir con la investigación.

Cuando Ada llegó a casa, pudo constatar con gran alegría la notable mejoría de su padre. El pobre Ramón aún hacía vanos esfuerzos por recordar lo acontecido aquel pasado miércoles por la tarde. Lo que más le intrigaba era que su mujer le dijera que aquel día no había traído la bolsa con la ropa sucia a casa, cosa que era impensable en él, una persona habitualmente metódica y ordenada. Eso no hacía más que acrecentar el desasosiego que sentía por la pérdida de memoria. Pero para su mujer y su hija, lo importante era que ya estaba mejor. Más adelante, tal vez Ramón acabaría rescatando aquellos perdidos recuerdos del fondo de su mente.

Ada comió muy deprisa, estaba nerviosa e impaciente por descubrir qué pasaría cuando encontraran algún «atacado» y miraran a través de «el Ojo».

Parecía que el tiempo y el reloj se hubieran aliado para avanzar más lentamente de lo normal, y que nunca llegarían a ser las cuatro y media. Pero por fin las agujas se situaron marcando que tan sólo faltaban diez minutos para la hora acordada, así que la niña se puso la chaqueta impermeable, para salir corriendo de su casa, despidiéndose de sus padres con un «¡Hasta luego!», mientras atravesaba la puerta a toda velocidad.

La tarde pintaba peor que la mañana. Gruesas nubes negras se iban apoderando poco a poco del cielo, reemplazando aquel techo gris que les había acompañado toda la mañana, y ahora la luz ofrecía un tono mucho más sombrío y amenazador.

Esta vez fue Max el último en llegar, y lo hizo con la acostumbrada bolsa de «chuches» entre sus manos, pringosas ya de azúcar. Sus amigos le esperaban a unos metros del espigón, ya que en este, al igual que el día anterior, las olas rompían con tanta fuerza que uno no se podía acercar a él sin quedar empapado.

—¿Vamos de caza? —preguntó risueño, mientras se acercaba a ellos masticando una nube de azúcar.

Los demás asintieron sonriendo, tanto por la expresión que Max había usado, como por la demostración de glotonería que exhibía al poco rato de haber terminado de almorzar.

Se pasaron más de una hora buscando por las calles del pueblo, dando vueltas sin éxito. Aunque al menos tuvieron suerte de que aquellos nubarrones, por el momento, no les descargaran encima.

—¡Es que con este tiempo cualquiera sale de casa! —reconoció Gabi.

—¡Esto es la prueba de que los atacados pueden portarse de manera extraña, pero que en el fondo no son tontos! —comentó Max con la boca llena.

Pero pese a lo desapacible de la tarde, no desistieron. Siguieron su búsqueda sin pararse a descansar ni un momento, dando vueltas arriba y abajo, recorriendo las silenciosas y solitarias calles de Calablanca.

Al fin, cuando sus esperanzas empezaban a diluirse, y Gabi estaba ya a punto de abandonar e intentar convencer a sus compañeros de que hicieran lo mismo, se encontraron de repente con una docena de hombres y mujeres reunidos en la plaza de la iglesia. Permanecían allí, de pie, como en trance, mirándose entre sí pero sin dirigirse ni una sola palabra. Entre ellos pudieron reconocer al mecánico del pueblo, a la dependienta de la panadería, y a uno de los trabajadores de la Caja de Ahorros.

—¡Esos están «atacados»! —afirmó excitada Ada, señalándoles—. ¡Tienen la misma expresión que tenía mi padre!

Se acercaron sigilosamente sin que ninguno de aquellos hombres y mujeres les prestara la menor atención.

—¿Quién mira primero? —preguntó Max, ansioso.

Gabi, que llevaba el colgante en el cuello, decidió ser el que ostentara tal honor.

—¡Ahora sabremos si la idea de mi hermana funciona! —dijo, poco convencido de que fuera así.

Rodeado por sus amigos, se descolgó la piedra del cuello, sujetándola entre el índice y el pulgar, y se lo colocó delante del ojo derecho, cerrando a su vez el izquierdo para enfocar mejor la vista.

Nada más dirigir la mirada hacia el grupo de hombres inmóviles, dio un respingo que casi le hizo caer al suelo. Suerte tuvo de que sus compañeros estuvieran totalmente arrimados a él y le sirvieran de improvisado soporte: si no, hubiera dado con sus posaderas en el duro cemento de la plaza.

—¡Por todos los…! —exclamó asustado—. ¡No os creeréis lo que he visto! ¡Madre mía! —temblaba de pies a cabeza y parecía a punto de llorar de miedo—. ¡Tíos, esto es mucho más fuerte de lo que imaginábamos! —todas las dudas y toda la incredulidad que hubiera podido albergar Gabi hasta el momento habían desaparecido.

Max le arrebató «El Ojo» de las manos para comprobar él mismo la razón por la que su amigo se había asustado tanto. Cuando miró a través del amuleto lanzó una palabrota, cosa muy poco usual en él, y quedándose repentinamente pálido, empezó a temblequear.

—¡Os recomiendo que no miréis! —advirtió a las niñas—. ¡No es nada agradable!

Pero ellas no deseaban quedarse al margen y, muy resueltas, también miraron por «el Ojo».

Al hacerlo, las dos también sufrieron un gran escalofrío. Ada, que logró reprimir un agudo chillido gracias a colocarse a tiempo la mano taponando la boca, lloriqueaba y temblaba como una hoja.

—¡Vámonos de aquí! —suplicó totalmente aterrada, agarrando el brazo de Lore y tirando de ella, pero sin dejar de atisbar a través del colgante, como queriendo tener vigilada a aquella gente.

Los cuatro habían visto algo que se salía de todo lo que conocían e incluso hubieran podido imaginar. Aquello que tanto les asustó fue comprobar que en la espalda de cada individuo había agarrado una especie de ser de color negro, del tamaño de un chimpancé pero con un cuerpo articulado como el de los insectos; de hecho su morfología recordaba a la de una Mantis Religiosa. Los ojos eran grandes, rojos y brillantes; su mirada era amenazadora, aterradora más bien. La verdad es que parecían rebosar odio por los cuatro costados. Ada estuvo a punto de desmayarse cuando, mientras seguía mirando por el cristal amarillo, uno de esos seres giró la cabeza y se la quedó mirando fijamente con una expresión de inmenso odio.

—¡Y pensar que he tenido una cosa de esas en mi casa todos estos días! —lloriqueaba atemorizada la niña.

De pronto, todos aquellos hombres fueron girando la cabeza uno a uno, clavando la vista en los cuatro amigos. Ahora ya no tenían la mirada perdida, sino que parecía que eran los seres que llevaban a la espalda los que miraban a través de sus ojos.

—¡Nos han descubierto! —exclamó Gabi con el corazón desbocado y los ojos saliéndole de las órbitas—. ¡Yo me iría por piernas!

—¡Sí, vámonos, esos seres saben que los hemos descubierto! —dijo Lore—. ¡Esto no me gusta nada!

Ada añadió:

—¡Si su intención era mantener su presencia en secreto, no les debe haber hecho ninguna gracia que les hayamos detectado!

—¡Corred! —gritó Max, mientras se alejaba atemorizado del lugar a toda prisa—. ¡No os entretengáis!

Los individuos «atacados» se movieron a una velocidad que no esperaban, rodeando a los otros tres niños. Max, ya a cierta distancia, se giró para ver cómo sus amigos caían presas de aquellos individuos que llevaban un bicho invisible en la espalda.

Haciendo acopio de valor, decidió ir a ayudarles, a pesar de que el temblor de sus piernas delataba lo aterrorizado que estaba. Reuniendo fuerzas, y sin pensárselo demasiado, se arrojó encima de uno de ellos al tiempo que lanzaba un grito de guerra que seguramente había sacado de algún cómic. Pero antes de que pudiera golpear a nadie, fue sujetado por una mano que le atenazó el brazo con una presa de hierro y, a empujones, fue colocado al lado de sus compañeros en el centro de todos aquellos ciudadanos poseídos. ¡Es como estar en medio de «El regreso de los muertos vivientes»!, pensó el rechoncho muchacho, al que le castañeteaban los dientes.

Uno de los poseídos, al que no conocían, habló con un tono de voz extraño, ronco y susurrante a la vez. Lore pensó que si las serpientes hablaran, seguramente sonarían de forma muy parecida. Era lógico pensar que aquel ser, extraño e inmaterial, era el que se comunicaba por la boca del humano.

—¡Niñatos entrometidos! ¡No podemos dejar que vayáis contando nada de lo que habéis visto…! —dijo, amenazador.

Los cuatro amigos estaban aterrorizados. Veían con horror que se acercaba su prematuro final.

De repente, a lo lejos, se escuchó un ruido parecido al de una fuerte ráfaga de viento, seguido de una especie de implosión, similar al sonido de una botella de cava al descorcharse. Uno de los hombres cayó al suelo; luego otra implosión, y otro que caía derrumbado, y otro, y otro… Doce implosiones y doce hombres tendidos en el suelo, sin sentido.

Los niños, atónitos, miraron en la dirección de la que provenía el sonido de viento y, asombrados, pudieron ver a un chico moreno de larga y lisa melena, quizá algo mayor que ellos, vestido con una especie de chándal gris metálico bastante holgado y unas peculiares botas que parecían unas zapatillas de jugar a baloncesto reforzadas con incrustaciones metálicas. ¡Pero lo más fascinante era que venía volando, y llevaba puestas unas grandes gafas parecidas a las de un esquiador, y cuyos cristales eran idénticos al material del que estaba hecho «el Ojo»! En su mano derecha sostenía una especie de aparato que recordaba un mando a distancia, pero hecho de una especie de cristal transparente.

¡Es una plaga de «Vixos»! —gritó el niño volador, con un singular acento—. ¡Tenéis que salir de aquí ya!

La advertencia llegaba al mismo tiempo que un grupo de cinco «atacados» más se les acercaba corriendo con intenciones muy poco amistosas.

—¡Yo les contendré! —el chico volador ya se dirigía decidido al grupo que les amenazaba—. ¡Id a la orilla de la playa, no les gusta mucho el agua! ¡Nos veremos allí!

Mientras corrían pudieron escuchar cinco nuevas implosiones, y cuando ya llegaban a la playa, escucharon tres más a lo lejos. Al parecer, seguían llegando más refuerzos de «atacados», y por lo que podían suponer, su increíble salvador estaba dándoles caña.

Casi sin aliento llegaron al espigón, sin importarles en esta ocasión el ser salpicados por las frías aguas. Los corazones les latían acelerados y las piernas les temblaban por el miedo.

—¡Un tío que vuela! ¡Decidme que no estoy soñando! —Max no acababa de dar crédito a lo que había visto—. ¡Bichos invisibles y un personaje que parece que se haya escapado de las páginas de un cómic!

Miraron en dirección al pueblo, justo en el momento en que el chico volador aparecía por una de las calles que desembocaban en el paseo marítimo. Venía planeando hacia ellos a unos tres metros de altura sobre el suelo.

«¿Y ahora, qué más podría pasarnos?», se preguntó Ada, atemorizada ante un futuro incierto.