Hay alguien en la ventana
Regresaron a su rompeolas favorito, pero el viento era demasiado fuerte para quedarse allí sin coger un buen resfriado; además, como las olas rompían con más fuerza de lo habitual, todas las piedras del malecón estaban empapadas. Así que no tuvieron más remedio que buscar un emplazamiento más resguardado.
A Ada se le ocurrió que podían ir al viejo camino que antiguamente había conducido a la Masía Llauró y que, ahora que estaba abandonada, nadie utilizaba. Había un punto en mitad del camino, a unos doscientos metros del pueblo, en que la vía del tren lo cruzaba por encima, cosa que hacía que en dicha intersección hubiera un estrecho puente, ahora invadido por la maleza a causa del desuso, en el que podrían resguardarse mínimamente del viento y de la lluvia, si es que esta volvía a manifestarse.
El mal tiempo de las últimas horas había convencido a los lugareños de que era mejor quedarse en casa, por lo que no se tropezaron con casi nadie durante el trayecto, y los pocos con que se cruzaron parecían no estar «atacados». Así que pudieron llegar a su destino sin complicaciones y sin percatarse de que les estaban siguiendo.
Habían ido bajo ese puente para estar seguros, pero no contaron con que lo encontrarían hecho una auténtica porquería. Además de la maleza, el lugar mostraba numerosos restos de excrementos de animales, y apestaba a orina. Tuvieron que quedarse de pie y respirar por la boca para poder resistir el desagradable hedor.
—¡Buen sitio! —observó Gabi con cinismo, a la vez que se tapaba la nariz—. ¡Muy confortable y agradable! ¡Ada, te felicito por la elección!
—¡Aquí no nos verá ni nos escuchará nadie! —se defendía la niña—. ¡No hemos venido precisamente para estar cómodos!
—No —rio Max—. ¡Hemos venido a intoxicarnos!
Lore, que no soportaba cuando se ponían a discutir por tonterías, cortó las discrepancias de raíz:
—¡Ahora estamos aquí, y pese a ser asqueroso, Ada tiene razón en que a nadie se le ocurriría venir! —lucía esa expresión de enfado que siempre le daba buenos resultados—. ¡Así que vayamos al grano, que cuanto antes terminemos, antes podremos salir a respirar aire puro! ¡Veamos ese «Ojo»!
Gabi se quitó el colgante del cuello y se lo mostró a todos para que lo pudieran observar detenidamente. Se agruparon en torno a la mano con que lo sostenía, escrutándolo como si tuvieran que descubrir algún mecanismo, o el mismo amuleto tuviera que decirles algo.
De pronto, un sospechoso ruido cerca del camino hizo que los cuatro dieran un respingo y levantaran las cabezas para mirar hacia la dirección en que se había producido.
—¡Aquí hay alguien! —susurró Ada, algo asustada.
—¡Shhhh! —Gabi se colocó el índice en los labios, solicitando silencio.
Por unos instantes pareció que el tiempo se había detenido. Se quedaron inmóviles, con la mirada fija en el camino, e intentando escuchar cualquier ruido fuera de lo normal, todos con los corazones acelerados y las piernas temblando.
Max fue quien rompió el silencio:
—¿Hay alguien ahí? —preguntó en voz alta.
Pero la única respuesta que obtuvo fue el sonido del viento entre los árboles.
—A lo mejor ha sido un ratón o un gato… —aventuró Lore—. O una piedra que ha resbalado por la lluvia y el viento…
Gabi, levantando una ceja, la miró poco convencido.
—Parecía una pisada… —aseguró.
—¡Espero que no sea el imbécil de Kevin! —exclamó Max—. ¡Ese, con tal de gastarnos alguna broma pesada de mal gusto, es capaz de todo!
—¡Pues ya ves que no hay nadie! —se defendía Lore—. Ni Kevin, ni ninguno de sus «perritos falderos». ¡Además, aquí no hay muchos sitios para esconderse!
Era cierto. Aunque todo a su alrededor estaba lleno de maleza y árboles, estos eran demasiado delgados como para poder ocultar a alguien, y tampoco la maleza era lo suficiente espesa; a menos que el que les espiara estuviera completamente tumbado en el suelo, cosa que, en el estado que estaba todo después del chaparrón, no creían que nadie en sus cabales hiciera.
—¡Si alguien nos hubiera seguido, nos habríamos dado cuenta! ¡Y con lo cortito que es Kevin, seguro que le habríamos pillado enseguida! —Lore estaba convencida de ello. Naturalmente, no sabía que estaba equivocada en gran parte.
—¿Y si no es Kevin? —aventuró Max—. ¿Y si nos ha seguido alguien más inteligente que él, cosa que por otra parte no es nada difícil…?
El rollizo muchacho decidió actuar, y en un acto de valentía, se acercó al lugar donde supuestamente habían escuchado el ruido. Recogió una pequeña rama del suelo blandiéndola como arma. Con ella apartó con brusquedad la maleza y suspiró al encontrar tan sólo más maleza y mucho barro.
—¡No hay nadie! —gritó. Y regresó aliviado con sus amigos.
Pero allí, donde Max acababa de mirar, aparecieron de repente unos atentos ojos que les vigilaban en silencio, y la faz a quien pertenecían mantenía una sonrisa de satisfacción y triunfo por no haber sido descubierto.
Otra vez la atención del grupo se posó en «el Ojo», pero por mucho que lo observaban no veían en él nada más que una piedra semitransparente, de color amarillo.
Se dieron un buen susto cuando un tren pasó a gran velocidad por encima de sus cabezas, dándoles la impresión de que el puente se les caía encima. Tan ensimismados estaban con el colgante, que no lo habían oído acercarse.
A Max le vino una cosa a la cabeza que pensó podía ser útil:
—Mi padre tenía unos cómics donde el protagonista poseía un amuleto que se colgaba del cuello y que se llamaba «El Ojo… de no sé qué»[2]. No me acuerdo… pero le daba poderes al tío. Las balas no le hacían nada, ni el fuego, ni…
—¡Esto no es un cómic! —Gabi le devolvió a la realidad. A veces le exasperaba el carácter infantil que a menudo manifestaba su amigo.
—No, pero podría funcionar de la misma manera… —Max quería exprimir su argumento al máximo.
—¿Cómo? —le preguntó Lore.
—Pues, a lo mejor, el que lo lleva, no puede ser «atacado»… —le satisfizo esa improvisada explicación—. ¿No os parece que podría ser eso? —observó la reacción de sus compañeros, a los que no parecía convencerles su hipótesis—. ¡Yo lo encuentro de lo más lógico!
Otra vez empezaron a caer gotas como antesala de un nuevo chaparrón. Gabi miró su reloj.
—¡Chicos! —anunció—. ¡Son casi las ocho y media y parece que va a descargar de nuevo! ¿Quedamos mañana? ¡Tenemos todo el domingo para seguir investigando!
Obtuvo la aprobación de todos.
—¿Y dónde quedamos? —preguntó Ada.
Gabi se quedó pensativo un instante.
—¡Aquí no, desde luego! —lo dijo tapándose la nariz de nuevo, cosa que hizo reír a los demás—. ¿Qué os parece si nos encontramos en el espigón y de allí vamos al camino de casa de Úrsula? ¡Aunque esté más lejos, por allí tampoco pasa nunca nadie!
—¡Y es mucho más saludable que esta pocilga! —añadió Max, mirando a su alrededor.
—¡Pues está decidido, mañana a las once en el espigón! —concluyó Gabi.
Empezaron a desfilar bajo las persistentes gotas de agua, siempre observados por la oculta figura que no les había perdido de vista desde que abandonaron la casa de Úrsula.
Una vez en el pueblo, cada uno tomó su camino. El desconocido que les vigilaba, siguiendo algún tipo de plan preestablecido, escogió acechar a Ada en su regreso a casa.
La niña no se percató en ningún momento de que fuera vigilada. Si hubiera podido ver a su perseguidor, seguramente le habría sorprendido sobremanera la forma en que se desplazaba, ya que sus pies parecían no tocar el suelo, y de cómo observaba todo su alrededor con unas extrañas gafas de cristales amarillos…
Ada, al entrar en casa, saludó con un «¡Hola, ya he llegado!». Su madre le respondió con un «¡Muy bien!» desde la cocina. La niña fue a su encuentro. Tere estaba preparando la cena.
—¿Y papá? —preguntó, esperando en vano que le dijera que se encontraba, al menos, algo mejor.
Pero por desgracia, la respuesta era la que la niña ya se esperaba; aunque no deseaba:
—¡Arriba, en la cama! —contestó Tere, y su voz intentaba ocultar delante de su hija la enorme preocupación que la embargaba—. El lunes vendrá el médico, ya que no ha habido manera de convencer a tu padre para que me acompañara a verle… —de pronto, se detuvo lanzando un chillido de espanto que le hizo caer la cuchara de madera que tenía en la mano, con la que estaba removiendo el guiso que preparaba—. ¡Hay alguien mirando por la ventana! —su expresión y su tono delataban que estaba realmente muy asustada.
Ada pensó que podía ser alguno de sus amigos y salió corriendo. Pero en el pequeño jardín no había nadie. Volvió a entrar después de dar una vuelta alrededor de la casa.
—¡Fuera no hay nadie, mamá! —informó para tranquilizarla—. ¡Te lo debe haber parecido!
—¡Pues yo he visto una cara mirándome fijamente! —Tere aún temblaba por el susto—. ¡Ha aparecido así, de repente! ¡Te juro que no me lo he imaginado!
Ada volvió a salir para cerciorarse, notando ahora un ligero temblor en las piernas; su madre le había contagiado algo de miedo. Pero realmente allí no había nadie. A pesar de que ya era de noche, los faroles que su padre había instalado en el jardín iluminaban lo suficiente como para tener buena visión alrededor de toda la casa. Recordó el incidente de aquella tarde, cuando les pareció escuchar un ruido en el camino de la Masía Llauró y luego también resultó que no había nadie. Tuvo un escalofrío. ¡Estaban pasando tantas cosas extrañas!
Regresó al interior de la casa ratificando la no presencia de persona alguna en el exterior. Tere seguía afirmando que no se lo había imaginado; pero tuvo que reconocer que si su hija no había visto a nadie en las cercanías ninguna de las dos veces que había salido, tal vez lo que había visto fuera el reflejo de algo… ¿pero, de qué?
La niña subió al dormitorio donde su padre permanecía inmóvil, tumbado en la cama y con la mirada fija en el techo. No se movió cuando entró su hija; de hecho, ni siquiera pareció percatarse de ello. Disgustada, la niña se disponía a salir de la habitación cuando de reojo le pareció atisbar un movimiento en la ventana. Dirigió rápidamente su vista hacia allí. Esta vez fue ella la que chilló del susto: pegado al cristal había un rostro mirando el interior, que desapareció tan pronto Ada empezó a gritar. Tere, que había subido las escaleras a gran velocidad, entró en la estancia resoplando como una locomotora:
—¿Qué pasa? ¿Por qué has gritado? —preguntó alterada.
La pequeña señalaba espantada en dirección a la ventana:
—¡Tenías razón, mamá, había alguien fuera! —su voz temblaba de miedo; miedo causado no sólo por el hecho de haber visto aquel rostro, sino también por estar en un primer piso al que, desde el exterior, no era posible encaramarse de manera alguna para atisbar por la ventana, a menos que midiera cuatro metros… o pudiera volar…
Madre e hija concluyeron que ello era imposible; por lo tanto, decidieron olvidar el asunto. ¡Pero la sensación de inseguridad, por mucho que lo intentaran, no las abandonaba tan fácilmente!
Las dos cenaron en completo silencio, roto tan sólo por las noticias de la televisión. Su padre se había quedado en la habitación sin querer bajar, a pesar de la insistencia de su mujer.
Sorprendentemente, cuando estaban recogiendo la mesa, escucharon la voz de Ramón desde su cuarto:
—¡Tere! ¡Tere! —llamaba.
La madre de Ada corrió por las escaleras, seguida de su hija. Ramón se había incorporado. Estaba pálido y confuso.
—¿Qué me ha pasado? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Lo último que recuerdo es estar trabajando… —se le notaba en el rostro el enorme esfuerzo que estaba realizando intentando recordar—. ¿Qué día es hoy? —preguntó de repente.
—¡Sábado! —respondieron las dos a la vez.
El pobre hombre aún estaba más confuso.
—¿Sábado? ¡Pero si era miércoles! ¿Qué pasó…? —Ramón no salía de su extrañeza—. Recuerdo haber ido a trabajar… lo demás lo tengo borroso, como esos sueños que se te olvidan al despertar…
Tere le contó a grandes rasgos todo lo sucedido desde el miércoles por la noche. Era evidente que él no se acordaba absolutamente de nada, ni tan siquiera de aquel puzzle que habían encontrado en la obra, y que tan codiciosamente se había apropiado en detrimento de sus trabajadores.
Pese a ello, Ada y su madre se sintieron muy aliviadas por esta repentina mejoría. Ramón quiso entonces bajar al comedor; estaba extraordinariamente hambriento.
—¡Me comería un jabalí como los que se zampa Obélix! —aseguraba.
Su hija pensó que tanto el hambre como la recuperación del buen humor eran una buena señal; pero aún así, no dejaba de estar preocupada por aquel rostro que tanto ella como su madre habían visto en las ventanas. De todas formas, sus amigos estarían contentos de saber que, fuera lo que fuera lo que estaba «atacando» a la gente del pueblo, parecía no ser muy duradero.
Mientras todo eso sucedía, Max acababa de cenar con sus padres, que le informaron de los últimos movimientos de aquel vecino que tan intrigados les mantenía.
El padre de Max, el Sr. Miguel Pomar, un hombre grueso y con gafas, que a sus treinta y ocho años ya había perdido casi la totalidad de su cabello, relataba a su hijo lo que un rato antes Gloria, su mujer, le había informado a él:
—¡Tu madre —decía— está convencida de que esta tarde había alguien con el Sr. Arenas!
—¡Y no he oído cerrar la puerta ni cuando ha entrado, ni cuando ha salido! —continuaba ella—. ¡Pero estoy segura de haber escuchado dos voces!
—¿Y ahora está solo? —preguntó Max—. ¡Puede que quien sea su visitante no haya salido aún!
—Lo dudo —respondió su madre con rotundidad—. No se ha vuelto a oír nada…
Al padre no le hacía ninguna gracia aquel vecino misterioso. Pasaban demasiadas cosas en el mundo como para tener demasiado cerca a un extraño de quien desconfiar.
Por su parte, Max estaba ahora mucho más preocupado por lo que se traían entre manos él y sus amigos que por un vecino de extrañas costumbres. De todas formas, antes de irse a la cama echó un nuevo vistazo con los prismáticos para ver si descubría algo. El piso parecía vacío; al menos la parte que podía vislumbrar estaba completamente a oscuras, y no se apreciaba ningún sonido proveniente del interior. Max se encogió de hombros pensando que quizá se trataba simplemente de una persona que deseaba tranquilidad y rehuía en lo posible el contacto con otra gente. ¡Había muchos individuos así! Tal vez aprovechaba cuando nadie podía verle para hacer sus salidas… Decidió no preocuparse más por ese señor, y centrarse en lo que era realmente importante. Así que guardó los prismáticos en el cajón de la mesita de noche y se tumbó en la cama para intentar dormir, cosa que le resultaría difícil a causa de los nervios.
En casa de los Castán, una vivienda adosada de reciente construcción en la periferia del pueblo, Lore y Gabi, con el pijama puesto y encerrados en la habitación del chico, observaban «El Ojo» una vez más. Con ellos estaba también su fiel perro «Kirk», un enorme mastín con cara de bonachón que no paraba de mirar a sus dos amitos mientras meneaba la cola sin cesar, esperando que se decidieran a jugar con él.
—¿Cómo debe funcionar esto? —preguntaba Lore.
—¡No tengo ni idea! Los amuletos no suelen «funcionar» —respondía su hermano—. Simplemente actúan. Pero este…
La voz de su madre sonó desde el pasillo:
—¡Niños, es hora de que «Kirk» baje a su caseta!
Gabi guardó el colgante en su «caja de secretos», una caja de madera llena de cromos, fotos, CD’s, y alguna que otra carta de alguna admiradora secreta que él no quería divulgar, más que nada por vergüenza. Guardó la caja dentro del armario ropero, al lado de las de zapatos.
—Mañana intentaremos averiguarlo… —dijo una vez todo estuvo a buen recaudo—. Pero si Úrsula no se acuerda lo más mínimo de su funcionamiento, ¿podremos averiguarlo nosotros? ¿O en nuestras manos seguirá siendo un pedazo de mineral sin utilidad alguna?
—¡No podemos permitirnos que eso sea así! —advertía ella—. ¡Hemos de descubrir su secreto! —la cosa no estaba como para dejar pasar oportunidades ni abandonar a la primera de cambio.
Con esa férrea decisión, Lore se dispuso a ir a su cuarto, sin dejar de dar vueltas al asunto, y al mismo tiempo obligando al perro a bajar por las escaleras, cosa que al pobre animal parecía no apetecerle mucho, y dirigirse hacia su madre que ya esperaba al fiel animal con la puerta de entrada abierta.
—¡Vamos «Kirk», cariño, ya sé que preferirías quedarte en la cama de Gabi como cuando eras un cachorrito, pero ya sabes que a mamá no le gusta, dice que lo llenas todo de pelos…!
—¡Y de pulgas! —añadió su madre—. ¡Con las golondrinas ya sabes que llegan las pulgas y no las soporto!
El pobre mastín tuvo que conformarse, y a pesar de los lastimeros gemidos que profería, quizá esperando así enternecer a sus amos, al final, con el rabo entre las piernas y mirada de víctima, salió al jardín para pasar la noche en su caseta de madera.
Lore se despidió cariñosamente de él y se fue a su habitación. Al tumbarse agotada en la cama, aprovechó los últimos instantes antes de caer en el sueño profundo para cavilar sobre todo lo ocurrido.