Tras la pista de la bruja
En el supermercado encontraron a la pobre Mari, desesperada por tener que encargarse de casi todo. Seguía contando tan sólo con la ayuda de Nieves, la novata que, en vez de ayudarla, aún le daba más trabajo debido a su casi total desconocimiento de la mayoría de mercancías. A la pobre cajera se la veía agotada mientras pasaba los productos por el lector y cobraba a los clientes, intentando esbozar su habitual y cordial sonrisa.
No la quisieron molestar mientras, atribulada, realizaba su trabajo; así que esperaron a que la clientela se marchara y se quedara sola para poder preguntarle.
—¡Hola, Mari! —saludó Max, una vez que el flujo de clientes con sus carros repletos con sus compras hubo terminado—. ¡Veo que todo sigue igual que el otro día…!
—¡No puedo más! —bufó la extenuada mujer—. ¡Este año tendrían que darme dos meses de vacaciones… como mínimo!
Antes de que ella se extendiera contándoles sus males, Gabi decidió preguntarle directamente:
—Oye, Mari, ¿tú sabes dónde vive la bruja Úrsula?
La mujer se quedó muda mirando al niño fijamente a los ojos.
—¿Qué puedes querer tú de Úrsula? —por su tono, no parecía muy contenta de tocar el tema.
—¿La conoces? —era Ada, que no pudo reprimir su entusiasmo al saber que la bruja existía de verdad.
—¡Sí —respondió la mujer—, claro que la conozco, todos los del pueblo la conocemos! ¿Pero por qué queréis ir a ver a Úrsula?
—¡Es un secreto! —se apresuró a decir Max—. ¡Ya te lo contaremos cuando… cuando podamos, vaya!
Mari le sonrió. No sabía para qué querían ver a la bruja, pero no encontró ningún problema en decirles lo que querían saber. Seguramente, pensó, formaba parte de alguno de sus juegos.
—Vive detrás de la cala verde. ¿No os habéis fijado nunca en una casita marrón rodeada de pinos muy viejos, que se puede divisar desde la playa?
—¡Creo que ya sé a qué casa te refieres! —recordó Gabi—. ¡Una con una veleta de un gallo en el tejado! —siempre, desde que era un niño de pañales, le había llamado la atención esa veleta.
—¡Esa es! —ratificó la Mari—. Vive allí sola con sus gatos —bajó un poco la voz para hacer una confesión—: ¡Os he de decir que está un poco chiflada… bueno, un poco no, está como una regadera!
—¿En qué sentido? —preguntó Lore.
Mari esbozó una sonrisa y empezó a rememorar.
—Veréis, Úrsula era una chica joven y alocada, la única hija de una familia muy rica de Calablanca. A los dieciocho años, decidió largarse a Formentera con un grupo de músicos melenudos para hacerse la hippy. Pasó mucho tiempo antes de que se la volviera a ver, y cuando lo hizo, fue para asistir al entierro de sus padres, que murieron inesperadamente en un accidente de coche. Úrsula decidió quedarse, y entonces empezó a dárselas de alquimista, contándole a todo el mundo que un chamán le había transmitido todos los secretos de esa antigua ciencia, y a pregonar que tenía poderes curativos en las manos.
—¿Y era eso verdad? —quiso saber Lore.
La Mari hizo un gesto con la mano para que la dejara continuar su relato:
—Cuando hubo embaucado a varias personas, montó una especie de bazar en su casa, donde vendía esencias naturales y perfumes que, según ella, tenían propiedades medicinales.
—Aromaterapia —interrumpió Max, dándoselas de entendido.
La Mari le dirigió una mirada furibunda. No le gustaba que la interrumpieran mientras relataba sus historias. Max se calló, y dejó que la mujer siguiera con su narración:
—De pronto, un buen día desapareció. Estuvo unos meses, cinco o seis, sin que nadie supiera dónde estaba, y cuando apareció de nuevo, empezó a decir que la habían secuestrado los extraterrestres y que la habían llevado a su nave —soltó una sonora carcajada al recordar tal chifladura. Suspiró, y continuó con la historia—: Entonces intentó montar una especie de secta, según decía, para preparar a los adeptos que quisieran viajar a otros mundos… —volvió a reírse—. Cuando la gente, que claro está, no creía ni una palabra, empezó a tomarle el pelo constantemente, a burlarse de ella por la calle, y a gastarle bromas pesadas, Úrsula se enfadó, y de repente, a muchas de las personas que se habían reído de ella, les empezaron a salir sarpullidos y a tener picores por todo el cuerpo. De pronto empezaron a tomársela más en serio, y a decir que les había lanzado una maldición. Al final los sarpullidos se fueron, pero nadie más volvió a burlarse de Úrsula; aunque, eso sí, también el pueblo se apartó de ella, marginándola y cambiando de acera si se la cruzaban por la calle. Así empezó la leyenda de la bruja Úrsula… ¡Pero de eso hace ya más de treinta años, ya casi nadie se acuerda de ella…! A menos que busques alguno de sus remedios mágicos o filtros del amor… También he oído decir que tiene cierta fama de buena curandera; pero os diré que no conozco a nadie que la visite, y yo, desde luego, no pienso ir nunca.
Una señora se acercó a la cajera con el carro lleno de víveres. Los chicos aprovecharon para agradecerle la información y largarse.
Se acercaba la hora de comer y tenían que regresar a sus casas, por lo que decidieron quedar a las cuatro, de nuevo en el espigón, para continuar con sus pesquisas.
Cuando los cuatro amigos se reunieron en la playa, el cielo estaba completamente negro, amenazando con desplomarse sobre sus cabezas. En la lejanía se podía escuchar un continuado rumor de truenos acercándose cada vez más.
—¡La que va a caer! —observó Max mirando al encapotado cielo—. ¡Más vale que nos movamos de prisa o nos vamos a quedar como besugos en remojo!
Todos se habían ataviado con chubasquero, excepto Gabi, que llevaba un enorme paraguas negro que había sido propiedad de su abuelo. Anduvieron por la playa a paso ligero en dirección a la cala verde, nombre popular de una estrecha porción del arenal, donde la hierba llegaba casi hasta la orilla. Luego, abandonaron la playa para adentrarse en el bosquecillo de pinos que les separaba de la casa de la bruja. Unas gruesas gotas de agua empezaron a llenar el polvoriento suelo de oscuros lunares. Gabi decidió abrir su paraguas.
—¡Ya debemos estar cerca! —auguró Max, atisbando en busca de la famosa veleta.
Los truenos estaban dejando de ser distantes y su estruendo era cada vez mayor.
—¡El clima ideal para visitar a una bruja! —se lamentó Ada.
Mientras avanzaban por el camino flanqueado de maleza, la cortina de agua se iba intensificando a la misma velocidad que la luz menguaba, y cada vez era menor el espacio de tiempo entre que veían caer el relámpago y retumbaba el trueno.
—¡No veo la casa! —anunciaba Gabi, protegiéndose con el gran paraguas—. ¡Según mis cálculos ya tendríamos que haber llegado hace rato!
—¡No me digas que nos hemos perdido! —Max estaba empapado y, a pesar de su espíritu aventurero, no le gustaba nada encontrarse en aquella situación—. ¡Mira que es difícil perderse aquí, y tú vas, y lo consigues! ¡Menudo explorador estarías hecho!
—¡No vale la pena seguir discutiendo entre nosotros, volvamos atrás o acabaremos en mitad de la autopista sin darnos cuenta! —sugirió Lore, intentando que su fina voz se impusiera por encima del ruido de la tormenta—. ¡Es posible que con la lluvia no hayamos visto el desvío que lleva a la casa y nos hemos pasado de largo!
Decidieron hacerle caso, a pesar del fastidio de Gabi, al que no le gustaba nada meter la pata. ¡Estaba seguro de que se lo estarían recordando durante mucho tiempo!
Empezaban tan sólo a desandar el recorrido, cuando un potente rayo cayó tan cerca que les hizo dar un respingo y aceleró sus corazones.
El potente flash de luz recortó una inmóvil silueta parada frente a ellos y que hizo que se asustaran todavía más. Ada no pudo reprimir un chillido, lo que hizo que Gabi, sobresaltado, diera un brinco hacia atrás que le hizo resbalar; pero gracias a su innata agilidad logró mantener el equilibrio y no caer al fangoso suelo, cosa que le hubiera dejado en ridículo delante de sus amigos y de su hermana.
Otro relámpago volvió a iluminar la escena. Fue entonces cuando en medio del camino pudieron ver claramente la figura de una mujer que se protegía bajo un gran paraguas antiguo, muy similar al que llevaba Gabi, cortándoles el paso.
—¡Os aconsejo que me sigáis…! —dijo la figura, en un tono dulce pero firme—. ¡No sea que el próximo relámpago caiga demasiado cerca!