CAPÍTULO 5

Vecinos y espíritus

Cuando entraron en el apartamento de Max se cercioraron antes de nada de que sus padres no se encontraban allí. Tampoco había en aquel momento ningún vecino más en el edificio; aparte, claro está, del misterioso Sr. Arenas. Y es que Max vivía en unos apartamentos destinados mayormente a ser alquilados durante los meses de verano, así que estaban, por regla general, deshabitados durante la mayor parte del año.

Max acompañó a sus amigos a la habitación desde la cual podían divisarse los ventanales del domicilio del vecino, siempre que uno se asomara al patio de luces. El apartamento a espiar quedaba un piso por debajo del de Max, por lo que la visión no era de lo más óptima. Además, tan sólo una de las ventanas estaba entreabierta. El anfitrión fue a buscar los prismáticos y fueron pasándoselos de uno a otro para turnarse en la labor de intentar vislumbrar alguna cosa por la exigua rendija que les ofrecía aquel ventanal que, por lo que pudieron ver, daba a la habitación del individuo.

—No se ve nada raro… —comentó Gabi.

—¡No se ve nada, y punto! —puntualizó Ada.

En aquel momento, Lore tenía los prismáticos.

—¿Cómo que no se ve nada? —preguntó—. ¿No os habéis dado cuenta?

Sus tres amigos la miraron extrañados.

—¿De qué? —preguntó su hermano.

Lore respondió dándose aires de persona sagaz e importante:

—Desde aquí se ve la cama, ¿no? —los demás asintieron—. ¿Y no os habéis fijado en que no tiene sábanas, ni colcha, ni nada?

Max le arrebató los prismáticos para cerciorarse de lo que Lore acababa de descubrir.

—¡Pues es verdad! —confirmó el chico—. ¡Y, además, se ve un poco del interior del armario, y tampoco hay ropa colgada en él!

Ahora era Gabi el que quería mirar y se apoderó de los binóculos.

—¡Tenías razón, Max! —constató—. Ese Sr. Arenas es de lo más extraño… —le pasó el aparejo a Ada, que era la única que faltaba para certificar el descubrimiento.

Max estaba satisfecho de que sus argumentos por fin fueran tomados en serio.

—¿Qué os había dicho yo? —les recordó, eufórico—. ¡No come, no bebe, no tiene ropa, ni cama, ni tele…! —observó las expresiones de sus colegas—. ¿Es o no es un auténtico misterio?

—Sí, es evidente que es raro —reconoció Ada—. Pero de momento, nada de lo que hemos visto le relaciona ni remotamente con lo que le está pasando a la gente.

—¡Eso es verdad! —admitió Gabi—. Y creo que este señor, sea quien sea, o sea lo que sea, pasa a segundo plano al compararlo con lo otro. ¡Propongo que congelemos la investigación del Sr. Arenas hasta que no sepamos más acerca de lo que le ha sucedido al padre de Ada y que ahora le está sucediendo a más gente…! —estaba claro que Gabi ya no albergaba ninguna duda acerca de la extraña «epidemia».

Max no estaba muy de acuerdo con su amigo, pero aceptó a regañadientes, ya que, mirándolo objetivamente, era indudable que la investigación acerca de la inusual actitud de los habitantes de Calablanca se merecía prioridad total. Fueron a la habitación de su anfitrión y se sentaron, los chicos en la cama, y las chicas en dos sillas con los respaldos llenos de ropa colgada esperando ser planchada. La habitación olía a calcetines sucios, pero ninguno, para alivio de Max, hizo comentario alguno al respecto.

—¿Y ahora qué hacemos? —a Ada le urgía solucionar lo de su padre y no quería perder ni un segundo para empezar a trazar algún plan de inmediato.

Se quedaron pensativos intentando dilucidar la mejor manera de afrontar aquellos sucesos inexplicables. Al final, después de devanarse los sesos un buen rato, fue Lore la que propuso algo:

—Pues yo digo que, ya que estamos solos, ¿por qué no hacemos una sesión con la ouija? —volvía a dejar patente su fe ciega en todo lo sobrenatural.

Gabi lanzó un «¡Oh, no!» y se dejó caer hacia atrás, quedándose tumbado boca arriba sobre la cama, queriendo evidenciar su desacuerdo.

—¿Acaso tienes una propuesta mejor? —le preguntó su hermana con retintín.

Como Gabi no la tenía, al menos de momento, no tuvo más remedio que aceptar la propuesta de Lore; aunque no creía ni confiaba lo más mínimo en aquellos juegos ultraterrenos.

—¡Ya sabes lo que dicen los… «expertos»! —representó con los dedos de las manos las comillas al adjetivo para dejar bien claro que tampoco creía en ellos—. ¡Que puede ser muy peligroso! —advirtió—. ¡No paran de insistir en que no se debe jugar con eso, sobre todo los niños… entre otras cosas, porque no es un juego!

Max, haciendo caso omiso, sacó el «mágico» tablero de su armario, y fue a buscar un vaso a la cocina. Lo pusieron todo en el suelo, y se sentaron alrededor de aquella usada ouija, con el vaso vuelto hacia abajo colocado en el centro del tablero.

—Ahora —indicó Lore—, poned cada uno un dedo encima del vaso, sin apretar, y concentraos en lo que yo vaya diciendo.

El tablero, como todos los tableros de ouija, tenía un círculo formado por las letras del abecedario. Un «SÍ» a la derecha, y un «NO», a la izquierda; un «HOLA» en la parte superior, y un «ADIÓS» en la inferior. A cada lado del círculo de letras, estaban los números del uno al cero dispuestos en fila vertical. Todo escrito y decorado como si fuera un artilugio rústico, aunque en realidad fuera de cartón barato. De hecho, la había adquirido en el quiosco de la estación junto con el primer volumen de una colección de libros dedicados al ocultismo. La tabla era el regalo de promoción.

Lore, muy seria y convencida, empezó la invocación:

—¿Hay alguien escuchándome? —mantenía los ojos semicerrados, para concentrarse mejor y… porque lo había visto hacer a las «médiums» en las películas—. Por favor, si estás aquí, háznoslo saber. ¡Necesitamos que alguien del otro lado nos ayude…!

Los demás mantenían la compostura, aunque tan sólo Ada parecía estar tomándoselo en serio. A pesar de eso, los dos chicos tampoco hacían nada que pudiera arruinar la sesión, como habían hecho en otras ocasiones.

Lore insistía en la invocación a posibles espíritus que rondaran por allí, y les daba continuamente la bienvenida.

De pronto, una nube pasó por delante del sol, sumiendo en la penumbra la habitación. Ada, inquieta, lanzó un suspiro. Gabi la miró condescendiente. Entonces el vaso comenzó a moverse.

Los cuatro jóvenes contuvieron la respiración. El recipiente de cristal empezó a desplazarse sin que ninguno ejerciera sobre él ningún tipo de presión. El vaso se dirigió lentamente, pero decidido, hacia la palabra «HOLA» y se detuvo. La nube se volvió más gruesa y la oscuridad que les envolvía se incrementó. En la lejanía retumbó un trueno, y a los cuatro se les erizaron los pelos de la nuca.

—¿Quién eres? —preguntó Lore—. ¿Quieres hablar con nosotros?

El vaso volvió a adquirir movimiento, fue hasta la «B», luego, titubeante, se dirigió hacia la «R» para, de allí, deslizarse a gran velocidad hasta quedar cubriendo la «U»; donde se quedó detenido un segundo para ir, poco a poco, recuperando el movimiento y avanzar hasta la «J», y para finalizar, llegó hasta la «A» para quedarse definitivamente quieto, o eso pensaron, sobre la vocal.

—¡BRUJA… «Bruja»! —deletreó y exclamó Ada—. ¿Qué quieres decir? ¿Que eres una bruja?

El vaso tembló un poco antes de encaminarse hacia el «NO».

—¿Entonces…? —Lore no terminó la pregunta; el vaso se puso de nuevo en movimiento, bastante ágil esta vez.

Max y Gabi se miraban con las cejas arqueadas, sin saber muy bien qué opinar de todo aquello.

Esta vez, las letras escogidas por el vaso formaron la palabra «ayuda», y continuó hasta conformar «a vosotros».

—Bruja ayuda a vosotros… —rumiaba Ada—. ¿Tiene eso algún sentido para alguien?

Lore preguntó al tablero:

—¿Quieres decir que una bruja nos ayudará? —miró a sus amigos satisfecha de su inteligencia e ingenio.

El vaso se movió: «SI».

—Pero… —Lore quería más información—. ¿Qué bruja? ¡No conocemos a ninguna!

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El vaso siguió su paseo por el tablero escogiendo letras, y esta vez deletreó: «ÚRSULA».

—¿Úrsula? —Max intervenía por primera vez—. ¡Recuerdo que mi madre, cuando era pequeño, me asustaba diciéndome que si no me portaba bien o no me acababa la comida, la bruja Úrsula vendría para llevarme con ella! ¡Pero siempre pensé que era una invención popular, un mito, ya sabéis… como el hombre del saco!

—¿Existe la bruja Úrsula? —Lore quería cerciorarse y volvió a preguntárselo al tablero oráculo.

El vaso, esta vez a gran velocidad, resbaló hasta el «SI».

—¿Quién eres… o eras? —preguntó Gabi, rompiendo su silencio.

El vaso se deslizó formando la palabra «AMIGO».

—¿Cómo podemos estar seguros de que dices la verdad? —Gabi deseaba saber más, pero el vaso se dirigió decidido hacia la palabra «ADIÓS» y allí se quedó quieto, ahora sí, definitivamente.

Otro trueno retumbó en aquel mismo instante, tan fuerte que parecía que les hubiera caído justo encima de sus cabezas. El sonido de lluvia empezó a dejarse oír cada vez con más fuerza hasta convertirse en un fuerte aguacero.

Max encendió la luz. Lore le preguntó:

—¿Qué sabes de esa tal Úrsula?

—Nada más de lo que ya os he dicho… mi madre me asustaba con ella: «Cómete la sopa o vendrá la bruja Úrsula y se te llevará», «Duérmete ya, o la bruja Úrsula vendrá a raptarte»… o «La bruja Úrsula se lleva a todos los niños malos y losencierra en una jaula». Eso es todo lo que sé sobre esa bruja. O sea, nada.

Sus amigos estaban risueños; Max había hecho una excelente imitación de su madre.

Ada, más seria, decidió:

—¡Pues si existe realmente, debemos encontrarla! ¡Los espíritus nunca mienten!

—A menos que sean espíritus malignos… —recordó Lore.

Max estaba pensativo:

—¿A quién podríamos preguntarle lo de la bruja, sin levantar sospechas y que no haga preguntas comprometidas?

—La Mari del «super» ha nacido aquí —aventuró Ada—. Seguramente lo sabe todo de todo el mundo.

Fuera ya estaba dejando de llover; al final había sido tan sólo un chaparrón de primavera. Un rayo de sol penetró en la estancia.

—¡Pues ya que sale el sol, vayamos al «super» a preguntarle! —decidió Lore, saltando de la silla al tiempo que miraba por la ventana—. ¡No creo que vuelva a llover, vamos!

Salieron del apartamento al mismo tiempo que la madre de Max, una mujer joven de baja estatura y tan regordeta como su hijo, entraba cargada con el carro de la compra.

—¿Dónde vais con tanta prisa? —preguntó con la ropa empapada, mientras dejaba el carro y se dirigía rauda al baño para dejar el chorreante paraguas en la bañera.

—¡A dar una vuelta, mamá! —respondió Max—. Esperábamos a que acabara de llover para salir. ¡Hasta luego!

—¡No vengas tarde, ya sabes que tu padre se enfada si no estás sentado en la mesa a la hora de comer! —advirtió ella.

Max le respondió que no se preocupara, que llegaría a tiempo, y bajó las escaleras a toda prisa con sus amigos.