CAPÍTULO 4

Todo va a peor

—¡Bien! —dijo Gabi—. ¿Qué hacemos y por donde empezamos?

Era sábado por la mañana. Esta vez habían decidido reunirse en el espigón de la playa. Era uno de los pocos lugares en que estaban seguros de no encontrarse con Kevin y sus secuaces. Además, cuando empezaba el buen tiempo, les gustaba pasar el rato allí, disfrutar con el sonido de las olas retumbando a su alrededor y salpicándoles de vez en cuando; para ellos eso era señal de que el verano estaba cerca y, con él, las anheladas vacaciones.

Los cuatro chicos se sentaron, distribuyéndose por las enormes, irregulares y angulosas piedras que conformaban aquella barrera artificial. Creían que allí, con el mar a un lado y el inmenso arenal en el otro, estarían más seguros, ya que podían ver de lejos a cualquiera que se les acercara, y en el caso de que alguien lo hiciera, con el romper de las olas no podría escuchar bien nada de lo que hablaran.

Habían sido cinco, en total, los profesores que habían faltado a clase aquel pasado viernes por la tarde. Luego, cuando hubieron salido una vez finalizadas las clases, llegaron a contar hasta catorce personas andando por la calle que mostraban los mismos síntomas que el padre de Ada. Era evidente que la cosa iba en aumento, a una velocidad alarmante… e inquietante a la vez.

—¿Y si se lo contamos a la policía? —era Max el que se aventuraba a hacer la sugerencia.

—¿Y qué les vas a contar? —le interpeló Gabi—. ¿Que el pueblo se está convirtiendo en una comunidad de zombies?

A Ada se le ocurrió algo de repente, y no tuvo reparos en soltarlo:

—¿Y si hubiera algo sobrenatural en esto? —siempre le habían fascinado esos temas; de hecho, sus aficiones y lecturas favoritas acostumbraban a girar en torno a los poderes ocultos y materias similares, que tanto disgustaban y asustaban a su madre.

—¡Sí, claro! —interrumpió Gabi en tono sarcástico—. ¡Como el «famoso» fantasma del coche azul!

—¡Hey, que ese existe de verdad! —se quejó Max—. ¡Hay mucha gente que lo ha visto!

El fantasma del coche azul, como ellos le llamaban, era una leyenda popular de Calablanca. Al parecer, a mediados de los años sesenta, un hombre había fallecido de un infarto mientras conducía su coche, un Seat 1500 azul marino, por una calle del pueblo en busca de aparcamiento. Según contaban, ese hombre había venido a Calablanca a pasar sus vacaciones, pero la muerte le sorprendió el mismo día de su llegada. Muchos eran los que decían haber visto al coche, en noches sin luna, circular en silencio por las calles; y muchos más eran los que sabían de conocidos de otros conocidos, que decían haberlo visto. Se decía que el fantasma quería terminar las vacaciones tan fatalmente interrumpidas, y que como eso era ya imposible, su espíritu estaba condenado a vagar eternamente buscando aquel anhelado hueco para aparcar.

Tal había sido la impresión que esta historia había causado a los cuatro amigos, que incluso habían llegado a escaparse de sus casas por la noche para intentar ver la aparición y filmarla con una cámara de vídeo; cosa que nunca consiguieron. Lo que si lograron fue ser descubiertos por sus padres en una de sus fugas nocturnas, llevándose todos ellos una buena reprimenda.

—¡Podríamos hacer una sesión espiritista! —propuso Lore—. ¡A lo mejor nos enteramos de algo!

Jugar con la ouija era otra de las pasiones de las dos niñas, no muy compartida por los chicos, que nunca conseguían tomárselo en serio y siempre acababan mofándose, consiguiendo que la cosa no funcionara como ellas deseaban.

Gabi se puso en pie, guardando el equilibrio entre dos piedras:

—¡Queréis dejar de decir tonterías! —gritó por encima del ruido de las olas—. ¡La cosa puede ser seria y aquí estáis hablando de invocar espíritus! ¡Un poco de sentido común, por favor!

Max adoptó una pose de adulto para decir:

—¿Podrían estar relacionados los hechos con mi vecino misterioso? ¡Es extraño que coincidan dos misterios a la vez…!

Sus tres amigos se quedaron mirándole, razonando la pregunta. Gabi fue el primero en hablar:

—¿Por qué no? —se rascaba la barbilla pensativo—. Tal vez no es casualidad que todo esto haya empezado poco después de su llegada…

—¡Y con lo raro que es ese tío…! —Max intentaba reforzar su teoría.

Ada se añadió al tema:

—Puede que sea alguien que ha viajado a otros países o continentes y fuera el… ¿Cómo se llama?… ¡El que trae una enfermedad y contagia a todo el mundo…!

—¿Portador? —apuntó Max.

—¡Eso, el portador! —agradeció Ada—. ¡Que fuera el portador de alguna enfermedad tropical…!

—A lo mejor —ahora era Lore la que exponía sus ideas— no sale de casa porque está más enfermo que nadie… y es por eso que se comporta de manera tan extraña.

La hipótesis fue cogiendo fuerza entre los chicos. Tanto se animaron, que decidieron ir a casa de Max, que ya disponía de los prismáticos de su tío, para espiar un rato a aquel peculiar individuo.

—Mi padre está enseñando unas casas nuevas a unos clientes de Barcelona —informó Max—. No vendrá hasta la hora de comer; y mi madre lo más seguro es que esté en el supermercado, y ya sabéis que allí puede pasarse horas y horas dándole a la lengua con la Mari y las vecinas.

¡Ya estaba decidido! Bajaron del espigón empapados de humedad y agua pulverizada, para dirigirse al bloque de apartamentos donde vivía Max.

Mientras andaban, iban observando de reojo a todo el mundo que se les cruzaba, para ver si estaban «atacados», como decían ellos, o no.

De pronto vieron un corro de gente rodeando algo justo en la entrada de una casa en construcción. Intrigados, se acercaron a ver qué pasaba. En aquel mismo momento llegó un coche de la policía municipal acompañado de una ambulancia y, nada más bajar del vehículo, apartaron amablemente a la gente. Entonces los cuatro amigos pudieron ver un cuerpo que yacía tumbado sobre la acera.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Gabi a una señora visiblemente alterada, que salía de lo que había sido el centro del corro. Pero tan afectada estaba la mujer, que tan sólo llegó a pronunciar:

—¡Una desgracia, niños, una desgracia! ¡Más vale que no os acerquéis!

Y se marchó como en trance, repitiendo esas últimas palabras una y otra vez.

De repente, Rafa, el niño miope de su curso, salió de entre el grupo de curiosos, y al verles se les acercó para darles la noticia:

—¡Ha sido una pasada! —exclamó impresionado, con la respiración agitada y los ojos muy abiertos—. ¡Un obrero se ha caído del andamio! ¡Dicen que se ha quedado dormido de repente, ha perdido pie y se ha estrellado contra la acera! ¡Plaaafff! —dio una fuerte palmada acompañando sus palabras.

Entonces, un chico de unos veinte años vestido de motorista y con el casco en la mano, se les acercó para añadir:

—¡Yo lo he visto todo! —se notaba que tenía ganas de poder darle detalles a alguien—. Yo pasaba por la acera para ir a buscar mi moto al garaje, y he mirado hacia arriba. Siempre lo hago cuando paso por debajo de una obra, para ver si corro peligro de que me caiga algo en la cabeza. Y el pobre tío este estaba allí, trabajando en su andamio, la mar de bien, cuando de pronto, así, sin más, pareció como si alguien o algo le empujara… —intentó explicarse mejor—. No fue un empujón fuerte, sino más bien como cuando te dan una palmada en la espalda y el impulso te echa un poco hacia delante. —Miró a los chicos para cerciorarse de que le habían entendido—. Entonces, se le han cerrado los ojos, ha perdido pie y… ¡Pam! ¡Ha caído al suelo! ¡Visto y no visto! ¡Hasta me he tenido que apartar para que no me cayera encima! ¡No se ha matado de milagro…! ¡Pero, como mínimo, debe haberse roto todos los huesos del cuerpo!

Muchas personas se iban acercando, interesados en escuchar el relato del chico, al que no parecía importarle repetirlo todas las veces que hiciera falta, disfrutando así de sus minutos de efímera gloria.

Los cuatro amigos se apartaron un poco del corro de gente, y Lore susurró para que Rafa no pudiera oírla:

—¡Lo que sea, ya se ha cobrado la primera víctima! —lo dijo tan seria que los demás se asustaron.

Dando una excusa, se despidieron de su compañero de instituto, y cuando ya estuvieron a cierta distancia, Ada comentó fascinada:

—¡Ya habéis oído lo que ha dicho ese chico, que parecía como si algo le hubiera dado una palmada en la espalda! ¡Y no había nadie! ¿Es eso sobrenatural o no?

—¡Estoy contigo! —apoyó Lore—. En este caso hay algo más que un posible virus… ¡Aquí puede estar pasando algo… aterrador, fantasmagórico, que supera hasta nuestra imaginación…!

—¡Y eso ya es difícil! —concluyó Ada, mirando a Max de reojo.

Gabi las miraba, escéptico.

—¡Ya estoy viendo que acabaremos haciendo una sesión espiritista otra vez! —exclamó fastidiado—. ¡Una total pérdida de tiempo, vaya!

—¡Lo primero es lo primero! —interrumpió Max, al que no le gustaba que sus asuntos fueran dados de lado—. ¡Espiemos a mi vecino el Sr. Arenas… así se llama, L. Arenas, o al menos eso es lo que pone en su buzón… —Max había mirado unos días antes en el buzón del vecino, no sólo para saber su nombre, sino también para intentar ver si recibía correo; y si era así, tratar de extraer la correspondencia e intentar averiguar algo más sobre él, o al menos saber desde dónde le mandaban las cartas—. Así saldremos de dudas acerca de su implicación en el caso. Que sí, que tiene algo que ver, estupendo. Que resulta que no tiene ninguna relación con todo esto, pues al menos queda descartado y podremos centrarnos en otra cosa. ¿No os parece?

Estuvieron de acuerdo y emprendieron de nuevo el camino a casa de Max.