CAPÍTULO 3

El misterio se confirma

Cuando Ada regresó al mediodía a su casa para comer, comprobó que su padre seguía igual de apático que cuando se había ido por la mañana. Incluso Tere tuvo que hacer grandes esfuerzos para convencer a su marido para que se sentara a la mesa. Ramón comió como un autómata; hubiera dado igual lo que le pusieran en el plato, lo tragó sin apartar en ningún momento la vista de la pared y sin pronunciar ni media palabra en todo el rato. Su mujer empezaba a estar alarmada, asustada incluso, cada vez más convencida de que algo grave le pasaba a su marido. Ada, más que asustada, sentía una irreprimible angustia en su interior que la llenaba de desasosiego.

La niña regresó aquella tarde al colegio aún más preocupada de lo que lo había hecho por la mañana, y en ningún momento logró apartar a su padre de sus pensamientos, cosa que hizo que no se enterara absolutamente de nada de los conocimientos que el profesor intentaba inculcarles.

Al finalizar la jornada escolar, ella y Lore fueron juntas a reunirse con Gabi y Max en el parque, tal como habían quedado. Se sentaron los cuatro en un banco mientras devoraban unas «chuches» que Max, proveedor habitual de todo tipo de cosas comestibles, sobre todo si eran dulces, había traído en una bolsa.

—¡Mari, la cajera del «super» —se quejaba Max—, me tiene frito con sus comentarios! ¡Que si tan sólo crezco a lo ancho, que si la caries…, yo qué sé cuantas cosas más! ¡Total, porque compro «chuches» casi a diario! ¡Si en realidad tendría que hacerme un monumento por ser su mejor cliente!

—¡Es que, tío —le reprochaba Gabi—, vale que están buenas, pero es que tú, te pasas! ¡Eres el «monstruo devora chuches»! —decía riéndose a costa de su amigo mientras le daba una amistosa palmada en la espalda.

Pero Max, lejos de ofenderse, seguía lamentándose por el control al que se veía sometido por la cajera del supermercado que, además y por desgracia suya, era muy amiga de su madre.

—¡Creo que hasta le pasa el parte a mi madre de todo lo que me compro…! —Max miró la bolsa de dulces—. ¡No sé…, no me las como a gusto… hacen que tenga remordimientos! ¿Creéis que hay derecho a esto?

Ada había permanecido silenciosa y cabizbaja, sin prestar demasiada atención a las banalidades acerca del sobrepeso de Max.

—¡Dejaos de tonterías, hemos de ayudar a Ada! —interrumpió Lore, dispuesta a intentar animar a su amiga si hacía falta—. ¡Su padre sigue igual!

—Igual… o peor —le respondió ella, lacónica.

—¡Eso es uno de esos virus raros que hay hoy en día! —aseveraba Max, con una expresión de placer en la cara mientras saboreaba y masticaba concienzudamente una nube de azúcar.

—¡O una depresión! —añadió Gabi—. Ahora hay mucha gente que tiene depresión, y por lo que he oído, los síntomas son parecidos a lo que nos cuentas que tiene tu padre.

Ada no lo tenía tan claro:

—¡Pero si ayer estaba la mar de bien! —insistía—. ¡Fue después de salir a dar un paseo cuando regresó de esa manera! ¡Y una depresión no se pilla así de repente, dando una vuelta por el pueblo!

—¿Y a dónde fue a dar ese paseo? —preguntó Max, poniendo cara de interesado.

—¡No tengo ni idea! —respondió Ada, abatida—. ¡Ojalá lo supiera, así podría empezar a investigar por algún sitio!

—Tal vez se encontró o le pasó algo por el camino… —aventuró Lore, pensativa.

—O pilló algún virus… —Max insistía en su versión mientras escogía la siguiente golosina a devorar.

Mientras mantenían su coloquio, el parque se fue llenando poco a poco de niños pequeños, que empezaron a columpiarse y a tirarse por el tobogán acompañados por sus madres, rompiendo el habitual silencio del lugar con los agudos chillidos de sus vocecitas. También llegaron las primerizas mamás, empujando orgullosas los cochecitos con sus recién nacidos, encontrándose a su vez con otras madres con las que poco a poco iban formando pequeños corrillos de gente conversando, comparando y compartiendo experiencias entre sí. También iban apareciendo adolescentes, con ese ánimo transgresor que les caracteriza, para fumar a escondidas sus primeros cigarrillos, ignorantes de que minaban su salud sólo para vacilar estúpidamente delante de sus pretendidas novias, la mayoría de las cuales aún mantenían el «chupachups» en la boca, y se maravillaban aleladas de lo adultos que podían parecer sus amiguetes con aquel tan perjudicial cilindro humeante entre los dedos. Pero ellas, afortunadamente, de momento, seguían prefiriendo el caramelo de palo a la nicotina. Uno de esos adolescentes habituales en el arte de hacer el ridículo delante de las chicas era Kevin, quien al verles sentados en el banco charlando, se acercó con su cigarrillo a medio consumir, sus gafas de sol puestas, y manteniendo su característica pose de prepotente chulería que producía más un efecto hilarante que otra cosa:

—¿Has pasado hambre hoy, gordo? —le preguntó burlón a Max, a la vez que escupía en el suelo.

—¿Y a ti, te ha gustado el pastelito? —respondía este con poco disimulado cinismo—. ¡Era un «gran reserva»! —y dejó escapar una risita.

Gabi, que ya se las había tenido varias veces con aquel matón, saliendo siempre vencedor, intervino:

—Kevin, ¿no tienes nada mejor que hacer que venir a tocarnos las narices? ¿No has quedado hoy con tus perritos falderos? ¿O es que tienes miedo de que te quiten a las chicas cuando ellas se den cuenta de que tu cerebro está ausente?

—¿Cómo puede estar ausente algo que nunca ha tenido? —se preguntó Max.

El matón les miró con cara de desprecio:

—¡A ti te partiré los morros algún día! —amenazó, señalando a Gabi con un dedo.

—¡Eso te será bastante difícil! —replicaba Gabi sin alterarse lo más mínimo—. ¡Recuerda que ya lo has intentado varias veces…!

Ada, que no quería perder el tiempo con necedades, decidió cortar la discusión:

—Lárgate, Kevin, tenemos cosas más importantes que hacer que hablar contigo de estupideces. Si no nos dejas en paz, ¡se lo contaré a mi padre para que hable con el tuyo y te ponga en tu lugar!

El padre de Kevin trabajaba bajo las órdenes del de Ada, y no le convenía ponerse a malas con ella, ya que su progenitor no era precisamente uno de los mejores trabajadores que podían encontrarse, y su empleo estaba continuamente en la cuerda floja.

Kevin la miró sin hacer ningún comentario, tiró la colilla del cigarrillo ya consumido a los pies de Max, y dijo:

—¡Ya me voy, listillos, os dejo con vuestros juegos infantiles! —el matón acentuó su tono bravucón mientras pisoteaba con ensañamiento la colilla. Dio media vuelta y se fue para unirse a un grupo de chicos y chicas que se contaban entre lo menos recomendable del pueblo.

Los cuatro amigos retomaron su conversación:

—¡Hagamos una cosa! —propuso Gabi—. Mañana es viernes; si para el sábado tu padre sigue igual, investigaremos a dónde fue, recorreremos todos los sitios a los que acostumbra a ir y así tal vez averigüemos algo. ¿Os parece?

Ada asintió, sonriendo agradecida y esperanzada por el interés que mostraban sus amigos, y repasando ya mentalmente los lugares que su padre prefería a la hora de darse un garbeo por el pueblo.

—¡Vale! ¡Haré una lista de todos los rincones por los que le suele ir a pasear! —decidió, resuelta.

—Podríamos ir a preguntarles a sus compañeros de trabajo… —añadió Max—. Puede que sepan algo.

—¡Decidido, pues! —zanjó Gabi—. Y ahora, sepamos qué novedades hay sobre el nuevo y misterioso vecino de Max —Gabi le cedió la palabra a su amigo.

Max se aclaró la garganta, adoptando aires de orador antes de empezar a hablar.

—No tengo mucho que decir. Mi madre me ha dicho que tampoco hoy ha salido en todo el día, y que sigue sin oírse ningún ruido, ni la tele, ni música, ni nada de nada… —entonces cambió la expresión para mirar a sus compañeros de forma pícara—. Pero mi tío me ha prometido dejarme sus prismáticos, y entonces podré espiarle mucho mejor. Desde la ventana del cuarto de planchar veo la de su habitación, el baño y parte de la cocina, que me queda más alejada. ¡A ver si así puedo averiguar más sobre sus hábitos y costumbres…!

Ada, que había estado escuchando con interés, preguntó:

—¿Cómo es ese tipo? —quería formarse una idea de cómo debía imaginárselo—. ¿Tiene pinta de peligroso?

Max se apresuró a responder:

—¡Es un viejo! ¡Debe tener cuarenta y pico o cincuenta años! ¡Calvo y con cara de mala leche! —rumió un instante y continuó—: Está bastante cachas, por lo que he podido ver por la ventana; o sea, que puede haber sido militar, o deportista… o un agente secreto… ¡Lo raro es que no salga ni a comprar! Pero yo diría que, en un momento dado, podría llegar a ser un individuo peligroso.

—A lo mejor le llevan la comida a casa… —expuso Gabi—. Los del «super» lo hacen si pagas un poco más…

Al escuchar esto, Lore tuvo una ocurrencia, y dirigiéndose a Max propuso:

—¿Por qué no interrogas a la Mari? Si tanta confianza le tienes, a lo mejor te dice si le sirven encargos a casa, o no.

—No es mala idea —reconoció Gabi, apoyando la propuesta de su hermana—. ¡Así podremos descartar esa posibilidad!

—¡Pues vayamos ahora mismo! —decidió Max, levantándose del banco de un salto. Costaba creer que fuera tan ágil con aquel cuerpo tan poco atlético—. ¡Cuanto antes lo sepamos, antes saldremos de dudas! ¡Además, esos bancos me parecen cada día más incómodos! —se acariciaba el trasero dolorido—. ¡Ya podrían hacerlos de madera como los de antes! ¡Tanto diseño y tanta tontería! ¡Mi abuelo, desde que reformaron el parque, no viene porque dice que no hay quien pueda sentarse a gusto en una cosa metálica de estas!

Ese comentario hizo reír a sus amigos, que conocían lo aficionado que era Max a dejar caer sus posaderas en mullidos sofás y lo contrario que era a esas pretendidas moderneces estéticas a las que consideraba aberrantes, tanto como por ser un atentado contra el buen gusto, como por considerarlos una tortura.

—¡La verdad es que son incómodos de narices! —ratificó Gabi—. ¡Y feos a más no poder! ¡Los debe fabricar algún amigo o familiar del alcalde!

Los cuatro, algo más animados, se dirigieron al supermercado por la calle principal del pueblo, en la que se hallaban la mayoría de tiendas, comercios, bancos y cajas de ahorros.

—¡Vaya, qué raro! —exclamó de pronto Lore, señalando hacia un punto concreto—. ¡Parece que hoy la panadería no ha abierto! —miraba sorprendida la persiana metálica bajada—. ¡Ahora que me apetecía merendar una napolitana de chocolate…! ¡Qué extraño que esté cerrada, con lo tacaños que son los dueños! ¿No?

—Pues mira —añadió Max—, mi madre se quejaba hoy de que la pescadería tampoco ha abierto… tenía planeado hacer pescado para comer y se ha quedado con las ganas… ¡Tampoco podía entender porqué la Rita, si tenía que cerrar hoy, no puso ayer un cartel… o al menos informar! Mi madre dice que había coincidido con varias personas que iban a comprar, y que tampoco sabían qué le podía haber pasado.

—¡Vete a saber! —Gabi le restaba importancia al asunto—. ¡A lo mejor ayer se encontraba bien y pensaba abrir hoy, pero se ha despertado con fiebre… o diarrea y se ha quedado en la cama! ¿Es que queréis hacer un misterio de todo?

Ada se quedó parada un momento en mitad de la acera. Sus amigos, al darse cuenta de que no les seguía, se giraron para ver qué le pasaba. La menuda chica estaba pálida, y dijo con voz baja y temblorosa:

—¿Y si no han abierto porque tienen lo mismo que mi padre? —la idea le había cruzado por la cabeza como un relámpago—. ¿Y si es algo contagioso?

—¡No te imagines cosas raras! —instó Gabi, en un tono paternalista y burlón a la vez—. ¿Cómo quieres que les pase lo mismo?

—Si es un virus… —Max seguía insistiendo con su teoría— …es contagioso, eso seguro.

Ada reanudó la marcha pero, sin saber porqué, notaba una extraña sensación, como una luz roja de alarma en su cabeza.

Llegaron al supermercado y entraron en tropel. Mari, la cajera, estaba despachando carne a una señora.

—¿Ahora te encargas de la carnicería? —le preguntó Max en tono jocoso—. ¿Eso es un ascenso o es que te han degradado?

A la pobre mujer se la veía bastante fastidiada. La Mari era una mujer que rayaba la cincuentena, bajita, bastante gruesa y muy simpática. Su rasgo más característico era su predilección por los tintes capilares más llamativos. Actualmente su ondulada cabellera lucía un escandaloso tono violeta.

—¡Muy gracioso, Max! —respondió—. ¡Hoy tengo que encargarme yo de todo! —exclamó enfadada—. ¡Sólo estamos Nieves, la chica nueva y yo! ¡Hoy no ha venido nadie más a trabajar! —hizo un gesto de fastidio con la cabeza—. ¡Y nadie ha avisado, que es lo peor, porque si lo sabes, ya te organizas de otra manera, pero…!

Los cuatro chicos se miraron, y por primera vez sus miradas coincidían: Allí, realmente, había un misterio.

Ahora ya no se trataba tan sólo del padre de Ada, ni de la panadería o la pescadería. Ya eran demasiados los que no se habían movido de sus casas. La cosa empezaba a no ser normal.

—¿Vienes a comprar más «chuches»? —preguntó la Mari a Max.

—No… —respondió este, ya con un tono más serio—. En realidad veníamos a hacerte una consulta.

—¿Una consulta? —la Mari parecía divertida, perdiendo su expresión de agobio por un instante—. ¡A ver, dime!

—¿Sabes ese nuevo vecino que ha venido a mi bloque? ¡Seguro que mi madre te ha contado algo!

La Mari no dudó en responder:

—¿El raro? ¡Claro que tu madre me ha hablado de él!

—¿No le lleváis la comida a casa, verdad?

—¡Que va! No ha venido por aquí todavía… Una clienta esperaba en la caja para que le cobraran.

—¡Perdonad! —la Mari salió de detrás del mostrador de la carnicería y fue a atenderla—. ¿Dónde estará Nieves? ¡Se escaquea que da gusto la niña esa! —se puso en la caja para cobrarle a la señora—. ¿Queréis saber algo más? —preguntó a Max mientras devolvía el cambio.

—No, da igual —dijo Max, no queriendo importunar más a la atareada mujer—. Sólo queríamos saber eso… ¡Hasta luego! Salieron del establecimiento, dejando a la Mari, que quería saber todo lo referente a los vecinos del pueblo, bastante intrigada. Una vez fuera, los cuatro se pusieron a hablar a la vez:

—¡Cuánta gente enferma! —exclamó Lore—. Esto empieza a ser alarmante…

—¿Qué comerá ese tío? —se preguntaba Max, al que su vecino traía de cabeza.

—¿Veis como aquí pasa algo raro? —insistía Ada a su amiga.

—La verdad es que esto se pone cada vez más interesante —reconocía Gabi, pensativo. Regresaron al parque haciendo cábalas sobre todo ello. Ada estaba convencida de que lo que le sucedía a su padre se estaba extendiendo por todo Calablanca. Decidieron hacer una lista de todos los comercios que no habían abierto e intentar averiguar cuánta gente no había acudido a su trabajo.

Partiendo del parque empezaron a recorrer todo el pueblo. El resultado fue que, además de la pescadería y la panadería, tampoco el planchista había abierto su negocio. El dueño del quiosco se quejaba de que la chica que le ayudaba tampoco se había presentado, y por lo que pudieron ver, en varias inmobiliarias y bares faltaba la mitad del personal.

—¡Esto no pinta nada bien! —exclamó Max, arrugando la nariz—. ¡Ya veréis como se tratará de un virus que está contagiando a todo el mundo!

Lore tuvo una inspirada idea que rápidamente propuso a sus amigos:

—¡Podríamos pasar por el ambulatorio mañana a primera hora, antes de entrar en el «cole», y preguntar si ha ido a visitarse mucha más gente de lo normal!

A todos les pareció una idea acertada, y acordaron ponerla en práctica.

La tarde iba cayendo y llegó la hora en que tuvieron que regresar a sus casas. Cuando Ada entró por la puerta, vio que nada había cambiado. Su padre seguía con la misma actitud apática, y su madre estaba al borde de la desesperación, pero intentaba mantener una actitud tranquila delante de la niña para que esta no se inquietara más de lo que ya estaba.

A la mañana siguiente, Ada se encontró, un cuarto de hora antes de que empezaran las clases, con sus tres amigos delante del ambulatorio. Ellos ya estaban esperándola cuando llegó.

—¿Todo igual? —preguntó Lore, refiriéndose a su padre.

—¡Todo igual! —respondió su amiga, haciendo un movimiento negativo con la cabeza.

Max y Gabi ya habían entrado en el ambulatorio de la Seguridad Social para echar un vistazo y hacer alguna que otra pregunta a Sole, la amable chica de recepción. Pero cuando salieron de allí no tenían nada nuevo que contar. Al parecer la afluencia de enfermos había sido —y era— la habitual.

Andando hacia la escuela, vieron que la ferretería se había sumado a los comercios que tenían la persiana bajada.

—¡Otro más! —murmuró Gabi—. ¡Y subiendo!

—A lo mejor abren más tarde —sugirió Lore—. Hay muchos comercios que abren a las diez.

Dejaron esa posibilidad en el aire. Las dos niñas se separaron de los chicos para dirigirse cada uno a su aula.

Al entrar Ada y Lore en la suya, se dieron *** NO HAY *** de que su profesor no estaba en la clase. Tres minutos más tarde vino el director para informarles de que su maestro no se había presentado a trabajar, y que él sería el encargado de darles clase aquel día. Les instó a sacar el libro de Gramática por una página determinada y salió del aula anunciándoles que regresaría en menos de cinco minutos.

El director, un hombre grueso y normalmente afable, una vez transcurrido el tiempo anunciado, regresó al aula arrastrando los pies y con la mirada perdida, se sentó en su mesa y se quedó dormido al instante ante la estupefacción de los alumnos.

Ada, alarmada, le susurró a Lore:

—¡Fíjate, es como mi padre! ¡Se comporta igual que mi padre!

—¡Y eso ha sido ahora! —recalcó su amiga—. ¡Hace un momento estaba bien, ha salido de clase y ha regresado así! ¿Qué demonios está pasando?

Miró asustada a su compañera. Poco a poco se estaban percatando de lo extraño e intrigante de la situación. Al parecer eran las únicas, ya que todos sus otros compañeros y compañeras de clase, aprovechando la ausencia mental del director, se enzarzaron en juegos y bromas entre ellos. Tan sólo las dos niñas permanecían en silencio, mirándose con complicidad y temor.

—¿Qué estará pasando en la clase de Gabi y Max? —se preguntaban.

Y la respuesta era que la profesora que en aquellos momentos intentaba inculcarles algo de Historia a sus alumnos tuvo una brusca sacudida, en mitad de la clase, que la hizo caer en el mismo estado de desidia que el director. Suerte que le sucedió cuando el timbre del recreo estaba a punto de sonar, y la mayoría salió aullando sin dar ninguna importancia a aquel hecho. Pero no así Max y Gabi, que se quedaron mudos y con sus corazones latiendo más fuerte y más rápido de lo normal.

Ahora no había ninguna duda: Algo estaba afectando a la gente de Calablanca y dejándoles en aquel estado. Indagar qué era se estaba convirtiendo en algo prioritario y urgente.