Un fantasma señala el camino
Mientras el duplicador de materia hacía su trabajo, los cinco muchachos aprovecharon para descansar. A cada uno de ellos, de distinta manera, y con distinto guión, les asaltaron inquietas pesadillas sobre monstruos e interminables persecuciones hacia ninguna parte. En aquellos últimos días, en que habían experimentado la auténtica emoción del peligro, les había cambiado radicalmente su percepción de lo que era encontrarse en una situación límite, y de cómo sortearla.
Una aventura vivida en la realidad, por extraña y sorprendente que esta resultara, resultó ser una experiencia muy distinta a lo que la lectura de libros o cómics les había hecho suponer o imaginar. Sin darse cuenta, habían adquirido un grado de madurez y responsabilidad que días atrás nunca hubieran sospechado alcanzar. Con los nervios siempre a flor de piel, más de uno hubiera deseado no haber conocido nunca la sensación del riesgo más allá del que ofrecía un simple juego o del que relataba un libro o cómic. ¡Experimentarlo en sus propias carnes había superado con creces todas sus expectativas!
A pesar de haber manifestado continuas demostraciones de inusitado valor al enfrentarse a sus propios miedos, aquellas vivencias les quedarían marcadas para siempre; y determinaría futuras acciones y decisiones. No dejaban de ser unos niños, pero eso sí, unos niños muy distintos a los que eran días atrás, antes de que empezara todo el lío, antes de que todo su mundo se tambaleara y la vida les pusiera esa prueba ascendente que, por el momento, habían ido superando peldaño a peldaño. Pero aún quedaba llegar al final de la escalera; todavía tenían que culminar con éxito su empresa, de la que dependía, quizá, el futuro de toda la humanidad.
Poco a poco se fueron despertando en las dependencias donde Dael les había acomodado para su descanso. Una vez desperezados se asearon, a la vez que lavaban la ropa bajo un alterador de moléculas que, de una forma parecida a una ducha, pero sin necesidad de desnudarse, despojaba al cuerpo de todo rastro de suciedad, así como de la tela de sus vestimentas, como piel o cabello. Pero en vez de brotar agua, de una rejilla instalada en el techo manaba una especie de cálida corriente de aire que emitía un leve zumbido. Un invento que les pareció fantástico: nada de agua, ni jabón, ni nada de nada, sólo un cosquilleo bastante agradable que les recorría todo el cuerpo durante un par de minutos, ¡y ya estaban listos y aseados para enfrentarse de nuevo a la amenaza que se cernía sobre su pueblo!
Antes que nada, comieron varias delicias oriundas del planeta de su anfitrión. A Max cada día le gustaba más la comida areniana. Con gran deleite esta vez, volvía a descubrir nuevos sabores que le embriagaban y, cosa extraña en él, le hacían olvidar su acostumbrado régimen de golosinas; o al menos no las echaba en falta.
Una vez sus estómagos estuvieron satisfechos y las fuerzas repuestas del todo, se reunieron en el puente. Dael revisaba las armas y las gafas que el duplicador había estado creando: todo estaba correcto. Las repartió entre sus amigos, y una vez pertrechados con ellas, se sentaron para elaborar el plan que, de salir bien, debía conducirles hasta la sonda.
Dael se dirigió a Ada:
—¿Puedes empezar a enumerar la lista de lugares a los que tu padre suele ir a pasear?
Ada asintió, y mostró una especie de papel que había escrito con un peculiar como todo lo que había en la nave-bolígrafo, que su anfitrión le había prestado. Era un artilugio extraño, porque no tenía tinta, sino que producía un delgado pero potente chorro de calor del grosor de una aguja, y al aplicarlo sobre el «papel» —también bastante raro, más parecido al plástico que a otra cosa— este se iba oscureciendo conforme el aire caliente pasaba por encima. Al verlo, Max, cuyo padre era muy aficionado a la fotografía, había hecho un símil bastante acertado: «Es como escribir sobre papel fotográfico con líquido revelador», había dicho.
Dael les había contado que en su planeta no cortaban árboles para fabricar papel, ni para ninguna otra cosa. Para ellos, la naturaleza, o la Diosa Naturalea como al parecer muchos arenianos la llamaban, era algo sagrado; y por ello disponían de tecnología avanzada más que suficiente para crear madera o papel sintético sin necesidad de destrozar el medio ambiente. «No como vosotros» les comentó a los cuatro amigos, a quienes de vez en cuando les embargaba cierta vergüenza al percatarse de que no eran ni tan avanzados ni tan civilizados como creían o les habían hecho creer. Otra vez Max dio una visión acertada de este hecho:
—La humanidad siempre ha creído ser el centro del universo. Sabios que afirmaban que la tierra era plana, que el sol giraba a su alrededor… ¡Si incluso los cirujanos de la Edad Media se creían muy avanzados y muy científicos mientras aplicaban sanguijuelas a sus pacientes y hablaban de «los humores del cuerpo»! —Max estaba en su salsa demostrando sus conocimientos de Historia—. Y cuando a principios del siglo XX inventaron el avión, pensaron que era el no va más de la modernidad… ¡Mientras, no se dejaba votar a las mujeres ni opinar libremente! Si todavía tenemos Senado y Democracia como en la época de los griegos y los romanos; lo único que ahora, en vez de esclavos, hay emigrantes asalariados, por ejemplo —miró a sus colegas en busca de su admiración; ¡le encantaba ser el centro de la atención!
—¡Si que eres revolucionario tú! —observó Lore levantando una ceja, y es que nunca había escuchado a su amigo hacer una disertación como aquella, y con la que estaba completamente de acuerdo.
—Es que me encanta la Historia —respondió Max, henchido de satisfacción—. Conocerla es una de las formas de no repetir los errores y estupideces cometidas en el pasado —aleccionó, con el índice levantado.
Gabi miró sonriendo a su amigo; nunca dejaba de sorprenderle. Por eso, y a pesar de todas sus meteduras de pata, sentía esa admiración por él.
La velada, en espera de partir, transcurrió entre amistosas conversaciones, y descripciones que Dael hacía de su planeta, demostrando una vez más que sus ojos se empañaban cuando hablaba de su lejano hogar.
Se teleportaron a la Tierra ya bien entrada la noche, para así intentar evitar al máximo el encontrarse con persona alguna. Se materializaron en la playa, y esta vez, al contrario que en su última incursión, decidieron permanecer juntos para tener mayor capacidad de respuesta ante un eventual ataque por parte de la población poseída por los «vixos». Tampoco llevaron en esta ocasión a «Kirk» con ellos; decidieron que se quedara en la nave, obsequiándole con gran cantidad de comida para que la espera no se le hiciera demasiado larga ni penosa.
—¿Por dónde empezamos? —le preguntó Dael a Ada—. ¡Tú eres la que nos guía!
Ella repasó sus apuntes bajo la débil luz de una farola del paseo marítimo.
—Un lugar al que le gusta mucho ir a mi padre, es el estanque que hay detrás de la gasolinera… Dice que el murmullo del agua le transmite paz y sosiego… —miró a Dael, encogiéndose de hombros en señal de que tal vez sería un buen sitio para empezar a buscar.
Dael asintió, y miró a los demás esperando su aprobación.
Gabi dijo que le daba lo mismo. Al igual que a sus amigos, no le importaba por dónde empezar; lo que quería era terminar con aquello cuanto antes.
Empezaron a andar en silencio, vigilando constantemente a su alrededor para no ser atacados por sorpresa. Sus pasos resonaban por las solitarias calles del pueblo mientras se dirigían en silencio hacia el estanque. La luna estaba en cuarto menguante, por lo que Dael había cogido una especie de linterna para cuando dejaran el pueblo y ya no pudieran beneficiarse del alumbrado público cuando se adentraran en el campo.
De pronto, a lo lejos, al final de la calle por la que andaban, vieron una especie de resplandor azulado.
—¿Qué es aquello? —preguntó Dael, en voz baja y realizando un gesto con la mano para que se detuvieran.
—No tengo ni idea —respondió Gabi, mirando hacia la luz y realizando un movimiento negativo con la cabeza—. ¡Nunca lo había visto!
—No debería haber luz allí —remarcó Lore—. No hay nada que pueda producirla… es muy raro.
Max, más proclive a aventurar suposiciones, añadió:
—¿No estarán los «vixos» celebrando alguna especie de ceremonia o algo así? —su imaginación era infinita y realmente rebuscada.
Dael le miró con condescendencia:
—Los «vixos» no realizan ceremonias ni nada parecido que yo sepa; ni tampoco emiten luz cuando están en una atmósfera…
—¡Entonces, seguramente sea alguna parejita dentro de su coche, que se habrán dejado los faros encendidos sin darse cuenta! —fue la sugerencia de Ada.
Se miraron entre ellos, con la duda de qué hacer.
—Lo mejor, para averiguarlo, será acercarnos hasta allí y verlo —propuso Gabi.
—¡Pero con sigilo! —advirtió Dael—. A estas alturas, y con todo lo que ha pasado, ya no sé con qué podemos toparnos…
Sobre la acera, y pegados a la pared de los edificios y vallas de las casas, fueron avanzando sin perder de vista aquella extraña luminosidad. De pronto, conforme se iban acercando, se encontraron envueltos por una brisa helada.
—¿Y eso? —preguntó sobresaltado Max, al notar que se le ponía la piel de gallina por el frío—. ¿Por qué hace frío de repente?
—Aire nocturno —le contestó lacónicamente Lore—. Ya sabes, la noche, no hay sol, la playa cerca… lo normal en este pueblo.
—Este aire tan helado no es normal —observó Ada, cuyo tembleque de piernas se acentuó por la seguridad de que allí estaba pasando algo raro.
Ya estaban muy cerca de la fuente de luz azul, y ahora podían ver mejor el origen del resplandor.
—¡Un coche, es un coche! —exclamó en un susurro Gabi—. ¡Parece que Ada tenía razón!
Ada suspiró aliviada; no tanto por haber acertado en su predicción, como por descubrir que aquella luminiscencia no tenía nada de misteriosa ni peligrosa.
—¿Veis? Lo que yo había dicho: una parejita de enamorados.
Pero ninguno de los otros lo tenía tan claro.
—La luz no proviene de los faros —observó Max—, sino que envuelve todo el coche…
—Un coche muy raro —añadió Lore.
—Antiguo, más bien —apuntó su hermano.
Ada volvió a temblar. Veía como su teoría se estaba yendo al traste.
Ahora lo tenían a escasos diez metros. Era un gran coche azul que resplandecía con un fulgor sobrenatural. La puerta empezó a abrirse, lentamente y sin hacer ningún ruido.
Max, el intrépido, empezó a tener miedo:
—Chi… Chicos… —su voz delataba su terror—. ¿Sa… sabéis qué creo que es?
Lore, que se había formado su propia opinión, lanzó un chillido ahogado:
—¡Sí, yo creo que también sé lo que es!
Dael les miraba atónito sin entender nada. ¿Qué podía tener de raro un coche?
Gabi tragó saliva antes de confirmar lo que los demás no se habían atrevido a decir:
—¡Es el fantasma del coche azul! —su voz evidenciaba también su miedo.
Ada casi se desmaya al escuchar aquellas palabras.
Ahora la puerta del automóvil se había abierto del todo, y del interior salía un hombre que también estaba rodeado por un aura resplandeciente, pero algo más blanquecina que la del auto.
—¿Qué queréis decir con eso de «fantasma»? —preguntó Dael, sumido en la total ignorancia.
Max fue escueto pero claro en su respuesta:
—A… alguien que ha muerto, y su espíritu regresa para… para no se sabe muy bien qué.
Dael soltó una exclamación en su idioma, que seguro se trataba de alguna palabra malsonante. ¡Eso no entraba en sus esquemas racionales!
Lore, temblando también, les pidió que se fijaran en un detalle:
—¿Os habéis dado cuenta de que se puede ver a través de ellos?
—¡Creo que no quiero darme cuenta de eso! —exclamó Max, atemorizado.
—¿No eras tú el que nos convenció aquella noche para salir en su búsqueda? —le recriminó Gabi—. ¡Pues aquí lo tienes! ¡El fantasma en persona!
Dael volvió a soltar la misma exclamación de antes. Era un buen guerrero, casi un superhéroe; pero eso de los fantasmas le superaba, así que estaba tan asustado como podían estarlo los demás.
Los cinco se habían quedado petrificados observando a aquel espectro salir poco a poco, casi a cámara lenta, del interior de su automóvil. Una vez fuera, el fantasma, que pertenecía a un hombre mayor, calvo, y con una ropa de cuarenta años atrás, se les quedó mirando y esbozó una sonrisa. Era una sonrisa amable, tranquilizadora. Con la misma lentitud con que había salido del coche, levantó un brazo y señaló hacia un punto concreto a su izquierda.
—¡Nos está diciendo algo! —exclamó Lore—. ¡Creo que quiere ayudarnos!
—¿Quiere usted que vayamos hacia allí? —se atrevió a preguntarle Dael, con voz temblorosa.
El espectro asintió sin dejar de sonreír, y de nuevo muy poco a poco, volvió a entrar en el coche y desapareció; o más bien se fue disipando en el aire hasta esfumarse del todo junto con la luz azul que les había atraído hasta aquel lugar.
Con los corazones latiendo como tambores, los cinco aventureros se miraron aturdidos. Ada estaba blanca como la cera, y sus piernas no dejaban de temblar. Max se había quedado con la boca abierta, y los dos hermanos Castán no podían creerse lo que habían visto.
Dael rompió el angustioso silencio, y haciéndose el fuerte, a pesar de que su corazón latía como nunca lo había hecho, preguntó:
—¿Qué hay en el sitio donde ha señalado? —preguntó a la lívida y acongojada Ada—. ¿Alguno de los rincones preferidos de tu padre está por la zona que nos ha indicado el… el… eso… el fantasma?
Ada tardó unos segundos en poder encontrar la voz para poder responder.
—Un par de ellos —contestó, afónica—. Uno es un lugar al que llamamos «Los Pinos», y un poco más allá, está el Bosque del señor Mateo.
—Pues parece ser que sí, que ese fantasma se nos ha aparecido para echarnos una mano —murmuró Dael, ya menos asustado—. Puede que Úrsula haya tenido algo que ver en ello…
—¡Me tranquilizaría mucho saber que ha sido así! —comentó Lore, aún pálida.
Recuperando el valor y el aliento, los cinco amigos enfilaron el camino mostrado por la inesperada aparición. Tan impresionados se habían quedado, que no se percataron de una figura que les acechaba, y que cuando el grupo se puso en marcha otra vez se escabulló corriendo, perdiéndose por las oscuras calles de Calablanca.
Ninguno de ellos volvió a hacer ningún comentario hasta que se encontraron en los límites del pueblo. Dael encendió su peculiar linterna, un cilindro, transparente cómo no, que dirigía un potente foco de luz blanca que les señalaba el camino.
—¿Y ahora?, ¿hacia dónde? —de nuevo se dirigía a Ada.
—«Los Pinos» están a la derecha, y el Bosque del Sr. Mateo a la izquierda.
—¿Dónde vamos primero? —quiso saber Lore. Pero un grito de Max hizo que todos giraran la cabeza.
—¡Mirad! —el rollizo chico señalaba a su derecha. Todos, al unísono, dirigieron la mirada al punto señalado.
Arriba, en la loma de una pequeña colina, volvieron a ver al fantasma, con su aura resplandeciente y sin coche esta vez, que les hacía señas mostrándoles que era por allí el lugar que buscaban.
—¡El Bosque del Sr. Mateo! —exclamó Ada, mucho menos asustada por esa segunda aparición—. ¡Nos está diciendo que es allí dónde está la sonda!
El fantasma asintió, sonriéndole.
—¡Pues ahora ya sabemos lo que hay que hacer! —resolvió, tajante, Dael—. ¡Vamos a destruir esa sonda de una vez por todas!
Pero el aparecido parecía tener algo más que decir. Fue Max, que no le había sacado el ojo de encima, quien se percató:
—¡Esperad! —exclamó, haciendo que sus amigos detuvieran su incipiente marcha—. ¡Parece que quiere decirnos algo más!
El espectro, levantando una mano, les hizo gesto de que se detuvieran; y a continuación, con el dedo, señaló detrás de donde se encontraban ellos, a la vez que escucharon una voz a sus espaldas, justo en el lugar donde el fantasma azulado les indicaba.
—¡Deteneos! ¡No vayáis ahora! —era Úrsula, a paso rápido y resoplando por la carrera que había realizado desde su casa para poder advertirles a tiempo—. ¡Os están esperando!
Todos la rodearon y saludaron muy efusivamente.
—¿Lo del fantasma ha sido cosa tuya? —preguntó Lore.
—¡Pues claro! —respondió la bruja, casi ofendida por la duda—. ¡No veáis lo que me ha costado invocarle y convencerle para que os ayudara! ¡Con lo tímido y vergonzoso que es!
Úrsula dirigió la mirada hacia el fantasma, y le saludó con la mano; saludo que fue correspondido por el aparecido que, también con la mano, hizo un gesto de despedida antes de empezar a desvanecerse de nuevo.
—¡Gracias… eso… espíritu! —gritó Max, justo antes de que el espectro se desvaneciera del todo.
—Miguel, se llama Miguel —informó Úrsula.
—¡Pues gracias, Miguel! —repitió el rechoncho muchacho.
Lore estaba perpleja:
—¡Ahora resulta que además de tener un amigo extraterrestre y una amiga bruja, también tenemos un amigo fantasma!
—¡Sólo de pensarlo, se me erizan los pelos de la nuca! —dijo Gabi, al tiempo que un escalofrío recorría su columna.
—¡Mejor tenerle como amigo que como enemigo! —observó Lore, pragmática.
Dael se acercó a su amiga bruja.
—¿Dices que nos están esperando? ¿Quiénes, los «vixos»?
Úrsula asintió.
—Os han estado siguiendo sin que os dierais cuenta, y están al tanto de lo que queréis hacer. ¡Todos los poseídos se están concentrando en el claro del bosque del Sr. Mateo, así que supongo que allí es donde debe estar la sonda! —la pobre mujer casi no tenía aliento—. ¡Son cientos… o más! —agotada, se apoyó contra un árbol—. Ya no tengo edad para esas cosas… ¡Hacía años que no corría… de hecho, ni recuerdo la última vez que lo hice!
—¿Y qué es lo que nos recomiendas que hagamos? —le preguntó Gabi.
La bruja tomó aliento de nuevo.
—Esperar a que salga el sol, y darme tiempo para preparar algún conjuro que os pueda ser de utilidad —poco a poco, su respiración se fue normalizando—. Volved a la nave y descansad, yo os avisaré cuando sea el momento propicio.
—¿No temes que los «vixos» puedan capturarte? —era Ada la que, con cierta preocupación en la voz, hizo la pregunta.
Úrsula la miró con dulzura y suspiró:
—¿Después de todo lo que has visto aún no crees que sea una bruja? ¡No hay «vixo» que pueda acercarse a mí! ¡Tengo espíritus muy poderosos que me cuidan! —miró a Dael con seriedad—. Ahora, haced lo que os digo, y esperad mi llamada —ya se alejaba cuando pronunció esta última frase.
Así que, sin mediar palabra entre ellos, se cogieron de las manos y regresaron a Vedala. El día siguiente sería el definitivo: o vencían a los «vixos», o dejaban el planeta a su merced; no había término medio. La suerte estaba echada.