CAPÍTULO 2

Conductas extrañas

Lore Castán sacudía impaciente su larga y rizada melena negra mientras observaba fijamente el reloj que había sobre la pizarra de su clase. Faltaban ya pocos minutos para que llegara la hora del recreo y por fin podría preguntarle a su mejor amiga, Ada Marín, qué era lo que le pasaba, ya que la habitualmente risueña Ada había estado apesadumbrada y taciturna durante toda la mañana, y era más que evidente que no prestaba atención a las minuciosas explicaciones que sobre geografía les estaba dando su profesor.

Aquella mañana, cuando se habían encontrado, al igual que todos los días, en la entrada del instituto, Lore ya había notado que algo turbaba a su amiga; y naturalmente, ella había querido saber el porqué de aquella cara de preocupación. Pero Ada no había querido comentarle nada, diciéndole que ya tendrían tiempo de hablar durante la hora del recreo. Ahora, el timbre que anunciaba la media hora de descanso diaria, y que provocaría el instantáneo desalojo de las aulas para que los alumnos pudieran empezar cuanto antes a gozar de ese paréntesis tan deseado, sonaba insistente, y Lore pensó que había llegado el momento de salir de dudas.

La verdad era que Ada había sido incapaz de ocultar la preocupación que sentía desde que saliera de su casa. Nunca antes su padre había permitido que se marchara al instituto sin darle antes un beso de despedida; todo lo contrario, si ella salía con demasiada rapidez sin detenerse para recibir aquella diaria muestra de cariño, su padre requería al instante que volviera sobre sus pasos para poder hacerlo. En cambio, hoy ni siquiera le había dirigido una mirada, como si ella no existiera. Eso no era normal, como tampoco lo era el hecho de que aquel día hubiera decidido no ir a trabajar; ni lo había sido el que anoche regresara tan tarde de su paseo nocturno. Eso se lo había contado aquella mañana su madre al despertarla, como hacía cada día. Ada, nada más abrir los ojos, había querido saber si su padre había tardado mucho después de que ella se fuera a dormir, y Tere, algo inquieta, le contó no sólo que regresó tarde, sino también el extraño estado en que lo hizo.

Lore acompañó a su callada amiga por los pasillos del instituto mientras se dirigían al patio de recreo. Cuando se dispusieron a devorar sus bocadillos, sentadas en uno de los bancos de piedra del patio, decidió que había llegado la hora de obtener respuestas:

—¿Es que te ha pasado algo en casa? ¿Has tenido alguna bronca con tus padres? —Lore se apartó los negros rizos que le caían sobre la frente mientras observaba a su compañera, manteniendo una actitud de sincero interés—. Chica, te veo totalmente deshinchada…

Ada, con una lacónica mirada, le contó lo sucedido la noche anterior.

—¡Es que mi madre me ha dicho que ni la manera de andar era la suya…! —le decía a su amiga—. ¡Hasta la voz dice que le notó cambiada!

—Los adultos son raros, y hacen cosas más raras aún —sentenció Lore con rotundidad—. No hay que hacerles demasiado caso… ¡Vete tú a saber lo que le ha podido pasar! ¡Seguramente cosas del trabajo… o de dinero! —puso cara de experta en la materia, y de nuevo se apartó el mechón de la frente—. Mi padre, siempre que está raro o de mal humor, es por culpa del trabajo o de las facturas… —se levantó tendiéndole la mano a Ada, invitándola a que hiciera lo mismo—. ¡Vamos a contárselo a mi hermano, a ver qué le parece a él todo eso! A lo mejor se le ocurre algún motivo por el que tu padre se comporta de esa manera… —Ada estuvo de acuerdo, y se dejó llevar de la mano por su amiga.

Se dirigieron al sector del patio donde jugaban los chicos del curso superior que, normalmente, pasaban la media hora de recreo dándole al balón, enfrascados en fugaces partidos de fútbol donde la única regla que imperaba era la de la ley del más fuerte.

Gabi Castán era sin duda el mejor jugador de fútbol del instituto. Siempre se lo rifaban a la hora de formar un equipo; el equipo que lo tuviera entre sus filas, sería seguramente el ganador. Gabi era un muchacho atlético, con un físico que le hacía parecer mayor de sus catorce años, casi quince, y el gran parecido físico con su hermana delataba su parentesco; sólo que él llevaba el negro y rizado pelo mucho más corto. También era el chico que más éxito tenía entre el alumnado femenino. Le encontraban muy atractivo y le rondaban constantemente, aunque él, por ahora, aún seguía prefiriendo la compañía de sus amigos de siempre, argumentando que más adelante ya habría tiempo para las chicas. Pero Lore tenía su propia teoría sobre eso: Gabi, en el fondo, era tremendamente tímido con las chicas, se le trababa la lengua cuando alguna le daba a entender que deseaba su compañía, hacer juntos el camino de casa o quedar para estudiar alguna materia; al pobre muchacho le temblaban las piernas y se ponía ridículamente rojo, como un tomate.

En aquel preciso momento Gabi acababa de marcar un gol espectacular, y sus compañeros de equipo le felicitaban con ferviente admiración y entusiasmo.

—¡Gabi! —gritó Lore. Su hermano levantó la cabeza, dirigiendo la mirada hacia el lugar de donde provenía el grito. Lore empezó a hacerle señas con la mano para que se acercara con urgencia. Gabi, a pesar de que no lo reconociera abiertamente, siempre anteponía los deseos de su hermana a cualquier otra cosa, y, esta vez, el hecho de que ella le hiciera interrumpir el partido le hacía pensar que algo importante debía estar sucediendo. Cedió, no sin cierto fastidio, su puesto en el equipo a otro compañero, mientras los demás le instaban a que continuara, pero sin conseguirlo.

Fue hacia las dos chicas con el ceño fruncido. Llevaba sus pantalones vaqueros sucios del polvo, lo que probaba que se había restregado por el suelo mientras practicaba aquel «deporte»; y por los faldones de la camisa que sobresalían del pantalón, se deducía que habían tirado de ella con fuerza en más de una ocasión, seguramente algún contrincante, para intentar impedirle que realizara alguna de sus inspiradas jugadas que acostumbraba a culminar con un certero disparo a portería.

—¿Qué quieres ahora? —le preguntó a su hermana, bufando y sin ocultar cierto enojo—. ¡Espero que sea algo importante! ¡Ya sabes que no me gusta abandonar un partido a medias, y menos si vamos ganando!

Lore, sin darle ninguna importancia al enfado de su hermano, repitió lo que Ada le había contado y, al finalizar, le pidió su opinión.

—¿Para eso me hacéis dejar el partido? —Gabi estaba irritado, no lograba comprender qué importancia tan vital podía tener la actitud del padre de Ada—. ¡Y yo qué sé lo que le debe pasar! ¡Podrían ser mil cosas… o dos mil!

Mientras todo eso sucedía, Max Pomar, el gordito de la clase de Gabi, y a la vez su mejor amigo, abandonaba el lavabo del instituto disponiéndose a salir al patio, cuando Kevin Expósito, el alto y desgarbado matón de turno que por desgracia existe en todos los institutos del mundo, se le cruzó cortándole el paso intencionadamente:

—¿Dónde vas, gordo mantecas? —le preguntó con su acostumbrada chulería, que mezclaba con un absoluto menosprecio.

—¡Al patio! ¿Dónde crees si no, al cine? —le respondió Max, en un tono que daba a entender que Kevin no le inspiraba ningún respeto y mucho menos temor.

Kevin, como era su costumbre, intentó ofender a Max:

—¡No entiendo cómo alguien puede cebarse de esta manera hasta llegar a parecer una salchicha…! —no había duda de que intentaba provocarle para forzar una pelea.

—¡No te preocupes por eso, Kevin! —dijo Max, condescendiente—. ¡La gente inteligente sí que lo entiende! ¡A lo mejor el agua oxigenada que te pones en el pelo te afecta la única neurona que tienes! —Max se refería al tosco decolorado de cabello que lucía Kevin.

—¿Te estás riendo de mí, barrilete? —el matón, mordiéndose de rabia el labio inferior, le amenazó levantando el puño y acercándolo provocativamente al rostro de Max—. ¡A que te doy!

Entonces, como era habitual cuando su líder empezaba a meterse con alguien o a iniciar una nueva pelea, se acercaron los secuaces del bravucón: Christian y Jonatan, aún si cabe más tontos y más cobardes que su cabecilla. Los tres conformaban el grupo de los peores alumnos del curso, su limitado cociente intelectual sólo les permitía buscar conflictos continuamente… y, paradójicamente, salir siempre perdiendo.

—¿No crees… —dijo Jonatan a su líder— …que tendríamos que hacerle un favor y dejarle sin desayuno para ayudarle a adelgazar un poco?

Kevin se puso a reír:

—¡Buena idea! —alargó impertinente la mano hacia Max—. ¡Dame el bocata, gordo mantecas, o lo que sea que hayas traído hoy para desayunar!

Max puso una fingida cara de asustado. Le encantaba reírse de aquellos zopencos sin que ellos se dieran cuenta:

—¡No, el desayuno no! —suplicaba, haciendo el papel de víctima—. ¡Por favor, no me quitéis el desayuno! —fingió un inminente llanto.

Los tres descerebrados reían autocomplacidos:

—¡Dánoslo! —exigía Christian—. ¡Gordo cebao!

Max extrajo un envuelto pastelito de chocolate de su bolsillo.

—¡Tomad! —dijo con voz temblorosa—. ¡Es mi pastelito preferido!

—¡Pues hoy te quedas sin él! —dijo Kevin, arrebatándoselo bruscamente de un tirón—. ¡Órdenes del doctor! —y soltó una carcajada mientras miraba complacido a sus dos colegas.

Los tres bravucones se fueron riéndose de Max, que se quedó en el pasillo mirándoles con un esbozo de sonrisa. Hizo un movimiento negativo con la cabeza: «¡Que cernícalos!», pensó, y salió al patio. Allí le esperaba Rafa, el gafotas de la clase y también un buen compañero.

—¡Ya puedes darme el bocata! —solicitó Max—. ¡Kevin y sus ratoncillos se lo han tragado!

—¿Se han quedado el pastelito? —preguntó Rafa, entregándole un bocadillo envuelto en papel de aluminio.

—¡Claro! —respondió su amigo, recogiendo su desayuno—. ¡Y con lo tontos que son, seguro que no se dan cuenta de que lleva casi tres meses caducado! ¡Hacía tiempo que quería meterle alguna como esta a ese chulo con cerebro de lechuga!

Rafa y Max se rieron unos minutos a costa de los matones.

El rechoncho muchacho dirigió la vista hacia los bancos, y vio que Gabi estaba hablando con Lore y Ada, sus compañeros de aventuras. Decidió acercarse para saber qué poderoso motivo había hecho abandonar el partido a Gabi. Se despidió de Rafa con un «hasta luego»,y se acercó a ellos.

Ada, en aquel momento, se defendía del desinterés que su amigo y hermano de Ada había mostrado después de escuchar su relato:

—¡Es que no era mi padre! ¡Ni su mirada, ni su manera de andar… nada era normal! ¡Le pasa algo malo, estoy segura! —casi sollozaba al decir esto.

Una voz sonó detrás suyo:

—¡Pues si le pasa algo malo, habrá que averiguar qué es! —era Max, que se añadía a la conversación mientras daba poderosos mordiscos a su bocadillo de salchichón sin que los demás se hubieran percatado de su presencia. Eso era muy habitual en él: siempre se las daba de detective con vocación de gran espía. A pesar de su rollizo cuerpo, que siempre procuraba esconder bajo un holgado chándal, pensando que tal vez así lograría ocultar sus redondeces, exhibía un magistral sigilo con el que conseguía pasar desapercibido la mayoría de las veces, y así podía estar siempre al quite de todo lo que pasaba a su alrededor—. ¡Ya tenemos dos misterios que investigar, el de mi nuevo vecino, y el de tu padre! —dijo mientras masticaba.

—¡A mí no me liáis otra vez! —advirtió Gabi—. ¡Siempre acabo siendo yo el que me meto en problemas…!

—Eres el que corre más… —observó su hermana—. Y el que parece mayor… te cuesta menos mezclarte con adultos.

Era cierto, Max conservaba la misma cara de niño de siempre, y Lore, aunque más alta que Ada y que, al igual que su amiga, vestía siempre a la última moda juvenil, no conseguía quitarse de encima el apelativo de «niña» con el que todo el mundo la trataba. Así que Gabi acostumbraba a ser el que siempre daba la cara en los casi siempre imaginarios «misterios» que ellos cuatro «investigaban» o pretendían investigar.

Gabi siguió con sus quejas:

—¡Ya me dirás lo que tendré que hacer…! ¡Max quiere que me haga pasar por un revisor del gas o de la antena de televisión para meterme en casa de su vecino! ¿Qué querréis que haga con tu padre? —se dirigía a Ada—. ¿Hacerme pasar por médico?

—¡Hombre! —interrumpió Max—. ¡Pues con un bigote postizo y unas gafas…!

—¡No digas tonterías! —Gabi rechazó la idea por descabellada—. ¡Como si el padre de Ada no me conociera! ¡Es absurdo!

Max se encogió de hombros, a él seguía pareciéndole un buen plan, y no lograba entender por qué sus amigos no lo veían así.

—Mira —Gabi se puso serio para dirigirse a Ada—, si tu padre sigue igual mañana, empezaremos a investigar; pero lo más probable es que no le pase nada fuera de lo normal… ¡cosas de los padres que nosotros, la mayoría de veces, no entendemos!

—Sí, tiene razón —cortó Max—. Centrémonos primero en mi extraño vecino, y luego ya veremos…

Sonó el odioso timbre que anunciaba el poco deseado fin del recreo.

Lore les propuso encontrarse en el parque aquella tarde, después de clase. Su propuesta fue aceptada por todos; aunque Gabi lo hizo a regañadientes.