CAPÍTULO 17

Enfrentamiento sobre raíles

Gabi y Max, mezclándose con los pasajeros que acababan de descender del tren, habían logrado por el momento despistar y desconcertar a los «vixos» que les perseguían. La estación se había llenado repentinamente de personas poseídas por los invisibles seres, que buscaban entre el gentío cualquier rastro de los dos niños. Parecían sabuesos olfateando su presa, con su mirada maligna escudriñando todo el recinto.

En aquellos precisos momentos, Max se hallaba justo detrás de una gruesa mujer que, gracias a su más que generoso volumen, lograba ocultar al orondo chico; y Gabi, siempre al lado de su amigo, hacía lo mismo tras el marido de la señora que, sin llegar a tener ni la mitad de masa que ella, tampoco era un alfeñique.

—¡Esto se ha llenado de «vixos»! —exclamó susurrando Gabi, explorando todo el recinto de la estación con la ayuda sus gafas—. ¡Será imposible salir de aquí!

—Pues parece que la gente «normal» se está marchando… —observó Max, sin ocultar su inquietud—. ¡Será mejor que decidamos hacer algo deprisa, o nos vamos a quedar solos aquí en medio parados como dos tontos!

Gabi echó una mirada alrededor suyo, y de paso, también a «Kirk», que jadeando con la lengua fuera por el cansancio de la carrera que se habían echado hasta allí no mostraba signos de nerviosismo; aunque hacía escasos minutos se hubiera visto acosado por aquellos malignos seres. Luego el chico desvió la vista hacia la salida. Su cara se iluminó de repente.

—¡Hay vía libre hasta la puerta que da a los andenes! —dijo, elaborando mentalmente un plan—. Disimuladamente, podríamos ir hasta el tren que acaba de llegar, ya que al menos tardará un cuarto de hora en volver a salir; así podremos escondernos dentro. Si los «vixos» no nos encuentran en unos minutos, a lo mejor pensarán que nos hemos podido escapar, y se largarán.

—¡Pero si nos encuentran, estaremos en una ratonera! —replicó Max, que no tenía muy claro que el plan de Gabi fuera exactamente un buen plan. Consideraba a su amigo un buen deportista, de rápidos reflejos, tanto físicos como mentales; pero al mismo tiempo un mal estratega. No obstante, en esta ocasión tenía que reconocer que, en aquel momento, a él no se le ocurría ninguna forma mejor de salir de la estación sin ser descubiertos.

—¿Se te ocurre algo mejor? —preguntó Gabi a su amigo. Y al ver que la respuesta de este era una negación con la cabeza, dijo—: ¡Pues entonces, vamos!

Disimuladamente, e intentando actuar con toda naturalidad, como si formaran parte de los viajeros que se habían apeado del tren y que ahora quisieran consultar el horario de ferrocarriles, se dirigieron hacia los paneles informativos que había colgados en la pared, justo al lado de la puerta. Gabi, intentando que no se notara demasiado su inquietud, controlaba de reojo los movimientos de los sujetos poseídos por los «vixos», a la vez que sujetaba con fuerza a «Kirk».

—¡Ahora no miran! —alertó—. Están buscándonos por la cafetería y el quiosco. ¡Es el momento! —anunció.

A paso ligero, sin correr, accedieron a los andenes. El tren, que hacía unos minutos se había detenido para vaciar pasaje una vez finalizado su recorrido, permanecía estacionado en la vía que quedaba más apartada del edificio de la estación, a la espera de realizar el mismo viaje a la inversa; pero para eso aún quedaban más de veinte minutos.

—¡Desde el segundo vagón podremos controlar todo lo que pase! —Gabi estaba más convencido que nunca de que su plan era prácticamente perfecto—. ¡Vamos, rápido! —alentó a su compañero.

Con agilidad, pero sin correr, descendieron por la escalera del paso inferior, siempre, eso sí, vigilando sus espaldas; y una vez recorrido el pasillo subterráneo, lograron ascender de nuevo por las escaleras del otro extremo. Ya seguros de que nadie les había prestado atención, subieron sin problemas al vagón deseado. Era uno de los que tenía dos pisos, y estaba completamente vacío; tan sólo quedaban algunos periódicos gratuitos abandonados de cualquier manera en las butacas, compartiendo espacio con envoltorios de chicle y revistas viejas y deshojadas. Los dos amigos y su perro, después de cerrar la puerta, se apostaron en una ventana del piso superior, desde donde dominaban todo el panorama.

—¿Ves alguno? —preguntó inquieto Max, a la vez que se zampaba las golosinas causantes de todo el embrollo ante la mirada suplicante de «Kirk», que era tan goloso como el amigo de su amo.

Gabi, esforzándose en no dejar ni un rincón por repasar con la mirada, contestó:

—Un par han salido a los andenes y nos están rastreando —informó en tono grave y sin apartar la vista—. Pero estoy seguro de que ninguno nos ha visto subir al tren —y añadió—: ¡Si no nos ven, acabarán largándose, ya lo verás!

Poco a poco, toda la estación fue quedando vacía. Los dos chicos empezaron a respirar tranquilos. De repente, un tren de mercancías pasó por la vía junto al convoy en que estaban apostados, impidiéndoles, durante casi un minuto, divisar el recinto.

—¡Maldito tren tortuga! —maldijo Gabi por la excesiva lentitud del tren de carga—. ¡No puedo ver nada!

Max miró su reloj.

—Son las nueve pasadas —comentó—. Las chicas y Dael deben estar esperándonos.

—¡Seguro que piensan que nos ha sucedido algo…! —dijo esperanzado Gabi—. ¡Lo más probable es que Dael ya nos esté buscando!

Cuando el último vagón del mercancías hubo pasado, ya no se veía a nadie en los andenes.

—¿Crees que se habrán ido? —preguntó Max, que en aquel mismo momento se disponía a comerse la única nube de azúcar que le quedaba en la bolsa de «chuches», sin apiadarse de la lánguida mirada de «Kirk».

Gabi realizó un recorrido ocular a fondo.

—No veo ni rastro de los «vixos» —confirmó aliviado—. ¡Lo que yo decía, seguramente se habrán marchado al no encontrarnos!

—¡Pues salgamos y corramos hasta la playa! —propuso Max, al que aquella situación le daba mala espina—. Por un momento llegué a pensar que estas iban a ser las últimas golosinas que me iba a comer en mi vida…

Bajaron al piso inferior del vagón, y presionaron el botón para abrir la puerta. Nada más asomarse al exterior, pudieron ver con gran sobresalto la cabeza de alguien surgiendo del paso inferior, que se les quedó mirando. A continuación profirió un grito inhumano que alertaba de la presencia de los dos chicos, rompiendo de forma escalofriante el silencio reinante.

—¡Nos han pillado! —exclamó Gabi, asustado—. ¡Volvamos a entrar!

Max pensó que sus profecías se cumplían, y que aquel vagón de tren iba a convertirse en su ratonera.

Siguiendo al «vixo» que había dado la voz de aviso, empezó a salir del paso subterráneo más gente corriendo y con cara de pocos amigos, señalándoles con el dedo de forma amenazadora.

«Kirk» empezó a ladrar alterado, para alertar a su amo y al amigo de este de aquellas presencias que le hacían erizar el pelo del lomo.

—¡Estamos perdidos! —suspiró Max, viéndose derrotado—. ¿Por qué he tenido que hacerte caso?

—¡Cierra la puerta! —ordenó Gabi mientras corría hacia la del otro extremo del vagón para hacer lo mismo.

Cuando Max cerró la suya, le pilló la mano a uno de sus perseguidores, que ya estaba con un pie en el peldaño accediendo al vagón. Gabi regresó a su lado a toda prisa, con el arma de Dael preparada. Venía con la cara encendida, a la vez que se quitaba las gafas.

—¡Max, has de ver esto! —se las entregó a su compañero, y este, sin colocárselas, miró a través de ellas. Lo primero que vio fue aquella turba que quería entrar en el tren a toda costa; pero Gabi le indicó, temblando, que mirara por la ventana hacia el cielo. Max obedeció, y el corazón le dio un vuelco: una nube compuesta de «vixos» en busca de un anfitrión se arremolinaba como un tornado en dirección al tren. «Kirk» se volvía loco gruñendo y ladrando amenazador. ¡Iba a defender a sus amigos a toda costa!

—¡Madre mía! —exclamó Max, pálido, repitiéndose—: ¡Ya sabía que eso de subir al tren no era muy buena idea!

—¡No hay tiempo para discutir! —zanjó Gabi, al que no le gustaba demasiado reconocer sus errores—. ¡Ponte tú las gafas, yo iré disparando a todo lo que se acerque!

Los poseídos lograron al fin abrir la puerta, y empezaron a subir al vagón. Los que iban en cabeza se desplomaron tras la primera descarga del arma que portaba Gabi. Las paredes empezaron a exudar «vixos»: aparecían a través de ellas como fantasmas, y tomaban cautivos a las personas que Gabi, con sus disparos, acababa de liberar; y al igual que pasara en el supermercado, estos se levantaban como marionetas, moviéndose sin mucho sentido ni sincronización motriz alguna. Gabi seguía disparando, y los poseídos seguían cayendo para volver a levantarse casi de inmediato. La puerta del otro extremo del vagón también se abrió. Max, Gabi y el perro quedaron atrapados en el pasillo central, en la mitad del compartimento, totalmente rodeados. Además, ahora empezaban a llegar los pasajeros habituales, y estos eran capturados al instante por alguno de los incontables «vixos» que se habían concentrado allí.

Gabi no daba abasto disparando, y eso que, pese a la poca práctica que tenía con aquel arma, lo hacía francamente bien y a gran velocidad; no en vano era el mejor deportista del instituto y el que mejor puntería tenía con el tirachinas.

Por el techo y las paredes seguían apareciendo aquellos seres, y por muchos que derribaran, seguían llegando más y más. El ruido de cuerpos al caer desplomados sobre el piso del vagón impidió que pudieran escuchar la megafonía de la estación. Si lo hubieran hecho, se habrían enterado de que su tren estaba próximo a partir; pero claro, estaban demasiado ocupados intentando que ninguna de aquellas personas poseídas llegara a ponerles la mano encima. «Kirk» hacía lo que podía para defender a los dos chicos; pero al parecer aquellos seres no le mostraban mucho respeto, y prescindían por completo de su presencia.

Para desesperación de los muchachos, una y otra vez los «vixos» volvían a ocupar los cuerpos de los que caían bajo el rayo sónico. Los dos amigos empezaban a estar exhaustos; no aguantarían mucho más rato ante aquel frenesí de atacantes. A Gabi se le antojó estar jugando a un videojuego, y estar ya en la última pantalla, aquella que sólo los más expertos logran pasar.

—¡Parece que me ataquen muñecos de trapo! —comentó Max al tiempo que, subido a uno de los asientos, daba una patada en el mentón a uno de aquellos zombies—. ¿Y si nos vuelven a poseer a nosotros? —no podía apartar aquella desagradable idea de su cabeza.

—¡Piensan que tienen la partida ganada, y que no hay por qué poner en peligro sus vidas, estoy seguro! —razonó Gabi—. ¡Sino, creo que ya lo hubieran hecho hace un buen rato! ¡Pero tampoco hay que desestimar esa posibilidad, por lo que es preferible no dejar que ninguno se nos acerque demasiado!

«Kirk» ayudaba ahora mordiendo piernas para hacer caer a aquellos que traspasaban, a su parecer, la distancia de seguridad.

Gabi seguía disparando, con buen tino y sin tregua, tanto a la gente poseída como a los «vixos» solitarios, que seguían traspasando paredes y techo y que pululaban por el estrecho vagón esperando su oportunidad de parasitarse en algún cuerpo.

De repente, un pitido intermitente hizo que tanto Gabi como Max se miraran durante una fracción de segundo. Conocían muy bien lo que significaba aquel sonido: ¡las puertas se cerraban porque el tren iba a ponerse en marcha!

Una leve sacudida anunció que tal proceso ya había empezado.

—¡Tío…! —exclamó Max, tragando saliva—. ¡Creo que ahora sí que la hemos pringado! —miró la vacía bolsa de «chuches»—. ¡Al menos moriré con el estómago lleno!

—¡Espero que te hayan sentado bien esas porquerías! —recriminó Gabi a Max, mientras disparaba a tres poseídos que se le abalanzaban—. ¡Nos han salido carísimas!

Max, a modo de disculpa, se encogió de hombros, mientras con los restos de una revista golpeaba en la cara a una mujer que, con los ojos cerrados y la cabeza caída, intentaba agarrarle la pierna. Pero el mastín, dándole un empujón con todas sus fuerzas, que no eran pocas, la derribó; causando que se desplomara sobre sus espaldas. Al caer al suelo el cuerpo de la mujer, se le abrió el bolso que llevaba, y su contenido se desparramó por el suelo. Uno de los objetos que cayó era un mechero. Max, de un salto, se hizo con él, para a continuación volverse a subir a las butacas, ya que una posición elevada le daba más seguridad. Cogió la revista que había estado blandiendo, la enrolló, y le prendió fuego por uno de los extremos. Ahora tenía una tea con la que defenderse. Esperaba fervientemente que a los «vixos» no les gustara el fuego; o al menos, no demasiado.

Hasta el momento habían tenido suerte de que, gracias a la habilidad de Gabi, que parecía poder disparar certeramente a todas partes al mismo tiempo, ninguno había podido agarrarles. Segura y afortunadamente, el hecho de que los cuerpos anfitriones estuvieran inconscientes hacía que sus movimientos fueran más torpes y lentos.

El tren empezó a alejarse lentamente de la estación; ahora sería imposible apearse de él hasta que se detuviera en la siguiente parada.

—¡No aguantaremos mucho rato más! —aulló Gabi, que empezaba a notar los estragos de tanta tensión—. ¡Tarde o temprano se nos acabará la suerte!

Un grupo de etéreos «vixos» se lanzó sobre Gabi con malas intenciones. Max, que llevaba las gafas, gritó:

—¡Gabi, enfrente tuyo, dispara! —su aviso fue acompañado por unos fuertes ladridos, que parecían advertirle de lo mismo.

Y Gabi, sobresaltado por el grito de su amigo a la vez que los ladridos de su perro, se tiró al suelo de espaldas al tiempo que barría con su arma allí donde le señalaba Max.

—¡Ahora sí que van a por nosotros! —observó con pesimismo Max, blandiendo su antorcha de papel que ya estaba medio consumida.

—¡Pues ya puedes estar alerta! ¡Señálame dónde están estos miserables insectos! —gritó Gabi, con la voz temblándole por el miedo.

Max echó un rápido vistazo a su alrededor y también con voz poco firme respondió:

—¡Tío, están por todas partes!

Y tenía razón. Sólo él podía ver la amalgama de insustanciales seres que estrechaban el cerco cada vez más; y por mucho que Gabi se esforzara en acabar con ellos, se multiplicaban a una velocidad pasmosa.

—¡Ha sido un placer conocerte! —le dijo Max a Gabi a modo de despedida.

—¡Lo mismo digo! —respondió Gabi, sin cesar de disparar hacia todas partes, y que también veía contados sus minutos de vida—. ¡Al menos moriremos con las botas puestas y llevándonos por delante a todos los asquerosos «vixos» que podamos!

Cuando un «vixo» que acababa de aparecer traspasando el techo se lanzó sobre Max, este vio que ya no había nada que hacer. Gabi no podía ayudarle, no daba más de sí, y no podía disparar en todas direcciones a la vez. Por lo que Max, en una fracción de segundo, pensó que todo había terminado. Cerró los ojos esperando lo inevitable.

Entonces, un estruendo de cristales rotos sacudió todo el vagón. Una ventana al final del compartimento había saltado hecha añicos con gran fuerza desde el exterior, y Dael entraba volando por ella al mismo tiempo que disparaba a diestro y siniestro, causando al instante numerosas bajas, entre ellas la del «vixo» que pretendía apoderarse de Max.

—¡Llega la caballería! —gritó alborozado el orondo muchacho. «Kirk» meneaba la cola en señal de contento. Reconocía a Dael como su salvador.

—¡Venid hacia mí! —ordenó con un potente grito Dael mientras, melena al aire, disparaba como un loco.

Gabi empezó a retroceder, llamando al perro para que les acompañara, y Max fue avanzando a saltos por encima de los asientos. El tren empezó a perder velocidad.

—¡Llegamos a una estación! —observó Gabi.

—¡Pues aprovechemos para salir antes de que nos detengamos, o los «vixos» atraparán a toda la gente que haya en el andén! —decidió Dael.

Ahora, con las dos armas disparando, podían controlar mejor a sus atacantes. Poco a poco, los dos muchachos pudieron irse acercando a Dael, pero sin parar de combatir. Cuando ya estuvieron los tres juntos, Dael les indicó que se agarraran a él. Estaban un tanto ridículos abrazados a aquel chico; pero rápidamente comprendieron el porqué de aquel abrazo: a gran velocidad, salieron volando por la ventana que Dael había roto para entrar, dejando atrás al tren; pero no a los «vixos», que salieron volando en pos de los tres amigos. Lo peor fue que no habían podido coger a «Kirk», que se quedó dentro del vagón mirando por la ventana, gimiendo, ansioso y abatido, cómo su amo se alejaba por el aire.

—¡«Kirk»! —gritó angustiado Gabi—. ¡No podemos dejarle ahí!

—¡Luego volveré a por él! —aseguró Dael—. ¡No te preocupes, sabrá valerse por si mismo!

Gabi confió en que así fuera. Quería con locura a su fiel mascota, y por nada del mundo querría que le pasara nada malo.

Por primera vez en su vida, los dos chicos pudieron admirar el paisaje nocturno de los alrededores de su pueblo desde las alturas, las luces de las cercanas poblaciones, y también las que definían las carreteras de entrada y salida de ellas.

Gabi, aunque le fascinaba la vista, intentó no mirar durante mucho rato hacia abajo mientras duró el trayecto, aferrándose con más y más fuerza al cuerpo de Dael; no tenía ningunas ganas de precipitarse al vacío.

Max, en cambio, disfrutaba enormemente de la experiencia, superando el vértigo que hubiera experimentado en cualquier otra situación. ¡Pero estaba volando, y eso había que aprovecharlo! En aquellos momentos, se sentía como uno de aquellos héroes de cómic que tanto admiraba y a los que siempre había querido emular. No tenía miedo; al menos no demasiado, ya que estaba convencido de que Dael nunca les dejaría caer.

—¿Por qué no nos teleportábamos en vez de salir volando? —preguntó Gabi, que tenía la espalda dolorida por haberse rozado con la ventana al salir del vagón—. ¡Debemos pesar un montón!

—¡Quería que nos siguieran! —respondió Dael—. ¡Así no poseerán a nadie más cuando el tren se detenga en la siguiente estación! Además, gracias al dispositivo antigravedad, para mí, sois ligeros como el aire.

—¡Pues por muy ligeros que seamos, nos están alcanzando! —indicó Max.

—Es lo que quería que hicieran —murmuró Dael—. ¡Ahora, agarraos fuerte! —aconsejó.

Dael ejecutó una pirueta en el aire que hizo que a los otros dos el estómago les subiera a la garganta. Se quedaron frente a los «vixos», y Dael disparó su arma con una potente ráfaga, como no habían visto antes. Todos los «vixos» fueron eliminados a la vez. Sus etéreas formas se desvanecieron con una mueca de intenso dolor en sus repugnantes rostros.

—¿Cómo has hecho esto? —preguntó Gabi—. ¡Si llego a saber que este trasto podía cargarse a tantos de un disparo…!

Dael le miró sonriendo.

—No podrías; Vedala ha hecho las modificaciones oportunas para casos de emergencia en el mío justo antes de venir a buscaros.

Aterrizaron en un campo de labranza. Las estrellas dominaban el cielo, y Dael se quedó un momento mirándolas.

—¡A esta hora se ve la estrella de mi planeta! —su voz denotaba cierta nostalgia, como siempre que hablaba de su hogar.

—¿Y las chicas? —preguntó Gabi, preocupado por su hermana.

—En la nave —respondió—. Estaban más seguras allí —entonces Dael les contó cómo les había localizado gracias a la frecuencia del arma que portaba Gabi.

—¡Pues llegaste justo a tiempo! —suspiró Max.

—Ya me di cuenta —sonrió Dael—. ¡Voy a por «Kirk», y nos teleportaremos a Vedala!

Dael desapareció volando a gran velocidad, para volver a aparecer a los pocos minutos con el asustado perro, que no cesaba de menear el rabo y lamerle el rostro, abrazado a su cuerpo.

Cuando el animal notó que sus patas volvían a tocar tierra, se lanzó sobre Gabi lamiéndole la cara de lo contento que estaba de reencontrarse con su amo después de tantas peripecias.

—¿Vamos a Vedala? —preguntó Dael, secándose las babas del perro con el dorso de la manga.

Asintieron, pero Max preguntó:

—¿Y por qué no nos teleportábamos desde el aire? ¡Podrías habernos dejado allí antes de ir a por «Kirk»!

—Porque hubiéramos entrado a Vedala volando a gran velocidad, y lo más probable hubiera sido que nos estampáramos contra una pared o algún panel de control… —explicó el areniano.

Max pensó que eso era razonable. No paraba de aprender cosas nuevas de aquel chico.

Se cogieron de las manos, y Gabi agarró a «Kirk» por el collar. De nuevo experimentaron aquella sensación de que el estómago se les volvía del revés y de perder el mundo de vista, para ser reemplazado por la increíble visión del interior de la nave Vedala.

Lore y Ada, al verles aparecer, corrieron hacia ellos contentas y aliviadas. El mastín fue directo a Lore, para demostrarle, como siempre a base de lametones, su afecto. Los dos chicos contaron su odisea particular, y Gabi quiso hacer hincapié en el hecho de que todo había sucedido por el capricho de Max y su adicción a las golosinas, y que eso era algo que tardaría en olvidar. Ellas les explicaron que Vedala las había estado distrayendo contándoles cosas de Arenia.

—Pero no ha querido explicarnos nada sobre ti —le recriminó Ada a Dael—. ¡Y eso que no ha parado de hablar!

—¡Jo, si ha hablado! —ratificó Lore, con un gesto que daba a entender que la nave no se había callado ni un momento.

—La tengo bien enseñada… —rio Dael—. Sólo dice lo que sabe que puede decir.

De pronto, toda la iluminación de la nave cambió para volverse de un tono rojizo, y la pausada voz de Vedala resonó por todo el puente:

—Atención, una nave de reconocimiento del «Gran Artífice» acaba de entrar en los límites del sistema solar, y se acerca a gran velocidad.

—¿Qué ha querido decir con eso? —preguntó asustado Gabi—. ¡Más sorpresas no, por favor!

Dael le miró ceñudo:

—¡Son mis enemigos! —dijo en tono grave y preocupado—. Puede que me hayan descubierto y vengan a por mí; o que sólo estén aquí para husmear en mi busca. Sea por la razón que sea, estamos otra vez en peligro…

Los cuatro amigos de la Tierra se miraron perplejos, como queriendo decir: «¿Y ahora qué?».