CAPÍTULO 15

Conflicto en el supermercado

Antes de bajar a la Tierra para empezar a rastrear el pueblo en busca de la sonda de los «vixos», optaron por descansar un rato. Así, mientras el duplicador terminaba de replicar el rayo sónico, decidieron también duplicar las gafas de Dael para poder pertrecharse del máximo de elementos que pudiera garantizar u seguridad.

Después del descanso, comieron un poco de «teinijxa», el otro manjar preferido de su anfitrión, que constaba de unas tabletas de color verdoso oscuro acompañadas de una especie de puré con una textura algo más gruesa que, por ejemplo, el de patatas. Los cuatro amigos lo encontraron delicioso. Dael les informó de que, además de tener buen sabor, contenía un alto valor nutritivo y proteínico. Para ayudar a digerir tal alimento, Dael les sirvió un líquido similar al agua, de color azulado y que dejaba en la boca un cierto regusto dulzón y refrescante.

—¡Menos mal que al final no pudiste cargarte el dispensador de alimentos! —comentaba Max a Lore, después de que Ada les hubiera relatado toda su peripecia en el comedor—. ¡Eso sí que hubiera sido una enorme desgracia!

Dael, para tranquilizarle, respondió que aunque Lore lo hubiera logrado, Vedala no hubiera tardado demasiado en repararlo. Max suspiró de alivio al escucharle.

Una vez las gafas especiales para ver «vixos» estuvieron duplicadas, ya se encontraban perfectamente preparados para regresar a Calablanca a cumplir su misión. Naturalmente estaban hechos un manojo de nervios; no sabían cuánta gente poseída podrían encontrarse ni qué actitud adoptarían hacia ellos.

—¿Y si también han atacado a Úrsula? —preguntó Ada con cierta preocupación—. ¡Podría ser muy peligroso para nosotros que se hicieran con todos sus conocimientos!

—No te preocupes por ella —la tranquilizó Dael—. Úrsula tiene muchos más recursos de los que te imaginas. ¡Ni siquiera se le habrán podido acercar, sus conjuros son muy poderosos!

—¡Y pensar que es el hazmerreír del pueblo! —murmuró Lore.

—Es el papel que le toca representar —declaró Dael—. La manera perfecta de no levantar sospechas entre la gente —después de estar un rato explicándoles detalladamente el funcionamiento del lanzarayos, miró a sus nuevos amigos para hacerles la última pregunta antes de marchar—: ¿Estáis preparados?

Los cuatro asintieron. No les hacía ninguna gracia, pero no tenían más remedio que hacerlo.

Se cogieron de la mano, y a «Kirk» por el collar, para teleportarse a la playa de Calablanca.

Afortunadamente el arenal estaba vacío, y les envolvía un silencio poco habitual para aquella hora del día —eran las siete de la tarde—. Hasta el mar parecía más calmado que de costumbre. A Ada le recorrió un escalofrío por la columna. La luz estaba perdiendo fuerza a favor de las cercanas tinieblas nocturnas, y las sombras se alargaban ominosas.

—Será mejor que nos dividamos en dos grupos —recomendó Dael, comprobando que tanto su equipamiento como el de los demás estaba en orden—. Así abarcaremos más territorio en menor tiempo.

Gabi y Max formaron un equipo junto con «Kirk», y Dael se quedó con las dos niñas.

—Nosotros echaremos un vistazo a los huertos que rodean la parte este del pueblo —decidió Gabi—. Vosotros peinad la zona oeste.

—Nos encontraremos en el espigón a las nueve —dijo Lore, mirando su reloj—. Tenemos dos horas.

—¡Pues en marcha! —dijo Dael, dando una palmada—. ¡Si alguien tiene problemas, que se dirija directamente a la playa!

Se separaron, cada grupo por su lado.

Max y Gabi empezaron a recorrer campos en busca de cualquier cosa extraña que vibrara, ya que Dael les había contado que las sondas emitían un leve zumbido, como el de un pequeño generador eléctrico. Gabi llevaba puestas las gafas por si acaso. Había quedado con Max en que él se las pondría al cabo de una hora, ya que estar mirando todo el rato a través de ellas, cansaba bastante la vista y podía causar dolor de cabeza.

Dos horas era un corto espacio de tiempo, por lo que andaban bastante deprisa, lo que hacía que Max se quedara rezagado constantemente. El que siempre iba por delante era «Kirk»; y Gabi tenía la certeza de que si alguien podía encontrar la sonda, aparte de Dael, era el perro.

—¿No podríamos pasar por el «super» antes de que cerrara? —preguntó el gordito—. ¡Compraría unas «chuches» para reponer fuerzas! ¡Tanto sudar me va a fundir!

El chico jadeaba, y era evidente el sudor que le caía a chorros por la frente y le había dejado la espalda empapada.

—¡No podemos perder tiempo! —amonestaba Gabi—. ¡No seas tan goloso! ¿No puedes controlarte por una vez?

—¡Es que de verdad necesito repostar! —se quejaba Max, poniendo cara de desesperado—. Y ahora estamos cerca del pueblo, en diez minutos podemos estar de vuelta a los campos si pasamos por debajo de la vía del tren… —puso cara suplicante—. ¡Vengaaa, porfaaa! ¡Será sólo un momento!

Gabi suspiró; sabía que si no accedía, Max no pararía de darle la tabarra con el tema.

—¡Vale, vale! —cedió—. ¡Pero no te entretengas charlando con la Mari!

—¡Te prometo que será entrar y salir! —la cara de Max se iluminó, y la boca se le hizo agua pensando en las golosinas que en pocos minutos estaría degustando.

Andando campo a través, llegaron a los límites del pueblo. Gabi escrutaba con atención a todos lados con las gafas, para cerciorarse de que no hubiera ningún «vixo» cerca. Al final llegaron al supermercado sin incidentes.

—Yo me quedo con «Kirk» fuera, vigilando —le dijo con seriedad Gabi a su amigo—. ¡Date prisa!

Max entró en la tienda. Sólo había una señora, con el carro de la compra, comprobando los precios de una estantería llena de botes de conserva.

Max saludó a la Mari, que le miró con ojos lánguidos.

—¡Hola Mari, vengo a por combustible! —y se fue directo a los esféricos recipientes de cristal que contenían los anhelados dulces. Cogió una bolsa de plástico para servirse los que más le apetecían: fresones de goma, nubes de azúcar y gran cantidad de gominolas de todas las formas, colores y tamaños. Max era de lo más feliz escogiendo golosinas, se sentía realizado mientras lo hacía.

Una vez tuvo la bolsa a rebosar, se dirigió a la caja donde estaba la Mari, para que lo pesara y le cobrara. Max iba rebuscando calderilla en su bolsillo y, atareado con las monedas, puso, sin mirar, la bolsa encima del mostrador. Se llevó un susto de muerte cuando la Mari, en vez de coger la bolsa, le agarró con fuerza de la muñeca, y con voz silbante dijo:

—¡Ya eres mío! —sus ojos delataban su estado: ¡estaba poseída por un «vixo»!

Max intentó zafarse, pero la presa era demasiado fuerte.

—¡Gabi, socorro! —aulló.

Gabi entró corriendo percatándose de la situación. La mujer que comparaba precios también resultó estar poseída por un «vixo». Se abalanzó con decisión sobre el recién llegado, lo que impidió a Gabi disponer del tiempo suficiente para disparar el rayo que Dael había duplicado. Apareció «Kirk» gruñendo, y con un gran salto se lanzó encima de la mujer, logrando que esta soltara a Gabi, pero causando a la vez que él se le cayera el lanzarayos de la mano y fuera a parar debajo de una estantería.

Max seguía esforzándose por zafarse de la presa de la Mari, y optó por tirarle encima la estantería que reposaba sobre el mostrador al lado de la caja registradora, y que estaba repleta de pilas, chicles y recambios para maquinillas de afeitar. Al caerle todo eso sobre su cabeza, la Mari soltó el brazo de Max para poder protegerse del golpe.

—¡Debajo de la estantería! —gritó Gabi, dándole una patada en la espinilla a la mujer, quien con «Kirk» agarrándole una mano con la boca, volvía a cargar contra al muchacho—. ¡El rayo sónico ha ido a parar ahí debajo, cógelo!

Max, con el corazón pareciendo que le iba a saltar del pecho, se tumbó en el suelo tanteando con la mano por debajo de la estantería. La Mari, ya recuperada, saltó con inusitada agilidad al otro lado del mostrador, colocándose sobre la espalda de Max, dispuesta a darle un buen pisotón en la cabeza; pero en aquel momento, los dedos del chico rozaron el pequeño y transparente aparato, se hizo con él, y dándose la vuelta con la rapidez que le otorgaba la sobrecarga de adrenalina de su cuerpo, se giró apuntando a la Mari y, sin dudarlo ni un instante, disparó el invisible rayo sónico. La mujer salió despedida contra la pared, golpeándose contra los refrigeradores repletos de helados que tenía detrás, para a continuación quedar inconsciente, pero ya sin «vixo», en el suelo.

Mientras, Gabi había podido dar un fuerte empujón a la mujer que le atacaba; eso le proporcionó un respiro que le permitió poder coger de una estantería una botella de cristal que contenía aceite de oliva, y lanzarla con todas sus fuerzas contra el suelo, rompiéndose en mil pedazos y esparciendo todo su resbaladizo contenido por el piso del supermercado.

Cuando la mujer volvió a la carga, resbaló con el aceite, dándose de bruces contra la estantería donde reposaban todo tipo de rollos de papel para la cocina, papel higiénico y servilletas de distintos colores. Gabi, al ver a la mujer quedar inconsciente, pensó que había acabado con ella; pero ante su sorpresa, el cuerpo de aquella señora se levantó con los ojos cerrados, completamente manipulada por el «vixo» que llevaba adherido. La estampa era espeluznante: ¡un auténtico títere humano! El cuerpo alargó las manos de forma extraña. A Gabi le recordó a los inquietantes movimientos que realizaban los zombies en las películas de terror, y todo su cuerpo sufrió un escalofrío.

«Kirk», asustado también, se mantenía gruñendo con el rabo entre las patas, sin atreverse a atacar de nuevo aquel extraño ser que andaba dormido. Suerte que, en aquel mismo instante, Max se levantó de un salto y apuntó sin dudarlo a la mujer, que con su andar fantasmagórico intentaba mantener el equilibrio por encima del charco de aceite y cristales rotos, para volver a atacar a Gabi ya «Kirk». Cuando el rayo la alcanzó, sufrió una sacudida y se desplomó como una muñeca rota.

—¡Nos ha ido por pelos! —exclamó Gabi, jadeando por la tensión que acababan de vivir.

«Kirk» seguía gruñéndole al cuerpo de la mujer caída, como advirtiéndole que no se le ocurriera volverse a levantar. Paro la pobre señora no parecía que fuera a recuperar el sentido en un buen rato.

—¡Espero que, cuando despierte, no se acuerde de mí! —deseó Gabi.

—¡Vale más que salgamos de aquí zumbando! —dijo Max, recogiendo la bolsa de dulces del mostrador—. ¡Seguro que ya hay más «vixos» viniendo, dispuestos a atacarnos!

—¡Todo por unas «chuches»! —amonestó Gabi a su amigo—. ¿Te das cuenta de lo que puede provocar tu glotonería e insensatez?

Max le respondió con una sonrisa de complicidad y un encogimiento de hombros.

—¡Unas «chuches» que no pienso pagar! —exclamó con férrea decisión el gordito—. ¡Faltaría más!

—¿Cómo que no? —le increpó Gabi—. ¿Qué culpa tiene el supermercado de que les hayan atacado los «vixos»? ¡Haz el favor de dejar el dinero junto a la caja! ¡Habráse visto el moroso glotón este…!

—Tienes razón —admitió Max, compungido e invadido por un repentino sentimiento de culpa—. ¡Nosotros somos gente legal!

Y dejó el importe exacto de sus compras sobre el mostrador de la cajera, para a continuación salir corriendo del supermercado junto a Gabi, seguidos por un alborozado «Kirk» que, a pesar de lo alterados que veía a su amo y a su amigo, seguramente pensaba que todo aquello no era más que otro juego incomprensible para él. Por suerte, nadie había oído el ruido de la pelea, o eso parecía; pero desde el final de la calle llegaba un rumor provocado por los gritos de más posesos que se dirigían corriendo hacia ellos.

—¡Vayamos a la estación! —decidió Gabi mientras corrían—. ¡Allí tendremos más posibilidades de despistarlos!

Y Max, que corría bufando a su lado con la bolsa de golosinas bien sujeta en la mano, dijo:

—¡Y con tanto hierro y cacharro que hay por allí, también sería un buen sitio para que hubieran escondido la sonda!

Gabi estuvo de acuerdo con él en esa apreciación.

Calablanca, pese a ser un pueblo pequeño, tenía una estación de tren bastante importante en la comarca. Era inicio y final de los trenes de cercanías y enlace con otras líneas; lo que hacía que su recinto y número de vías fuera bastante mayor que las estaciones del resto de poblaciones cercanas, a pesar de que la mayoría de estas tuvieran un mayor número de habitantes. Los extremos de los andenes estaban llenos de vías muertas, muchas de ellas oxidadas por la falta de uso. Tramos de raíles antiguos se amontonaban caóticamente en las inmediaciones, compartiendo espacio con maleza, desperdicios y todo tipo de muebles rotos que la gente apilaba allí, sin que nadie supiera muy bien el porqué, convirtiendo parte de la estación en un improvisado vertedero que en nada beneficiaba a la imagen del pueblo.

A Gabi aquello siempre le había parecido el paisaje más deprimente y antiestético del mundo. Jamás comprendió qué relación tenía una estación de tren con el abandono y la suciedad. ¡Con lo caros que eran los billetes, ya podrían hacer algo para que aquello no pareciera una chatarrería! Era el lugar ideal para cortarse con cualquier hierro, y pillar una buena infección; o algo peor, ya que era sabido que por la noche las ratas campaban por allí con total impunidad, pese a la ingente cantidad de gatos callejeros que también habitaban entre todos aquellos escombros amontonados. Sus padres siempre les habían prohibido jugar por la estación y sus alrededores, cosa que muchos otros niños del pueblo sí hacían, pero hoy se maldecía por no haber quebrantado esta orden: así hubiera conocido al dedillo toda la zona, lo que en aquellos momentos les hubiera ido de perlas.

—Primero tendremos que escondernos y esperar a que los «vixos» se vayan —aconsejó Max—. ¡Tú no dejes de mirar a todo el mundo con las gafas! ¡No sea que nos pillen por sorpresa!

No hubiera hecho falta esa última observación, ya que Gabi no cesaba de mover la vista hacia todas partes, más que dispuesto a no dejarse sorprender. Además, confiaba ciegamente en su fiel can, teniendo la seguridad de que «Kirk» les avisaría con sus potentes ladridos en caso de que algún individuo sospechoso se les acercara.

Al pasar corriendo cerca de su casa, los pensamientos de Max se dirigieron por un momento, sin saber muy bien porqué, al Sr. Arenas, su misterioso vecino. ¿Qué estaría haciendo? ¿Le habrían capturado los «vixos»? Decidió sacárselo de la cabeza; ahora ya no tenía importancia, más valía que se concentrara en la misión que les ocupaba.

Sin resuello, llegaron a la estación. Acababa de llegar un tren, y sus escasos pasajeros, en su mayoría trabajadores que regresaban a sus hogares, descendían de los vagones ajenos a todo lo que estaba sucediendo en Calablanca.

—Mezclémonos con la gente que baja del tren —sugirió Gabi—. ¡No veo a ningún «vixo» entre ellos!

Tal vez una veintena de personas se habían apeado del ferrocarril, y una veintena más esperaba la llegada de su tren, sentados en el vestíbulo o en la cafetería, donde había unas diez personas, y ninguna parecía poseída.

Gabi y Max se mezclaron entre el gentío, confiando en que los «vixos» que les perseguían desistieran de ello al ver a tanta gente. Pero de momento parecía que eso no era así, ya que los dos chicos pudieron verles ascender por la calle, pasando por el lado de la parada de taxis, y no parecía que tuvieran la más mínima intención de abandonar la caza.